Sobre la muerte y los moribundos (8 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

BOOK: Sobre la muerte y los moribundos
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Durante mi última visita al señor X., vi que aquel hombre, generalmente muy digno, estaba furioso. Decía una y otra vez a su enfermera: “Usted me ha mentido”, mirándola fijamente iracundo e incrédulo. Le pregunté la razón de aquel estallido. Él trató de decirme que ella había levantado las barandas en cuanto él había pedido que le pusiera derecho para poder sacar las piernas de la cama “otra vez”. Esta explicación fue interrumpida varias veces por la enfermera, que, igualmente enojada, daba su versión de la historia, a saber, que había tenido que levantar la baranda como ayuda para cumplir sus deseos. Siguió una fuerte discusión durante la cual la cólera de la enfermera se manifestó claramente en esta frase: “Si las hubiera dejado bajadas, se habría caído de la cama y se habría roto la cabeza.” Si miramos este incidente de nuevo intentando entender las reacciones más que juzgarlas, comprenderemos que esta enfermera tenía una actitud evasiva al sentarse en un rincón a leer libros baratos y trataba de que el paciente estuviera quieto “a toda costa”. Se sentía profundamente incómoda al tener que cuidar a un paciente desahuciado, y nunca se ocupaba de él por propia iniciativa ni trataba de dialogar con él. Cumplía su “deber” estando sentada en la misma habitación, pero emocionalmente estaba todo lo despegada de él que podía. Aquella mujer no podía hacer su trabajo de otro modo. Deseaba que se muriera (“se habría roto la cabeza”) y le exigía explícitamente que se estuviera echado e inmóvil boca arriba (como si ya estuviera en un ataúd). Se indignaba cuando él pedía que le movieran, cosa que para él era una señal de que todavía estaba vivo y que ella quería negar. Estaba tan evidentemente aterrada ante la proximidad de la muerte que tenía que defenderse contra ella eludiéndola y aislándose. Pero su deseo de que él estuviera quieto y no se moviera no hacía más que aumentar el miedo del paciente a la inmovilidad y a la muerte. Estaba privado de toda comunicación, solitario y aislado, y además totalmente imposibilitado, con lo que su angustia y su indignación eran cada vez mayores. Cuando su última petición provocó una restricción todavía mayor (el encierro simbólico de las barandas levantadas), su rabia, no manifestada anteriormente, dio lugar a aquel desafortunado incidente. Si la enfermera no se hubiera sentido tan culpable de sus propios deseos destructivos, probablemente habría actuado menos a la defensiva y no habría puesto objeciones, evitando en primer lugar que ocurriera el incidente, dejando que el paciente expresara sus sentimientos, y permitiéndole morir más tranquilo unas horas más tarde.

Utilizo estos ejemplos para resaltar la importancia de nuestra tolerancia ante la indignación racional o irracional del paciente. No hay que decir que sólo lo podemos hacer si no tenemos miedo y por lo tanto no estamos tan a la defensiva. Tenemos que aprender a escuchar a nuestros pacientes y a veces incluso aceptar su ira irracional, sabiendo que el alivio que experimentan al manifestarla les ayudará a aceptar mejor sus últimas horas. Sólo lo podemos hacer cuando hemos afrontado nuestros propios temores con respeto a la muerte, nuestros deseos destructivos, y hemos adquirido conciencia de nuestras defensas, que pueden estorbarnos a la hora de cuidar al paciente.

Otro paciente problemático es el hombre que ha ejercido el mando toda su vida y que reacciona con rabia e indignación cuando se ve obligado a cederlo. Recuerdo al señor O., que fue hospitalizado con la enfermedad de Hodgkin, y que afirmaba que se la había provocado él mismo con sus malos hábitos de alimentación. Era un hombre de negocios rico y próspero que nunca había tenido ningún problema a la hora de comer, y nunca había sido obligado a hacer dieta para perder peso. Su explicación era totalmente falsa, pero él insistía en que él, y sólo él, había provocado “aquella debilidad”. Mantenía su negativa a pesar de la radioterapia y de sus grandes conocimientos e inteligencia. Afirmaba que estaba en sus manos levantarse y salir del hospital en el momento en que se decidiera a comer más.

