Taras Bulba (10 page)

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Authors: Nikolái V. Gógol

Tags: #Aventuras, Drama

BOOK: Taras Bulba
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—Ya ven, pues, señores hermanos, lo que ha sucedido esta noche; ya ven a lo que puede conducir la embriaguez; ya ven también la injuria que nos ha hecho el enemigo. Parece que esa es costumbre de ustedes; si se les da doble ración, están dispuestos a embriagarse de tal modo que el enemigo del nombre cristiano puede, no solamente quitarles los pantalones, sino escupirles en el rostro sin que lo noten ustedes.

Todos los cosacos tenían la cabeza baja, conociendo su culpa. Tan sólo el
ataman
del
kouren
de Nésamai koff
[37]
, Koukoubenko, levantó la voz, y dijo:

—Detente, padre; aunque no consta en la ley, que se pueda hacer ninguna observación cuando el
kochevoi
habla delante de todo el ejército, sin embargo, no habiendo pasado el hecho como tú dices, es preciso hablar. Tus reproches no son del todo justos. Los cosacos hubieran sido culpables y dignos de la muerte si se hubiesen embriagado durante la marcha, en batalla u ocupados en un trabajo importante y difícil, pero estábamos allí mano sobre mano, y aburriéndonos delante de la ciudad. No estábamos en cuaresma ni teníamos que guardar ninguna abstinencia ordenada por la Iglesia. ¿Cómo quieres, pues, que el hombre no beba cuando nada tiene que hacer? En eso no hay pecado. Pero ahora vamos a enseñarles lo que cuesta atacar a gentes inofensivas. Antes les derrotamos completamente, y ahora vamos a hacerlo de modo que no quede uno vivo.

El discurso del
ataman
gustó a los cosacos, los cuales levantaron sus cabezas, y muchos de ellos hicieron un signo de satisfacción, diciendo:

—Koukoubenko ha hablado bien.

Y Taras Bulba, que se hallaba no lejos del
kochevoi
, añadió:

—Parece,
kochevoi
, que Koukoubenko ha dicho la verdad. ¿Qué contestarás a eso?

—¿Qué contestaré? contestaré: ¡Dichoso el padre que ha dado el ser a semejante hijo! El decir una palabra de reprensión no prueba gran sabiduría; pero la prueba una frase que, sin hacer burla de la desventura del hombre, le reanima, le devuelve el valor, como las espuelas se lo devuelven al caballo que abrevando, ha perdido el calor. Yo quería también enseguida dirigiros una palabra consoladora, pero Koukoubenko se me ha anticipado.

—¡El
kochevoi
ha hablado bien! —exclamaron en las filas de los zaporogos.

—Es un buen orador —decían otros.

—Y hasta los más ancianos, que estaban allí como palomos grises, hicieron con sus bigotes una mueca de satisfacción, diciendo:

—Sí, es un buen orador.

—Ahora, escúchenme, señores —prosiguió el
kochevoi
. Tomar una fortaleza escalando sus muros o bien agujerearlos a la manera de los ratones, como hacen los pícaros alemanes (¡qué hasta sueñan con el demonio!), es indecente e impropio de los cosacos. No creo que el enemigo haya entrado en la ciudad con grandes vituallas, pues llevaba pocos carros. Los habitantes de la ciudad están hambrientos, lo que quiere decir que se lo comerán todo de una vez; y respecto al forraje para los caballos, a fe mía que no sé de dónde lo sacarán, a menos que alguno de sus santos se lo eche desde el cielo… cosa que sólo Dios lo sabe, pues sus sacerdotes no sirven más que para hablar. Por esta razón o por otra concluirán por salir de la ciudad. Divídase, pues, el ejército en tres cuerpos, y que se sitúen delante de las tres puertas: cinco
koureni
al frente de la principal, y tres al frente de cada una de las otras dos; pónganse en emboscada el
kouren
de Diadnio y el de Korsoun, como también el
polkovnik
Taras Bulba, con todo su
polk
. Los
koureni
de Titareff y de Tounnocheff, formarán la reserva al lado derecho; los de Tcherbinoff y de Steblikiv, al izquierdo. Y ustedes los jóvenes que se encuentran con ánimo para insultar y para excitar al enemigo, salgan de las filas. Los polacos tienen muy poco seso; no saben soportar las injurias, y tal vez hoy mismo saldrán de la ciudad. Que cada
ataman
pase revista a su
kouren
, y si nota que no está completo, que tome gente de los restos del de Péreiaslav. Inspecciónenlo todo detenidamente; den a cada cosaco un vaso de vino y un pan. Pero creo que estarán bastante satisfechos de lo que comieron ayer, pues, a decir verdad, es tanto lo que han engullido esta noche, que, si me asombro, es de que no hayan reventado todos. Otra cosa mando: si algún tabernero judío se atreve a vender un vaso de vino ¡uno sólo! a ningún cosaco, le haré clavar en la frente una oreja de puerco, y le haré colgar cabeza abajo. ¡A la obra, hermanos! ¡A la obra!

