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Authors: Adam Baker

Tags: #Intriga, Terror

Solos (26 page)

BOOK: Solos
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Transportaron sus cosas desde la plataforma y se instalaron en camarotes con cama grande y cuarto de baño privado, un lujo que nunca habían tenido en Rampart.

Todos los compartimientos tenían un televisor de plasma en la pared. Intercambiaban unos con otros películas en DVD, un pasatiempo agridulce, pues cualquier peli de gángsteres y cualquier comedia romántica evocaba un mundo que ya no existía. Cualquier atisbo de Manhattan, Los Ángeles o Londres mostraba unas calles soleadas que se habían transformado en un devastado campo de batalla.

Ghost organizó una expedición a la cubierta inferior para ver la carga de los acumuladores. Dieron un rodeo por el bar Neptuno y regresaron con una caja llena de Johnnie Walker Etiqueta azul. Pasaron una semana borrachos.

Punch encontró una pequeña cocina y preparó comida para todos. Servía el almuerzo cada mañana y una comida caliente cada noche. A pesar de la noche perpetua, trataba de imponer un ritmo diurno.

Fijaron una lista de turnos en la puerta del puente de mando.

Era el turno de Punch. Con un hacha en la mano hizo la ronda por los pasillos. Por las portillas veía a los pasajeros infectados que pululaban por las cubiertas de paseo inferiores. Al pasar por las barricadas oía a los pasajeros que escarbaban y golpeaban las puertas desde el otro lado de los mamparos. El ruido nunca cesaba. Golpes y zarpazos día y noche.

—«¡Evasión!» —explicó Ghost—. Necesitamos una señal de alarma. Si veis algo, si veis que alguno de esos engendros consigue subir hasta aquí o se cuela por entre las barricadas, gritad «¡Evasión!». Entonces nos calzaremos todos las botas, agarraremos un hacha y moveremos rápido el culo.

Punch montó un poco de espectáculo en la cena. En la mesa había velas encendidas, vajilla de plata y servilletas de hilo, y sirvió la cena con un uniforme almidonado de cocinero. Había encontrado champiñones desecados y preparó un arroz a la cazuela.

La tripulación comía en un comedor con láminas de galeones en las paredes, y aplaudía cada vez que Punch destapaba los platos o descorchaba una botella de vino.

Había dos asientos vacíos. Jane había preferido quedarse en Rampart, y Mal estaba patrullando las barricadas del
Hyperion
.

Punch se sentó a la mesa junto a Sian. Nikki se había hecho a la mar en una balsa. Rye había desaparecido, probablemente se había suicidado. Nadie los echaba de menos, pero él se estaba tirando a la única chica que quedaba a bordo y empezaba a notar en los otros un trasfondo de celos.

—Está delicioso —dijo Ghost, escanciando Chardonnay.

—Gracias.

—Lástima que no tengamos un poco de pavo.

—¿Por qué lo dices?

—Veo que no te has mirado el calendario, últimamente —dijo Ghost, levantando la copa—. Feliz Navidad.

—¡No me jodas!

—Entonces, ¿qué crees que deberíamos hacer cuando volvamos a casa? —preguntó Ghost—. ¿Deberíamos tratar de localizar a otros supervivientes o será mejor que nos escondamos?

Punch meditó. Esa cuestión se había convertido en un tema de conversación habitual. Nadie quería hablar del pasado. No querían pensar en familiares y amigos, muertos desde hacía tiempo.

Por acuerdo tácito, solo hablaban del futuro. Ese era el pasatiempo de cada noche, puesto que no había señal de televisión y los DVD causaban depresión y tristeza. Se narraban historias unos a otros, como en las fogatas de campamento. Cada uno tenía que describir con todo detalle la vida que iba a hacer al volver a casa.

Cosas como:

—¿Qué coche tendrás cuando vuelvas al mundo?

—Un Lamborghini Countach. Ya sé que es un trasto viejo, pero de niño vi uno en la calle y desde entonces siempre he querido tenerlo
.

—No lo vas a disfrutar mucho tiempo
.

—¿Por qué?

—Bastará con un par de inviernos fríos para que todas las carreteras del país tengan tantas grietas y surcos como el sendero de una granja. Un Land Rover, eso te llevará a todos lados
.

Y:

—¿Qué reloj tendrás?

—Cerca de casa había una joyería de lujo. La veía cada día, cuando iba a trabajar. Tenían un puñado de Rolex en una almohadilla de terciopelo azul. Yo me decía siempre: «Un día, cuando sea rico, tendré uno». Un Submariner de oro, grande como un plato
.

—Así que romperás una ventana y te llevarás un Rolex

—Me llevaré uno para cada día de la semana
.

—Entonces, ¿crees que habrá otros supervivientes? —preguntó Punch.

—No podemos ser las últimas personas sobre la Tierra. Apuesto a que hay un montón de gente escondida en cuevas o sótanos, o en granjas apartadas. Supongo que habrá gente que quiera recuperar las ciudades, revivir el mundo, volver a la vida de antes. Otros optarán por un estilo de vida amish, una vida sencilla y sana. En cuanto a mí, yo me inclino por la cabaña de troncos. Creo que me buscaré una casita en las Tierras Altas de Escocia, en algún sitio apartado. Cazaré y pescaré para comer y me dedicaré a ver pasar las nubes desde lo alto de una colina.

