Pasa entonces ei tiempo, y a partir de un día difuso volvemos a dormir sin sobresaltos y sin recordar en el sueño, y a afeitarnos ya no al azar ni a deshoras sino por la mañana; ninguna botella se rompe ni nos irrita ninguna llamada, prescindimos del culebrón, del crucigrama, de las salvadoras rutinas sobrevenidas que observamos con extrañeza en la despedida porque ya casi ni comprendemos que nos hicieran falta, y hasta de las personas pacientes que nos entretuvieron y nos escucharon durante nuestra temporada de luto, monótona y obsesiva. Alzamos la cabeza y miramos a nuestro alrededor de nuevo, y aunque no haya nada promisorio ni llamativo, ni que sustituya a lo añorado y perdido, empieza a costamos mantener esa añoranza y nos preguntamos si de verdad perdimos. Aparece una pereza retrospectiva respecto al tiempo en que amábamos o nos desvivíamos o nos exaltábamos o nos angustiábamos, uno se siente incapaz de volver a prestar tanta atención a alguien, de tratar de complacerla y de velar su sueño y de ocultarle lo ocultable o lo que le haría daño, y en la asentada ausencia de alerta halla uno un enorme descanso. 'Fui abandonado', piensa, 'por la amante, el amigo o el muerto, tanto da, todos se fueron, el resultado es el mismo, me quedé a lo mío. Acabarán lamentándolo, porque gusta saberse querido y entristece saberse olvidado y yo ahora los voy olvidando, y el que muere, más o menos, también sabe lo que le espera. Yo hice cuanto pude, aguanté a pie firme, y aun así se me apartaron.' Cita uno entonces para sus adentros: 'La memoria es un dedo tembloroso'. Y añade luego de su cosecha: 'Y no siempre atina a señalarnos'. Descubrimos que nuestro dedo ya no atina, o que lo logra cada vez menos, y que quienes nos absorbieron la mente noche y día y noche y día, y estaban fijos en ella como un clavo martillado y hundido, se desprenden poco a poco y comienzan a no importarnos; se tornan borrosos, temblorosos ellos mismos, y hasta se puede dudar de su existencia como si fueran una mancha de sangre ya frotada, lavada y limpiada, o de la que sólo queda el cerco, lo que mas tarda en quitarse, y ese cerco ya va cediendo.
Pasa entonces más tiempo y llega un día, antes de que desaparezca el rastro, en el que la mera idea de acercarse a ellos nos representa de pronto una carga. Aunque no vivamos contentos y todavía los echemos en falta, aunque aún suframos por su lejanía o su pérdida en alguna ocasión suelta —una noche miramos desde la cama nuestros zapatos solos, dejados al pie de una silla, y nos invade la pesadumbre al acordarnos de los de tacón de ella que solían ponerse a su lado año tras año, subrayando que éramos dos hasta en el sueño, en la ausencia—, resulta que quienes más quisimos, aún queremos, se han convertido en gente de otra época, o perdida por el camino —el nuestro, a cada uno le cuenta el suyo—, en seres casi pretéritos a los que no apetece volver porque ya nos son consabidos, y el hilo de la continuidad se ha roto con ellos. Miramos siempre el pasado con un sentimiento de superioridad soberbio, hacia él y hacia sus contenidos, así sea nuestro presente más bajo o más desdichado o enfermo, y el futuro no nos augure mejoría de ningún tipo. Por brillante y feliz que fuera, lo pasado se nos aparece contaminado de ingenuidad, de ignorancia, en parte de tontería: en ello nunca sabíamos lo que vendría después y ahora sabemos, y en ese sentido sí es inferior, objetiva y efectivamente; por eso lleva consigo siempre un elemento de irremediable fortuna, y nos hace sentir vergüenza por haber permanecido en Babia, por haber creído en su tiempo lo que hoy nos consta que era falso, o quizá no lo era entonces, pero ha dejado también de ser cierto, al no haber resistido o perseverado. El amor que parecía firme, la amistad de la que no dudábamos, el vivo con el que contábamos como vivo eterno porque sin él era inconcebible el mundo o que el mundo fuera aún tal mundo, y no otro sitio. A nuestro muerto más querido no podemos evitar mirarlo un poco de arriba abajo, más al cabo del más tiempo que va haciéndolo más caduco, no sólo con pena sino con lástima, sabedores de que no se ha enterado —oh, fue un iluso— de cuanto sucedió tras su marcha, mientras que nosotros sí estamos al tanto. Asistimos a su entierro y oímos lo que allí se decía, también lo que se murmuraba entre dientes, como si los que hablaban temieran que él aun pudiera escucharlos, y vimos a sus dañadores presumir de íntimos suyos y fingir que lo lloraban. Él no vio ni oyó nada. Murió en el engaño como todo el mundo, sin saber nunca lo bastante, y es eso precisamente lo que nos lleva a compadecerlos a todos y a considerarlos pobres hombres y pobres mujeres, pobres niños adultos, pobres diablos.