En esta forma distribuyó sus órdenes el
kochevoi
. Todos le saludaron inclinándose profundamente, y, tomando el camino de sus carromatos, sólo se encasquetaron sus gorros al llegar a una considerable distancia. Empezaron todos a equiparse, a probar sus lanzas y sus sables, a llenar sus frascos de pólvora, a preparar sus carromatos y a escoger sus cabalgaduras.

Al dirigirse a su campamento, Taras se puso a pensar, sin acertar, como es natural, sobre que habría sido de Andrés. ¿Le habían preso y agarrotado durante su sueño con los otros? Pero no, Andrés no era hombre para rendirse vivo; y, sin embargo, no se le había encontrado entre los muertos. Completamente entregado a sus reflexiones, Taras caminaba delante de su
polk
, sin oír que hacía largo rato se le llamaba por su nombre.

—¿Quién me llama? —dijo por fin saliendo de su meditación.

Delante de él estaba el judío Yankel.

—Señor
polkovnik
, señor
polkovnik
—decía con voz breve y entrecortada, como si hubiese querido hacerle partícipe de una noticia importante— he estado en la ciudad, señor
polkovnik
.

Taras miró al judío con sorpresa.

—¿Quién diablos te ha conducido allá?

—Voy a contárselo —dijo Yankel. Cuando a la salida del sol oí ruido y vi que los cosacos tiraban, tomé mi caftán, y, sin ponérmelo, eché a correr; pero en el camino me lo puse; como iba diciendo, eché a correr pues quería saber por mí mismo la causa de aquel ruido, y por qué los cosacos tiraban tan temprano. Llegué a las puertas de la ciudad en el momento de entrar en ella la retaguardia del convoy. Miré, y ¿a quién dirá que vi? al oficial Galandowitch, a quien conozco, pues hace tres años que me debe cien ducados. Le seguí para reclamar mi crédito, y he ahí cómo he entrado en la ciudad.

—¡Y qué! ¿Has entrado en la ciudad, y querías aún hacerle pagar su deuda? ¿Cómo, pues, no te ha hecho ahorcar como un perro?

—En efecto, quería hacerme colgar; sus gentes me habían ya rodeado la cuerda al cuello, pero me puse a suplicar al oficial; díjele que esperaría el pago de su deuda tanto tiempo como él quisiera, y prometí prestarle más dinero si quería ayudarme a reclamar lo que me deben otros caballeros; pues a decir verdad, el oficial Galandowitch no tiene un ducado en el bolsillo, ni más ni menos que si fuera cosaco, y eso que posee aldeas, casas, cuatro castillos y grandes estepas que se extienden hasta Chklov. Y ahora, si los judíos de Breslau no le hubiesen equipado, no hubiera podido ir a la guerra. Por esta causa tampoco ha podido comparecer en la dieta.

—¿Qué has hecho, pues, en la ciudad? ¿Has visto a los nuestros?

—¡Cómo no! Muchos hay allí de los nuestros: Itska, Rakhoum, Khaïvalkh, el intendente…

—¡Que el diablo confunda a esos perros malditos! —exclamó Taras colérico. Te hablo de nuestros zaporogos y no de tu maldita raza de judíos.

