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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (28 page)

BOOK: Tu rostro mañana
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El Profesor no se movió, no se levantó, sin duda era capaz de controlar el cuerpo, le bastaba con desatar la lengua, brevemente. Tan sólo arrojó su colilla a un cubículo con lapiceros que le pillaba a mano y se tocó el puente de las gafas, primero con el dedo índice y luego con el corazón, dos
veces,
como si quisiera asegurarse de que no le habían salido disparadas junto con su irritación. De la Garza se quedó paralizado, con las piernas momentáneamente flexionadas, una postura poco airosa, cercana a la de quedarse en cuclillas. Pero se irguió en seguida. Y como no habría bebido, se pudo sentir alarmado.

—Ay, perdóneme, Profesor, yo no
sé,
no entiendo, había leído en algún sitio que le interesaba el
hip-hop,
que lo veía relacionado con algunas formas poéticas arcaicas, con las coplas de ciegos, los pliegos esos de cordel, los cancioneros, los romanceros, todo eso...

—Me confundes con Villena —intercaló Rico, refiriéndose a un muy conocido y muy atento poeta español (atento a todos los fenómenos). No lo dijo ofendido, sólo profesoral y aclaratorio.

—... Que lo veía muy medieval, en suma...

Y entonces ocurrió. Se interrumpió porque ocurrió entonces. Al mover la cabeza de un lado a otro mientras no entendía y se disculpaba, asustado por la reacción franca de Rico, o ruda de Rico (pero él se la había buscado), me vio y me reconoció en seguida, como si llevara tiempo temiendo encontrarme o a menudo soñara conmigo y yo le aplastara el pecho en sus pesadillas. Al mirar hacia la derecha me vio allí, en línea recta, de pie al otro lado del pasillo como un convidado de piedra, y al instante supo quién era. Y yo vi el efecto inmediato de aquella sorpresa y de aquel reconocimiento. De la Garza se encogió instintivamente, todo él, como si fuera un insecto que al advertir un peligro se estrecha, se contrae, se disminuye, intenta desaparecer y borrarse para que la muerte no lo alcance, para no ser individualizado ni visto y no existir y así negarse ('No, yo no soy lo que ves, yo no estoy, no te equivoques'), porque la única forma segura de evitar la muerte es no ser ya, o quizá aún mejor, nunca haber sido. Pegó los brazos a los costados, pero no como el boxeador que va a defenderse o cubrirse, sino como si repentinamente lo hubiera acometido un gran frío y tiritara. Y encogió también el cuello, de manera parecida a como lo había hecho en el lavabo de los tullidos, cuando ladeó la cara y por primera vez avistó la ráfaga turbia de metal en alto y vio el doble filo de refilón, de reojo, a punto de abatírsele encima: hundió la cabeza entre los hombros como con un espasmo, con el mismo gesto que debieron de hacer sin querer o queriendo todos los guillotinados de doscientos años y los que padecieron el hacha a lo largo de los cien siglos, y hasta las gallinas y pavos desde que al primer hombre aburrido o hambriento se le ocurrió decapitar a uno de ellos. También como entonces, el labio superior se le levantó, casi se lé dobló, fue un rictus, le dejó al descubierto la encía seca en ella se le enganchó la parte interior del labio al faltar toda saliva. Y en sus ojos vi un pavor irracional, predominante, excluyente, como si mi sola presencia lo hubiera sacado de la realidad y en un segundo hubiera olvidado dónde estaba, en la Embajada española en la Corte de San