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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (41 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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Smith-Oldwick, que se hallaba en apuros y completamente indefenso, abandonó toda esperanza en el instante en que se dio cuenta de que su pistola estaba vacía, cuando, procedente de la izquierda, un rayo vivo de gran ferocidad y color negro pasó por su lado y se estrelló en el pecho de su oponente. El xujano se desplomó, el rostro mordido por las fuertes mandíbulas del Numa del foso.

En los pocos segundos requeridos para la consumación de estos sucesos, que se produjeron con gran rapidez, Otobu había arrastrado a Bertha Kircher hasta la puerta de la ciudad, y al vencer al último de los guardias el grupo salió de la ciudad de los maníacos a la oscuridad del exterior. Al mismo tiempo, media docena de leones dieron la vuelta a la esquina en la calle que conducía hacia la plaza y al verles el Numa del foso se giró en redondo y los embistió. Por un momento los leones de la ciudad se quedaron donde estaban, pero sólo por un momento, y luego, antes de que la bestia negra llegara hasta ellos, se volvieron y salieron huyendo, mientras Tarzán y su grupo avanzaban rápidamente hacia la negrura de la selva que se extendía más allá del jardín.

—¿Nos seguirán fuera de la ciudad? —preguntó Tarzán a Otobu.

—De noche no —respondió el negro—. He sido esclavo aquí durante cinco años, pero nunca he sabido que saliera nadie de la ciudad por la noche. Si durante el día van más allá de la selva, suelen esperar al amanecer de otro día antes de regresar, ya que temen cruzar la región de los leones negros cuando es de noche. No, amo, creo que de noche no nos seguirán, pero mañana irán en nuestra busca y, oh,
bwana
, entonces seguro que nos atraparán, o a los que quedemos, pues al menos uno de entre nosotros debe ser el pago a los leones negros cuando pasemos por su selva.

Cuando cruzaron el jardín, Smith-Oldwick recargó su pistola e insertó una bala en la cámara. La muchacha avanzaba en silencio a la izquierda de Tarzán, entre él y el aviador. De pronto el hombre-mono se detuvo y se volvió hacia la ciudad, su corpulento cuerpo, vestido con la túnica amarilla de los soldados de Herog, claramente visible a los demás a la luz de las estrellas. Le vieron alzar la cabeza y oyeron salir de sus labios la nota quejumbrosa de un león cuando llama a sus compañeros. Smith-Oldwick sintió un escalofrío mientras Otobu, poniendo los ojos en blanco con aterrada sorpresa, cayó postrado de rodillas. Pero la muchacha estaba emocionada y sintió que el corazón le latía con extraña exultación, y entonces se acercó al hombre bestia hasta que su hombro le rozó el brazo. Este acto fue involuntario y por un momento ella apenas se dio cuenta de lo que había hecho; entonces se retiró de nuevo en silencio, agradeciendo que la luz de las estrellas no fuera suficiente para revelar a los ojos de sus compañeros el sonrojo que cubría sus mejillas. Sin embargo, no le avergonzaba el impulso que la había urgido a hacer lo que había hecho, sino el acto mismo que sabía que a Tarzán, si hubiera reparado en él, le habría resultado repulsivo.

Desde la puerta abierta de la ciudad de los maníacos llegó el grito de respuesta de un león. El pequeño grupo esperó donde estaba hasta que vieron las majestuosas proporciones del león negro que se aproximaba a ellos por el camino. Cuando se reunió con ellos Tarzán metió los dedos de una mano en la negra cabellera y echó a andar de nuevo hacia la selva. Detrás de ellos, en la ciudad, se elevaba una confusión de horribles ruidos, el rugido de leones mezclado con las voces roncas de los loros y los enloquecidos chillidos de los maníacos. Cuando penetraron en la oscuridad de la selva, la muchacha volvió a acercarse involuntariamente al hombre-mono, y esta vez Tarzán percibió el contacto.