Su mujer vino un día a mi despacho con lágrimas en los ojos. Ya no podía aguantar más, dijo. Él siempre había sido un tirano, y mantenía un control estricto sobre sus negocios y su vida familiar. Ahora que estaba en el hospital, se negaba a comunicar a nadie qué transacciones comerciales se habían de llevar a cabo. Estaba enfadado con ella cuando le visitaba, y reaccionaba de un modo violento cuando ella le hacía preguntas o trataba de darle algún consejo. La señora O. pedía que la ayudáramos a tratar a un hombre dominante, exigente y mandón, que era incapaz de aceptar sus límites y no quería comunicar algunas de las realidades que habían de ser compartidas.

Le explicamos —con el ejemplo de la necesidad que tenía él de achacarse a sí mismo la culpa de “su debilidad”— que él tenía que dominar todas las situaciones, y le preguntamos a su esposa si ella no podría darle mayor sensación de controlar las cosas, en unos momentos en los que él había perdido tanto el control de lo que le rodeaba. Ella contribuyó a base de continuar con sus visitas cotidianas, pero telefoneándole primero, para preguntarle cada vez a qué hora le convenía más que fuera y cuánto podía durar la visita. En cuanto él pudo fijar la hora y la duración de las visitas, éstas se convirtieron en unos encuentros breves, pero agradables. Además, ella dejó de aconsejarle lo que tenía que comer y cuántas veces podía levantarse, y en cambio le decía frases como esta: “Creo que sólo tú puedes decidir cuándo tienes que empezar a comer esto y aquello.” Él pudo volver a comer, pero sólo cuando todo el personal y sus parientes hubieron dejado de decirle lo que tenía que hacer.

Las enfermeras adoptaron la misma actitud, permitiéndole fijar la hora de ciertas infusiones, de cambiarle las sábanas, etc., y —quizá no sea sorprendente— él escogía aproximadamente las mismas horas en las que se hacía antes todo aquello, sin discusiones ni cólera. Su mujer y su hija disfrutaban más de sus visitas y además se sentían menos disgustadas y culpables ante sus propias reacciones contra el marido y el padre gravemente enfermo, con el que había sido difícil vivir cuando estaba bien, pero que se había vuelto casi insoportable al perder el dominio sobre lo que le rodeaba.

Para un consejero, un psiquiatra, un capellán o cualquier otro miembro del personal, estos pacientes son especialmente difíciles, ya que generalmente nuestro tiempo es limitado y tenemos mucho trabajo que hacer. Cuando por fin tenemos un momento libre para visitar a pacientes como el señor O., nos dicen: “Ahora no, venga más tarde.” Entonces es muy fácil olvidar a esos pacientes, sencillamente, dejarlos de lado; al fin y al cabo, ellos se lo han buscado. Han tenido su oportunidad, y nuestro tiempo es limitado. Sin embargo, es el paciente como el señor O. el que está más solo, no sólo porque es difícil de tratar, sino porque por principio rechaza y sólo acepta cuando es bajo sus condiciones. Desde este punto de vista, el rico y próspero, la “persona muy importante” y dominante, es quizás el más desgraciado en estas circunstancias, ya que pierde las cosas que le hicieron la vida tan cómoda. Al final todos somos iguales, pero los señores O. no pueden admitir esto. Luchan hasta el final y a menudo desperdician la oportunidad de aceptar humildemente la muerte como un desenlace final. Provocan rechazo y disgusto, y, no obstante, son los más desesperados de todos.

La entrevista que transcribo a continuación es un ejemplo de la ira del paciente moribundo. La hermana I. era una monja joven que fue hospitalizada varias veces con la enfermedad de Hodgkin. Ésta es la transcripción verbal de una conversación que tuvimos el capellán, la paciente y yo, durante su undécima hospitalización.