Jacobo o San Jaime, allí donde trabajaba o pasaba el rato a diario rodeado de vigilancia y de compañeros que lo protegerían, se encentraban a poca distancia; había olvidado que tenía enfrente al prestigioso Profesor enojado, y que allí yo no podría hacerle nada. Lo más desazonante para mí, lo que me dejó desconcertado y quieto, era que yo no quería hacerle nada, sino más bien al contrario, interesarme por su recuperación, por su salud, comprobar que nada había sido irreparable, e incluso, si se terciaba, y pese a lo mal que me caía, decirle que lo lamentaba. Lamentaba no haber hecho más, no haberlo impedido, no haberlo ayudado a huir ni defendido, no haber sido capaz de hacer entrar en razón a Tupra (aunque éste calculaba bien y con él nada era cuestión de precipitación ni de razón perdida). Y hasta me habría gustado convencer al capullo de que dentro de todo había tenido suerte y había salido bien librado, y de que mi colega Reresby, pese a su brutalidad y por increíble que fuera, le había hecho un favor inmenso al adelantarse y evitar así que el sanguinario Manoia (yo lo había visto y no visto actuar en un vídeo, él sí era
Sir Cruelty,
cerré los ojos, no quise tapármelos, aquello era para vendárselos) tomara a su cargo el castigo. Pero no podía ni debía explicarle nada de eso, menos aún delante de Rico, quien al ver la transformación de Raflta miró con no más que displicente curiosidad hacia mi lado (debía de despreciar todo lo suyo, lo tendría por total memo y desquiciado). Fue una sensación muy desagradable, pero sobre todo inasumible, descubrir que yo provocaba espanto. Era por asociación, por asimilación sin duda, al fin y al cabo yo no lo había tocado, quizá De la Garza temió ver aparecer también a continuación a Tupra, a mi espalda, como si para él hubiéramos de ir ya siempre juntos. Pero yo venía solo y sin que lo supiera mi jefe, mi visita no le habría hecho gracia. 'Que no te llame a ti a pedirte cuentas, que te deje en paz, que te olvide', me había instado a decirle de parte suya, a traducirle al caído, antes de abandonarlo y rozarle al salir la cara con el faldón de su abrigo armado. 'Que se haga a la idea de que no hay de qué pedirlas, no existen razones para denuncias ni para protestas. Que no lo cuente, que se calle. Ni como aventura. Y que lo recuerde.' Y Rafita había cumplido las instrucciones al pie de la letra, se había inventado una patraña para justificar su maltrecho estado ante los suyos. Y claro que lo habría recordado, es más, no habría hecho otra cosa desde entonces, convertido en un manojo de nervios día y noche, en la vigilia y en el sueño, noche y día, por mucho que se atreviera luego a cantarle un
rap
a Rico y a otras inimaginables mamelucadas. Al verme allí en el pasillo, tan cerca, quizá acechante desde su perspectiva, hubo de pensar con pánico que era yo quien no lo dejaba en paz ni lo olvidaba. 'Podía haberse quedado sin cabeza, ha estado a punto', había añadido Reresby. 'Y como no la ha perdido, dile que está aún a tiempo, otro día, cualquiera de estos, sabemos dónde encontrarlo. Que no olvide eso, dile que la espada estará ahí siempre,' Esta última frase yo la había omitido, no la había traducido, me había negado a endosármela, pero sí el resto. A De la Garza se le habría quedado grabado todo, pese a su menguada conciencia tras el susto del acero agudo y la paliza contra las romas barras: 'Sabemos dónde encontrarte'. Nada era más cierto, y ahora yo ya lo había encontrado y era su terror, su amenaza.

