Todos los cuentos de los hermanos Grimm (89 page)

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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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Ya en camino, díjole el erizo:

—Atiende bien a lo que voy a decirte. Haremos la carrera en aquel largo campo de allí. La liebre correrá por un surco, y yo, por otro; empezaremos desde arriba. Lo único que has de hacer tú es agacharte en el otro extremo del surco, y cuando llegue la liebre, la recibes gritando: «¡Aquí estoy!».

Llegaron al campo, y el erizo señaló a su mujer el puesto que debía ocupar, y él se fue a la parte de arriba donde ya lo aguardaba la liebre.

—¿Podemos lanzarnos? —dijo ésta.

—Sí —respondió el erizo.

—Pues, ¡andando!

Y cada cual se situó en su surco. Contó la liebre: «¡Uno, dos, tres!». Y lanzóse campo abajo, como un huracán. El erizo no dio más que dos o tres pasos y, agachándose en el surco, se quedó tranquilamente en él.

Al llegar la liebre como un bólido al extremo opuesto del campo, gritóle desde su puesto la mujer del erizo:

—¡Aquí estoy!

No fue pequeña la sorpresa y el pasmo de la liebre, pues creyó que era el propio erizo quien la llamaba, lo cual no es de extrañar, dado lo mucho que se parecían marido y mujer. «¡Esto es cosa del diablo!», pensó, pero dijo:

—Repitamos la carrera.

Y otra vez se lanzó como el viento, de tal forma que sus orejas parecían alas, mientras la mujer del erizo no se movía de su puesto.

Llegó la liebre arriba, y el erizo la acogió exclamando:

—¡Aquí estoy!

Y ella, fuera de sí por el coraje:

—¡A correr otra vez!

—Por mí —dijo el erizo— podemos seguir, mientras no te canses.

Y, así, repitió la liebre la carrera setenta y tres veces, mientras el erizo no se movió de su sitio.

Cada vez que la corredora llegaba arriba o abajo, salíale al encuentro el grito:

—¡Aquí estoy!

Pero la vez que hacía setenta y cuatro, el animal ya no llegó a la meta. Desplomóse en mitad del campo, mientras un chorro de sangre le salía del cuello, y quedó muerta sobre el terreno.

El erizo se quedó con el luis de oro y la botella de aguardiente y, recogiendo a su mujer que lo aguardaba al pie del surco, marcháronse los dos alegremente a su casa. Y si no han muerto es que viven todavía.

Así fue cómo en el erial de Buxtehude el erizo mató a la liebre en una competición de carrera, y desde entonces ninguna liebre ha querido apostar a correr con un erizo de Buxtehude.

Pero la moraleja de la historia es, en primer lugar, que nadie, por muy encumbrado que se crea, debe burlarse jamás de una persona de menos categoría, aunque se trate de un erizo. Y, en segundo lugar, que es aconsejable, cuando uno piensa casarse, tomar una mujer de su estado y condición, y tan semejante a uno como sea posible. O sea, el erizo, con una eriza, y así sucesivamente.

El hijo ingrato

H
ALLÁBANSE una vez sentados a la puerta de su casa un hombre y su mujer, y se disponían a comer un pollo asado que tenían sobre la mesa. Vio el hombre que se acercaba su padre y se apresuró a coger el pollo y esconderlo en la casa, para no tener que invitar al viejo. Llegó éste, bebió un trago y volvió a marcharse. Entonces el hijo fue a buscar otra vez el pollo; pero al sacarlo del escondrijo vio que se había transformado en un sapo, el cual le saltó a la cara y se le quedó pegado, sin que hubiera medio de arrancarlo. Cada vez que alguien trataba de cogerlo, la bestia le dirigía una mirada ponzoñosa, como dispuesta a lanzarse sobre él, por lo cual nadie se atrevía a tocarla. Y el ingrato hijo tenía que dar de comer todos los días al sapo pues, de lo contrario, éste le devoraba un trozo de la cara, y de esta manera quedó condenado a vagar por el mundo sin paz ni reposo.

La zanahoria

E
RANSE una vez dos hermanos que habían sentado plaza de soldados. El uno era rico, y el otro, pobre. El pobre, queriendo salir de su miseria, licencióse y se hizo campesino, dedicándose a cavar y labrar su pedacito de tierra, en el que sembró zanahorias.

Germinó la semilla y brotó una zanahoria que no cesaba de crecer. Crecía a ojos vistas; cada día era más alta y más recia, y bien podía llamársele la reina de las zanahorias, pues jamás se había visto ni se verá otra igual.

Al fin, llegó a alcanzar un tamaño tan extraordinario, que llenaba un carro y se necesitaban dos bueyes para transportarla; y el campesino no sabía qué hacer con ella, ni si habría de ser su suerte o su desgracia. Al fin, pensó: «Si la vendo, no sacaré gran cosa. Si me la como, lo mismo puedo comerme las pequeñas. Lo mejor será llevarla al Rey y regalársela como una cosa rara, en prueba de acatamiento».

