Todos los cuentos de los hermanos Grimm (61 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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—Si no es más que esto —dijo el mozo—, pronto habré hecho bajar al pájaro.

Y, apuntándole con la cerbatana, al instante cayó el animalito en medio de los espinos.

—¡Anda bribón! —dijo al judío—; ¡saca el pájaro de ahí!

—A fe mía que lo haré —replicó éste—. ¡Quién no cuida de su hacienda, se la lleva el diablo! Recogeré el pájaro, puesto que lo has acertado.

Y, tendiéndose en el suelo, introdújose a rastras por entre los zarzales.

Cuando estaba ya en medio de los espinos, ocurriósele al buen mozo la idea de jugarle una mala pasada y, descolgándose el violín, se puso a tocar.

Inmediatamente el judío, levantando las piernas, se puso a bailar, y cuanto más rascaba el músico, más se animaba la danza. Pero los espinos le rompían sus deshilachadas ropas, le peinaban la barba de chivo y le desgarraban la piel de todo el cuerpo.

—¡Eh! —exclamó el judío—, ¡a qué sales ahora con tu música! Deja ya el violín, que no tengo ganas de bailar.

Pero el mozo siguió rasca que te rasca, pensando: «¡Bastante has desollado tú a la gente; verás cómo el espino te desuella ahora a ti!». Y continúo tocando con mayores bríos. Redoblaron los saltos y brincos del judío, cuyos vestidos desgarrados por las espinas, se quedaban colgando en pingajos de la zarza.

—¡Basta, basta! —gritaba el hombre—. Te daré lo que quieras con tal que dejes de tocar. ¡Una bolsa llena de oro!

—Si tan generoso eres —replicó el mozo—, dejaré de tocar; una cosa he de reconocer, sin embargo, y es que bailas que es un primor.

Y, cogiendo la bolsa, prosiguió su camino.

El judío se quedó parado, siguiéndolo con la vista y sin chistar hasta que el mozo hubo desaparecido en la lejanía. Entonces se puso a gritar con todas sus fuerzas:

—¡Músico miserable, violinista de taberna, espera a que te atrape! ¡Te juro que correrás hasta que te quedes sin suelas! ¡Pelagatos, muerto de hambre, que no vales dos ochavos!

Y siguió escupiendo todos los improperios que le vinieron a la boca. Una vez se hubo desahogado un poco, corrió a la ciudad y se presentó al juez:

—¡Señor juez, justicia pido! Un desalmado me ha robado en mitad del camino y me ha dejado como veis. ¡Hasta las piedras se compadecerían! Los vestidos rotos, todo el cuerpo arañado y maltrecho. ¡Mi pobre dinero robado, con bolsa y todo! Ducados de oro eran, si uno hermoso, el otro más. Por amor de Dios, mandad que prendan al ladrón.

—¿Fue acaso un soldado que la emprendió contigo a sablazos? —preguntóle el juez.

—¡Dios nos guarde! —respondió el judío—; ni siquiera llevaba una mala espada; sólo una cerbatana y un violín colgado del cuello; el muy bribón es fácil de reconocer.

El juez envió a sus hombres en persecución del culpable.

No tardaron en alcanzar al muchacho, que caminaba sin prisa, y le encontraron la bolsa con el dinero.

Llevado ante el tribunal, dijo:

—Yo no he tocado al judío ni le he quitado el dinero; fue él quien me lo ofreció voluntariamente para que dejase de tocar el violín, pues parece que mi música no le gustaba.

—¡Dios nos guarde! —exclamó el judío—. Éste caza las mentiras como moscas en la pared.

Tampoco el juez quiso creerlo, y dijo:

—Muy mala es esta excusa; ningún judío haría tal cosa.

Y, considerando que se trataba de un delito de asalto y robo en la vía pública, condenó al mozo a la horca.

Cuando ya lo conducían al suplicio, el judío no cesaba de gritarle:

—¡Haragán, músico de pega! ¡Ahora recibirás tu merecido!

