Trueno Rojo (21 page)

Read Trueno Rojo Online

Authors: John Varley

BOOK: Trueno Rojo
13.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Cuánto piden por este? —preguntó Alicia. Kelly dijo una cifra que me dejó sin aliento.

—Bueno, así que, para calcularlo —dije—, estamos hablando de seis meses a este precio, lo que...

—¿Quién ha hablado de meses? El precio es por semana.

Tuve que buscar un lugar para sentarme. Cuando se habla de tanto dinero me entran mareos.

—Puedo encontraros una docena de sitios más baratos... pero sin la grúa. La cosa es esta. Este sitio se encuentra en una especie de limbo legal. El constructor se arruinó. En este momento hay varias demandas abriéndose camino por los tribunales. Solo pueden alquilarlo por meses, lo que nos viene de perlas. Hay un grupo de inversores que quieren comprar toda esta mier... todo este material para construir un campo de golf.

—Justo lo que Florida necesita —dijo Dak—. Otro campo de golf.

—¿Cómo lo has encontrado? —preguntó Alicia. Kelly esbozó una pequeña sonrisa.

—En los archivos de mi padre. Él es quien encabeza a esos inversores. Tal vez pueda quedarse con el edificio, según lo que decidan los tribunales.

—Pensaba que tu padre vendía coches —dijo Dak.

—Está pensando en invertir en especulación inmobiliaria.

—Justo lo que Florida necesita —dije—. Otro promotor. —Kelly me propinó un puñetazo amistoso en el brazo, pero con un poco más de fuerza de la necesaria. Aquello estaba haciendo que se sintiera mal.

—Entonces, ¿qué decís? ¿Queréis que haga un depósito?

—Se lo consultaremos a Travis esta tarde —dije.

—Travis. Vale.

En aquel momento, Kelly y Travis no se profesaban demasiado amor. Y pensar que apenas una semana antes éramos una gran familia feliz...

Capítulo 16

La noche del regreso de Travis no habló más sobre el plan de Jubal de construir su propia nave espacial. Travis lo ayudó a hacer el equipaje, que ahora incluía una selección especial de figuras de concha firmada por la tía María. Nos reunimos todos en el exterior y nos despedimos con la mano mientras Travis salía del aparcamiento.

—Voy a echar de menos a Jubal —dijo mamá.

No sabía lo pronto que iba a cambiar de idea.

Pasaron unos días. Después de tanto tiempo en compañía de Jubal, los cuatro que estábamos al corriente del gran secreto permanecimos apartados, como si quisiéramos darnos un respiro los unos de los otros. En todo aquel tiempo solo hablé dos veces con Kelly, ambas por teléfono.

Al cuarto día, Travis me llamó.

—Jubal quiere hablar contigo —me dijo—. Detesta el teléfono, solo lo utiliza en caso de emergencia. ¿Podrías pasarte un momento esta tarde?

—Claro —dije—. Las cosas van mejor por aquí desde que estuvo haciendo reparaciones. Puedo estar allí dentro de dos o tres horas.

—Muy bien. Gracias, Manny.

Me apresuré a terminar el resto de las faenas y monté en la Triumph. Supuse que sería mi último viaje en aquella maravilla, así que le pisé un poco más a fondo, tanto como me atreví con un sidecar vacío dando saltos a un lado.

Travis me esperaba junto a la piscina. Tenía una jarra grande de té helado y me sirvió un vaso sin preguntar si lo quería. Tomé un buen trago y a continuación me senté.

—Gracias por venir, Manny —dijo.

—Tranquilo. ¿Cuál es el problema?

—Jubal y sus absurdos sueños.

—Dijo que un norteamericano debía ser el primer hombre en poner el pie en Marte.

—Lo decía en serio. Y si los payasos de la Ares Siete no son capaces, irá él mismo.

—Parece una locura.

Se frotó la barbilla sin afeitar con la mano.

—No, la auténtica locura es que es posible. Extravagante, tan absurdo que resulta increíble... pero no puedo decir que sea totalmente imposible. De hecho, mañana vamos a los Everglades para hacer algunas pruebas con el motor Broussard y ver si es posible.

