Trinidad (25 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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—Esta salsa chatni, esta salsa india, es riquísima —decía Ives, galante, a Caroline—. Dile a tu
chef
que envíe la receta a Martha.

—No hay sino mango y Bengal Club de Harrod's —respondió ella.

Weed se sumió más profundamente en sus meditaciones, mientras lord Monaghan se hinchaba para una segunda arremetida contra Parnell.

Después de comer, el grupo se trasladó a la sala principal del Sunhouse, edificio de usos diversos, parecido a un teatro, con una alta cúpula de cristal. En medio habían levantado un cuadrilátero de boxeo, rodeado del número de mesas conveniente para acomodar a los invitados. Mientras se servía el coñac, el humo del tabaco iba creando una atmósfera deportiva. La diversión corría a cargo de una escudería de luchadores jamaicanos de camino hacia Londres, contra los que se enfrentarían los mejores muchachos de la localidad. Caroline, que ocupaba un asiento entre Roger y su padre, muy cerca del cuadrilátero, encendió un delgado cigarro puro. Roger reprimía su enojo.

Anunciaron el primer combate. Un par de pesos ligeros, vivos y ágiles, hicieron alarde de gran habilidad como púgiles, amagando golpe tras golpe, sin hacerse mucho daño, durante los seis asaltos programados. En el segundo combate, el jamaicano sufrió una paliza espantosa y manchó la mesa de Caroline de gotas de sangre. A los gritos de «¡Buen muchacho!», quiso reunir sus fuerzas, pero tuvieron que sacarlo en vilo del cuadrilátero después de diez asaltos. A Roger le fascinaba mucho más la presencia de Caroline que los combates. Durante el último, se quedó completamente absorto en ella. El último jamaicano era un peso pesado hercúleo y moreno que entró en el cuadrilátero bañado en sudor, con lo cual resaltaba más la magnífica musculatura de sus brazos y su cuerpo. Sus negros ojos despedían miradas mortíferas, profundamente incrustados detrás de unas mejillas color tabaco negro.

Después de haber sido presentado, se inclinó en todas direcciones; luego miró directamente a Caroline, la cual le miraba fijamente, y le dedicó una reverencia, dilatando el pecho y arqueando un poco los labios. Con ojo delicado, ella observaba hasta el menor movimiento del boxeador, cómo se golpeaba un guante contra otro, cómo inspiraba profundamente, cómo saltaba sobre las puntas de los pies, mientras iban explicando las reglas del juego. Su adversario era un conocido caballo de guerra de Belfast, un achaparrado obrero del muelle, con un historial mediocre y el cuerpo lleno de tatuajes.

Lo negro reposaba sobre lo blanco mientras los dos púgiles se agarraban, gemían y resollaban bajo los ruidos de los golpes. Los ojos de Caroline se entornaban hasta quedar semicerrados en una especie de trance, mientras los dos hombres luchaban allí, casi sobre su cabeza, el sudor mezclándose con el sudor, cada uno haciendo un esfuerzo tremendo por resistir, por impedir que el otro le aniquilara. El rostro de Caroline se contraía muy levemente cada vez que el negro recibía un puñetazo, cada vez que hacía una mueca, cuando le chorreaba sangre de la nariz, cuando le rodaban los ojos después de un golpe demoledor. La respiración se le hacía más rápida y profunda cuando se ponían en guardia y se vapuleaban bien.

El combate terminó súbitamente cuando el de Belfast fue al encuentro de un gancho con la derecha que por poco lo decapita y que lo envió contra la lona como a cámara lenta. Aplausos, gritos de «muy bien» y de «matón», mientras el negro volvía a danzar por el cuadrilátero, ofuscado, abotargado, nudoso. La última reverencia la hizo en dirección a Caroline; fue un movimiento descarado, fue un instante de orgasmo mutuo entre él y ella. Roger Hubble se sentía hechizado.

—¿Una última copita? —dijo sir Frederick, encerrándose en su cubículo con Roger.

—Muy bien.

—Un deporte precioso —comentó sir Frederick—. Opino que el negrazo triunfará plenamente en Londres. ¡Viva!

—¡Viva!

—Francamente, me gustaba más con las reglas antiguas, a mano desnuda y combatiendo hasta el final. Queensberry lo ha convertido en un juego de niños.

Sí, pensaba Roger, sin duda a Caroline también le habría gustado más así.

—Debo decirle, sir Frederick, que hace un rato le vi un poco pensativo. Por la elección, quiero decir.

—Lord Monaghan es un loco condenado. Él y los otros siguen escudándose en esa tontada del labio curvado y el gesto altanero, y dividen nuestras energías presentando candidatos en lugares donde no tenemos ninguna posibilidad de ganar. Lo mismo hace con sus malditas tierras. La gente de su especie se resiste a ver francamente lo que está sucediendo. Bueno, todos despertarán a la realidad una vez celebradas las elecciones.

Frederick Weed se había pasado la mayor parte de la vida hablando de superior a inferior, y ahora le resultaba muy difícil sostener una conversación con una persona que no le temía nada en absoluto y se consideraba de tanta categoría como él.

