Star Wars Episodio VI El retorno del Jedi (10 page)

BOOK: Star Wars Episodio VI El retorno del Jedi
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Ben siguió hablando con suavidad para que el sonido de su voz consolara lo que sus palabras no podían lograr.

—La familia Organa era una familia del más alto nivel y bastante poderosos políticamente en ese sistema. Leia se convirtió en princesa por virtud de su linaje; nadie, por supuesto, sabía que era adoptada. Pero era un título sin poder real, ya que Alderaan era una antigua democracia. Sin embargo, la familia seguía, siendo poderosa políticamente y Leia, siguiendo los pasos de su padre, llego también a ser senadora. Pero no sólo eso, por supuesto, se convirtió en líder de su célula en la alianza contra el corrupto Imperio. Y como disfrutaba de inmunidad diplomática, era un eslabón vital para obtener información para la causa Rebelde. Eso es lo que ella estaba haciendo cuando se cruzaron vuestros caminos; porque sus padres adoptivos siempre le dijeron que contactara conmigo en Tattoine si sus problemas eran desesperados.

Luke intentó poner orden entre sus múltiples pensamientos. El amor que siempre sintió por Leia en la distancia tenía ahora una base clara. Pero, repentinamente, ahora también se sintió protector, como un hermano mayor, aunque, por todo lo que sabía, tal vez ella fuera mayor por unos minutos.

—Pero no puedes dejar que ahora ella se vea así: involucrada, Ben —insistió Luke—. Vader la destruiría. Vader, el padre de ambos. Quizá Leia pudiera revivir el bien en él.

—Ella no se ha entrenado en las vías del Jedi del modo que tú lo has hecho, Luke. Pero la Fuerza es intensa en ella, como lo es en toda tu familia. Por ello su camino se cruzó con el mío, porque la Fuerza ha de ser aumentada por un Jedi. Ahora tú eres el último Jedi, Luke..., pero ella ha vuelto con nosotros, conmigo, para aprender y crecer. Porque su destino es aprender y crecer, y el mío es enseñar —siguió hablando más lentamente, recalcando las palabras y enfatizando las pausas—. No puedes escapar a tu destino, Luke. —Clavó sus ojos en los de Luke, poniendo todo su afán en la mirada para dejar una huella indeleble en la mente de Luke—. Mantén secreta la identidad de tu hermana, porque si tú fallas ella es nuestra única esperanza. Mírame, Luke: la próxima lucha es solamente tuya, pero mucho depende de su resultado; quizá puedas recabar alguna fuerza de mi recuerdo. No puedes evitar la batalla, no puedes escapar a tu destino. Tendrás que enfrentarte a Darth Vader de nuevo...

Capítulo 4

Darth Vader, saliendo del cilíndrico ascensor, entró en lo que antes constituía la sala de control de la Estrella de la Muerte y ahora era el salón del trono del Emperador.

Dos guardias reales se erguían, en posición de firmes, a ambos lados de la puerta, vestidos con rojas túnicas que les cubrían del cuello a los pies, y con cascos rojos totalmente cerrados, salvo por dos ranuras oculares que eran —en realidad— pantallas visuales modificadas electrónicamente. Sus armas siempre estaban a punto.

La habitación estaba en penumbra, iluminada sólo por el resplandor de los cables que, descendiendo por el hueco del ascensor, llevaban energía e información a través de toda la estación espacial. Vader anduvo sobre el pulido suelo de acero pavonado, pasó junto a unos zumbantes y gigantescos transformadores, y subió los pocos escalones que conducían a la plataforma donde se hallaba el trono del Emperador. Bajo esa plataforma, a la derecha, estaba la boca del pozo que ahondaba hasta alcanzar el foso central de la estación de combate; foso que daba al corazón mismo de la unidad de potencia de la Estrella de la Muerte. Un negro abismo impregnado de olor a ozono y que amplificaba los zumbidos de los motores hasta producir una retumbancia grave y hueca.

Al final de la suspendida plataforma había una pared, y en la pared, una circular y enorme ventana de observación. Sentado en un complejo sillón repleto de controles, frente al ventanal, mirando fijamente al espacio, estaba el Emperador.

Inmediatamente tras los ventanales, podía verse la mitad incompleta de la Estrella de la Muerte, rodeada por zumbantes lanzaderas y transportes junto con hombres con pesados trajes y retrocohetes que trabajaban dentro y fuera de la cubierta. A corta distancia, más allá de toda esa actividad, brillaba la luna verde jade de Endor, suspendida como una joya sobre el negro terciopelo del espacio. Esparcidas hasta el infinito fulguraban, diamantinas, las estrellas.

El Emperador, sentado, observaba toda esa vista mientras Vader se aproximaba tras de él. El Señor Reverso Oscuro se arrodilló y esperó. El Emperador dejo que esperara, mientras examinaba el espacio ante él con una sensación de gloria superior a todo cálculo: todo eso era suyo. Y, aún más glorioso, lo había conquistado por sí mismo.

