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Authors: Nikolái V. Gógol

Tags: #Aventuras, Drama

Taras Bulba (12 page)

BOOK: Taras Bulba
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Capítulo VIII

El sol no había llegado aún a la mitad de su carrera en el cielo, cuando los zaporogos se reunieron en asamblea. De la
setch
había llegado la terrible noticia de que los tártaros, durante la ausencia de los cosacos, la habían saqueado enteramente, habiendo desenterrado el tesoro que estos guardaban misteriosamente; que habían sacrificado o hecho prisioneros a cuantos quedaran allí, y que, llevándose todos los rebaños y los caballos padres, habían marchado en línea recta a Perekop. Un solo cosaco, Máximo Golodoukha, se había escapado en el camino de mano de los tártaros; había dado de puñaladas al mirza, apoderádose de su saco lleno de cequíes, y en un caballo tártaro y vestidos tártaros, substrájose a las pesquisas con una carrera de dos días y dos noches. El caballo que montaba murió reventado; tomó otro y le cupo la misma suerte, y en un tercero llegó por fin al campamento de los zaporogos, habiendo sabido por el camino que estaban sitiando a Doubno. Sólo pudo noticiar la desgracia que había acaecido; pero, ¿cómo había sucedido esta desgracia? Los cosacos que quedaron en la
setch
, ¿se habían emborrachado tal vez, según costumbre de los zaporogos, cayendo prisioneros durante su embriaguez? ¿Cómo los tártaros habían descubierto el lugar en donde estaba enterrado el tesoro del ejército? A nada de esto pudo contestar. El cosaco estaba molido de cansancio; había llegado hinchado, quemado el rostro por el viento, y cayó al suelo durmiéndose profundamente.

En semejante caso, era costumbre de los zaporogos lanzarse en persecución de los ladrones y procurar cortarles el paso, pues de otro modo los prisioneros podían ser conducidos a los depósitos del Asia Mayor, a Esmirna, a la isla de Creta, y Dios sabe en qué sitios se hubieran visto las cabezas de larga trenza de los zaporogos. He aquí explicado por qué se habían reunido los cosacos en asamblea. Todos, sin distinción, estaban de pie, con la cabeza cubierta, pues no se habían reunido para recibir una orden de su
ataman
sino para tratar como iguales entre ellos.

—¡Que los ancianos den primero sus consejos! —gritó uno entre la multitud.

—¡Que el
kochevoi
de su consejo! —decían los otros.

Y él
kochevoi
, descubriéndose la cabeza, no ya como jefe de los cosacos, sino como su compañero, dioles las gracias por el honor que le hacían y les dijo:

—Hay entre nosotros hombres que son más viejos que yo y que tienen más experiencia para dar consejos; pero ya que ustedes me han escogido para que hable primero, he aquí mi opinión: compañeros, pongámonos, sin pérdida de tiempo, en persecución de los tártaros, pues ya saben ustedes lo que son esos hombres. No esperarán nuestra llegada con lo que han robado, sino que lo disiparán enseguida, sin dejar rastro alguno. He aquí, pues, mi consejo: ¡en marcha! Bastante nos hemos paseado ya por aquí; los polacos saben lo que son los cosacos. Hemos vengado a la religión tanto como nos ha sido posible; respecto al botín, poca cosa se puede esperar de un pueblo hambriento como ellos, Así, pues, mi consejo es que partamos.

—¡Partamos!

Esta palabra resonó en los
koureni
de los zaporogos; pero no fue del agrado de Taras Bulba que se inclinó frunciendo sus cejas grises, semejantes a los zarzales que crecen en las peladas vertientes de una montaña cuyas cimas están blanqueadas por la erizada escarcha del norte.