—¿Motor Broussard?

Sonrió.

—De alguna manera había que llamarlo. Pero hay cosas que tengo que averiguar ahora que Jubal dice que es capaz de liberar la energía lentamente. Como por ejemplo, ¿qué es lo que sale cuando has reducido un acre cúbico de agua de mar al tamaño de una pelota de tenis? ¿Protones? ¿Núcleos atómicos? ¿Rayos gamma? He renunciado a hacer los cálculos porque cuando lo intento me entra dolor de cabeza.

—¿Y Jubal los ha hecho?

—No lo sé. Jubal y yo... vaya, casi no nos hablamos, Manny.

No me gustó cómo sonaron sus palabras.

—Manny... sé que no es justo. Sé que es mucho pedir pero... ¿podrías intentar que se olvidara del asunto?

—Travis, verás...

—Dice que eres su mejor amigo, Manny. A ti te escuchará. No sé si eres consciente de la impresión que tu familia y tú habéis causado en su vida. De lo único que habla, aparte de construir una nave para ir a Marte, es de tus amigos y de ti. Sus amigos. Lo único que te pido es que lo intentes. ¿Harás eso por mí, Manny?

Encontré a Jubal donde Travis había dicho que estaría, encerrado en la oscuridad del laboratorio que tenía en el cobertizo. Había hecho una mesa grande y primitiva utilizando unos tablones y una tabla de madera contrachapada de dos por tres. Estaba rodeado de pilas de libros que se había descargado de la red, impresos y encuadernados con dos agujeros y una cuerda. Me recordó a la fortaleza de juguete de un niño, hecha con ladrillos de nieve compactada, a pesar de que nunca había tenido ocasión de construir semejante cosa. Su impresora de alta velocidad estaba escupiendo otro libro a una velocidad de diez páginas por segundo.

Vi su rostro antes de que reparara en mi presencia y había en él una expresión que nunca le había visto. Estaba profundamente preocupado. Entonces levantó la mirada y las profundas arrugas de su semblante desaparecieron al reconocerme. Utilizó un gran lápiz del número dos para marcar la posición en uno de los cuadernos escolares Big Chief que utilizaba para tomar notas.

—¡Manuel García, amigo mío! ¡Cuánto me alegro de que hayas venido a verme! ¡Entrez, entrez!, pasa, chico, ¿quieres un polo? —Corrió a un pequeño frigorífico que había entre las sombras y volvió con un polo de uva, que sabía que era mi sabor favorito.

Pasamos un rato cumpliendo con las formalidades sociales, de las que Jubal no podía prescindir más que de la plegaria que precedía a las comidas. Le dije que todos estábamos bien, que el negocio marchaba mejor que nunca, gracias en buena medida a él. Preguntó por varios vecinos, a varios de los cuales no había conocido hasta que él había contagiado su infeccioso entusiasmo a nuestras vidas. Gente como el señor Ortega, el frutero, con quien había tenido trato desde que fuera lo bastante mayor para cruzar la calle solo, pero con quien nunca había hablado de verdad hasta que Jubal y yo le compramos una bolsa de naranjas frescas y pasamos los siguientes veinte minutos aprendiendo cosas sobre la fruta.

—Sigo teniendo el rifle que le dije a Ralph Shabazz que iba a arreglar — admitió—. Dile que Jubal ha estado muy ocupado esta semana, ¿eh?

—Se lo diré. —Se echó a reír como lo hacía siempre que yo imitaba un poco el jubalés. Sabía que no me burlaba de él. Sabía que, a veces, su acento resultaba casi imposible de comprender para los extraños. Decía que había intentado librarse de él, hablar como la gente de la televisión, o, como lo expresó él mismo, "sacarme los cangrejos de río de la boca y el moho del pantano del pelo". No había tenido suerte.

—Travis está preocupado por ti, Jubal.

—Ya lo sé. Cree que estoy loco. —Se llevó la mano a la depresión de su cabeza, la espantosa herida infligida por su padre.