En consecuencia, la cargó en el carro, enganchó a él dos bueyes y se encaminó a la Corte para ofrecerla al Rey.

—¡Vaya una hortaliza extraña! —exclamó éste—. He visto en mi vida muchas maravillas, pero jamás un monstruo así. ¿De qué clase de semilla ha salido? ¿O tal vez es que tú eres un favorito de la suerte, y por ello te suceden estas cosas?

—Nada de eso —respondió el campesino—. No soy un favorito de la fortuna, sino un pobre soldado que, para poder subvenir a mis necesidades, pedí la licencia y me dedico a cultivar el suelo. Tengo un hermano rico, a quien Vuestra Majestad bien conoce; pero yo, como nada poseo, soy desconocido de todos.

Compadecióse de él el Rey y le dijo:

—Pues se ha terminado tu pobreza; te daré lo que haga falta para que no seas menos que tu hermano.

Y le regaló una cantidad de oro y campos, prados y rebaños, haciéndolo tan rico, que la fortuna de su hermano no podía compararse con la suya.

Al enterarse éste de lo que había valido a su hermano una simple zanahoria, sintióse dominado por la envidia y se puso a cavilar en busca de algún medio para conseguir una dádiva parecida.

Queriendo proceder de modo más inteligente, llevó al Rey oro y caballos, pensando que se le correspondería con regalos mucho más valiosos. Pues si a su hermano le habían dado tanto por una zanahoria, ¡qué no le darían a él a cambio de sus presentes!

Aceptó el Rey el obsequio, y le dijo que lo mejor con que podía corresponderle era con aquella rarísima zanahoria; y, así, el rico hubo de cargar en su carro la hortaliza de su hermano y llevársela a casa.

Una vez en ella, no sabía sobre quién descargar su cólera y mal humor, hasta que le vinieron malos pensamientos y decidió matar a su hermano.

Contrató a unos asesinos para que le tendiesen una emboscada, y mientras tanto él fue en su busca y le dijo:

—Hermano, yo sé donde hay un tesoro oculto. Iremos juntos a buscarlo y nos lo repartiremos.

Parecióle bien al otro, y se fue con él sin recelar nada malo.

Cuando llegaron a un lugar despoblado, asaltáronlo los bandidos y, atándolo, se dispusieron a colgarlo de un árbol. Pero en aquel momento oyóse a lo lejos un sonido de cascos de caballos, y la voz de alguien que cantaba a grito pelado.

Asustáronse los bandidos y pusieron pies en polvorosa, dejando a su prisionero metido en un saco que ataron a una rama. El hombre, desde aquella altura, a costa de muchos esfuerzos consiguió abrir un agujero en el saco y asomó por él la cabeza.

Resultó que quien venía por el camino era un estudiante vagabundo, que cabalgaba cantando alegremente a través del bosque.

Al observar el de arriba que era un solo individuo el que pasaba, gritóle:

—¡Buenos días os dé Dios!

El estudiante miró a todas partes, y no viendo de dónde procedía la voz, preguntó:

—¿Quién me llama?

Respondió el otro, desde el árbol:

—Levanta la vista. Estoy aquí, en el saco de la sabiduría. En muy poco rato he aprendido grandes cosas. Todas las escuelas juntas nada valen en comparación. Un poquitín más y lo sabré todo, y bajaré del árbol más sabio que ningún otro hombre. Entiendo las estrellas y constelaciones, el soplar de todos los vientos, la arena del mar, la curación de las enfermedades, la virtud de las hierbas, las aves y las piedras. Si estuvieses tú aquí, verías las maravillas que fluyen del saco de la verdad.

Al oír el estudiante todo aquello, dijo lleno de admiración:

—¡Bendita sea la hora en que te encontré! ¿No me dejarías subir un ratito al saco?

Contestó el de arriba, como si lo concediese a regañadientes:

—Te dejaré subir un rato en recompensa de tus buenas palabras; pero tendrás que aguardar aún una hora, pues me falta aprender todavía una cosa.

Cuando el estudiante llevaba ya un rato aguardando, empezó a hacérsele larga la espera y rogó al otro que le permitiese entrar en seguida, pues su sed de sabiduría era irresistible.

Entonces el de arriba, como si cediese de mala gana, dijo:

—Para que pueda salir del saco de la sabiduría tienes que soltar la cuerda que lo sostiene. Entonces te meterás tú.

Bajólo pues el estudiante y, desatando el saco, lo puso en libertad.

—Ahora súbeme en seguida —dijo.

Y quería meterse de pie.

—¡Espera! —exclamó el otro—. Así no.