—No,
kochevoi
—dijo— tu consejo no vale nada. No hablas como es debido. Parece que olvidas que los hombres que nos han arrebatado los polacos quedan prisioneros. ¿Quieres, pues, que dejemos de respetar la primera de las santas leyes de la fraternidad; que abandonemos a nuestros compañeros para que los desuellen vivos, o bien que, después de descuartizar sus cuerpos, se paseen sus trozos por las ciudades y campos como lo han hecho con el
hetman
, y los mejores caballeros de la Ukrania? Y no es eso solo: ¿no han insultado bastante a todo lo que hay de más santo? ¿Qué somos, pues? se lo pregunto a todos. ¿Qué cosaco es aquel que no acude en auxilio de su compañero, que le deja perecer como un perro en tierra extranjera? Si han llegado las cosas hasta el extremo de que nadie estime en lo que vale el honor cosaco, y si hay quien permite que se le escupa en su bigote gris, o se le insulte con ultrajantes frases, por lo que a mí toca no se me insultará. Me quedo solo.

Todos los zaporogos que le oyeron quedaron conmovidos.

—Pero, ¿has olvidado, valiente
polkovnik
—dijo entonces el
kochevoi
— que los tártaros tienen también en su poder compañeros nuestros, y que si no les libertamos ahora, será su vida vendida a los paganos por una eterna esclavitud, peor que la muerte más cruel? ¿Has olvidado, pues, que se llevan todo nuestro tesoro, adquirido a costa de sangre cristiana?

Todos los cosacos quedaron pensativos, no sabiendo qué contestar. Ninguno de ellos quería merecer una mala fama. Entonces se adelantó el más anciano en años del ejército zaporogo, Kassian Bovdug, muy venerado por todos los cosacos. Había sido elegido por dos veces
kochevoi
, y también en la guerra era un buen cosaco; pero había envejecido, y hacía mucho tiempo que no salía a campaña, absteniéndose de dar consejos; lo que más le agradaba era quedarse tendido de costado junto a los grupos de los cosacos, escuchando las narraciones de las aventuras de otro tiempo y de las campañas de sus jóvenes compañeros. Jamás se inmiscuía en sus discusiones, pero los escuchaba en silencio chafando con su dedo pulgar la ceniza de su corta pipa, que no separaba nunca de sus labios, y permanecía largo tiempo recostado, con los párpados a medio cerrar, de modo que sus amigos ignoraban si estaba adormecido o si escuchaba aún. Durante las campañas guardaba la casa; sin embargo, esta vez el anciano se dejó tomar; y haciendo el gesto de decisión propio de los cosacos, dijo:

—¡Gracias a Dios que voy con ustedes! Tal vez seré aún útil a la caballería cosaca.

Cuando el anciano Kassian Bovdug apareció ante la asamblea, todos los cosacos callaron, pues hacía mucho tiempo que no habían oído una palabra de su boca; todos querían saber lo que iba a decir.

—Señores hermanos —empezó diciendo— ha llegado mi vez de decir una palabra, niños, escuchen al anciano. El
kochevoi
ha hablado bien, y como jefe del ejército cosaco, cuya obligación es velar por él y conservar su tesoro, no podía decir nada más prudente; ése es mi primer discurso; y ahora escuchen lo que dirá mi segundo discurso. El
polkovnik
Taras ha dicho una gran verdad; ¡que Dios le dé una larga vida, y que haya muchos
polkovniks
, como él en la Ukrania! El primer deber y el primer honor del cosaco es observar la fraternidad. Durante mi dilatada vida, no he oído decir, señores hermanos, que un cosaco haya abandonado o vendido jamás de manera alguna a su compañero y estos y los otros son nuestros compañeros; que sean pocos, que sean muchos, todos son nuestros hermanos. Los que aman a los cosacos que los tártaros han hecho prisioneros, que vayan en persecución de los tártaros; y los que aman a los cosacos que han caído en poder de los polacos, y que no quieren abandonar la buena causa, que se queden aquí. En cumplimiento de su deber, el
kochevoi
conducirá a la mitad de nosotros en persecución de los tártaros, y la otra mitad escogerá un
ataman
que la mande. Y si quieren creer a una cabeza cana, ninguno más a propósito para esto que Taras Bulba. No hay uno solo entre nosotros que le iguale en virtudes guerreras.

