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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, #Policiaco

Studio Sex (32 page)

BOOK: Studio Sex
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Él se volvió de nuevo.

—Tú no eres miembro ordinario de este sindicato —dijo secamente.

—No, porque no soy fija. Pero pago exactamente la misma cuota que los otros. ¿Cómo es posible que no tenga los mismos derechos que los demás? ¿Y cómo coño recomienda el sindicato que echen a uno de sus miembros? ¿Estáis locos?

—No vengas con bravatas de las que luego te puedas arrepentir —replicó el fotógrafo y la miró por encima de su cabeza.

Annika dio un paso hacia él, éste retrocedió asustado.

—Eres tú quien debe cuidar sus palabras —dijo ella quedo—. Yo he cometido errores, pero no tan grandes como el que tú estás cometiendo ahora mismo.

De reojo, vio llegar a Anders Schyman con una taza de café, al fondo junto a su pecera. Fijó su mirada y se dirigió hacia él. Ordenadores, personas, estanterías, plantas volaban a su paso como fragmentos hasta que se detuvo frente a él.

—¿Me vas a echar? —preguntó con un tono penetrante.

El director del periódico la metió en su despacho y corrió las cortinas. Ella se dejó caer en el sofá que olía a tabaco y lo miró de hito en hito.

—Claro que no —respondió.

—El sindicato no me quiere —dijo ella, la voz le temblaba. No empieces a llorar de nuevo, pensó.

Anders Schyman suspiró y asintió y se sentó junto a ella.

—No entiendo a los representantes sindicales de los periodistas —apuntó él—. Al parecer muchos de ellos se hacen representantes sindicales para darse importancia. Pasan completamente de sus miembros, solo desean poder.

Ella le miró desconfiada.

—¿Por qué me cuentas esto?

Él la miró reposadamente.

—Porque es así en este caso.

Ella parpadeó.

—Por desgracia ahora mismo no tenemos nada para ti —informó Anders Schyman—. No podemos contratar a todos los que están preparados. Sólo había una beca para el otoño.

—¿Y se la dieron a Carl Wennergren? —preguntó Annika.

—Yes—contestó el director y bajó la mirada.

Annika se rió.

—¡Enhorabuena! Este periódico realmente apuesta por la gente que se lo merece —repuso y se levantó.

—Siéntate —ordenó Schyman.

—¿Por qué? —replicó Annika—. No hay ninguna razón por la que deba permanecer en este edificio un jodido segundo más. Me marcho ahora mismo, como desea el sindicato.

—Te queda una semana y media —dijo el director del periódico—. Aguanta.

Ella volvió a reír.

—¿Para comer mierda?

—En pequeñas dosis y en el momento adecuado puede ser buena para el carácter —dijo Anders Schyman y sonrió.

Ella hizo una mueca.

—Me quedan unos días libres.

—Sí, es cierto. Pero quisiera que te quedaras hasta acabar.

Ella se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo.

—Dime una cosa —dijo—. ¿Le pagaría el periódico a un grupo terrorista por una exclusiva?

—¿Qué quieres decir?

—Lo que oyes. Dinero por presenciar un acto terrorista.

Él se cruzó de brazos y la miró inquisitivamente.

—¿Sabes algo?

—Nunca desvelo mis fuentes —respondió.

—Pero trabajas en este periódico —repuso él—, y yo soy tu jefe

Ella sacó su carné de empleada y lo dejó sobre la mesa.

—Ya no lo soy —replicó ella.

—Quiero saber por qué has preguntado esto —dijo él.

—Yo quiero una respuesta —dijo ella.

Él la observó en silencio durante unos segundos.

—Claro que no —respondió él—. Ni pensarlo. Nunca en la vida.

—Si el periódico lo hubiera hecho después de tu llegada, entonces tú lo sabrías, ¿verdad?

Los ojos de él se oscurecieron.

—Lo doy por descontado.

—¿Y puede asegurar que no ha ocurrido?

Él asintió lentamente.

—Okey—dijo ella suavemente—. Entonces estoy satisfecha. Bueno. No duró mucho pero fue agradable.

Ella estiró la mano con un gesto arrogante.

Él no la tomó.

—¿Qué vas a hacer ahora?

Annika miró algo desdeñosa al director.

—¿Y a ti qué te importa?

Él respondió tranquilamente.

—Me interesa.

—Me voy al Cáucaso —contestó—. Me voy mañana mismo.

Anders Schyman parpadeó.

—No creo que sea una buena idea —repuso él—. Hay una guerra civil.

—No te preocupes por mí —dijo Annika—. Viviré con la guerrilla, así que estaré más segura. Las fuerzas del gobierno no tienen armas. Naciones Unidas se ha encargado de que la carnicería sea unilateral. Que tengas suerte levantando de nuevo este periódico. Tienes un trabajo duro de cojones frente a ti. Aquí los jefes no tienen ni puta idea de lo que hacen.

Agarró el tirador de la puerta y se detuvo.

—Tienes que tirar este sofá —señaló ella—. Huele a mierda.