Él carecía de miedo, pero apreciaba de modo instintivo el pavor que debía de sentir la muchacha. Impulsado por un repentino sentimiento de bondad, buscó su mano y se la cogió, y así siguieron andando, a tientas en la negrura del camino. Por dos veces se acercaron a ellos leones de la selva, pero en ambas ocasiones los profundos gruñidos del Numa del foso ahuyentaron a sus atacantes. Varias veces se vieron obligados a descansar, pues Smith-Oldwick estaba constantemente al borde del agotamiento, y hacia la mañana Tarzán se vio obligado a llevarle a cuestas para efectuar el empinado ascenso desde el lecho del valle.

CAPÍTULO XXIV

LOS SOLDADOS INGLESES

La luz del día les sorprendió en el desfiladero, pero, aunque cansados como estaban con excepción de Tarzán, comprendieron que debían seguir adelante a toda costa hasta que encontraran un lugar donde pudieran ascender el precipicio hasta la meseta de arriba. Tarzán y Otobu tenían confianza en que los habitantes de Xuja no les seguirían más allá de la garganta, pero aunque examinaban cada centímetro de los riscos que se elevaban a ambos lados, no encontraban ningún lugar por donde escapar, ni a derecha ni a izquierda. Había lugares en que el hombre-mono en solitario podría intentar el ascenso, pero ninguno donde los demás pudieran tener esperanzas de alcanzar con éxito la meseta, ni Tarzán, aunque fuerte y ágil, se habría aventurado a llevarlos sanos y salvos hasta allí.

Durante medio día el hombre-mono había llevado a cuestas o sostenido a Smith-Oldwick y ahora, para su pesar, vio que la muchacha empezaba a flaquear. Se daba cuenta de cuánto había sufrido y de cuánta vitalidad tenían que haberle quitado las penalidades y peligros a que había estado sometida y la fatiga de las últimas semanas. Vio con cuánta valentía ella trataba de mantener el ánimo. Sin embargo, a menudo tropezaba y se tambaleaba mientras avanzaba pesadamente por la arena y grava de la garganta. También admiraba su fortaleza y el esfuerzo resignado que estaba haciendo para seguir adelante.

El inglés debía de haberse percatado también de su estado, pues algún tiempo después de mediodía, se detuvo de pronto y se sentó en la arena.

—No servirá de nada —dio a Tarzán—. No puedo continuar. La señorita Kircher se está debilitando rápidamente. Tendréis que seguir adelante sin mí.

—No —dijo la muchacha—, no podemos hacerlo. Hemos pasado demasiadas penalidades juntos y las posibilidades de escapar aún son tan remotas, que debemos permanecer juntos, a menos —y miró a Tarzán— que tú, que has hecho tanto por nosotros sin estar obligado a ello, quieras seguir adelante solo. Ojalá lo hicieras. Debe de ser evidente para ti como lo es para mí que no puedes salvarnos, pues aunque lograras sacarnos del camino de nuestros perseguidores, ni siquiera tu gran fuerza y resistencia podría llevarnos al otro lado del desierto que se extiende desde aquí hasta la región fértil más próxima.

El hombre-mono se volvió a su semblante serio con una sonrisa.

—No estás muerta —le dijo—, y el teniente tampoco, ni Otobu, ni yo. Uno o está muerto o está vivo, y hasta que estemos muertos debemos pensar sólo en seguir viviendo. Porque seguimos aquí y nada indica que vayamos a morir aquí. No puedo llevaros a los dos a la región de los wamabos, que es el lugar más cercano en el que podemos esperar encontrar caza y agua, pero no nos rendiremos. Hasta ahora hemos encontrado la manera de salir airosos. Aceptemos las cosas tal como vienen. Ahora descansaremos porque tú y el teniente Smith-Oldwick lo necesitáis, y cuando estéis más fuertes proseguiremos el camino.