El condenado subió tranquilamente las escaleras del cadalso junto con el verdugo; pero, al llegar arriba, volvióse para decir al juez:

—Concededme una gracia antes de morir.

—De acuerdo —respondió el juez—, con tal de que no sea la vida.

—No pediré la vida —replicó el mozo—, sino sólo que me permitáis tocar el violín por última vez.

El judío puso el grito en el cielo:

—¡Por amor de Dios, no se lo permitáis, no se lo permitáis!

Pero el juez dijo:

—¿Y por qué no he concederle este breve placer? Tiene derecho a ello, y no hay porque privárselo.

Por otra parte no se podía negar, si recordamos el don que había sido otorgado al mozo. Gritó entonces el judío:

—¡Ay de mí! ¡Atadme, atadme fuerte!

Entretanto, el buen mozo se descolgó el violín y se puso a tocar. A la primera nota, todo el mundo empezó a menearse y oscilar: el juez, el escribano y los alguaciles; y la cuerda se cayó de la mano del que se disponía a amarrar al judío. A la segunda nota, levantaron todos las piernas, y el verdugo, soltando al reo, inició también la danza; a la tercera, todo el mundo estaba ya saltando: el juez y el judío en primer término, y con el mayor entusiasmo.

A los pocos momentos bailaba toda la gente que la curiosidad había congregado en la plaza: viejos y jóvenes, gordos y flacos, en enorme confusión. Hasta los perros que habían acudido saltaban sobre las patas traseras, y cuanto más tocaba, tanto mayores eran los brincos de los bailadores que, dándose unos a otros de cabezadas, empezaron a gritar lamentablemente.

Al fin el juez, jadeante, levantó la voz:

—¡Te perdono la vida si dejas de tocar!

El buen mozo, compadecido, interrumpió la música y, colgándose el violín del cuello, descendió las escaleras del patíbulo.

Acercándose al judío que tendido en tierra trataba de recobrar el aliento, le dijo:

—¡Bribón, confiesa ahora de dónde sacaste este dinero o vuelvo a coger el violín!

—¡Lo he robado, lo he robado —exclamó el judío—, mientras que tú lo ganaste honradamente!

Y el juez mandó que ahorcasen al judío por ladrón.

El sastrecillo listo

E
RASE una vez una princesa muy orgullosa; a cada pretendiente que se le presentaba planteábale un acertijo, y si no lo acertaba, le despedía con mofas y burlas. Mandó pregonar que se casaría con quien descifrase el enigma, fuese quien fuese.

Un día llegaron tres sastres, que iban juntos; los dos mayores pensaron que, después de haber acertado tantas puntadas, mucho sería que fallaran en aquella ocasión. El tercero, en cambio, era un cabeza de chorlito que no servía para nada, ni siquiera para su oficio; confiaba, empero, en la suerte; pues, ¿en qué cosa podía confiar?

Los otros dos le habían dicho:

—Mejor será que te quedes en casa. No llegarás muy lejos con tu poco talento.

Pero el sastrecillo no atendía a razones y, diciendo que se le había metido en la cabeza intentar la aventura y que de un modo u otro se las arreglaría, marchó con ellos como si tuviera el mundo en la mano.

Presentáronse los tres a la princesa y le rogaron que les plantease su acertijo; ellos eran los hombres indicados, de agudo ingenio, que sabían cómo se enhebra una aguja.

Díjoles entonces la princesa:

—Tengo en la cabeza un cabello de dos colores: ¿qué colores son éstos?

—Si no es más que eso —respondió el primero—; es negro y blanco, como el de ese paño que llaman sal y pimienta.

—No acertaste —respondió la princesa—. Que lo diga el segundo.

—Si no es negro y blanco —dijo el otro—, será castaño y rojo, como el traje de fiesta de mi padre.

—Tampoco es eso —exclamó la princesa—. Que conteste el tercero; éste sí que me parece que lo sabrá.