Dejó la puerta abierta de par en par. Anders Schyman la observó al cruzar la redacción y llegar hasta su mesa, sus movimientos eran agitados y rabiosos. No habló con nadie por el camino.

Anne Snapphane no estaba en su mesa.

Mejor, pensó Annika. Ahora lo importante es marcharse de aquí sin tener un ataque de nervios. No les voy a regalar un espectáculo.

Recogió sus cosas, también se llevó un paquete de bolígrafos, unas tijeras y una grapadora. Bueno. Este asqueroso periódico podía convidar a eso.

Abandonó la redacción sin volverse. Mientras bajaba en el ascensor sintió una repentina punzada en su pecho. Le resultó difícil respirar y miró fijamente su rostro en el espejo del ascensor, igual de azulado y pálido que siempre.

Mierda de iluminación, pensó ella, y suerte que aún es verano. Me pregunto qué cara tendrá una en este ascensor en invierno.

Eso no lo sabré nunca, pensó al instante siguiente. Esta es la última vez que bajo en él.

El ascensor se detuvo con el tirón familiar. Empujó la puerta, pesada como el hierro, y se encaminó hacia la niebla de afuera. Tore Brand debía de estar de vacaciones, había una mujer que no conocía sentada tras los cristales de la recepción. Las puertas de la entrada principal se cerraron tras ella. Bueno, el cuento se acabó.

Permaneció un momento en la calle frente al periódico y aspiró el aire húmedo. Era helador y desagradable.

Recordó sus palabras arriba con Schyman.

¿De dónde coño saqué lo del Cáucaso?, pensó. Aunque no sería mala idea marcharse al extranjero, coger un billete de última hora.

Una figura sobresalió entre la niebla de la calle, era Carl Wennergren. Cargaba dos pesadas bolsas del Systembolaget. ¡Claro, iba a celebrarlo!

—Enhorabuena —dijo Annika cáusticamente cuando éste pasó por su lado.

Él se detuvo y dejó las bolsas en el suelo.

—Sí, es maravilloso —dijo él y esbozó una amplia sonrisa—. Seis meses, es la beca más larga que me pueden dar. Acabaré agotado.

—Debe de sentar bien —dijo Annika—. Conseguir trabajo aquí por méritos y con dinero propio.

El hombre sonrió inseguro.

—¿Qué dices?

—El niño rico de papá —replicó Annika—. ¿Tenías dinero en el banco o vendiste algunas acciones?

La sonrisa de él desapareció inmediatamente, torció la mirada y apretó los labios.

—Así que te han echado, ¿verdad? —dijo sutilmente.

La voz de ella era aguda al responder.

—¡Prefiero comer comida para gatos que comprar una beca a costa de un grupo terrorista!

Él dejó que su mirada recorriera su cuerpo.

—Bon appétit—repuso él—. Lo cierto es que estás bastante delgada. La comida de gatos estará mucho más sabrosa si le pones un poco de especias.

Cogió las bolsas y se volvió para entrar en el edificio del periódico, Annika vio que estaban repletas de Moët & Chandon.

—No sólo compraste una exclusiva y una beca, sino que además quemas tus fuentes —dijo Annika.

Él se detuvo, se volvió.

—No digas gilipolleces —replicó él, pero ella vio el miedo reflejarse en sus ojos.

Se le acercó.

—¿Cómo coño pudo saber la policía que las Barbies Ninja actuarían justo allí? ¿Cómo cojones supieron que tenían que evacuar aquell manzana? ¿Cómo podían estar apostados y ocultos en el sitio exacto.

—Y yo qué sé —contestó Carl y se chupó los labios.

Ella dio un último paso de aproximación, le gritó al rostro.

—Vendiste a tu fuente —dijo ella—. Tú cooperaste con la policía para conseguir una foto de la detención, ¿verdad?

Él arqueó las cejas, echó la cabeza hacia atrás y la observó con desprecio.

—¿Y qué...?

Ella perdió el control y comenzó a gritar.

—¡Joder, eres un tipo de mierda! ¡Joder, qué asco!

Él se volvió y se tambaleó hacia la entrada.

—Coño, tía, estás loca —le gritó por encima del hombro—. No estás bien de la cabeza. ¡Puta asquerosa!

Desapareció tras las puertas de cristal, Annika sintió que sus ojos se arrasaban en lágrimas. Joder, él entra con el champán y a mí me tiran a la niebla.

—¡Oye, Bengtzon!, ¿te llevo a alguna parte?

Se dio la vuelta, Jansson estaba en la salida sentado en un viejo Volvo.

—¿Qué haces aquí? —gritó ella.

—La reunión de empleo —contestó y apagó el motor. Ella se dirigió hacia el coche al mismo tiempo que el jefe de noche se apeaba.

—Pareces cansado —dijo ella.

—Sí, también he trabajado esta noche —replicó él—. Pero realmente quería asistir a esta reunión. Quería apoyarte.

Ella le miró escéptica.

—¿Por qué?

Él encendió un cigarrillo.

—Me parece que eres la mejor becaria del verano. Quería que la beca de medio año fuera tuya, Anders Schyman también.