La hermana I. era una paciente siempre enojada y exigente, que había provocado resentimiento en muchas personas dentro y fuera del hospital con su comportamiento. Cuanto más incapacitada estaba, más problemática se volvía, sobre todo para las enfermeras. Cuando estaba hospitalizada, había tomado la costumbre de ir de una habitación a otra, visitando a pacientes especialmente enfermos y averiguando sus problemas. Luego se plantaba delante de la mesa de las enfermeras y exigía que se atendiera a aquellos pacientes, cosa que las enfermeras consideraban una interferencia y una conducta inadecuada. Como ella también estaba bastante enferma, no le echaban en cara su inaceptable comportamiento, sino que manifestaban su resentimiento abreviando las visitas a su habitación, esquivando el contacto, y reduciendo los encuentros. Parecía que las cosas iban de mal en peor, y cuando llegamos nosotros, todas parecieron muy aliviadas al ver que alguien quería ocuparse de la hermana I. Preguntamos a la hermana si quería venir a nuestro seminario para compartir con nosotros algunos de sus pensamientos y sentimientos. Ella se mostró muy deseosa de agradar. La siguiente conversación tuvo lugar pocos meses antes de su muerte.

Capellán:
Bueno, hemos hablado un poco esta mañana sobre el fin de esta conversación. Usted sabe que los médicos y las enfermeras están preocupados por encontrar la mejor manera de tratar a los pacientes que están gravemente enfermos. No diré que usted se haya convertido en una especie de huésped fijo de la casa, pero la conocen muchas personas. Salimos al pasillo y antes de recorrer veinte metros ya se habían parado a saludarla cuatro miembros diferentes del hospital.

Paciente:
Justo antes de que llegara usted, una mujer de la limpieza que estaba encerando el suelo abrió la puerta sólo para decir “hola”. Nunca antes la había visto. Pensé que era algo tremendo. Me dijo: “Sólo quería ver cómo era usted (risas) porque no sé...”

Doctora:
¿Quería ver a una monja en el hospital?

Paciente:
Quizá quería ver a una monja en cama, o quizá me había oído o me había visto en el pasillo y verdaderamente quería charlar y luego había decidido que no podía perder tiempo. En realidad no lo sé, pero me dio esta impresión. Dijo: “Sólo quería decirle hola.”

Doctora:
¿Cuánto tiempo lleva en el hospital? Sólo para hacer un breve resumen de los hechos.

Paciente:
Esta vez llevo prácticamente once días.

Doctora:
¿Cuándo ingresó?

Paciente:
El lunes por la noche, hace dos semanas.

Doctora:
Pero ya había estado aquí antes.

Paciente:
Esta es mi undécima hospitalización.

Doctora:
Once hospitalizaciones, ¿desde cuándo?

Paciente:
Desde 1962.

Doctora:
¿Desde el 62 ha estado en el hospital once veces?

Paciente:
Sí.

Doctora:
¿Por la misma enfermedad?

Paciente:
No. La primera vez que me diagnosticaron fue en el 53.

Doctora:
Hum, Hum. ¿Qué le diagnosticaron?

Paciente:
Enfermedad de Hodgkin.

Doctora:
Enfermedad de Hodgkin.

Paciente:
Pero este hospital tiene el aparato de alta radiación que no tiene nuestro hospital. Cuando ingresé aquí, se trataba de averiguar si el diagnóstico de los años anteriores era correcto o no. Fui al médico de aquí y al cabo de cinco minutos confirmamos que lo tenía: que tenía lo que yo decía que tenía.

Doctora:
¿O sea, la enfermedad de Hodgkin?

Paciente:
Sí. Mientras que otros doctores habían mirado las radiografías y habían dicho que no la tenía. La última vez que ingresé tenía un salpullido por todo el cuerpo. No era un salpullido, en realidad eran llagas, porque me picaba y yo me rascaba. Digamos que estaba cubierta de llagas. Me sentía como una leprosa, y creyeron que tenía un problema psicológico. Yo les dije que tenía la enfermedad de Hodgkin y ellos creyeron que ahí estaba el problema psicológico, porque insistía en que la tenía. No podían notarme los bultos que me habían notado antes, pero que habían controlado con radiaciones en casa. Y decían que ya no lo tenía. Yo decía que sí, que lo tenía, porque me encontraba igual que antes. Y él dijo: “¿Usted qué cree?” Yo dije: “Creo que todo esto se debe a la enfermedad de Hodgkin.” Y él dijo: “Tiene toda la razón.” O sea que en aquel momento me devolvió el respeto de mí misma. Supe que había encontrado a alguien que lucharía conmigo contra esto y no trataría de hacerme creer que en realidad no estaba enferma.