Tampoco saben ya de nosotros los que dejamos atrás o se fueron de nuestro lado, para nosotros han quedado fijos e inamovibles igual que los muertos, y la sola perspectiva de volver a encontrarlos y de tener que contarles y oírles se nos hace muy cuesta arriba, en parte porque nos parece que ni ellos ni nosotros querríamos contar ni oírnos nada. 'Qué pereza', pensamos, 'esa persona no ha asistido a mis días durante demasiado tiempo. Solía saberlo casi todo de mí, o lo principal al menos, y ahora se le ha hecho un hueco que no podría ser colmado, aunque yo le relatara con todo detalle lo habido sin su conocimiento inmediato. Qué pereza tratarse de nuevo, y explicarse, y qué trastorno reconocer al instante las viejas reacciones y los viejos vicios y las viejas zozobras y los viejos tonos, los míos con ella y los suyos conmigo; y hasta los mismos celos mordidos y las mismas pasiones, sólo que acalladas. Ya nunca podré verla como a alguien nuevo, tampoco como a mi ser cotidiano, me resultará gastada a la vez que ajena. Iré a casa a ver a Luisa, y a los niños, y tras estar largo rato con ellos y empezar a reacostumbrarlos, me sentaré al lado de ella otro rato mas corto, quizá antes de salir a cenar a un restaurante, mientras esperamos a la canguro que tarda, en el sofá compartido durante tantos años pero ahora como una visita extraña, de confianza y de desconfianza, y no sabremos cómo comportarnos. Habrá pausas y carraspeos, y frases estúpidas e inauditas estando los dos cara a cara, como "Bueno, ¿qué tal te va?" o "Te veo con muy buen aspecto". Y entonces nos daremos cuenta de que no podemos ni estar juntos sin estarlo de veras, y de que además no lo queremos. No habrá entera naturalidad ni artificialidad completa, no se puede ser superficial con quien conocemos profundamente y desde siempre, tampoco hondo con quien nos ha perdido el rastro y escondido el suyo, y tanto ignora. Y al cabo de media hora, tal vez de una, de dos a lo sumo, a los postres, consideraremos que ya está, y lo que será más raro, que con esa vez basta y me sobrarán trece días. Y aunque impensablemente cayéramos el uno en brazos del otro y ella me dijera lo que llevo tanto tiempo deseando oírle, "Ven, ven, estaba tan equivocada antes. Ocupa de nuevo este lugar a mi lado. No he ahuyentado tu fantasma, esta almohada es aún la tuya y no había sabido verte. Ven y abrázame. Ven conmigo. Regresa. Y quédate aquí para siempre"; aunque en vista de eso yo cerrara mi apartamento de Londres y me despidiera de Tupra y de Pérez Nuix, de Mulryan y Rendel y aun de Wheeler, e iniciara la tarea rauda de convertirlos en un largo paréntesis —pero hasta los interminables se cierran y luego puede uno saltárselos—, y regresara a Madrid entonces con ella —y no digo que no lo hiciera si hubiera esa oportunidad, si me la diera—, lo haría sabiendo que lo interrumpido no puede reanudarse, que aquel hueco permanece siempre, quizá agazapado pero constante, y que un antes y un después nunca se sueldan.'
