Última Roma (62 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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Subieron apiñados por tres puntos, formando testudos con sus escudos rectangulares. Desde arriba no eran sino manchas negras. Su intención era llegar a lo alto, despacio e invulnerables como tortugas, e imponer una vez allí su mayor número. Fracasaron por lo irregular y empinado de las cuestas, que les impidieron mantener cerradas las testudos. A pesar de la noche, los britones supieron aprovechar las brechas que abrían al caminar para colar por ellas tiros de dardos emplumados.

El sol ilumina ya toda la cima del cerro. Baña con luz dorada los árboles, las rocas, a los guerreros de mantos coloridos apostados en lo alto. El bardo de manto azul y barba entrecana se adelanta otro par de pasos. Allá abajo, todavía en sombras, algunos godos se han adelantado para recoger a sus heridos, escudos en alto. Los britones los dejan hacer sin estorbarles con sus dardos, por orden expresa de su
dux bellorum
.

No deja de ser Caddoc el último responsable de que en este día señalado, en el que se librará una batalla decisiva, ellos se encuentren en lo alto de este cerro o muela. Su elección les ha llevado a librar combates casi a ciegas a lo largo de esta noche.

La columna britona ocupa lo que con buena voluntad podría definirse como el extremo izquierdo del ejército de la provincia de Cantabria. Con buena voluntad porque en realidad se encuentran aislados. Como a media milla por delante y otro tanto a oriente de ese ejército, defendiendo ese cerro coronado por un robledal muy antiguo.

Maelogan es versado en muchas disciplinas. Por eso acompañó a Caddoc al consejo de guerra celebrado la noche anterior. Fue testigo de cómo este porfiaba para que su columna no se encuadrase en el esquema general de las fuerzas. Aunque dio para ello mil razones, algunas de ellas peregrinas, no llegó a poner sobre la mesa la verdadera.

Razón que, por otra parte, muchos suponen y que el bardo comparte. Caddoc temía que sus hombres fuesen usados como tropa de sacrificio. No son infundados sus recelos. Vienen de lejos y enviados por el rey suevo, que es el verdadero aliado del senado de Cantabria. No tienen con ellos vínculos de sangre ni pactos, y pudiera ser que alguien cediese a la tentación de colocarlos en una posición expuesta de la que pocos saldrían con vida.

Al cabo, tras una discusión larga y en ocasiones áspera, el
comes
Mayorio cedió. Y en lugar de alinearlos con el resto, los envió a este cerro solitario.

Porque ha sido el
comes
el que ha diseñado toda la estrategia. No importa que el mando nominal lo ostente el senador Nepociano, uno de los más poderosos y el de más edad de los reunidos. Fue el romano quien perfiló detalles, distribuyó las tropas y eligió las señales.

Los leudes han retirado ya a sus heridos. Ahora, mientras unos pocos los atienden, los demás descansan apoyados en sus escudos. Muchos se han librado de los cascos para soltarse las melenas largas, distintivas de los visigodos de condición libre.

La luz del sol sigue bajando por la ladera. Ilumina ya los cadáveres dispersos por las cuestas, las lanzas caídas, los escudos abandonados. El bardo da la espalda a todo eso para introducirse entre los árboles.

Muchos son roblones inmensos de cientos de años. Esta cima plana es lo bastante amplia como para que tengan ahí, entre los árboles, a sus caballerías. Y el robledo es tan espeso que los godos, desde abajo, no saben si disponen de diez o de cien monturas.

Oye relinchos y piafar. Llega a entrever caballos y mulos entre la vegetación. También las idas y venidas de sus propios sirvientes, a los que Caddoc ha confiado en esta jornada el cuidado de los animales. Son media docena de hombres fuertes, capaces también de luchar. Pero el
dux bellorum
ha preferido destinarles a esa misión para así disponer de hasta el último de sus guerreros para la lucha.

Se dirige al otro extremo. Ese cerro o muela es de laderas escarpadas a occidente y sur, y más largas y suaves a oriente y norte. Por las primeras es difícil que suban enemigos, así que solo hay un guerrero de guardia en esa zona. Uno de los tres portadores de máscaras ancestrales.

Deambula por el borde, a la sombra de los robles, oteando el campo. Loriga escamosa bajo manto de rombos coloridos, yelmo de estilo romano. Al hombro el broquel con el león dorado en campo verde. En la diestra un dardo de plumas rojas y verdes.

Cuando se gira, Maelogan puede ver esa máscara de acero gris con dorados. Es la más antigua de las tres, la de Ambrosio. El observador no puede evitar preguntarse si habrá algún motivo concreto por el que Caddoc ha mandado a este puesto de vigilancia justo a esa.

La atención del vigía está más en la llanura que en la base de la muela. Hacia esas extensiones dirige también su mirada el recién llegado. Porque los dos ejércitos están ya en movimiento a través de los pastos. El sol baña esas praderas, relucientes todavía de rocío. Algunos árboles aislados arrojan sombras aún largas pero, con el sol elevándose, desde arriba se tiene panorámica del campo de batalla.