Doctora:
¿En el sentido de que...? (Grabación no inteligible.) Bueno, eso era psicosomático.

Paciente:
Sí, bueno, parecía muy inteligente creer que mi problema era ése: que yo creía que tenía la enfermedad de Hodgkin. Era porque no podían notar ninguno de los bultos en el abdomen, y es que un venograma los descubre claramente, pero una placa corriente o una palpitación no. Era una desgracia, pero era algo por lo que tenía que pasar, eso es todo lo que puedo decir.

Capellán:
Pero usted se sintió aliviada.

Paciente:
Oh, claro que sí. Me sentí aliviada porque no se podía solucionar ningún problema mientras creyeran que estaba enferma psíquicamente, sino cuando pudiera probar que estaba enferma físicamente. Ya no podía hablar de aquello con la gente o recibir consuelo porque notaba que no creían que estuviera enferma. ¿Ve lo que quiero decir? Casi tenía que ocultar mis llagas y me lavaba yo misma la ropa ensangrentada siempre que podía. No me sentía aceptada. Estoy segura de que estaban esperando que yo resolviera mis propios problemas, ¿entiende?

Doctora:
¿Es usted enfermera de profesión?

Paciente:
Sí.

Doctora:
¿Dónde trabaja?

Paciente:
En el S. H. Hospital. Y en la época en que empezó todo esto acababan de reemplazarme en el cargo de directora del servicio de enfermeras. Yo había sido profesora durante seis meses, y entonces decidieron mandarme otra vez a la escuela para volver a enseñar anatomía y fisiología, cosa que yo les dije que no podía hacer porque ahora habían combinado química y física, y yo llevaba diez años sin asistir a un curso de química, y la química ahora es totalmente diferente. O sea que me mandaron a un curso de química orgánica aquel verano, y lo suspendí. Era la primera vez que suspendía un curso en toda mi vida. Mi padre murió aquel año y el negocio se fue a paseo, quiero decir que hubo una discusión entre los tres chicos a propósito de quién iba a llevar el negocio, y surgió una amargura que yo no sabía que pudiera existir en una familia. Y luego me pidieron que vendiera mi parte. Siempre me había emocionado la perspectiva de heredar una parte de nuestro negocio familiar, y entonces me pareció que yo no contaba para nada, que podía ser sustituida en mi trabajo, que tenía que ponerme a hacer de profesora, para lo cual no me sentía preparada. Yo veía que tenía muchos problemas psicológicos, y esta situación duró todo el verano. En diciembre, cuando tenía fiebre y escalofríos, y estaba empezando a dar clases, lo encontré muy duro y me puse tan enferma que tuve que pedir que me viera un médico. Ni siquiera después de esta vez volví al médico. Siempre me esforzaba todo lo que podía. Tenía que estar segura de que los síntomas eran tan objetivos, de que la fiebre, en el termómetro, era tan alta, que no tendría que convencer a nadie antes de que se ocuparan de mí, ¿entiende?

Doctora:
Esto es completamente diferente de lo que suelen decirnos. Generalmente, al paciente le gusta negar su enfermedad. Pero usted tenía que demostrar que estaba físicamente enferma.

Paciente:
Como que, si no, no me cuidarían, llegaría un momento en que necesitaría desesperadamente tener la libertad de acostarme cuando me encontrara muy mal. Así que fingía y seguía adelante...

Doctora:
¿No pueden recibir ayuda, ayuda profesional, cuando tienen problemas psicológicos? ¿O se supone que ustedes no tienen problemas psicológicos?

Paciente:
Creo que intentaban tratarme los síntomas. No me negaban una aspirina, pero veía que nunca llegaría al fondo de la cuestión si no lo averiguaba yo misma
[2]
, y fui a ver a un psiquiatra. Y él me dijo que yo estaba enferma psicológicamente porque llevaba mucho tiempo enferma físicamente. Y me trató físicamente. Insistió en que no me hicieran trabajar, y en que descansara por lo menos diez horas al día. Me dio unas dosis enormes de vitaminas. El médico de medicina general quería tratarme psicológicamente y el psiquiatra me trató médicamente.