—Pero ¿y los xujanos? —preguntó ella—. ¿No pueden seguirnos hasta aquí?

—Sí —respondió él—, probablemente lo harán. Pero no hemos de preocuparnos por ellos hasta que lleguen.

—Ojalá —dijo la muchacha— tuviera yo la misa filosofía que tú, pero me temo que no es así.

—Vosotros no nacisteis y crecisteis en la jungla con bestias salvajes, de lo contrario poseeríais, igual que yo, el fatalismo de la jungla.

Y así, pues, se situaron a un lado de la garganta, bajo la sombra de una roca saliente, y se tumbaron en la caliente arena para descansar. Numa se paseaba inquieto de un lado a otro, y por fin, tras tumbarse un momento junto al hombre-mono, se levantó y se alejó por la garganta hasta que un momento después se perdió de vista tras el recodo más próximo.

Durante una hora el pequeño grupo descansó y entonces Tarzán, de pronto, se levantó haciendo seña a los demás de que callaran, y escuchó. Permaneció inmóvil un minuto, aguzando el oído para oír ruidos tan débiles y distantes que ninguno de los demás podía distinguir en la absoluta calma y silencio de la garganta. Por fin el hombre-mono se relajó y se volvió a ellos.

—¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha.

—Ya vienen —respondió Tarzán—. Se encuentran a cierta distancia, aunque no lejos, pues los pies con sandalias de los hombres y las patas almohadilladas de los leones hacen poco ruido sobre la arena.

—¿Qué haremos? ¿Adónde intentaremos ir? —preguntó Smith-Oldwick—. Creo que ahora podría recorrer un trecho. Estoy muy descansado. ¿Qué tal estás tú? —preguntó a la chica.

—Oh, sí —respondió ella—. Me siento mucho más fuerte. Sí, seguro que puedo seguir.

Tarzán sabía que ninguno de los dos decía la verdad, que la gente no se recupera tan deprisa del agotamiento absoluto, pero no vio otra salida, y siempre existía la esperanza de que al doblar el recodo hubiera un modo de salir de la garganta.

—Ayuda al teniente, Otobu —ordenó, volviéndose al negro—, y yo llevaré a la señorita Kircher —y aunque la muchacha puso objeciones, diciendo que no debía malgastar sus fuerzas, él la cogió en brazos ágilmente y echó a andar por el cañón, seguido por Otobu y el inglés. No habían recorrido una gran distancia cuando los otros miembros del grupo oyeron los ruidos de sus perseguidores, pues ahora los leones gemían como si el rastro de olor fresco de su presa hubiera llegado a sus ollares.

—Ojalá Numa regresara —dijo la muchacha.

—Sí —coincidió Tarzán—, pero tendremos que hacer todo lo que podamos sin él. Me gustaría encontrar algún lugar donde protegernos del ataque por todos lados. Posiblemente entonces podríamos mantenerles a raya. Smith-Oldwick es un buen tirador, y si no hay muchos hombres quizá pueda deshacerse de ellos si vienen de uno en uno. Los leones no me preocupan tanto. A veces son animales estúpidos, y estoy seguro de que estos que nos persiguen, que dependen tanto de los amos que los han criado y entrenado, no serán difíciles de dominar una vez que nos deshagamos de los guerreros.

—Entonces, ¿crees que hay alguna esperanza? preguntó ella.

—Aún estamos vivos —fue su respuesta. Al cabo de un rato exclamó—: Eh, creo que recuerdo este lugar.

Señaló hacia un fragmento que había caído de lo alto del acantilado y que ahora estaba clavado en la arena a unos metros de la base. Era un fragmento de roca mellada que se alzaba unos tres metros por encima de la superficie de la arena, dejando una estrecha abertura entre ella y el acantilado. Hacia allí encaminaron sus pasos y cuando por fin llegaron a su meta, encontraron un espacio de unos sesenta centímetros de ancho y unos tres metros de largo entre la roca y el acantilado. Aunque los dos extremos quedaban abiertos, al menos no podrían ser atacados por los cuatro costados al mismo tiempo.