'Me tiene un miedo invencible', pensé fugazmente. 'Cómo puede ser, no creo habérselo dado a casi nadie antes, y ahora este hombre se ha quedado inmóvil y disminuido del pavor que siente al verme, pese a estar aquí en su despacho inviolable, en la Embajada, junto a un miembro de la Real Academia, objetivamente a salvo, no tendría más que gritar para que acudieran raudos otros diplomáticos y algún vigilante o guardia. Y sin embargo él intuye que llegarían tarde si yo tuviera una pistola o una espada o una navaja y las usara contra él al instante, sin importarme mi suerte ni mediar una palabra, eso es lo que él sabe intuitivamente, o quizá tiene demasiado vivo el recuerdo de que cuando vislumbró el doble filo nada había ya que hacer para salvarse: la muerte llega en un segundo, uno está vivo y sin darse cuenta está muerto, así sucede a veces y desde luego todo el tiempo en las guerras y en sus bombardeos desde el altísimo aire, esa práctica extendida e ilegítima siempre, consuetudinaria y aceptada pero deshonrosa siempre, mucho más que la ballesta en tiempos de aquel Ricardo
Yea and Nay
o Sí y No, de aquel
Coeur de Lion
voluble con el que acabó una saeta de deshonrosa ballesta al final del siglo XII: uno oye el estampido y ya no oye más ni ve nada, y no será uno, sino tal vez otro que después aún siga vivo, el que oirá el silbido de la bala que se incrustó en nuestra frente. Sí, este hombre está dispuesto ahora mismo a hacer lo que
yo le mande
, su temor a mí —o es a Tupra, pero yo soy ya su representante o su secuaz o símbolo— no solamente lo ha vivido en la realidad durante unos minutos que se le harían eternos, como a mí rnismo, sino que además lo ha anticipado muchas
veces,
dormido y despierto: quizá nos haya visto aproximarnos como dos sicarios con paso firme para despedazarlo, y hayamos protagonizado sus pesadillas de persecución y alcance y más persecución y alcance, y hayamos sido repetitivo plomo sobre su alma desde entonces.' Porque hasta los sueños saben eso, que a uno suele alcanzárselo, y lo saben desde la
Iliada
como me había dicho Tupra aquella noche, algo más tarde, los dos quietos en su coche frente a la puerta de mi casa, en la que él creía que me esperaba alguien y nadie había, sólo las luces encendidas y tal vez el bailarín enfrente.

Entonces di tres zancadas rápidas y hablé. Me asomé al despacho y dije con desenfado, casi con jovialidad:

—¿Qué, cómo andas, Rafita? Se te ve ya muy recuperado. —Y añadí en seguida, para que viera que iba a guardar las formas y que mi intención no era violenta ni pendenciera—: Siento interrumpir. ¿No me presentas? —Y me fui derecho al Profesor Rico, quien no hizo el menor ademán de levantarse, se limitó a estirar mucho el brazo hacia arriba como las antiguas damas y acercarme así la mano lo más posible sin moverse, era distinguida su mano y su puño de la camisa muy fino, por lo menos de Cupri o de Sensatini, grandes marcas, se la estreché con afabilidad (la mano). Y como De la Garza no reaccionara ni pronunciara aún palabra (tan sólo me miraba aterrado: me tenía tanto miedo que no pondría trabas a mi aproximación a Rico, de hecho no me impediría nada, comprendí que podía hacer lo que quisiera), avancé mi nombre—: Jacques Deza, Jacobo Deza. Usted es Don Francisco Rico, ¿verdad? El famoso erudito Rico.

Lo complació saberse reconocido y se dignó contestarme, seguramente sólo por eso, pues su actitud general no denotó interés real ninguno (fuera yo quien fuese, al fin y al cabo, estaba estigmatizado por venir del agregado rapero).

—Deza, Deza... ¿No es usted amigo, o conocido, o discípulo... ea, bué, lo que sea... de Sir Peter Wheeler? Me suena. —Los dos eran grandes figuras y estudiosos, sabía que se conocían y apreciaban.

—Sí, soy buen amigo suyo, Profesor.

—Me sonaba. Asociaba el nombre. Alguna vez me lo habrá mencionado. Por qué, ni idea. Me sonaba —dijo satisfecho de su buena memoria.

De la Garza no atendía a este intercambio hueco. Se había alejado de donde yo estaba, se había colocado detrás de su mesa, de pie, como para protegerse con ella y poder correr si hacía falta.

—¿Qué coño quieres? —me dijo de pronto. Pero a pesar del taco, su tono no fue hostil ni destemplado, más bien implorante, como si lo único que le importara fuera perderme de vista como por ensalmo (que le desapareciera la mala visión, el mal sueño) y deseara con todas sus fuerzas que yo le contestara: 'Ya me voy. Nada. No he venido'.

—Nada, Rafita, sólo quería cerciorarme de que ya estabas bien de tu percance, de que no te había dejado secuelas. Pasaba por aquí cerca y se me ha ocurrido entrar a preguntarte, me tenías preocupado. Es una visita amistosa, en seguida me iré, no te impacientes. ¿Estás bien? ¿Ya del todo? Sentí mucho lo que te pasó, te lo aseguro.

—¿Qué fue eso? ¿Qué percance? —intervino Rico con escepticismo—. Cualquier cosa que te pasara fue poca, visto lo visto y oído lo oído —añadió como para sus adentros, pero se le oyó perfectamente.