Doctora:
Es un mundo muy complicado, ¿verdad?

Paciente:
Sí. ¡Y el miedo que yo tenía de ir a ver a un psiquiatra! Creía que me crearía un nuevo problema, pero no lo hizo. Él evitó que siguieran acosándome. Una vez me pusieron en sus manos, estuvieron satisfechos, ¿sabe? Y era una farsa, porque él me trataba exactamente como yo necesitaba que me trataran.

Capellán:
Como necesitaba que la tratara el médico de medicina general.

Paciente:
... Mientras tanto me habían expuesto a radiaciones. Él me daba algunas medicinas, pero dejaron de dármelas cuando creyeron que tenía colitis. El radiólogo decidió que el dolor en el abdomen era colitis. O sea, que interrumpieron el tratamiento. Habían hecho lo bastante para hacerme mejorar un poco, pero no para acabar con mis síntomas lenta e ingeniosamente, que es lo que yo habría hecho. Pero no podían verlos, no podían notar estos bultos, no acertaban a ver dónde me dolía.

Doctora:
Para resumir un poco, para aclarar todo el conjunto, lo que usted está diciendo en realidad es que, cuando le diagnosticaron que tenía la enfermedad de Hodgkin, usted tenía además muchos problemas. Su padre murió más o menos por entonces, se estaba disolviendo el negocio de su familia y le pidieron que se desprendiera de su participación. Y en su trabajo, le habían asignado una tarea que no le gustaba.

Paciente:
Sí.

Doctora:
Y su picazón, que es un síntoma muy conocido de la enfermedad de Hodgkin, ni siquiera lo consideraban parte de su enfermedad. Lo consideraban un problema psicológico. Y el médico de medicina general la trató como un psiquiatra y el psiquiatra como un médico de medicina general.

Paciente:
Sí, y me dejaron sola. Dejaron de intentar cuidarme.

Doctora:
¿Por qué?

Paciente:
Porque yo me negaba a aceptar su diagnóstico y ellos esperaban que recuperara el sentido común.

Doctora:
Ya veo. ¿Cómo aceptó el diagnóstico de enfermedad de Hodgkin? ¿Qué significó eso para usted?

Paciente:
Bueno, la primera vez que... ¿entiende? Yo lo diagnostiqué cuando lo sentí, así que fui, lo consulté en los libros, y luego se lo dije al médico; y él me dijo que no tenía que pensar en lo peor de entrada. Pero, cuando volvió después de la operación y me lo dijo, no pensé que me quedara más de un año de vida. Aunque en realidad no me encontraba muy bien, puede decirse que lo olvidaba y pensaba, bueno, viviré mientras pueda, ¿entiende? Pero desde 1960, cuando empezaron todos estos problemas, nunca me he encontrado verdaderamente bien. Y había horas del día en las que me sentía realmente enferma. Pero ahora lo han aceptado y nunca me han dado ninguna muestra de que no crean que estoy enferma. Y en casa nunca han dicho nada. Volví al mismo médico que había interrumpido las radiaciones y todo, y él nunca ha dicho una palabra, excepto cuando volvieron a salirme bultos y él estaba de vacaciones, así que cuando volvió, se lo dije. Creí que era sincero. Había otros que me decían sarcásticamente que yo nunca había tenido la enfermedad de Hodgkin, que los bultos que me habían salido probablemente se debían a una inflamación. Esto era un sarcasmo. Querían decir: “Nosotros lo sabemos mejor que usted.” Él por lo menos era sincero, quiero decir que había estado esperando encontrar algo objetivo todo ese tiempo. Y que el médico de aquí me dijo que pensara que aquel hombre quizá había tenido cinco casos como el mío en toda su vida, y cada uno un poco diferente del otro. Para mí es un verdadero problema comprender todas estas cosas. O sea que él siempre tiene que telefonear aquí y preguntar al médico sobre las dosis y todo lo demás. Me da miedo que me trate él durante mucho tiempo porque no creo que sea competente. Quiero decir que, si yo no hubiera seguido viniendo aquí ahora no estaría viva. Todo esto pasa porque nosotros, los enfermos de Hodgkin, no ofrecemos las mismas facilidades, y también porque en realidad él no entiende todas estas medicinas. Hace la prueba con cada paciente, mientras que aquí, en este hospital, han hecho la prueba con cincuenta antes de probar conmigo.