Adelantándose audazmente el sastrecillo, dijo:

—La princesa tiene en la cabeza un cabello plateado y dorado, y estos son los dos colores.

Al oír la joven sus palabras, palideció y casi se cayó del susto pues el sastrecillo había adivinado el acertijo, y ella estaba casi segura de que ningún ser humano sería capaz de hacerlo.

Cuando se hubo recobrado, dijo:

—No me has ganado con esto, pues aún tienes que hacer otra cosa. Abajo, en el establo, tengo un oso; pasarás la noche con él, y si mañana cuando me levante vives todavía, me casaré contigo.

De este modo pensaba librarse del sastrecillo, pues hasta entonces nadie de cuantos habían caído en sus garras había salido de ellas con vida.

Pero el sastrecillo no se inmutó y, simulando gran alegría, dijo:

—Cosa empezada, medio acabada.

Al anochecer, el hombre fue conducido a la cuadra del oso, el cual trató en seguida de saltar encima de él para darle la bienvenida a zarpazos.

—¡Poco a poco! —dijo el sastrecillo—. ¡Ya te enseñaré yo a recibir a la gente!

Y con mucha tranquilidad, como si nada ocurriese, sacó del bolsillo unas cuantas nueces y, cascándolas con los dientes, empezó a comérselas.

Al verlo el oso le entraron ganas de comer nueces y el sastre, volviendo a meter mano en el bolsillo, le ofreció un puñado; sólo que no eran nueces, sino guijas.

El oso se las introdujo en la boca; pero por mucho que mascó, no pudo romperlas. «¡Caramba! —pensaba—; ¡qué inútil soy, que ni siquiera puedo romper las nueces!» y, dirigiéndose al sastrecillo, le dijo:

—Rómpeme las nueces.

—¡Ya ves si eres infelizote! —respondióle el sastre—. ¡Con una boca tan enorme y ni siquiera eres capaz de partir una nuez!

Cogió las piedras y, escamoteándolas con agilidad, metióse una nuez en la boca y ¡crac!, de un mordisco la tuvo en dos mitades.

—Volveré a probarlo —dijo el oso—. Viéndote hacerlo me parece que también yo he de poder.

Pero el sastrecillo volvió a darle guijas, y el oso muerde que muerde con todas sus fuerzas. Pero no creas que se salió con la suya.

Dejaron aquello, y el sastrecillo sacó un violín de debajo de su chaqueta y se puso a tocar una melodía.

Al oír el oso la música, le entraron unas ganas irresistibles de bailar, y al cabo de un rato la cosa le resultaba tan divertida, que preguntó al sastrecillo:

—Oye, ¿es difícil tocar el violín?

—¡Bah! Un niño puede hacerlo. Mira, pongo aquí los dedos de la mano izquierda, y con la derecha paso el arco por las cuerdas y, fíjate qué alegre: ¡Tralalá! ¡Liraliralerá!

—Pues no me gustaría poco saber tocar así el violín para poder bailar cuando tuviese ganas. ¿Qué dices a eso? ¿Quieres enseñarme?

—De mil amores —dijo el sastrecillo—; suponiendo que tengas aptitud. Pero trae esas zarpas. Son demasiado largas; tendré que recortarte las uñas.

Trajeron un torno de carpintero, y el oso puso en él las zarpas; el sastrecillo las atornilló sólidamente y luego dijo:

—Espera ahora a que vuelva con las tijeras.

Y, dejando al oso que gruñese cuanto le viniera en gana, tumbóse en un rincón sobre un haz de paja y se quedó dormido.

Cuando, al anochecer, la princesa oyó los fuertes bramidos del oso, no se le ocurrió pensar otra cosa sino que había hecho picadillo del sastre, y que gritaba de alegría.

A la mañana siguiente se levantó tranquila y contenta; pero al ir a echar una mirada al establo, se encontró con que el hombre estaba tan fresco y sano como el pez en el agua.