—No he visto a nuestros zaporogos, pero sí he visto al señor Andrés.

—¿Has visto a Andrés? —dijo Bulba. ¡Y bien! ¿Qué? ¿Cómo? ¿En dónde le has visto? ¿En una hoya, en una cárcel, atado, encadenado?

—¿Quién se hubiera atrevido a atar al señor Andrés? En este momento es uno de los más distinguidos caballeros; casi no le hubiera conocido. Lleva brazales de oro, cinturón de oro, todo es oro en su persona; brilla, como cuando en la primavera el sol reluce sobre la hierba. Y el
vaivoda
le ha dado su mejor caballo, ¡un caballo que vale doscientos ducados!

Bulba quedó estupefacto.

—¿Y por qué viste una armadura que no le pertenece?

—Porque es mejor que la suya; por eso se la ha puesto. Y ahora recorre las filas, y otros recorren las filas, y él enseña, y se le enseña, como si fuese el más rico de los caballeros polacos.

—¿Quién le obliga a hacer todo eso?

—No digo que se le haya obligado. ¿Ignora el señor Taras que se ha pasado al otro partido por su propia voluntad?

—¿Quién se ha pasado?

—El señor Andrés.

—¿A dónde se ha pasado?

—Al otro partido; ahora es de los suyos.

—¡Mientes, oreja de marrano!

—¿Cómo es posible que yo mienta? ¿Soy tan tonto para mentir exponiendo mi propia cabeza? ¿Ignoro acaso que un judío es ahorcado como un perro, si se atreve a mentir delante de un caballero?

—¿Es decir que, según tú, ha vendido su patria y su religión?

—Yo no he dicho que haya vendido nada, sino que se ha pasado al otro partido.

—Mientes, judío del diablo; esto no se ha visto nunca en tierra cristiana. Mientes, perro.

—Que la hierba crezca en el umbral de la puerta de mi casa, si he faltado a la verdad; que todo el mundo escupa en la tumba de mi padre, de mi madre, de mi suegro, de mi abuelo y del padre de mi madre, si yo miento. Si el señor lo desea, voy a decirle por qué se ha pasado.

—¿Por qué?

—¡El
vaivoda
tiene una hija tan hermosa, santo Dios, tan hermosa…!

Aquí el judío procuró expresar por sus gestos la hermosura de la joven, separando las manos, guiñando el ojo, y relamiéndose los labios como si probase algo dulce.

—Y bien, ¿qué? Después…

—Por ella se ha pasado al otro partido. Cuando un hombre se enamora, es como una suela que se pone en remojo para doblarla en seguida del modo que se quiere.

Taras se puso a reflexionar profundamente. Recordó que la influencia de una débil mujer era grande; que esta influencia había ya perdido a muchos hombres valerosos, y que la naturaleza de su hijo era frágil por este lado. Taras permanecía inmóvil, como clavado en su puesto.

—Escuche, señor; yo lo contaré todo al noble caballero —dijo el judío. Cuando oí el ruido de esta mañana, cuando vi que se entraba en la ciudad, llevé conmigo, por lo que pudiese suceder, una sarta de perlas, pues hay señoritas en la ciudad, y si hay señoritas en la ciudad, me dije a mí mismo, comprarán mis perlas, aunque no tengan qué comer. Tan luego como me dejó libre la gente del oficial polaco, me dirigí corriendo a casa del
vaivoda
para vender mis perlas. Una criada tártara me lo ha explicado todo, y me ha dicho que la boda se verificará cuando sean arrojados de aquí los zaporogos. El señor Andrés ha prometido arrojar a los zaporogos.

—¿Y no has muerto en el acto a ese hijo del diablo? —exclamó Bulba.

—¿Por qué matarle? Se ha pasado voluntariamente. ¿En dónde está la falta del hombre? Él se ha ido a donde se encontraba mejor.

—¿Y tú mismo le has visto?