—Cómo va a creer eso...

—Gracias, mon cher. Gracias por decir eso. Pero Travis está preocupado. Está muy preocupado.

—¿Por qué?

Se puso en pie de un salto y corrió hasta la mesa de madera contrachapada. Apartó papeles hasta dar con el cuaderno que buscaba. Me lo imaginé haciendo los deberes del colegio en un cuaderno como aquel.

Cuando me asomé por encima de su hombro, vi muy pocas cosas que pudiera comprender. Sabía que eran matemáticas, pero a mí me sonaba a griego. De hecho, gran parte de ello era griego. Reconocí las letras pi y theta. No creo que significara que estaba solicitando el ingreso en varias fraternidades. Vi algunos signos de igualdad. Un radical cuadrado. Eso era todo. Nada más me resultaba familiar.

—¿Qué es esto? —pregunté sin demasiadas esperanzas.

—El motor de Pie. —¿Pie? Oh, ya, el CMPIEV. El motor iónico que la Ares Siete utiliza para llegar a Marte.

—Lento pero constante, ¿verdad? —dije.

—Debería serlo, tendría que serlo. Pero, ¿es lo bastante lento? ¿Eh?

—¿Qué quieres decir?

—Tienen mucha prisa, sí, la tienen. Quieren llegar allí, volver a casa deprisa, robar un poco de gloria, ya lo creo.

Me miró a los ojos con una intensidad que hasta entonces nunca había visto en él. Aquel era Jubal el genio. Jubal brincando, resplandeciendo, volando por regiones por las que yo no llegaría nunca ni a arrastrarme. Aquel era un Jubal al que solo se podía mirar con temor y admiración y, podéis creerme, eso fue lo que yo hice de aquel momento en adelante.

—Mira, cher —dijo. Señaló su cuaderno de notas y empezó a hablar con tal velocidad que dudo mucho que, aun en el caso de que entendiese a la perfección la jerga de Florida, hubiese podido seguirlo. Aquel cuaderno de notas llevó a otros. Las montañas de hojas impresas se iban acumulando mientras él las recorría, buscando los gráficos que necesitaba. Traté de hacerle ver que aquello me superaba con creces, pero estaba perdido en su propio mundo. Así que me quedé allí y traté por lo menos de comprender por qué creía que la Ares Siete estaba condenada.

Tardó media hora en presentar su tesis frente a lo que, a efectos prácticos, era una audiencia ausente. Ausente en el espacio que mediaba entre mis pobres orejas, me refiero. En la clase de Jubal, yo no hubiera servido ni para limpiar los borradores.

—¿Lo ves, Manny? ¿Ves por qué es tan importante?

De haberse tratado de cualquier otro en lugar de Jubal, en aquel momento yo habría estado preguntándome si estaría loco. Pero ni lo veía, ni creo que pudiera verlo nunca. Mis esperanzas de superar algún día una carrera de ciencias nunca habían sido más exiguas.

Por otro lado, ¿cuánta gente recibe clases del hermano listo de Albert Einstein sin perderse?

—Veo que piensas que hay algo que debe preocuparnos, Jubal —dije.

Asintió mientras mordisqueaba con aire ausente el extremo de otro lápiz. La goma se soltó y él se la sacó de la boca y la miró con el ceño fruncido, como si estuviese preguntándose cómo había llegado hasta allí.

—Travis cree que la idea de construir una nave espacial para irnos a Marte es una idea estúpida.

¿Irnos? Era la primera noticia que tenía. ¿Todos nosotros?

—No lo es. Travis sabe un puñao más sobre las amplicaciones prácticas de las cosas que hago, es cierto. —Se dio unos golpecitos en la cabeza y se encogió de hombros—. Puede que llegar allí los primeros no sea tan importante. Pero los chicos de la Ares Siete van a tener muchos problemas. Y está la madre de esas dos chiquillas. Tenemos que ir allí, Manny. Somos los únicos que pueden llegar allí para ayudar, cuando llegue el momento.

—Me has convencido, Jubal. —¿Tenemos? ¿Cuándo salimos?