Ya no pudo seguir negándose, porque había hecho su promesa públicamente, y el Rey mandó preparar una carroza en la que el sastrecillo fue conducido a la iglesia para la celebración de la boda.

Mientras tanto, los otros dos sastres, hombres de corazón ruin, envidiosos al ver la suerte de su compañero, bajaron al establo y pusieron en libertad al oso el cual, enfurecido, lanzóse en persecución del coche.

Oyéndolo la princesa gruñir y bramar, tuvo miedo y exclamó:

—¡Ay, el oso nos persigue y quiere cogerte!

Pero el sastrecillo, con gran agilidad, sacó las piernas por la ventanilla y gritó:

—¿Ves este torno? ¡Si no te marchas, te amarraré a él!

El oso, al ver aquello, dio media vuelta y echó a correr.

El sastrecillo entró tranquilamente en la iglesia, fue unido en matrimonio a la princesa y, en adelante, vivió en su compañía alegre como una alondra. Y quien no lo crea pagará un ducado.

Los dos caminantes

L
OS valles y montañas no topan nunca, pero sí los hombres, sobre todo los buenos con los malos. Así sucedió una vez con un sastre y un zapatero que habían salido a correr mundo.

El sastre era un mozo pequeñito y simpático, siempre alegre y de buen humor. Vio que se acercaba el zapatero, el cual venía de una dirección contraria y, coligiendo su oficio por el paquete que llevaba, lo acogió con una coplilla burlona:

«Cose la costura,

tira del bramante;

dale recio a la suela dura,

ponle pez por detrás y por delante.»

Pero el zapatero era hombre que no aguantaba bromas y, arrugando la cara como si se hubiese tragado vinagre, hizo ademán de coger al otro por el cuello.

El sastre se echó a reír y, alargándole su bota de vino, le dijo:

—No ha sido para molestarte. Anda, bebe, que el vino disuelve la bilis.

El zapatero empinó el codo, y la tormenta de su rostro empezó a amainar. Devolviendo la bota al sastre, le dijo:

—Le he echado un buen discurso a tu bota. Se habla del mucho beber, pero poco de la mucha sed. ¿Qué te parece si seguimos juntos?

—Por mí no hay inconveniente —respondióle el sastre—. Con tal que vayamos a alguna gran ciudad, donde no nos falte trabajo.

—Precisamente era ésa mi intención —replicó el zapatero—. En un nido no hay nada que ganar y, en el campo, la gente prefiere ir descalza.

Y, así, prosiguieron juntos su camino poniendo siempre un pie delante del otro, como la comadreja por la nieve.

Tiempo les sobraba, pero lo que es cosa para mascar, eso sí que andaba mal. Cada vez que llegaban a una ciudad, se iban cada uno por su lado a saludar a los maestros de sus respectivos gremios.

Al sastrecillo, por su temple alegre y por sus mejillas sonrosadas, todos lo acogían favorablemente y lo obsequiaban, y aun a veces tenía la suerte de pescar un beso de la hija del patrón por detrás de la puerta.

Al volver a reunirse con el zapatero, su morral era siempre el más repleto. El otro lo recibía con su cara de Jeremías, y decíale torciendo el gesto:

—¡Sólo los pícaros tienen suerte!

Pero el sastre se echaba a reír y cantar, y partía con su compañero cuanto había recogido. En cuanto oía sonar dos perras gordas en su bolsillo, faltábale tiempo para gastarlas en la taberna; de puro contento, los dedos le tamborileaban en la mesa haciendo tintinear las copas. De él podía decirse aquello de «fácil de ganar, fácil de gastar».

Llevaban ya bastante tiempo viajando juntos, cuando llegaron un buen día a un enorme bosque por el que pasaba el camino de la capital del reino. Había que elegir entre dos caminos: uno que se recorría en siete días, y el otro, en sólo dos; pero ellos ignoraban cuál era el más corto.

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