Todos los cuentos de los hermanos Grimm (62 page)

Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online

Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
13.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se sentaron bajo un roble para discutir la situación y considerar para cuántos días debían llevarse pan.

Dijo el zapatero:

—Siempre es mejor pecar por más que por menos; yo me llevaré pan para siete días.

—¿Cómo? —replicó el sastre—. ¿Ir cargado como un burro con pan para siete días, y que ni siquiera puedas volverte a echar una ojeada? Yo confío en Dios y no me preocupo. El dinero que llevo en el bolsillo, tan bueno es en invierno como en verano; pero el pan se secará con este calor y se enmohecerá; además, ¿por qué hacer la manga más larga que el brazo? ¿Por qué no hemos de dar con el camino corto? Pan para dos días, y ya está bien.

Y, así, cada cual compró el pan que le pareció, y se metieron en el bosque a la buena de Dios.

La selva estaba silenciosa como una iglesia; no corría ni un soplo de viento; no se oía ni el rumor de un arroyuelo, ni el gorjeo de un pájaro; y entre la maraña del espeso follaje no entraba ni un rayo de sol.

El zapatero caminaba sin decir palabra, agobiado bajo el peso del pan que llevaba a la espalda; el sudor le caía a raudales por el rostro malhumorado y sombrío. En cambio, el sastre avanzaba alegre, saltando y brincando, silbando a través de una hoja arrollada a modo de flauta, o cantando tonadillas; y, entretanto pensaba: «Dios Nuestro Señor debe estar contento de verme tan alegre».

Así siguieron las cosas durante dos días; pero cuando, al tercero, vio el sastre que no llegaban al término del bosque y que se había comido toda su provisión de pan, cayósele el alma a los pies. No perdió el ánimo, sin embargo, confiando en Dios y en su buena suerte.

Aquella noche se acostó hambriento al pie de un árbol y, a la mañana siguiente, se despertó con más hambre todavía. Así transcurrió la cuarta jornada; y cuando el zapatero, sentándose sobre un tronco caído, se puso a comer de sus reservas, el otro hubo de contentarse con mirarlo.

Al pedirle un pedacito de pan, su compañero se echó a reír burlonamente y le dijo:

—Siempre has estado alegre; también es conveniente que sepas lo que es estar triste. A los pájaros que cantan de madrugada, se los come el milano por la noche.

En una palabra, se mostró más duro que una roca.

A la mañana del quinto día, el pobre sastre ya no tuvo fuerzas para levantarse, y era tal su desfallecimiento, que apenas podía pronunciar una palabra; tenía pálidas las mejillas, y los ojos enrojecidos.

Díjole entonces el zapatero:

—Te daré hoy un pedazo de pan; pero, en cambio, te sacaré el ojo derecho.

El desdichado sastre, deseoso de salvar la vida, no tuvo más remedio que avenirse; lloró por última vez con los dos ojos, y ofrecióse luego al zapatero de corazón de piedra quien, con un afilado cuchillo, le sacó el ojo derecho.

Vínole entonces al sastre a la memoria lo que solía decirle su madre cuando lo encontraba comiendo golosinas en la despensa: «Hay que comer lo que se pueda, y hay que sufrir lo que se deba».

Una vez terminado aquel pan que tan caro acababa de pagar, levantóse de nuevo y, olvidándose de su desgracia, procuró consolarse con la idea de que con un solo ojo también se arreglaría.

Pero al sexto día volvió a atormentarle el hambre y sintióse desfallecer. Al anochecer se desplomó al pie de un árbol y, a la madrugada del séptimo día, no pudo ya incorporarse y sintió que la muerte le oprimía la garganta.

Díjole entonces el zapatero:

—Voy a mostrarme compasivo y darte otro pedazo de pan, pero no gratis; a cambio del pan te sacaré el ojo que te queda.