—¡Pero a Travis no! Manny, yo... —su voz se apagó y empezó a mascullar.

—Sigue, Jubal. Dilo. Somos amigos, puedes pedirme lo que sea.

Me estudió. Jubal nunca había confiado del todo en nadie que no fuera Travis, y por esta razón estaba costándole tanto hablar contra él.

—Travis ya no me habla, Manny.

Yo creía que era él el que había dejado de hablara Travis... Bueno, ya se sabe que dos personas pueden ver un mismo problema de forma completamente diferente.

Y yo sabía que aquel era precisamente el tipo de problema en el que uno no quiere verse metido. Ni en un millón de años. De ningún modo. ¡No amigo, no! No cuentes conmigo.

—¿Puedes ir a hablar con Travis, Manny?

—Claro, Jubal. Claro que iré.

Claro que iré, Jubal. Claro.

Llegué hasta la pista de tenis y allí me detuve. Miré atrás. Volví a mirar hacia delante. Me encontraba a medio camino entre la casa de Travis y el cobertizo de Jubal y no sabía adónde ir.

Había aparcado la Triumph en la pista de tenis. Saqué el teléfono móvil del sidecar y marqué el número de Kelly.

—Mercedes-Porsche-Ferrari Strickland. ¿Con qué extensión quiere que le ponga? —Al menos no era un menú informatizado. Pero se suponía que aquel era el número personal de Kelly.

—Tomaré dos Boxter y un Testarrosa, para llevar.

—¿Con patatas fritas?

—Ponme con Kelly, Lisa, por favor.

—Manny, me han dicho...

—Lisa, ya sabes cómo se pondrá si no me pasas. Y también sabes que no vamos a chivamos de ti.

Hubo un silencio. No envidiaba su situación, atrapada entre el jefe y la hija del jefe, ninguno de los cuales era el tipo de persona que a uno le gustaría disgustar. Suspiró y oí el teléfono de Kelly.

—¿Jubal? —preguntó con tono de preocupación.

—Soy yo, Kelly, no me han pasado la llamada.

Suspiró.

—Oh, no te preocupes. Es cosa de mi padre, que está portándose otra vez como un capullo.

—Sí, pero tu identificador de llamadas creía que era Jubal quien llamaba. Es su teléfono. El del sidecar, ese que nunca usa. Así que también está bloqueando las llamadas de Jubal. —Y no es que Jubal fuese a llamar alguna vez, pero probablemente el señor Strickland no lo supiera.

Casi pude sentir cómo se enfurecía en silencio.

—Sí, cuando llegue a casa voy a abrirle un nuevo... ¿Te lo puedes creer? Debe de haberme puesto espías de nuevo, y ahora está fisgando en mis ordenadores. Mis ordenadores. Oh, Manny, ¿por qué tiene que ser el más triste, racista, hijo de...?

—Estoy en el rancho —le dije. Es mejor no dejar que Kelly empiece a despotricar contra su padre por teléfono, el aparato podría resultar dañado.

—¿Hay algún problema?

—Sí... podría decirse que sí. No sé qué hacer.

—Comienza por el principio.

Lo hice, y no llegué demasiado lejos antes de que me interrumpiera.

—No hagas nada. Ahora mismo voy.

Supuse que no hacer nada no se aplicaba a pescar. Si estás haciendo algo mientras pescas, es que no has captado la idea de la pesca.

Caminé hasta el final del embarcadero. La puerta de la caseta del bote no estaba cerrada. Encontré una caña y un sedal, y cogí prestada una paleta. Tras encontrar un sitio prometedor, saqué un par de paletadas de arena e inmediatamente tenía media docena de gusanos rojos.

Other books

In the Name of Love by Katie Price
Death's Jest-Book by Reginald Hill
Narcopolis by Jeet Thayil
Precarious Positions by Locke, Veronica
Gold Coast by Elmore Leonard
Final Kingdom by Gilbert L. Morris
The Mighty Quinns: Devin by Kate Hoffmann
From Hell by Tim Marquitz