Las fuerzas de la provincia al norte, las de los godos al sur. Y los britones en este alto aislado, al este de todos ellos.

Así que el bardo, asomado al borde occidental de la muela, tiene a mano derecha a sus aliados. En vanguardia pululan siluetas dispersas. Enjambres de escaramuceros berones y turmódigos que se han sumado a la campaña. Se arman a la libera —escudos de varios tipos, dardos, hachas y mazas— y su disciplina es nula, por lo que el
comes
les ha enviado por delante, a hostigar y estorbar al enemigo.

Tras esas bandas tribales avanza despacio el grueso del ejército. Infantería formada por los hombres de los senadores ahí congregados. Son
fideles
, bucelarios, libertos, colonos de sus predios. Sus escudos ovales lucen los símbolos de sus respectivos patrones. Unos se cubren con yelmos de diseño romano anticuado, en tanto que otros se protegen con simples gorros frigios de cuero o van a cabeza descubierta.

Marchan en contingentes de un tamaño similar. Ese fue uno de los grandes empeños del
comes
Mayorio en los días previos a esta jornada. No ha cejado hasta convertir a las comitivas guerreras de los senadores en algo que por lo menos remeda a un ejército regular. En unos casos los ha agrupado y en otros dividido para formar centenas que son las que ahora se despliegan por el campo dejando espacios entre ellas.

La caballería está detrás y a la izquierda de esa masa, como un fleco muy largo. El extremo más alejado lo ocupan los
victores flavii
y, entre ellos y la infantería, escalonados, hasta cinco grupos de entre treinta y cincuenta jinetes, también reunidos según patronos. Así que, entre romanos e indígenas, suman unos cuatrocientos de a caballo. Bastantes menos que los de los godos de enfrente.

El bardo se desplaza unos pasos para ver mejor, atrapado por el espectáculo de la caballería romana. Los arneses de los caballos partos relucen recién bruñidos. Los jinetes de sobrevestes rojas están de pie junto a sus monturas para no fatigarlas. Ellos a su vez se apoyan en las lanas para descargarse del peso de sus propias armaduras. Ni por un instante duda el observador que, llegado el momento, montarán y formarán en un abrir y cerrar de ojos.

Suenan las trompas, tremolan los estandartes. Estandartes aquí no faltan. Eso ha sido cosa también del
comes
Mayorio. Sirven no solo para impresionar al enemigo, sino también para que los distintos contingentes se comuniquen y reciban con rapidez las órdenes.

Por eso sobre cada centena ondea un pendón distinto. Y los romanos tienen con ellos su
draco
. La cabeza de dragón en bronce con la manga roja. Una imagen legendaria que Maelogan nunca soñó llegar a ver un día con sus propios ojos. Al menos, no en un campo de batalla.

Las enseñas tampoco escasean en las filas visigodas. Son un bosque de estandartes cuadrados y triangulares. También ellos se mueven por la llanura en formaciones, aunque su disposición de batalla es distinta.

Vistos desde arriba forman un triángulo. Los jinetes al centro y delante, a su vez formados en flecha. Flecha cuya punta es una quincuagena de caballería pesada del ejército real. Tras ellos contingentes a caballo de distintos nobles godos. En total y a ojo, calcula Maelogan que sumarán entre todos algo más de un millar.

Les preceden arqueros con la misión de hostigar y hacer flaquear al enemigo con sus descargas, para abrir así paso a la carga de caballería. Y les siguen, formando la base del triángulo, la infantería en tres grandes formaciones.

Al que mira desde lo alto, le resulta obvia la superioridad numérica del ejército invasor. Más que duplican a sus enemigos.

Pero en la guerra no siempre el número es decisivo o siquiera una ventaja. En contra de lo que temían, del ejército del rey solo están presentes esos quinientos de caballería pesada y algunas centenas de leudes; las mismas que con tanto empeño han tratado de desalojar a los britones del cerro. Eso y algunas tropas de las guardias reales —los gardingos— que según los espías acompañan en retaguardia al noble Sisberto.

Ayer al atardecer, durante el consejo de guerra, todos estaban sorprendidos de esa escasez de soldados del rey. El tema se trató largo y tendido. A algunos les causaba alivio esa circunstancia, pero otros se temían alguna trampa. Que hubiese reservas no lejos, ocultas y listas para intervenir cuando la ocasión fuese propicia.

Pero, para los más, esa ausencia se explicaba por el hecho de que el rey estuviese con su ejército en el
Vasconum Ager
. En cuanto a los pocos leudes presentes, eso se explicaba porque los demás debían de estar asegurando el control de Pallantia. O tal vez Leovigildo, siempre cauto, había dado orden de que se mantuviesen en reserva, no fuera que su ejército de invasión resultase derrotado.