Rafita, sin embargo, no hizo caso al comentario crudo, había puesto en un segundo plano al Profesor y su enfado, estaba demasiado ocupado conmigo, alerta, tenso, como si temiera que en cualquier instante le saltara como un tigre al cuello. Para mí fue una sensación rara, al principio divertida en parte, me sabía incapaz de hacerle daño y no tenía voluntad de hacérselo. Yo lo sabía pero él no, y el saber no es transmisible, en contra de lo que los docentes creen; sólo puede persuadirse. Me hacía un poco de gracia el abismo entre su percepción y mi conocimiento, y a la vez me angustiaba verme sentido así, como un peligro, como alguien amenazante y violento. De la Garza estaba casi fuera de sí, estaba en ascuas.

—-De verdad que sólo quiero saber cómo estás, créeme —intenté calmarlo, convencerlo—. Te pusiste muy pesado, metiste la pata hasta el fondo, mucho más de lo que te imaginas, pero esa reacción de mi jefe no me la esperaba, lo siento. Me pilló por sorpresa y me pareció desproporcionada. Desconocía sus planes, no pude hacer por evitarla.

—¿Qué jefe, Sir Peter? No me entero de nada, de qué estáis hablando, élgar. Si tuvo una mala reacción con él no me extraña, no tiene edad para imbecilidades. —Rico volvió a la carga, no tanto porque le interesara el asunto cuanto porque se aburría. Parecía de esos hombres que no soportan tener la cabeza inactiva, y si uno no entiende lo inmediato ajeno, se encuentra con ella nada más que esperando, algo inaguantable para los que sin cesar conciben. 'Élgar' denotaba exigencia.

—Vete, vete de aquí, vete ya —me dijo el mameluco con infantilismo. No me escuchaba, no atendía a razones, probablemente ni me oía. Había perdido los nervios del todo y lo había hecho en un muy breve lapso, lo cual me reafirmó en mi idea de que habríamos paseado por sus pesadillas largamente, Tupra y yo, a buen seguro allí inseparables—. Por favor, márchate, te lo ruego, déjame, qué más queréis, joder, no he dicho nada, no le he contado la verdad a nadie, ya basta.

Rico encendió otro cigarrillo, se había dado cuenta de que el oscuro conflicto era entre De la Garza y yo exclusiva y quizá patológicamente, y de que no iba a sacar nada en limpio. Hizo un gesto de desentenderse, de abandonar sus tentativas sin pena, y murmuró otra de sus onomatopeyas variadas:

—Esh —dijo. Me sonó exactamente como 'Allá este par de idiotas, voy a meditar mis cosas, no puedo perder más el tiempo'.

Vi a Rafita desencajado, con los puños apretados aún pegados al cuerpo (no como arma sino como escudo), la mirada turbia, la respiración muy agitada, le había entrado una tos intermitente pero incontenible en cada acceso, presa de un pánico que revivía y que quizá llevaba también meses temiendo. Aún le duraría esa nebulosa de perpetuo miedo, se lo fiaba largo. Muy mal lo habría pasado aquella noche, el peligro real de muerte se percibe siempre y en él se cree inmediatamente, aunque al final se quede sólo en susto de muerte. Era inútil insistirle. Me pregunté qué le habría ocurrido si hubiera sido Reresby, y no yo, quien se le hubiera aparecido imprevistamente a la puerta de su despacho. Habría perdido el conocimiento, le habría dado un ictus, un doble infarto. Yo había ido allí en favor suyo (en la medida en que eso era posible), no tenía sentido que él siguiera padeciendo por mi presencia. Podía irme tranquilo, por otra parte. Lo veía bien físicamente. Quién sabía si le quedaba algún dolor, o desperfectos, pero estaba recuperado en conjunto. Otra cosa era su inseguridad presente y también futura, lo acompañaría durante mucho tiempo. Ahora estaría mal instalado en el mundo, con un suplemento de miedo y una permanente sensación de zozobra. Aunque eso no le impidiera seguir diciendo sandeces, habría acabado con su ufanía de fondo, con la más profunda.

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