—Yo no lo sé —dijo Punch—. Me daría miedo vivir solo, con todos esos cabrones infectados rondando. Preferiría vivir en alguna especie de cuartel o prisión. Acompañado de otra gente estaría más seguro, pero, por otro lado, no quiero encontrarme sometido a la voluntad del primer tiranuelo que aparezca. No habrá policía ni leyes, y no tardaremos en volver a la época feudal.

—Tal vez.

—¿Cómo llevas lo de Nikki?

—¿El qué?

—Jane me dijo que se había llevado tu barca.

—Lo único que hice fue juntar un par de bidones con una soldadura —dijo Ghost—. Ella y Nail hicieron casi todo el trabajo. Dudo que consiga llegar a casa, y si lo hace, mejor para ella.

—Pero era tu barca. Tu idea.

—Jane quiere llevar a todo el mundo de vuelta. Prometí ayudarla.

Ghost señaló una silla vacía.

—¿Alguien ha visto a Mal?

—No —respondió Punch.

—Son las ocho. ¿A quién le toca patrullar?

—A mí —dijo Gus.

—¿Y dónde está Mal? Debería haber vuelto hace media hora.

—Estará cagando. O cambiándose los calcetines. No te preocupes, ya volverá. No querrá perderse la cena.

—Esto no me gusta —dijo Ghost—. Ponemos a un hombre de guardia y el tipo deserta.

Ghost salió al pasillo.

—¿Mal? ¿Estás ahí?

Nadie respondió.

Ghost volvió a entrar en el comedor de oficiales.

—Os quedaréis todos aquí, ¿entendido? No quiero que nadie salga del comedor. Punch, ve a buscar tu escopeta.

Fueron a registrar el camarote de Mal.

—¿Mal? ¿Hola?

Llamaron a la puerta del baño.

—¿Hola?

Estaba vacío.

Exploraron los pasillos y comprobaron las barricadas.

—Mal, ¿dónde te has metido?

No estaba en el puente de mando ni en la cubierta. La zódiac seguía colgada del cabrestante de los botes, así que Mal no había vuelto a la plataforma.

—Quizá se ha emborrachado —dijo Punch— y ha decidido ir bajo cubierta por su propia cuenta.

—¿Por qué haría eso?

—Por chulería. Quizá le apetecían unos nachos o un puro, y ha pensado que se bastaba él solo, que no lo pillarían, que sabría esquivarlos. Luego subiría y se pavonearía con el trofeo conquistado.

—Cierto, esa sería una idiotez propia de él. Pero esto me huele mal. No estoy seguro.

Sian encontró a Ghost y a Punch en cubierta.

—Tengo que mostraros algo.

Los llevó hasta una puerta al final de un pasillo.

FÖRRD

Un pequeño almacén. Artículos de aseo y ropa sucia.

Un hilillo de sangre se colaba por debajo de la puerta.

—Apartaos —ordenó Ghost, levantando el hacha.

Probó la puerta. No estaba cerrada con llave. La empujó con el pie y la abrió.

—¿Hola? ¿Mal?

Alargó la mano al interior del marco y encendió la luz.

El hilillo de sangre se escurría desde detrás de un armario lleno de ropa de cama. Sábanas, colchas y fundas de almohada.

Mal yacía muerto en el suelo. Tenía los ojos abiertos, un tajo en la garganta y un cuchillo en la mano.

—Limpia un poco esa sangre —dijo Ghost.

Punch esparció por el suelo varias sábanas plegadas, para absorber la sangre.

—Y cierra la puerta. Quiero echarle una buena mirada antes de que nadie entre.

Jane hacía
jogging
por la cubierta C. Había luz, pero calefacción no. Muchos pasillos se habían resquebrajado y abierto cuando el módulo D se desprendió de la plataforma. Varios pasadizos terminaban en un revoltijo de metal retorcido a la intemperie. Jane disfrutaba de la sensación de frío. El resto de la tripulación había preferido el lujo del
Hyperion
, pero Jane se ofreció a quedarse en la retaguardia, en la austeridad metálica de Rampart, y atender la radio. Transmitía periódicamente llamadas de SOS al círculo ártico y escuchaba las interferencias de una banda de ondas vacía.

Mañana y tarde, ella y Ghost hablaban por radio. «Cuídate, cariño», le decía él al final de cada llamada. Echaba de menos a Ghost.

Jane corrió cinco kilómetros, luego se quedó en ropa interior e hizo pesas en el rincón de la cantina desierta. Usaba el equipo de gimnasia abandonado por Nail. El físico hinchado del submarinista, lleno de venas y estrías, la atraía y la repelía a la vez. Era una fortaleza humana, y Jane envidiaba su fuerza bruta.