Reconoció entonces el sastre la ligereza de su conducta y, pidiendo perdón a Dios, dijo a su compañero:

—Haz lo que quieras. Yo sufriré lo que sea menester. Pero considera que Dios Nuestro Señor juzga cuando uno menos lo piensa, y que llegará la hora en que habrás de responder de la mala acción que cometes conmigo sin haberla yo merecido. En los días prósperos repartí contigo cuanto tuve. Para ejercer mi oficio es necesario que una puntada siga a la otra; una vez haya perdido la vista y no pueda coser, no me quedará otro recurso que mendigar mi pan. Sólo te pido que, cuando esté ciego, no me abandones en este lugar, donde moriría de hambre.

El zapatero, que había desterrado a Dios de su corazón, sacó el cuchillo y le vació el ojo izquierdo. Luego le dio un pedazo de pan y, poniéndole un bastón en la mano, dejó que el sastre le siguiera.

Al ponerse el sol, salieron del bosque. En un campo de enfrente se levantaba la horca. El zapatero guió hasta ella al sastre ciego y lo abandonó allí, siguiendo él su camino.

Agotado por la fatiga, el dolor y el hambre, el infeliz se quedó dormido y no se despertó en toda la noche. Al despuntar el día, despertóse sin saber dónde se encontraba. Del patíbulo colgaban los cuerpos de dos pobres pecadores, y sobre la cabeza de cada uno se había posado un grajo.

Y he aquí que los dos ajusticiados entablaron el siguiente diálogo:

—¿Velas, hermano? —preguntó uno.

—Sí —respondió el otro.

—Pues en este caso voy a decirte una cosa —prosiguió el primero—; y es que el rocío que esta noche nos ha caído encima desde las horcas, devuelve la vista a quiénes se lavan con él. Si lo supiesen los ciegos, recobrarían la vista muchos que ahora lo creen imposible.

Al oír esto el sastre, sacó el pañuelo y lo apretó sobre la hierba que estaba empapada de rocío; y se lavó con él las cuencas vacías. Al instante se cumplió lo que acababa de decir el ahorcado: un nuevo par de ojos frescos y sanos brotó en las cuencas vacías del vagabundo. Al poco rato veía éste el sol saliendo de detrás de las montañas, y en la llanura, la gran ciudad se levantaba con sus magníficas puertas y sus cien torres, rematadas por cruces de oro, que brillaban a gran distancia.

Podía distinguir cada una de las hojas de los árboles, y los pájaros que pasaban en raudo vuelo, y los mosquitos danzando en el aire. Sacóse del bolsillo una aguja de coser y, al comprobar que podía enhebraría con la misma seguridad de antes, su corazón saltó de gozo en el pecho.

Hincándose de rodillas, dio gracias a Dios por tan gran merced y rezó su oración matutina, sin olvidarse de encomendar a Nuestro Señor las almas de los pobres pecadores allí colgados, que el viento hacía chocar entre sí cual badajos de campana.

Cargándose luego el hato a la espalda y olvidándose de las penalidades sufridas, reemprendió la ruta cantando y silbando.

Lo primero con que se topó fue con un potro pardo que saltaba libremente por el campo. Agarrándolo por la melena, quiso montarlo para entrar a caballo en la ciudad. Pero el animal le rogó que no lo privase de su libertad:

—Soy todavía demasiado joven —le dijo—. Hasta un sastre tan ligero como tú me quebraría el espinazo. Déjame que corra hasta que esté más crecido. Tal vez llegue un día en que pueda pagártelo.

—Pues corre cuanto quieras —le dijo el sastre—. Bien veo que tú eres también un cabeza loca.

Y le dio con la vara un golpecito en el lomo, por lo que el animalito pegó un par de brincos de alegría con las patas traseras y se alejó a un trote vivo, saltando vallas y fosos.

Pero el sastre no había comido nada desde la víspera. «Cierto que el sol me llena los ojos —se dijo—, mas ahora necesito que el pan me llene la boca. Lo primero que encuentre y sea sólo medianamente comestible, se la cargará».