Porque no siempre fue así. Antaño, en los días en que sólo era el Senador Palpatine, la galaxia había sido una República de estrellas, conservada y protegida por la Hermandad de Caballeros Jedis, que la habían vigilado durante siglos. Mas, inevitablemente, había crecido demasiado y fue necesario mantener —durante demasiado tiempo— una burocracia colosal para sostener a la República. Pronto la corrupción apareció.

Unos pocos senadores codiciosos iniciaron la reacción en cadena, difundiendo el malestar. Al menos eso se creía, ¿quién iba a saberlo? Unos pocos y pervertidos burócratas arrogantes y serviles... y de repente la fiebre se esparció por las estrellas. Un gobernador sucedía rápidamente a otro; se erosionaron los valores morales; las alianzas fueron rotas. El miedo se extendió como una epidemia en esos tempranos años, con rapidez y sin causa visible. Nadie sabía el cómo ni el porqué de todo cuanto acontecía.

Y, de ese modo, el Senador Palpatine aprovechó la oportunidad. A través del fraude, de inteligentes promesas y astutas maniobras políticas, se las arregló para salir electo como Presidente del Consejo. Luego, mediante subterfugios, sobornos y terrores, se autonombró Emperador.

Emperador... ¡Cuánta gloria y poder encerraba el nombre! La República se había desmenuzado y el Imperio resplandecía con sus propios fulgores y siempre así sería, porque el Emperador sabía lo que otros no querían creer, las fuerzas malignas son las más poderosas.

Lo supo siempre, en el fondo de su corazón, pero volvía a aprenderlo todos los días: tenientes traicioneros que denunciaban a sus superiores para obtener un favor; funcionarios poco escrupulosos que le entregaban los secretos de los gobiernos estelares locales; codiciosos terratenientes, gánsters sádicos, políticos hambrientos de poder. Nadie era inmune. Todos aventaban las energías oscuras de sus corazones. El Emperador, simplemente, reconocía esa verdad y la utilizaba. En su propio engrandecimiento, por supuesto.

Porque su alma era el negro centro del Imperio. Contemplaba, tras la ventana, la densa impenetrabilidad del espacio insondable. Era tan condensadamente negro como su propia alma; como si él fuera —en cierto y auténtico modo— esa misma negrura; como si su espíritu interno fuera en sí mismo el vacío sobre el que él reinaba. El pensamiento le hizo sonreír: él era el Imperio; él era el Universo.

Tras él percibió a Vader, que aún esperaba puesto de rodillas. ¿Cuánto tiempo llevaba así el Señor Oscuro? ¿Cinco minutos? ¿Diez? No lo sabía a ciencia cierta, pero no importaba: el Emperador no había finalizado su meditación.

A lord Vader, empero, no le importó esperar, ni siquiera lo advirtió. Porque era un honor, una noble acción, arrodillarse ante los pies de su gobernante. Miró en su interior buscando la reflexión de su mirada en su propio corazón sin fondo. Su poder era ahora enorme, mayor que nunca. Vibraba en su interior, resonando con las oleadas de oscuridad que fluían del Emperador. Se sintió ensalzado por ese poder que brotaba como un fuego negro, como electrones demoníacos buscando un blanco..., pero esperaría. Porque su Emperador no estaba a punto; y su hijo no estaba a punto, y aún no era el momento. Por tanto, esperaba.

Finalmente, el sillón rotó lentamente hasta encarar al Emperador con Vader.

Vader habló primero:

—¿Cuáles son sus órdenes, Maestro?

—Envía a la flota al extremo opuesto de Endor. Permanecerá allí hasta que sea necesario —mandó el Emperador.

—¿Y qué informes hay sobre la concentración de la flota Rebelde cerca de Sullust? —volvió a preguntar Vader.

—Nada preocupante. Pronto aplastaremos la Rebelión y el joven Skywalker será uno de nosotros. Tu trabajo aquí ha terminado, amigo mío. Vete a la nave de mando y espera mis órdenes.

—Sí, Maestro mío. —Deseaba que le permitiera dirigir el ataque contra la Alianza Rebelde. Y esperaba que eso sucediera pronto.

Se puso en pie y salió, mientras el Emperador volvía la cara hacia el panorama galáctico, tras la ventana, para observar, de nuevo, sus dominios.

En el remoto y fosco vacío más allá del confín de la galaxia, se extendía la enorme flota Rebelde desde la vanguardia hasta su último elemento, por una extensión superior al limitado alcance de la vista humana. Naves de combate Corellianas, cruceros, destructores, naves Calamarianas portadoras de combustible, cañoneras de Alderaan, interceptores Kesselianos, lanzaderas de Bestimia, cazas de Alas-X, Alas-Y y Alas-A; vehículos de transporte, misiles teledirigidos. Todos los Rebeldes de la galaxia, tanto civiles como militares, aguardaban expectantes en las naves, esperando instrucciones. Los guiaba el mayor de los Cruceros Estelares Rebeldes, la Fragata del Cuartel General.

Cientos de comandantes Rebeldes de todas las especies y formas de vida se reunían en la sala de combate del gigantesco Crucero Estelar, esperando órdenes del Alto Mando. Los rumores pululaban por doquier y un aire de excitación se esparcía de escuadrón en escuadrón.