—Roger —empezó muy despacio—, he pensado muchísimo en la conversación que sostuvimos ayer. En la necesidad de salvar a Londonderry dentro de la ordenación general del Ulster. Me gustaría muchísimo ir allá, a visitarle, ver cómo están las cosas y mirar si tenemos alguna posibilidad de trabajar juntos.

—Me encantaría —contestó Roger.

—Quiero decir que el partido de Defensa de la unión empieza a remontarse. Quizá convendría revisar el plan general e incluir algunas ideas nuevas sobre el Oeste.

Roger movió la cabeza en signo afirmativo, como modesto reconocimiento del triunfo logrado.

—¿Qué le parece si me invitase yo mismo a ir a Hubble Manor para el día de los Aprendices? ¿Tienen allá algún predicador que saque verdaderamente fuego por la boca? ¿Uno que dé la nota fundamental para el futuro? Quiero decir un hombre de esos que saben convertir un auditorio en una masa gimoteante.

—Ah, no; allí no tenemos ninguno de esos estilo campamento militar, como los tenéis en Belfast. Aquí hay presbiterianos sólidos, anglicanos sólidos.

—Tengo un hombre que les conviene, un tal Oliver Cromwell MacIvor. Excitará los humores violentos de todo el mundo. Un verdadero aporreador del púlpito, un hombre muy devoto. ¿Por qué no lo dispone de modo que sea quien predique en la catedral?

Roger sonrió levemente.

—¿Será el bautismo del Oeste?

—Sí, algo así.

—Con una condición —dijo Roger.

—¿Cuál es esa condición?

—Que traiga a Caroline consigo.

—Creo sería mejor que ese asuntillo se lo resolviera usted mismo —dijo sir Frederick.

El museo de Rathweed Hall arrancaba directamente de la terraza principal. Era un edificio cuadrado, con un patio central abierto. Cada pasillo tenía casi cuarenta metros de longitud y estaba cubierto por una bóveda ojival vidriada para recoger la luz natural. El suelo, diferente en cada pasillo, era creación de la Doulton Ceramic de Londres, y al final de cada pasillo había una ventana de vidrio policromo realizada según antiguos dibujos de Bosch.

A Roger le impresionaron los profundos conocimientos que tenía Caroline de la colección de arte de Weed; hasta las cosas extrañas que había visto en ella eran de una rareza impresionante. Roger se sentía desazonado. ¿Cómo has de tratar a una mujer tan inteligente como tú? Roger tenía la amedrentadora sensación de que Caroline nunca daba el brazo a torcer, conservaba siempre el dominio y hacía lo que le daba la realísima gana. El baluarte parecía demasiado peligroso para asaltarlo.

Entraban ahora en el pasillo del museo que guardaba su colección de impresionistas franceses, justo en el momento en que el sol del Ulster hacía una de sus escasas apariciones.

—Tome el sol —dijo ella—. ¿Por qué no nos sentamos en el patio y dejamos lo mejor para el final? Dentro de diez minutos, la luz de aquí dentro tendrá un matiz hermosísimo.

—Tiene razón —dijo Roger.

Pasaron al patio interior abriendo una de las macizas puertas bronceadas y fueron hasta un gran surtidor traído de un castillo de Lombardía, ya en ruinas, y remodelado en una serie de estanques de mosaico dorado y plateado que reflejaban la luz. El jardín estaba adornado por una profusión de copias de la estatuaria griega reproducidas con cuidado exquisito.

El surtidor era como una invitación a meditar. Roger repartía el tiempo entre el surtidor, fascinado por su manera de girar, y la hermosa criatura de cabello castaño sentada junto a él en el banco de mármol. El joven se decía que mañana correría a Daars a ver a su padre y que, por consiguiente, si quería dar un primer paso, sería mejor que no lo dejara para luego.

—Oiga, Caroline —dijo—, yo he estudiado la situación financiera de usted y sin duda usted ha estudiado la mía. Estoy seguro de que ambos hemos quedado impresionados. ¿Debemos alentar una relación más íntima entre nosotros, o lo dejamos?

—Viviendo con Freddie, estoy perfectamente habituada a las brusquedades —respondió Caroline—. Si he de informarle sobre lo último, usted impresiona más a Freddie que a mí.

—Temporalmente, confío. Usted sabe de sí misma que posee el don de intimidar. ¿Logra que todos los hombres se sientan unos ineptos?

—Casi siempre —respondió llanamente ella.

—Será un deporte para usted, imagino. —Enlazó las manos detrás de la espalda y se puso a caminar junto a la fila de estanques.

Caroline se dio cuenta de que estaba a punto de alejarlo para siempre, como a todos los demás. No le había parecido terriblemente interesante, ni arrebatador, pero tampoco quería ahuyentarlo. Angustiar a Freddie habría sido un error. Sobre el papel, Roger representaba el mejor enlace posible… sólo que… ¡oh, Señor!, ¡necesitaba refinarse tanto! Sólo la jugada del matrimonio pondría en evidencia si era capaz de admitirlo. Caroline fue a situarse detrás de él.