Hizo sonar a los AC/DC en la máquina de discos mientras levantaba mancuernas. Puso la música a todo volumen. «Bad Boy Boogie» reverberaba por corredores desiertos.

Durante el descanso entre tanda y tanda de ejercicios, Jane lanzaba un cuchillo con sierra de titanio en la diana de la cantina. La gruesa hoja se clavaba en el corcho e iba haciendo añicos la diana. Nail acertaba en el blanco a veinte metros de distancia. Jane se entrenó para hacerlo a treinta.

Años antes, cuando la refinería funcionaba con tripulación completa, la cafetería Starbucks contaba con un centro de intercambio de libros. Ahora la cafetería se había convertido en una tienda vacía, con nada más que un par de taburetes rotos. Jane encontró entre los desperdicios una caja de libros, con treinta números de la revista
Combat Survival
. Todos los ejemplares contenían documentación técnica sobre carabinas y pistolas. En la contraportada se anunciaban pistoleras militares, mosquiteras y máscaras antigás, excedentes del ejército israelí.

Jane leyó acerca de mordeduras de serpiente, nudos marineros e insectos comestibles. Disfrutó las fantasías de la arena del desierto y del calor de la jungla. Había recortables con bocetos de trampas para osos, cepos para ardillas y tirachinas de alta velocidad. Mentalmente tomó nota de buscar goma elástica en el varadero.

Jane se preparó un bocadillo y subió a la cúpula de observación. Allí leyó acerca de refugios de bambú en la selva y aprendió la mejor manera de cocinar una tarántula en una hoguera. Ghost la llamó por radio.

—Me temo que vas a tener que oficiar otro funeral
.

—¿Qué quieres decir?

—Mal no se presentó a cenar. Me preocupé y fuimos a buscarlo. Lo encontramos en un cuarto de ropa. Tenía la garganta cortada
.

—¿Crees que algún pasajero infectado se os ha escapado y merodea por la zona de tripulantes, escondiéndose en los conductos?

—Estamos dando una batida. Vamos de dos en dos y armados, pero de momento no hemos encontrado nada. Las barricadas están intactas. Ninguna de las granadas ha detonado. Además, Mal estaba oculto en un cuartito. Esos engendros infecciosos mutilan y matan, pero no se molestan en limpiar después
.

—Entonces, ¿de qué se trata? ¿Qué puede ser?

—Con el cadáver había un cuchillo de cocina. En la mano de Mal. Había sangre en la hoja
.

—¿Crees que se suicidó? ¿Qué intuyes?

—Un muerto con un cuchillo en la mano. Es difícil refutar que fue un suicidio. Supongo que se lo voy a tener que contar al resto. Será malo para la moral, pero no les puedo mentir
.

—Supongo que tendré que recitar algo. Sabe Dios qué les voy a decir. Casi no conocía al muerto.

—Un día más, un sudario más. ¿Crees que para primavera quedará alguno de nosotros?

Punch y Ghost envolvieron el cadáver en una sábana, lo arrastraron al exterior y lo dejaron encima de un banco. Se oían quejidos y gruñidos. Pasajeros infectados los observaban desde la cubierta de paseo, debajo de ellos.

Registraron los bolsillos de Mal. Una linterna, un encendedor, un paquete de pastillas de menta. Ninguna nota de suicidio.

—Quítale las botas —dijo Ghost—. No necesitamos su abrigo, pero las botas de nieve nos harán falta.

Punch inspeccionó con una linterna la herida del cuello.

—Tiene la tráquea seccionada, el corte llega a las cervicales.

—¿Te tratabas con él? ¿Tenía aspecto de estar deprimido?

—Pregúntaselo a Nail. Mal era su colega.

Ataron con cuerdas el cadáver amortajado y lo dejaron al fresco, en un bote salvavidas.

Punch y Sian se retiraron a su camarote, una suite de cuatro estancias, con cama extragrande, equipo de cine en casa y cocina americana. El huésped anterior debía de ser un tripulante de alto rango. Punch había retirado los objetos personales de aquel hombre. Ropa, cartas y fotografías, todo fue guardado en una bolsa de basura. El tipo estaba probablemente vagando, entontecido y mutilado, bajo cubierta. Mejor no pensar demasiado en ello.

Punch apuntaló la puerta con una silla.

—¿Crees que algún marinero infectado merodea por aquí arriba? —preguntó Sian, mientras preparaba un baño.

—Ya viste la herida. Era un corte limpio, de oreja a oreja. Esos cabrones rabiosos muerden. Les gusta rasgar y despedazar.

—Quizá Mal no soportaba el aislamiento, lejos de todo lo que ha pasado en casa. Y aquí, sin luz del día. Me sorprende que no haya más gente con depresión.

—Tenía la cabeza prácticamente cercenada.

—¿Qué quieres decir?

—No estoy seguro. Posiblemente nada. La desesperación puede convertirse en una especie de monomanía, en una especie de superfuerza. Una persona puede llegar a hacerse una herida enorme, si realmente se lo propone.

Punch se puso delante del espejo del baño, cogió un cepillo de dientes e hizo como si se cortara el cuello.

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