A poco vio una cigüeña, que andaba muy seriamente por un prado.

—¡Alto! —gritó el sastre agarrándola por una pata—. No sé si eres buena para comer, pero mi hambre no me permite escoger. No tengo más remedio que cortarte la cabeza y asarte.

—No lo hagas —respondió la cigüeña—, pues soy un ave sagrada a quien nadie daña y que proporciona grandes beneficios a los humanos. Si respetas mi vida, tal vez algún día pueda recompensártelo.

—¡Pues anda, márchate patilarga! —exclamó el sastre.

Y la cigüeña, elevándose con las patas colgantes, emprendió apaciblemente el vuelo.

«¿Qué voy a hacer ahora? —preguntóse el sastre—; mi hambre aumenta por momentos, y tengo el estómago cada vez más vacío. Lo primero que se cruce en mi camino está perdido». Y, casi en el mismo momento, vio una pareja de patitos que estaban nadando en una charca.

—Venís como caídos del cielo —dijo.

Y, agarrando uno de ellos, se dispuso a retorcerle el pescuezo; y he aquí que un pato viejo, que estaba metido entre los juntos, se puso a graznar ruidosamente y, acercándose a nado con el pico abierto de par en par, le rogó y suplicó que se apiadase de sus hijos.

—¿No piensas —le dijo— en la pena que tendría tu madre si viese que alguien se te llevaba para comerte?

—Tranquilízate —respondió el bondadoso sastre—; quédate con tus hijos.

Y volvió a echar al agua al que había cogido.

Al volverse se encontró frente a un viejo árbol medio hueco y vio muchas abejas silvestres que entraban en el tronco y salían de él.

—Al fin recibo el premio de mi buena acción —dijo—; esta miel me reconfortará.

Pero salió la reina, amenazadora, y le dijo:

—Si tocas a mi gente y nos destruyes el nido, nuestros aguijones se clavarán en tu cuerpo como diez mil agujas al rojo. En cambio, si nos dejas en paz y sigues tu camino, el día menos pensado te prestaremos un buen servicio.

Vio el sastrecillo que tampoco por aquel lado podría solucionar su hambre. «Tres platos vacíos —díjose—, y el cuarto, sin nada; mala comida es ésta».

Arrastróse hasta la ciudad con el estómago vacío, y como llegó justamente a la hora de mediodía, pronto le prepararon un cubierto en la posada y pudo sentarse a la mesa en seguida.

Ya satisfecha su hambre, dijo: «Ahora, a trabajar». Se fue a recorrer la ciudad en busca de un patrón, y no tardó en encontrar un buen empleo. Como era muy hábil en su oficio, en poco tiempo adquirió gran reputación; todo el mundo quería llevar trajes confeccionados por el sastre forastero. Su prestigio crecía por momentos. «Ya no puedo llegar más allá en mi arte —decía— y, sin embargo, cada día me van mejor las cosas». Al fin, el Rey le nombró sastre de la Corte.

Pero ved cómo van las cosas del mundo. El mismo día era nombrado zapatero de palacio su antiguo compañero de viaje. Al ver éste al sastre y comprobar que había recuperado los ojos, y con ellos la vista, su rostro se ensombreció. «Tengo que prepararle una trampa antes de que pueda vengarse», pensó. Pero quien cava un foso a otro, suele caer en él.

Un anochecer, terminado el trabajo del día, presentóse al Rey y le dijo:

—Señor Rey, el sastre es un insolente; se ha jactado de que sería capaz de recuperar la corona de oro que se perdió hace tantísimo tiempo.

—Mucho me gustaría —respondió el Rey.

Y, mandando que el sastre compareciese ante él a la mañana siguiente, le dijo que había de traerle la corona o abandonar la ciudad para siempre. «¡Válgame Dios! —pensó el sastre—; sólo un bribón promete más de lo que tiene. Ya que el Rey se ha empeñado en exigirme lo que nadie es capaz de hacer, mejor será no aguardar hasta mañana, sino marcharme de la ciudad esta misma noche».