Así que, pese a mis sinceras ganas de pisar otra vez mi ciudad y ver a los míos, incluso a los que ya no se sintieran míos; de enfrentarme a sus rostros de ayer tras haberme ausentado del hoy y su hoy e ir a encontrarme sin transición ni aviso con los de mañana, no sólo planeé una estancia de dos semanas en lugar de las tres que mi jefe había llegado a ofrecerme, sino que aún aplacé un poco más mi marcha, a la vuelta de Berlín, para interesarme antes por De la Garza.
Pensé en llamarlo sin más e inquirir por su salud, pero se me ocurrió que si decía mi nombre tal vez no quisiera ni ponerse, y que si decía uno falso e inventaba un pretexto o consulta ociosa, me resultaría difícil preguntarle luego por su estado físico, de repente y sin venir a cuento, siendo un supuesto desconocido. Decidí, pues, visitarlo por sorpresa, esto es, sin cita previa. Pero como en ningún sitio oficial hoy entra nadie sin especificar a qué viene y demostrar que algo allí se le ha perdido, telefoneé a un conocido de la BBC Radio con el que había compartido tediosos programas sobre terrorismo y turismo al principio de mi vida en Londres, antes de ser reclutado por Tupra o más bien por Wheeler, y que, al igual que yo, había logrado abandonar pronto su aburrido puesto y mejorar su posición sin duda, con un cargo impreciso pero no del todo menor en la Embajada española en la Corte de mi patrón St James, o San Jacobo. Este individuo, untuoso y traicionero, con espíritu de déspota a la vez que de fámulo (con frecuencia van unidos, pese a la oposición de superficie), se llamaba Garralde y carecía enteramente de escrúpulos cuando su medro andaba en juego; siempre estaba dispuesto a mostrarse servil no ya con los poderosos y famosos, sino con quienes él calculaba que podrían serlo un día, aunque fuese poco: lo suficiente, sin embargo, para hacerle un favorcillo futuro o poder él reclamárselo; de la misma manera, era despreciativo con quienes en sus previsiones jamás iban a serle de utilidad alguna, si bien tampoco tenía reparo en volverse encantador con ellos súbitamente y con el mayor cinismo, si descubría al cabo del tiempo que se había equivocado. Tenía una cara ancha, de luna a punto de ser llena; los ojos chicos, la piel muy porosa, como si fuera pulpa, y los dientes algo separados, y éstos le conferían un aspecto salaz que, por lo que yo sabía, se correspondía sólo con su mentalidad ansiosa —era como si segregara jugos sin pausa—, pero no con sus actividades: esa clase de sujeto que requiebra a todo el mundo entre risas —probablemente a mujeres y a hombres, a éstos sólo de manera implícita, cómo decir, e interrogativa, interesándose mucho por ellos—, pero que, llegado el raro caso de por fin ser requerido por alguno de sus requebrados, se escabulle también entre risas, temeroso de sus incumplimientos. Llevaba un pelo extraño, parecía un gorro de Davy Crockett (sin la cola de castor o de mapache o de lo que fuera, había ya suficientes colgajos con los de De la Garza en esa Embajada; aunque allí no sé los pusiera), y siempre me pregunté si aquel pelo-gorro de trampero no era en realidad un pelucón tan aparatoso y tupido que justamente por eso nadie se atrevía a sospechar que lo fuera. Cada vez que lo veía me entraban ganas de darle un buen tirón, enmascarado de viril cariño o de viril y pesada broma, por ver si me lo quedaba en la mano, de paso probar su tacto (lucía grimoso pero aterciopelado).