Apenas se habían ocultado cuando los rápidos oídos de Tarzán captaron un ruido en la cara del acantilado sobre ellos, y al mirar arriba vio un diminuto mono encaramado en un ligero saliente. Un pequeño mono de feo rostro que les miró un momento y luego se alejó hacia el sur en la dirección de la que venían sus perseguidores. Otobu también vio al mono.

—Se lo dirá a los loros dijo el negro —y los loros se lo dirán a los locos.

—Da lo mismo —respondió Tarzán—; los leones nos habrían encontrado. No podíamos esperar escondernos de ellos.

Situó a Smith-Oldwick, con su pistola, en la abertura norte de su refugio e indicó a Otobu que se quedara de pie con su lanza junto al inglés, mientras él se preparaba para proteger la parte sur. Entre ellos hizo tumbar a la muchacha en la arena.

—Aquí estarás a salvo en el caso de que utilicen sus lanzas —dijo.

Los minutos que transcurrieron le parecieron una eternidad a Bertha Kircher, y luego, casi con alivio, supo que sus perseguidores estaban sobre ellos. Oyó el furioso rugido de los leones y los gritos de los locos. Durante varios minutos los hombres parecieron investigar la fortaleza que su presa había descubierto. Ella les oía al norte y al sur y luego, desde donde estaba tumbada, vio que un león se abalanzaba sobre el hombre-mono ante ella. Vio el brazo gigantesco oscilar con el sable curvado y lo vio caer con terrorífica velocidad y encontrarse con el león cuando éste se levantaba para pelear con el hombre, abriéndole el cráneo tan limpiamente como un carnicero abre en canal una oveja.

Luego oyó ruido de pasos que corrían rápidamente hacia Smith-Oldwick y, mientras su pistola hablaba, hubo un grito y el ruido de un cuerpo que caía. Evidentemente desanimados por el fracaso de su primer intento, los atacantes se retiraron, pero sólo por breve tiempo. Volvieron, y esta vez un hombre se enfrentó a Tarzán y un león intentó vencer a Smith-Oldwick. Tarzán había precavido al joven inglés de que no malgastara las balas con los leones, y fue Otobu, con la lanza del xujano, quien recibió a la bestia, que quedó sometida hasta que él y Smith-Oldwick resultaron heridos, y el último logró clavar la punta del sable en el corazón de la bestia. El hombre que se oponía a Tarzán se acercó demasiado sin darse cuenta, en un intento por cortar la cabeza del hombre-mono, con el resultado de que un instante después su cadáver yacía con el cuello roto sobre el cuerpo del león.

Una vez más el enemigo se retiró, pero de nuevo fue sólo por un breve plazo, y ahora atacó toda la fuerza, los leones y los hombres, posiblemente media docena de cada, los hombres arrojando sus lanzas y los leones esperando detrás la señal para atacar.

—¿Esto es el fin? —preguntó la muchacha.

—¡No —gritó el hombre-mono—, pues aún vivimos!

Apenas estas palabras había brotado de sus labios cuando los guerreros que quedaban atacaron arrojando sus lanzas al mismo tiempo desde ambos lados. Al intentar proteger a la muchacha, Tarzán recibió una de las flechas en el hombro, y con tanta fuerza había sido lanzada el arma, que le hizo caer de espaldas al suelo. Smith-Oldwick disparó su pistola dos veces antes de ser él también abatido, penetrando el arma en su pierna derecha entre la cadera y la rodilla. Sólo quedaba Otobu para hacer frente al enemigo, pues el inglés, debilitado ya a causa de sus heridas y del último ataque que había recibido de las garras del león, había perdido el conocimiento y se había desplomado.

BOOK: Tarzán el indómito
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