En todo caso, la presencia de esas pocas unidades regulares, así como la de Sisberto, bastaban para dar cohesión a esas fuerzas heterogéneas. También reforzaba la legitimidad de su acción. No por nada los estandartes de las cruces y las águilas ondeaban por doquier sobre las lanzas visigodas.

Llegan hasta la cima de la muela gritos lejanos. El bardo de manto azul vuelve la cabeza al espacio entre los dos ejércitos. Ahí ya han comenzado los combates. O, para ser más precisos, tienen lugar las primeras refriegas. Los escaramuceros de las provincias, desde ahí arriba diminutos como hormigas, corren en desorden por el océano de hierbas altas.

Agitan escudos y lanzas, vocean desafíos. Y los arqueros godos les están disparando, pero su dispersión y carreras hacen ineficaces las descargas cerradas de flechas.

Los guerreros tribales corren en zigzag, brincan. Desvían las flechas con sus broqueles o las esquivan. Y cuando parece que los arqueros están dejando de disparar, hacen ellos amagos de avances y de arrojar sus venablos, para provocar así más flechazos.

Un estrépito de gaitas se levanta al otro lado de la cima. El guerrero de la máscara se gira. Lo propio hace el bardo, aunque los robles les impiden ver nada. Si sus compañeros apostados en la ladera oriental están tocando las gaitas es porque se va a producir un nuevo ataque de los godos.

En este día de guerra, los britones no tocan para amedrentar a sus enemigos sino para avisar con sus pitidos, audibles a millas de distancia, de que les están atacando de nuevo.

El bardo desanda el camino a través de los robles centenarios. En el borde oriental, con el sol de cara, los britones han abandonado su reposo y se están apostando tras troncos, matorrales, afloramientos de roca; todo cuanto pueda darles protección. Abajo, cuatro centenas de leudes se despliegan con sus escudos cuadrados todavía a las espaldas. Pero ahora además les apoyan tres decenas de arqueros, de cascos cónicos con narigueras y cotas de malla.

Caddoc se los señala, impasible.

—Arqueros, sabio de los caminos.

—Ya veo. —Hace visera con la mano—. No parecen muchos, ¿no?

—Más que suficientes. ¿No ves cómo se están situando? Van a cubrir con sus flechas el ascenso de sus compañeros. Observa a esos y a esos otros. —Va señalando con su dardo—. Fíjate en cómo se están abriendo las centenas de lanceros. Buscan las zonas por donde puedan subir más a cubierto.

—Ya les hemos rechazado tres veces.

—Pero ahora ha salido el sol. Ahora somos visibles. Mientras fue de noche, nosotros les veíamos a ellos y ellos a nosotros no, porque nos ocultaba la oscuridad de estos robles…¡Ah! Mira.

Sigue el bardo la dirección de su brazo. Asiente. A partir de lo que acaba de decirle el caudillo, es fácil suponer lo que está a punto de suceder.

Las cuatro centenas de leudes se están desplazando por la base del cerro. Se van separando unas de otras y parecen buscar, tal como le han indicado, los lugares más favorables para el ascenso armado. Pero ahora, a diferencia de en la madrugada, no forman testudos sino que se despliegan en línea doble.

Subirán por cuatro lados distintos, formando cuatro frentes. La primera línea irá con los escudos por delante y la segunda los llevará en alto, cubriendo las cabezas. Mientras, los arqueros lanzarán granizadas de proyectiles contra la cima.

—¿Qué podemos hacer?

—Poca cosa. Elegir entre exponernos a las flechas o refugiarnos entre los árboles. En el primer caso, iremos cayendo. En el segundo, los lanceros llegarán a la cima y, dado que son cuatro centenas…

No remata la frase. Una flecha de plumas azules y negras llega silbando. Golpea contra una roca, rebota y pasa por delante de las barbas del bardo. Pero no es más que un tiro de tanteo para medir fuerza y alcance. O tal vez ha sido un disparo oportunista, ya que el bardo no lleva armadura y Caddoc está a cabeza descubierta.

Este último debe pensar lo segundo, porque se coloca el yelmo ojival.

—Te ruego que te retires, maestro viajero. Aquí se va a poner feo en un momento y no debes arriesgar sin provecho a recibir un flechazo.

Aunque asiente, el bardo todavía no retrocede. Echa otra ojeada a los godos, que siguen situándose para el ascenso y asalto. Los lanceros están ya embrazando sus escudos rectangulares, pintados con seres mitológicos. Lo hacen con parsimonia, pues se saben fuera del alcance de los dardos britones.

Los arqueros tienen ya montados sus arcos. Algunos pulsan la cuerda como si fuera la de un arpa. Un detalle de esa naturaleza es imposible que se le escape a un hombre como el bardo. Se pregunta este si con ese gesto invocarán a la buena suerte y a la puntería, o si solo es que liberan así la tensión de la espera.

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