Doctora:
Bueno, ¿qué representa para usted ser tan joven y tener una enfermedad que al final le producirá la muerte? ¿Quizá dentro de poco?

Paciente:
No soy tan joven. Tengo cuarenta y tres años. No creo que considere que eso es ser joven.

doctora:
Espero que
usted
considere que eso es ser joven. (Risas.)

Capellán:
¿Por usted o por nosotros?

Doctora:
Por mí.

Paciente:
Si lo he pensado alguna vez, ahora no lo pienso, porque he visto muchas cosas... El verano pasado, por ejemplo, cuando estuve aquí todo el verano, vi morir a un chico de catorce años, de leucemia. Vi morir a un niño de cinco años. Pasé todo el verano con una chica de diecinueve años que sufría mucho y se sentía muy frustrada porque no podía estar en la playa con sus amigos. Yo he vivido más que ellos. No digo que tenga una sensación de realización. No quiero morir, me gusta la vida. No me gusta decirlo, pero me ha entrado pánico un par de veces, cuando vi que no había nadie alrededor y que nadie vendría. Quiero decir, cuando tengo un dolor intenso o algo así. No molesto a las enfermeras en el sentido de que no pido nada que pueda hacer yo misma, lo cual ha hecho que no se den cuenta de cómo me encuentro en realidad. Porque no entran y preguntan. Quiero decir que, en realidad, podría haberme venido bien un masaje en la espalda, pero no entran en mi habitación regularmente ni hacen lo que a otros pacientes a los que creen enfermos. Yo no me puedo dar un masaje en la espalda a mí misma. Puedo quitarme la manta, bajar la cama dándole a la manivela y hago todo lo demás yo misma, aunque tenga que hacerlo lentamente y a veces con dolor. Creo que esto es bueno para mí. Pero entonces ellas no lo hacen, no creo que ellas en realidad... Me paso horas enteras pensando en el final, pienso que algún día, si empiezo a sangrar o entro en coma, será la mujer de la limpieza la que me encuentre, no la enfermera. Porque ellas sólo entran, me dan una píldora, y tomo la píldora dos veces al día, a no ser que pida otra para el dolor.

Doctora:
¿Cómo la hace sentirse todo eso?

Paciente:
¿Hm?

Doctora:
¿Cómo la hace sentirse eso?

Paciente:
Bueno, me va bien, excepto las veces en que he padecido un dolor intenso o no he podido levantarme y nadie se ha ofrecido a cuidarme. Yo podría pedirlo, pero no creía que fuera necesario. Deberían comprobar cómo están sus pacientes. No estoy tratando de ocultar nada: cuando tratas de hacer todo lo que puedes, luego lo pagas. Varias veces he estado muy mal, he tenido mucha diarrea —provocada por la mostaza nitrogenada y esas cosas—, y nadie ha venido a comprobar las deposiciones ni a preguntar cuántas veces me había levantado. Yo tengo que decir a las enfermeras lo que me pasa. Es decir, que he ido de vientre diez veces. Ayer noche, supe que mis rayos X de por la mañana no servían porque me enviaron a ellos con demasiado bario. Tuve que recordarles que necesitaba seis píldoras para ir hoy a los rayos X. Muchas veces soy mi propia enfermera. Por lo menos, cuando estaba en casa, en la enfermería, entraban y se interesaban, creían realmente que yo era una paciente. Aquí no sé si esto me lo he buscado yo misma, aunque no me avergüenzo de haberlo hecho. Me alegro de haber hecho todo lo posible por mí misma, pero ha habido un par de veces en que he padecido un dolor muy intenso y nadie ha respondido a la llamada. Y yo pensaba que no llegarían a tiempo si pasaba algo. En parte, mis visitas a los demás pacientes de estos últimos años, en realidad, eran para averiguar si estaban muy enfermos y cómo les trataban, y luego iba a la mesa de la enfermera y decía: “Fulana de Tal necesita algo para el dolor y lleva media hora esperando...”

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