—Me alegra que hayas venido —dijo—, y me gustaría cultivar tu amistad.

Roger interpretó la frase como una cortesía vacía de significado.

—Caroline —repuso—, esta situación me plantea un problema. No tengo ni la menor idea de cómo lograr hechizarte —levantó las manos para echarse el cabello hacia atrás y luego abrió los brazos en un gesto de frustración—. Ya ves —continuó—, la mayor parte de mis treinta y dos años la he pasado en colegios de muchachos, equipos de hombres, clubs masculinos, el regimiento… No soy homosexual, tenlo bien presente, pero junto a los derechos sobre los vestuarios de esas entidades, todos despidiendo un olor fuerte, he vivido bajo el axioma de que un deporte duro y una ducha fría despejan el problema, cuando uno está en erección. Hasta la fecha, mis experiencias con mujeres han sido escasas y nada edificantes.

—¡Qué confesión tan encantadora! —exclamó Caroline.

—No se trata de que no sea capaz de salir airoso, ni mucho menos, te lo aseguro. Cuando llegue el momento, desempeñaré mi tarea muy satisfactoriamente, te lo digo. Ya ves, Caroline, para ser franco y llano, no me paré mucho a pensar en el sexo, hasta que te he conocido a ti. En fin, lo que quería decir es que me parece que tú le das bastante importancia.

—¿Qué significa eso exactamente, Roger?

—Pues… hummm… tú has jugueteado con él de vez en cuando, ¿no?

—Estuve casada una vez, por corto tiempo, y también fuera del matrimonio hubo quien me atendió muy bien. Yo, por mi parte, he correspondido a esa atención. Han corrido rumores, por supuesto. ¿Qué querrías saber, Roger?

—Pues uno oye hablar de cierta inclinación que sientes por… por los extranjeros.

—Los rumores son bien fundados y muy ciertos —contestó ella.

Roger se puso colorado y tartamudeó.

—¿Qué importancia le das tú al sexo, exactamente? —inquirió Caroline.

—Pensaría —contestó él levantando la voz— que ha de ser muy importante en cuanto uno se imponga sobre sus secretos. Mira, desde que dejé el regimiento he vivido en una esclavitud horrible, poniendo en orden asuntos de negocios.

A Caroline le divertía la total sinceridad del muchacho. Le cogió de la mano y lo guió de nuevo hacia el museo, entrando en la galería de impresionistas franceses y parándose ante cada artista para darle una brevísima lección.

Roger fijaba la mirada en el pequeño óleo con el rotulito de
La dama inglesa
, pasando la vista de la modelo al cuadro multitud de veces, como si estuviera realizando un gran descubrimiento.

—Muy notable, hermoso de veras. ¿Quién es ese Renoir?

—Un amigo muy querido. Roger, ¿qué te han dicho de mi inclinación por los extranjeros?

—No mucho, realmente. Se deduciría que has tenido varios amantes… franceses… artistas.

—¿Lo consideras una cosa vulgar?

—No. El pasado de una persona es asunto de esa persona. Si quieres que te diga la verdad, envidié siempre a mi padre y a su amante.

—¿Clara Townsend-Trowbridge?

—Sí; Clara.

—¿Qué te atrae de ella?

—Que sea actriz. Que viva en una especie de pecado Y tiene un seno exquisito. Me gusta la deliciosa relación que sostienen, llena de infinidad de matices callados, secretos. Se excitan el uno al otro. Da gusto verlo.

—Entonces, ¿no miras a las de mi cofradía como a una mercancía manchada y averiada?

—Ciertamente que no; al contrario. No se me ocurre nada más deprimente que comprometerme con una virgen, lo sea físicamente, lo sea de espíritu. Pero ¿cómo se mide un muchacho recién salido del regimiento con una mujer capaz de superarle en todos los aspectos? He ahí el problema —seguía mirando la pintura, sin dejar de mover los brazos y meciéndose sobre los pies, actuando puntas y talones—. ¿Conocías bien a esos sujetos?

—Mucho. Algunas veces era la única persona capaz de tenerlos amarrados a sus telas y sus óleos.

—Debían de adorarte como modelo.

—Se declaraban prendados de mi esbelto cuerpo de inglesa. ¿Te gustaría verlo?

—¿Tu cuerpo?

—Unos cuantos cuadros.

Roger se cogió las manos detrás de la espalda y enseñó los dientes.

—Supongo que sería muy apropiado.

—Ven.

Roger Hubble no había visto jamás una habitación tan deliciosamente blanca y sensual, como una constelación de mármoles interrumpida por transparencias de velos y paredes cubiertas de espejos, ni había olido nunca su perfume embriagador. Al entrar en el
boudoir
una pantalla de baldosas formando un enrejado de claro encaje dejaba entrever una bañera hundida en el suelo y poblada de aceites y perfumes. Roger murmuró algo acerca de lo hermoso que era aquel lugar para bañarse, cuando he ahí que sus ojos fueron a posarse en una pared de desnudos pintados por un hombre de talento que, evidentemente, estaba muy enamorado de la modelo. Las poses no habían sido coartadas por el pudor y ofrecían un atrayente panorama carnal.

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