—Como le veo a usted ahora. ¡Qué soberbio guerrero! Es más hermoso que todos los demonios. ¡Que Dios le conserve la salud! Me ha reconocido al instante, al acercarme, me ha dicho…

—¿Qué es lo que te ha dicho?

—Me ha dicho… es decir, ha empezado por hacerme una seña con los dedos, y luego me ha dicho: «¡Yankel!» y yo le he contestado: «¡Señor Andrés!» y él repitió: «Yankel, di a mi padre, a mi hermano, a los cosacos, a los zaporogos, que mi padre no es ya mi padre, que mi hermano no es ya mi hermano, que mis camaradas no son ya mis camaradas, y que quiero batirme contra ellos, contra todos ellos».

—¡Mientes, judas! —exclamó Taras fuera de sí— mientes, perro. Tú has crucificado a Cristo, hombre maldito de Dios; yo te mataré, Satanás. Vete, si no quieres quedar muerto enseguida.

Al decir esto, Taras sacó su sable. Yankel, espantado, echó a correr con toda la velocidad de sus secas y largas piernas, y corrió largo tiempo, sin volver la cabeza, a través de los carros de los cosacos y después a campo traviesa, a pesar de que Taras no le perseguía, reflexionando que era indigno de él abandonarse a su cólera contra el desventurado judío.

Bulba recordó entonces que en la noche pasada había visto a su hijo atravesar el
tabor
en compañía de una mujer. Inclinó su cabeza gris, y, sin embargo, no quería creer que se hubiese cometido una acción tan infame, y que su propio hijo hubiese podido vender su religión y su alma.

Por fin, llevó su
polk
al sitio que se le había designado, detrás del único bosque que los cosacos habían dejado sin quemar. Entre tanto, los zaporogos de a pie y de a caballo se ponían en marcha en dirección a las tres puertas de la ciudad. Los diferentes
koureni
que componían el ejército desfilaban el uno detrás del otro. Sólo faltaba el
kouren
de Péreiaslav; los cosacos que lo componían habían bebido la noche precedente todo lo que debían beber en su vida, y por esta causa el uno había despertado atado en manos de los enemigos, el otro había pasado dormido de la vida a la muerte, y su mismo
ataman
, Khlib, se encontró completamente desnudo en medio del campamento polaco.

En la ciudad notaron el movimiento de los cosacos; todos sus habitantes corrieron a las murallas, y un cuadro animado se presentó a los ojos de los zaporogos. Los caballeros polacos, rivalizando mutuamente en ricos trajes, ocupaban la muralla.

Sus cascos de cobre, adornados de plumas blancas como las del cisne, y bañados por el sol, despedían brillantes resplandores; otros llevaban pequeñas gorras de color de rosa o azules, inclinadas hacia la oreja, y caftanes con mangas, flotantes, bordados de oro y de seda. Sus armas, que compraban a precios muy subidos, estaban, como todo su traje, cargados de caprichosos adornos. El coronel de la ciudad de Boudjak, con gorra encarnada y oro, destacábase, altivo, en primera fila; de estatura más elevada y más grueso que los otros, hallábase aprisionado en su rico caftán. Más lejos, junto a una puerta lateral, estaba de pie otro coronel, hombre de baja estatura y flaco. Sus vivaces ojillos lanzaban miradas penetrantes bajo sus espesas cejas. Volvíase con presteza designando los puestos con su afilada mano y dando órdenes; veíase que, a pesar de su raquítico aspecto, era todo un militar. Junto a él había un oficial largo y delicado, ornado su encendido rostro de poblados bigotes. Este señor era aficionado a los festines y al aguamiel espirituosa. A sus espaldas estaban agrupados una multitud de hidalgüelos que se habían armado, los unos a costa suya y los otros a expensas de la Corona, o con ayuda del dinero de los judíos a los cuales habían empeñado cuanto contenían los castillejos de sus padres. Además, había una multitud de esos clientes parásitos que los senadores llevaban consigo para formar cortejo, que la víspera, robaban del buffet o de la mesa alguna copa de plata, y al día siguiente montaban en el pescante de los coches para servir de aurigas.

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