Hizo, pues, su hato y se puso en camino. Pero cuando llegó a la puerta sintió pesadumbre ante el pensamiento de que había de renunciar a su fortuna y abandonar aquella ciudad en la que tan bien lo había pasado.

Al llegar junto al estanque donde había trabado amistad con los patos, encontróse con el viejo a cuyos hijos perdonara la vida que estaba en la orilla acicalándose con el pico. Reconocióle el ave y le preguntó por que andaba tan cabizbajo.

—No te extrañarás cuando sepas el motivo —respondióle el sastre; y le contó lo sucedido.

—Si no es más que eso —le dijo—, podemos arreglarlo. La corona cayó al agua y yace en el fondo; en un santiamén la sacaremos; tú, entretanto, extiende tu pañuelo en la orilla.

Y junto con sus doce patitos se sumergió para reaparecer a los cinco minutos en la superficie con la corona sobre las alas, rodeado de los doce pequeños que, nadando a su alrededor, le ayudaban a sostenerla con los picos. Así se acercaron a tierra y depositaron la corona en el pañuelo.

No puedes imaginar lo espléndido de aquella joya que, bajo los rayos del sol, centelleaba como cien mil rubíes. Ató el sastre el pañuelo por los cuatro cabos y la llevó al Rey quien contentísimo, en premio colgó una cadena de oro al cuello del sastre.

Al ver el zapatero que su estratagema había fracasado, ideó otra y dijo al Rey:

—Señor, el sastre ha vuelto a insolentarse. Se vanagloria de que podría reproducir en cera todo el palacio real, el exterior y el interior, junto con todas las cosas que encierra.

Llamó el Rey al sastre y le ordenó que reprodujese en cera el palacio real con todo cuanto encerraba, exactamente, tanto en lo interior como en lo exterior; advirtiéndole que, de no hacerlo, o si faltaba sólo un clavo de la pared, sería encerrado para el resto de su vida en un calabozo subterráneo.

Pensó el sastre: «La cosa se pone cada vez más difícil; esto no lo aguanta nadie»; y, echándose el hato a la espalda, marchóse por segunda vez.

Llegado que hubo al árbol hueco, se sentó a descansar, triste y mohíno. Salieron volando las abejas, y la reina le preguntó si se le habla entumecido el cuello, pues lo veía con la cabeza tan torcida.

—¡Oh, no! —respondióle el sastre—, es otra cosa lo que me duele.

Y le contó lo que el Rey le había exigido. Pusiéronse las abejas a zumbar entre sí y luego dijo la reina:

—Vuélvete a casa, y mañana a esta misma hora vuelve con un pañuelo grande; todo saldrá bien.

Mientras regresaba a la ciudad, las abejas volaron al palacio real y, entrando por las ventanas, estuvieron huroneando por todos los rincones y tomando nota de todos los pormenores. Luego, de vuelta a la colmena, construyeron una reproducción en cera del edificio, con una rapidez que no puede uno imaginarse.

A la noche quedaba listo, y cuando el sastre se presentó a la mañana siguiente, vio como se levantaba allí el soberbio alcázar, sin que le faltase un clavo de la pared ni una teja del tejado; era, además, muy primoroso, blanco como la nieve y oliendo a miel.

Envolviólo el sastre cuidadosamente en el pañuelo y lo llevó al Rey, el cual no supo cómo expresar su admiración. Colocó aquella maravilla en la sala más espaciosa del palacio, y regaló al sastre una gran casa de piedra.

Pero el zapatero, terco que terco, fue al Rey por tercera vez y le dijo:

Other books

The Gospel of Sheba by Lyndsay Faye
Brotherhood by Carmen Faye
Before by Nicola Marsh
Falsely Accused by Robert Tanenbaum
Even Angels Fall by Fay Darbyshire
Kela's Guardian by McCall, B.J.
Her Master's Command by Sabrina Armstrong