Annika arqueó las cejas.

—Vaya —repuso—. ¿Y por qué no la conseguí?

—El jefe de la mesa de redacción dijo no. Es un jodido estúpido, si quieres que te diga la verdad. La crítica y los diferentes cambios de opinión le acojonan, y además tenías al sindicato en tu contra.

—Sí, gracias —dijo Annika.

Permanecieron un momento en silencio, Jansson fumaba.

—¿Vas a abandonar ahora?

Annika asintió.

—No me parece que sea bueno prolongarlo —contestó ella.

—Quizá puedas volver más adelante —dijo Jansson.

Ella rió ligeramente.

—No apostaría mi dinero en esto —repuso ella.

El jefe de noche rió.

—¿Quieres que te lleve a alguna parte?

Annika observó el rostro agotado del hombre y movió la cabeza negativamente.

—Daré un paseo —dijo—. Disfrutaré de este tiempo maravilloso.

Miraron juntos la niebla y sonrieron.

Su ropa apestaba a tabaco adherido, se la quitó y la dejó sobre un montón en el suelo. En su lugar se puso la bata y se dejó caer sobre el sofá del salón.

Patricia estaba fuera, mejor así. Se estiró para coger las guías de teléfonos.

—No puedes darte de baja del sindicato de periodistas así por las buenas —le informó una empleada reprendiéndola.

—Bueno —repuso Annika—, ¿qué tengo que hacer?

—Primero tienes que escribir a tu oficina local y pedir la baja en el sindicato, luego tienes que escribirnos aquí a la central. Después, a los seis meses, tienes que confirmar tu baja tanto en la oficina local como en la central.

—Bromeas —dijo Annika.

—El período de carencia se cuenta a partir del primer día del mes que viene. Por lo tanto, no podrás abandonar el sindicato hasta el primero de marzo del año que viene.

—¿Quieres decir que hasta entonces tengo que seguir pagando la cuota?

—Sí, a no ser que dejes de trabajar como periodista.

—Mira, esto es justo lo que voy a hacer —dijo Annika—. Desde ahora mismo.

—¿Has abandonado tu trabajo actual?

Suspiró.

—No, tengo un contrato fijo en elKatrineholms-Kuriren.

—Entonces no puedes darte de baja.

Voy a estrangular a esta vieja de mierda con el cable del auricular, pensó Annika.

—Escúchame —repuso—. Abandono el sindicato, ahora. Hoy. Para siempre. Lo que yo haga o deje de hacer a ti no te importa. No voy a pagar ni una jodida corona más a vuestro apestoso sindicato. Táchame de las listas, inmediatamente.

Al otro lado del teléfono, la empleada se ofendió.

—No puedes hacer eso —replicó—. Y además no es nuestro sindicato, es tu sindicato.

Annika soltó una carcajada en el auricular.

—Joder, sois increíbles. Si no me borro me castigo a mí misma. Envíame los papeles del paro.

—Aquí no nos encargamos de eso.

Annika tragó saliva y cerró los ojos. Parecía que el cerebro le iba a estallar.

—Okey—respondió—. También me borro del paro. ¡Vete a tomar por el culo!

Colgó el auricular, buscó un segundo en las Páginas Rosa y llamó a los anarquistas de Sveavägen.

—Quiero inscribirme en el paro —dijo ella—. ¡Qué bien! Sí, os envío los papeles.

Así de sencillo podía resultar.

Fue a la cocina y se untó una rebanada de pan, se comió la mitad y tiró el resto. Luego cogió un cuaderno y se sentó cómodamente. Cerró los ojos y respiró hondo, a continuación escribió las cartas. Compraría los sobres y los sellos en el japonés de la esquina.

Ya había comenzado a anochecer cuando Patricia entró en el recibidor y pisó el montón de ropa.

—¡Hola! —gritó en el aire—. ¿Has estado de copas?

—¿Por qué?

—La ropa apesta a bar.

—Me han echado.

Patricia colgó su chaqueta de una percha y entró en la cocina.

—Está lloviendo de nuevo —informó y se apartó el pelo de la cara.

—Lo sé —respondió Annika—. Acabo de llegar.

—¿Has cenado?

—No tengo hambre.

—Tienes que comer —exhortó Patricia.

—De lo contrario ¿qué pasa?, ¿mal karma?

Patricia sonrió.

—El karma son los pecados de vidas anteriores que afectan a tu vida actual. Lo que tú tienes se llama hambre. Y la gente se muere de eso.

Se fue a la cocina, batió unos huevos y cocinó. Annika miraba a través de la ventana, el chisporroteo de la lluvia contribuía a oscurecer la noche.

—Pronto llegará el otoño —dijo Annika.

—¡Aquí tienes! Tortilla de setas —anunció Patricia y se sentó frente a ella.

Annika se sorprendió de comerse toda su ración.

—¿Qué decías?, ¿que te han echado?

Annika bajó la mirada a su plato vacío.

—No me han prorrogado el contrato. El sindicato quería echarme inmediatamente.

—¡Son unos idiotas! —exclamó Patricia tan decidida que Annika comenzó a reír.

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