No me había tomado en consideración al conocernos —un desgraciado de la radio; él siempre se creyó más que eso, aunque también entonces lo fuera—, pero ahora me tenía catalogado como alguien con influencias algún misterio. Desconocía con exactitud la índole de mi trabajo y a quiénes servía, pero estaba más o menos al tanto de mi frecuentación ocasional de discotecas chic, restaurantes de lujo, hipódromos, cenas con celebridades, Stamford Bridge, y también de tugurios espantosos en los que ningún español se aventuraba (las rachas multitudinarias de Tupra duraban a veces semanas), todo ello en compañía de nativos, la cual no es fácil en Inglaterra para casi ningún extranjero, ni siquiera para los diplomáticos. (Ahora además me vería con los zapatos extraordinarios de Hlustik y Von Truschinsky, Gárralde era muy detallista y papanatas, hasta la repugnancia.) Sentía por mí lo mejor que los conocidos pueden sentir por uno, lo más conveniente: desconcierto e intriga. Eso lo llevaba a fabular sobre mis contactos y poderes, y así se prestaría a cualquier cosa que yo le solicitara. Le pedí sin explicaciones una cita en la Embajada, y una vez ante su mesa le aclaré el asunto de primeras (en voz prudente, compartía espacio con otros tres funcionarios, aun le quedaba por medrar de lo lindo, si pensaba continuar en aquel ámbito).
—En realidad no he venido a verte a ti, Garralde. Quería concertar una cita contigo para no tener problemas a la entrada. Te voy a visitar sólo tres minutos. Para hablar de nuestras cosas te invitaré a almorzar otro día, te llevaré a un sitio nuevo de miedo, te va a entusiasmar, allí se ve gente, toda recién levantada. Se saltan el desayuno, ya sabes. —Para él el término 'gente' significaba gente importante, la única que le interesaba. Empleaba expresiones horteras como '
la flor y nata’
o aún peor,
'la crème de la crème, 'el cogollito'
y 'la
jet’;
hablaba de
'big names'
y de '
primeros espadas
', decía que los fines de semana él estaba ‘
unplugged'
(hablando en español, se entiende). Podría llegar bastante lejos con su combinación de pleitesía y abuso, pero no dejaría de ser nunca un cateto mundano. También exclamaba
'Oro!'
cuando algo le parecía estupendo o un hallazgo, se lo había oído a una amiga italiana y lo encontraba originalísimo—. En cuanto acabemos aquí (será cuestión de dos minutos), quiero que me indiques el despacho de un colega tuyo, Rafael de la Garza. Es a él a quien quiero ver, pero sin que me espere.
—¿Y por qué no le has pedido a él la cita? —me preguntó el vil Garralde, más por cotillería que por ponerme trabas—. Te la habría dado seguro.
—No lo creo. Está resentido conmigo, por un par de tonterías. Quiero arreglarlo, ha habido un malentendido. Pero no debe saber que estoy aquí. Me señalas su despacho y ya me presento yo allí solo.
— Pero, ¿no es mejor que yo te anuncie? Él tiene más jerarquía.
Era como sí no me hubiera oído. Hábil para sus relaciones, pero en sí mismo lerdo. Me irritó, estuve a punto de abalanzarme sobre su nutrido cabello, resultaba inverosímil que se pareciera tantísimo al legendario gorro de Crockett, rey de la salvaje frontera (aunque se lo vi más apelmazado que otras veces, quizá empezaba a asemejarse a un gorro ruso de invierno). Me contuve una vez más, al fin y al cabo iba a hacerme un pequeño favor que intentaría cobrarme pronto, no era de los que aguardaban.
—Qué te acabo de decir, Garralde. Si me anuncias no querrá recibirme, y además puedes tú cargártela, ¿no lo entiendes?
Como era un hombre rastrero, este último argumento agilizó un poco su mente. Por nada del mundo quería enemistarse nunca con un superior, ni contrariarlo, aunque no lo fuera suyo en escala directa. Sentí conmiseración por él un instante: cómo se podía tener por encima a Ratita de la Garza. Nuestro mundo está mal ordenado y es injusto y es corrupto, puesto que permite eso, que haya gente a las órdenes de un tan gran capullo. Era lo más patético concebible. Claro que también era tremendo que alguien pudiera tener por encima a Garralde y hubiera de obedecerle.