Y agarrándolo de la cabeza, metiólo de patas arriba. Ató luego el saco sólidamente, lo subió tirando de la cuerda hasta lo alto de la rama y, dejándolo que se columpiase a merced del viento, le dijo:

—¿Qué tal, amigo? Ya debes de estar sintiendo que te entra la sabiduría y que aprendes muchas cosas. Ahí te quedas, hasta que hayas ganado en listeza.

Y montando en el caballo del estudiante, se alejó, aunque al cabo de una hora envió a que lo libertasen.

El hombrecillo rejuvenecido

E
N los tiempos en que Nuestro Señor andaba aún por la tierra, entró un anochecer acompañado de San Pedro en una herrería, en la que recibió hospitalaria acogida.

Un pobre mendigo, agobiado por los años y los achaques, se presentó a la puerta a pedir limosna.

San Pedro se apiadó de él y dijo:

—Señor y Maestro, cura por favor a este hombre de sus achaques, para que pueda ganarse su pan.

Dijo entonces Nuestro Señor con dulzura:

—Herrero, préstame tu fragua y ponle carbón. Voy a remozar a este hombre viejo y enfermo.

El herrero obedeció con gusto, y San Pedro se aprestó a manejar el fuelle. Y cuando ya el fuego estuvo encendido y llameante, Nuestro Señor levantó al hombrecillo y lo depositó en la fragua, en medio de la ardiente hoguera. Y el hombre, rojo como un rosal en flor, no cesaba de cantar sus alabanzas a Dios.

Después pasó el Señor al depósito del agua, introdujo en él al incandescente hombrecillo y, una vez lo hubo enfriado convenientemente, le impartió su bendición. Y he aquí que el vejete salió ágil, tieso y sano como si no contase más de veinte años.

El herrero, que había presenciado la operación, invitó a todos a cenar. Pero tenía una suegra vieja, medio ciega y jorobada que, dirigiéndose al nuevo jovenzuelo, le preguntó muy seriamente si le había quemado mucho el fuego. Él contestó que en su vida se había sentido tan a gusto; en medio de las llamas parecíale que se estaba bañando en un refrescante rocío.

Aquellas palabras del joven resonaron durante toda la noche en los oídos de la vieja. A la mañana siguiente, cuando Nuestro Señor se hubo marchado después de dar las gracias al herrero, éste pensó que sabría también rejuvenecer a su suegra, pues había observado muy atentamente todo el proceso de la operación de la víspera, aparte que la cosa entraba en su oficio. Preguntóle, pues, si no le gustaría convertirse en una muchachita de dieciocho abriles y poder saltar y corretear.

—¡Con toda el alma! —respondió la vieja, recordando lo bien que lo pasara el nuevo jovenzuelo.

Así, pues, el herrero encendió la fragua y metió en ella a la mujer; pero ésta todo era retorcerse y lanzar gritos desesperados.

—¡Cállate! ¿Por qué gritas y te agitas de este modo? Espera, que voy a avivar el fuego.

Y volvió a poner en acción el fuelle, hasta que la vieja quedó convertida en un guiñapo ardiendo. Y gritaba y vociferaba tanto, que el herrero pensó: «¡La cosa no marcha!».

Sacóla y la metió en el agua. Allí los gritos subieron de punto, y llegaron a oídos de la herrera y de su nuera las cuales, precipitándose escaleras abajo, encontraron a la vieja aullando y vociferando sumergida en la artesa, toda ella encogida y hecha un ovillo con la cara arrugada y desfigurada.

Las dos mujeres, que se hallaban encinta, se horrorizaron de tal modo ante aquel espectáculo, que la noche siguiente dieron a luz dos criaturas que no tenían figura de hombre, sino de mono, y echaron a correr huyendo al bosque. Y se asegura que de ellas desciende la familia de los monos.

Nuestro Señor y el ganado del diablo

D
IOS Nuestro Señor había creado todos los animales y elegido a los lobos para que le sirvieran de perros; sólo que se había olvidado de crear la cabra.

Vino entonces el diablo y, no queriendo ser menos y crear algo también, hizo las cabras, a las que dotó de una bonita y larga cola.

Pero ocurrió que, cuando salían a pacer, a cada momento se les quedaba el rabo cogido en las zarzas y espinos, teniendo entonces que acudir el diablo a soltarlas, lo cual le daba no poco trabajo y fatiga.

Al fin, la cosa le fastidió tanto, que a mordiscos les cortó el rabo a todas, como puede verse aún, por el muñón que les ha quedado. Entonces las mandó de nuevo a pacer.

Pero Nuestro Señor observó que tan pronto roían un árbol frutal como estropeaban unos sarmientos o devoraban delicadas plantas. Dolióle tanto aquello que, al fin, por pura bondad y misericordia, mandó a sus lobos, los cuales no se anduvieron con remilgos, y al poco tiempo habían acabado con las cabras.

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