Después de esto Bovdug calló; y todos los cosacos se regocijaron por haberles el anciano puesto en buen camino. Todos tiraron las gorras al aire, gritando:

—¡Gracias, padre! Ha callado, ha callado por largo tiempo, pero ha hablado por fin. No en vano decía en el momento de ponerse en campaña, que sería útil a la caballería cosaca; y, así ha sucedido.

—¡Y bien! ¿Consienten en eso? —preguntó el
kochevoi
.

—¡Consentimos todos! —gritaron los cosacos.

—¡Así, pues, la asamblea queda terminada! —gritaron los cosacos.

—¡Muchachos! Escuchen ahora la orden militar —dijo el
koichevoi
.

Adelantóse, se puso su gorra, y todos los zaporogos se la quitaron permaneciendo con la cabeza descubierta y los ojos bajos, como hacían siempre los cosacos cuando un anciano se disponía a hablar.

—Ahora, señores hermanos, formen dos grupos; el que quiera partir que pase a la derecha, y el que quiera quedarse a la izquierda. A donde vaya la mayor parte de los cosacos de un
kouren
, los otros les seguirán; pero si el menor número persistiese en quedarse, se incorporará a otros
koureni
.

Y los cosacos empezaron a pasar, unos a derecha, y otros a izquierda. Cuando la mayor parte de un
kouren
pasaba a un lado, el
ataman
del
kouren
pasaba también; pero cuando era la menor parte, incorporábase a los otros
koureni
. Y a menudo, faltaba poco para que los dos grupos fuesen iguales. Entre los que quisieron quedarse, había casi todo el
kouren
de Nesamaï koff, más de la mitad del de Poporitcheff, todo el de Oumane, todo el de Kaneff, más de la mitad del de Steblikoff y otro tanto del de Fimocheff. Los que quedaban prefirieron ir en persecución de los tártaros. En uno y otro grupo se encontraban buenos, y valientes cosacos.

Entre los que se decidieron por ir en persecución de los tártaros, estaba Tcherevety, el anciano cosaco Pokotipolé y Lémich, y Procopovitch, y Choma. Démid Popovitch se les había incorporado, pues era un cosaco de carácter turbulento y no podía permanecer largo tiempo en un mismo sitio; habiendo medido sus fuerzas con los polacos, tuvo deseos de medirlas con los tártaros. Los
atamanes
de los
koureni
eran Nostugan, Pokrychka, Nevynisky; y varios otros famosos y valientes cosacos entraron en deseos de probar su sable y sus poderosos brazos en una lucha con los tártaros. Entre los que quisieron quedarse, había también valientes y animosos cosacos tales como los
atamanes
Demytrovitch, Koukoubenko, Vertichvist, Balan, Boulkenko, Eustaquio. También había con ellos varios otros ilustres y poderosos cosacos: Vovtousenko, Tchenitchenko, Stepan Gouska, Ochrim Gouska, Mikola Gousty, Zadorojny, Metelitza, Ivan Zakroutygouba, Mosy Chilo, Degtarenko, Sydorenko, Pisarenko, luego un segundo Pisarenko y otro Pisarenko, y muchos más. Todos habían corrido mucho a pie y a caballo, habiendo visto las riberas de la Anatolia, las estepas saladas de Crimea, todos los ríos grandes y pequeños tributarios del Dnieper, todas las ensenadas e islas de este río. Habían estado en Moldavia, Iliria y Turquía y surcado el mar Negro de uno a otro extremo con sus bateles de dos timones; habían embestido con cincuenta bateles de frente los más ricos y poderosos buques; habían echado a pique un considerable número de galeras turcas, y, en fin habían quemado mucha pólvora en su vida. En más de una ocasión habían desgarrado preciosas telas de Damasco para hacerse medias con ellas, y más de una vez habían llenado de cequíes de oro puro los anchos bolsillos de sus pantalones. Incalculables eran las riquezas que habían disipado en beber y divertirse, y que hubieran bastado para la existencia de cualquier otro hombre. Todo lo había gastado a lo cosaco, festejando a todo el mundo, y alquilando músicos para hacer bailar al universo entero. Aun en aquel entonces, pocos eran los que no tuviesen algún tesoro, copas y vasos de plata, broches y joyas escondidas bajo los juncos de las islas del Dnieper, para que los tártaros no pudiesen encontrarlas, si, por desgracia, llegaban a caer sobre la
setch
; cosa bien difícil, porque su mismo dueño empezaba a olvidar el sitio en donde lo había escondido. Tales eran los cosacos que habían querido quedarse para vengar en los polacos a sus fieles compañeros y a la religión de Cristo. El viejo cosaco Bovdug prefirió quedarse con ellos diciendo:

—El peso de los años no me permite que vaya en persecución de los tártaros; pero aquí hay un puesto en donde puedo morir como un cosaco. Desde mucho tiempo he pedido a Dios que, cuando deba terminar mi existencia, que sea en una guerra por la santa causa cristiana. Dios me ha oído, pues en ninguna parte pudiera recibir la muerte con más gusto que aquí.

Cuando se hubieron dividido y formado en dos filas, por
kouren
, el
kochevoi
pasó entre ellas y dijo:

—¡Y bien, señores hermanos! ¿La una mitad está contenta de la otra?

—Todos estamos contentos, padre —contestaron los cosacos.

—Abrácense pues y despídanse, pues sabe Dios si volverán a verse en esta vida. Obedezcan a su
ataman
y hagan lo que deban, lo que saben que ordena el honor cosaco.

Y todos los cosacos abrazáronse recíprocamente empezando los dos
atamans
; después de atusarse sus bigotes grises, diéronse un beso en cada mejilla; luego, estrechándose las manos con fuerza, quisieron preguntarse el uno al otro:

—Y bien, señor hermano, ¿volveremos a vernos o no?

Pero guardaron silencio, y las dos cabezas grises se inclinaron pensativas. Y todos los cosacos, hasta el último se despidieron, sabiendo que tanto los unos como los otros tenían mucho que hacer. Pero resolvieron no separarse en aquel instante, y esperar la obscuridad de la noche para que el enemigo no viese la diminución del ejército. Hecho esto, cada
kouren
formóse en un grupo para comer. Cumplida esta necesidad, todos los que debían ponerse en marcha se acostaron durmiendo un largo y profundo sueño, como si hubiesen presentido que era el último de que disfrutarían con tanta libertad. Durmieron hasta la puesta del sol; y cuando la noche empezó a extender su negro manto pusiéronse a untar sus carros. Cuando todo estuvo dispuesto para la partida, enviaron los bagajes delante, siguiendo después ellos detrás de los carros no sin haber saludado otra vez a sus compañeros con sus gorras; la caballería marchando ordenadamente sin gritar y sin que los caballos relinchasen, seguía a la infantería, y pronto desaparecieron en la sombra. Solamente los pasos de los caballos en lontananza y alguna que otra vez el ruido de una rueda mal untada que rechinaba sobre el eje.

Durante largo tiempo, los zaporogos que habían quedado delante de la ciudad les hicieron señas con la mano, a pesar de haberles perdido ya de vista; y cuando volvieron a su campamento, cuando vieron, a la tenue claridad de las estrellas, que faltaban la mitad de los carros, y un número igual de sus hermanos, oprimióseles el corazón, y quedaron pensativos involuntariamente, inclinando al suelo sus turbulentas cabezas.

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