En el centro de la sala de reuniones había una gran y luminosa mesa circular que proyectaba, por encima una imagen holográfica de la inacabada Estrella de la Muerte Imperial, suspendida junto a la luna de Endor —cuyo campo protector rodeaba a ambas.

Mon Mothma entró en la habitación. Era una majestuosa mujer de mediana edad que parecía caminar sobre los murmullos admirativos de la multitud. Vestía un blanco manto bordado en oro y su aire de gravedad se justificaba por el hecho de ser el líder electo de la Alianza Rebelde.

Al igual que el padre adoptivo de Leia —así como el propio Emperador Palpatine—, Mon Mothma había sido decana de los senadores de la República y miembro del Alto Consejo.

Cuando la República empezó a desmoronarse, Mothma permaneció como senadora hasta el fin, organizando la disidencia e intentando estabilizar al cada vez más inútil gobierno.

Ella también organizó células casi al final del proceso destructivo de la República. Grupos de resistencia que no se conocían entre sí y cada uno responsable de incitar a la revolución contra el Imperio cuando éste se hizo manifiesto.

Hubo otros jefes, pero la mayoría murieron cuando la primera Estrella de la Muerte aniquiló el planeta Alderaan. El padre adoptivo de Leia murió en aquel desastre.

Mon Mothma pronto fue una figura ilegal y perseguida consecuentemente. Unió sus células políticas a las miles de guerrillas e insurrectos que habían proliferado a causa de la feroz dictadura del Imperio. Otros miles más se unieron a esa Alianza Rebelde. Mon Mothma se convirtió en el líder indiscutible de todas aquellas criaturas galácticas que perdieron su hogar por culpa del Emperador. Sin hogar, mas no sin esperanza.

Atravesó la habitación hasta llegar a la altura del holograma, donde conferenció con sus dos jefes consejeros: el General Madine y el Almirante Ackbar. Madine era un Corelliano duro y pleno de recursos, si bien un tanto ordenancista. Ackbar era un Calamariano puro: una amable criatura de color asalmonado, con enormes ojos tristes insertos en una cabeza con forma de cúpula afilada, y unas manos palmeadas que le hacían sentirse más cómodo en el agua o en el espacio libre que a bordo de una nave. Si los humanos eran los brazos de la Rebelión, los Calamarianos constituían el alma, lo que no significaba que no pelearan magníficamente cuando se veían empujados hasta el límite. Y el perverso Imperio había alcanzado ese límite.

Lando Calrissian se abría camino entre la multitud escrutando los rostros. Vio a Wedge, que iba a ser el piloto de su Ala, y se saludaron con la cabeza, a la par que hacían el signo optimista de alzar los pulgares, pero Lando siguió su camino. No era a Wedge a quien buscaba. Se desplazó hasta un claro en el centro, miró atentamente a su alrededor y, finalmente, divisó a sus amigos de pie junto a una puerta lateral. Caminó hacia ellos sonriendo ampliamente.

Han, Chewie, Leia y los dos robots festejaron la aparición de Lando con una cacofonía de saludos, risas, pitidos y ladridos.

—¡Vaya! ¡Fíjate cómo vas vestido! —reprendió Solo, enderezando la solapa del nuevo uniforme de Calrissian y tentando sus insignias—. ¡Un general!

—Soy el hombre de las mil caras y disfraces— rió Lando afectuosamente—. Alguien les debe de haber hablado acerca de mi pequeña maniobra en la batalla de Taanab.

Taanab era un pequeño planeta agrícola regularmente atacado por los bandidos de Norulac. Calrissian antes de su cargo como gobernador de la Ciudad de las nubes, barrió a los bandidos en contra de todo pronóstico volando de forma legendaria y sin hacer caso de estrategia alguna. Y lo hizo por una apuesta.

—Oye —dijo Han, abriendo los ojos sarcásticamente a mí no me mires. Sólo les dije que eras un «buen» piloto. No tenía idea de que buscaban a alguien para dirigir esta guerra de locos.

—Está bien —replicó Lando—: yo lo solicité. Quería dirigir este ataque.

Por alguna razón, le encantaba vestirse como un general. La gente entonces le respetaba como se merecía, no tenía que dar ninguna coba a ningún pomposo policía militar del Imperio. Y ése era el otro aliciente: por fin iba a asestar un golpe a la armada Imperial, un golpe que doliera, por todas las veces que le habían atizado a él. Flagelar al Imperio dejando su impronta sobre él. «General Calrissian, muchas gracias.»

Solo miraba a su viejo amigo con una expresión mezcla de admiración y de incredulidad.

—¿Has visto alguna vez una de esas Estrellas de la Muerte? Vas a tener un breve generalato, viejo compañero —avisó Han.

—Me sorprende que no te hicieran a ti el encarguito—sonrió Lando.

—Quizá lo hicieran —intimidó Solo—. Pero yo no estoy loco. Tú eras el chico respetable, ¿recuerdas? Administrador de la Ciudad de las Nubes de Bespin.

Leia se aproximó a Solo y le cogió del brazo con gesto protector.

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