Sobre la muerte y los moribundos (11 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

BOOK: Sobre la muerte y los moribundos
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En esta entrevista se cumplieron varios objetivos. Se le permitió ser ella misma, hostil y exigente, sin suscitar por ello juicios ni sentimientos personales. Fue antes comprendida que juzgada. Además, se le permitió desahogar parte de su rabia. Una vez liberada de esta carga, pudo mostrar otro aspecto de sí misma, es decir, el de una mujer apasionada, capaz de amor, comprensión y afecto. Evidentemente, quería a aquel judío y le atribuía el haber descubierto el verdadero significado de su religión. Él le abrió la puerta a muchas horas de reflexión y, finalmente, le hizo posible encontrar una creencia en Dios no tan extrínseca.

Hacia el final de la entrevista, pidió tener más oportunidades de hablar como lo había hecho. Esto lo parafraseó, de nuevo con resentimiento, bajo la forma de pedir un calmante. Continuamos con nuestras visitas y nos sorprendió enterarnos de que había dejado de visitar a otros pacientes moribundos y era más dócil con las enfermeras. Como se volvió menos irritable con respecto a ellas, empezaron a visitarla más a menudo, y al final, pidieron venir a vernos “para entenderla mejor”. ¡Qué diferencia!

En una de las últimas visitas que le hice, me miró una vez más y después me pidió algo que nunca había pedido antes, a saber, que le leyera un capítulo de la Biblia. Para entonces estaba muy débil y se limitó a echar la cabeza hacia atrás, diciéndome qué páginas había de leer y cuáles había de omitir.

No me gustó el encargo, porque lo consideraba algo extraño y no estaba acostumbrada a que me lo pidieran. Me habría sentido mucho más cómoda si me hubiera pedido que le diera un masaje en la espalda, que le vaciara el orinal, o algo así. Sin embargo, recordé que le había dicho que trataríamos de satisfacer sus necesidades, y parecía de mal gusto llamar al capellán del hospital cuando su necesidad parecía urgente en aquel momento. Recuerdo que me atemorizó la idea de que pudiera entrar alguno de mis colegas y reírse de mi nuevo papel, y me alivió mucho que no entrara nadie en la habitación durante aquella “sesión”.

Leí los capítulos, sin saber en realidad lo que leía. Ella tenía los ojos cerrados, y yo no podía siquiera adivinar sus reacciones. Al final, le pregunté si aquél era su último número o si había algo detrás que yo no entendía. Fue la única vez que la oí reír de corazón, manifestando afecto y humor. No sólo era la última prueba a la que me sometía, sino al mismo tiempo su último mensaje para mí, que esperaba que yo recordara cuando ella se hubiera ido...

Pocos días más tarde vino a verme a mi despacho, completamente vestida, para decirme adiós. Parecía animada, casi feliz. Ya no era la monja resentida que molestaba a todo el mundo, sino una mujer que había alcanzado cierta paz, cuando no resignación, y que volvía a su casa, donde murió poco después.

Muchos de nosotros la recordamos todavía, no por las dificultades que creó, sino por todo lo que nos enseñó a muchos. Y así, en los últimos meses de su vida, llegó a ser lo que siempre había deseado tanto: diferente de las demás, pero al mismo tiempo querida y aceptada.

5. Tercera fase: pacto

El hacha del leñador pidió su mango al árbol.

El árbol se lo dio.

Tagore,
Pájaros errantes
, LXXI

La tercera fase, la fase de pacto, es menos conocida pero igualmente útil para el paciente, aunque sólo durante breves períodos de tiempo. Si no hemos sido capaces de afrontar la triste realidad en el primer período y nos hemos enojado con la gente y con Dios en el segundo, tal vez podamos llegar a una especie de acuerdo que posponga lo inevitable: “Si Dios ha decidido sacarnos de este mundo y no ha respondido a mis airados alegatos, puede que se muestre más favorable si se lo pido amablemente.” Todos hemos observado muchas veces esta reacción en los niños, que primero exigen y luego piden un favor. Tal vez no acepten nuestro “no” cuando quieren pasar la noche en casa de un amigo. Tal vez se enfaden y pataleen. Tal vez se encierren en su dormitorio y manifiesten temporalmente su disgusto rechazándonos. Pero cambiarán de idea. Puede que intenten otro sistema. Al final saldrán, se ofrecerán voluntariamente a hacer algún trabajo de la casa que en circunstancias normales nunca conseguimos que hagan, y luego nos dirán: “Si soy muy bueno toda la semana y lavo los platos cada noche, ¿me dejarás ir?” Naturalmente, hay una ligera posibilidad de que aceptemos el trato y de que el niño consiga lo que antes se le había negado.

El paciente desahuciado utiliza las mismas maniobras. Sabe, por experiencias pasadas, que hay una ligera posibilidad de que se le recompense por su buena conducta y se le conceda un deseo teniendo en cuenta sus especiales servicios. Lo que más suele desear es una prolongación de la vida, o por lo menos, pasar unos días sin dolor o molestias físicas. Una paciente que era cantante de ópera y tenía un tumor maligno que le deformaba la mandíbula y la cara y no le permitiría volver a cantar en público, pidió “actuar sólo una vez más”. Cuando se dio cuenta de que aquello era imposible, tuvo la actuación más conmovedora quizá de toda su vida. Pidió venir al seminario y hablar ante el auditorio, pero no detrás del espejo de una sola dirección. Explicó, delante de la clase, la historia de su vida, su éxito y su tragedia, hasta que la llamaron por teléfono para decirle que volviera a su habitación. El doctor y el dentista iban a sacarle todos los dientes para iniciar el tratamiento de radiación. Ella había pedido cantar una vez más —para nosotros— antes de tener que ocultar su rostro para siempre.

Otra paciente sufría mucho y no podía ir a su casa porque dependía constantemente de las inyecciones que calmaban su dolor. Tenía un hijo que proyectaba casarse, como había deseado la paciente. Ella estaba muy triste pensando que no podría asistir a la ceremonia del gran día, ya que él era su hijo mayor y el favorito. Con una serie de esfuerzos conjuntos pudimos enseñarle la autohipnosis, que le permitiría pasar varias horas con bastante comodidad. Ella había hecho toda clase de promesas con tal de poder vivir lo bastante para asistir a aquella boda. El día anterior a la boda salió del hospital en plan de dama elegante. Nadie habría creído cuál era su verdadero estado. Era “la persona más feliz del mundo” y parecía radiante. Yo me preguntaba cuál sería su reacción cuando hubiera pasado el momento anhelado.

Nunca olvidaré el momento en que volvió al hospital. Parecía cansada y agotada y, antes de que yo pudiera decirle hola, me dijo: “¡Pero no olvide que tengo otro hijo!”

En realidad, el pacto es un intento de posponer los hechos; incluye un premio “a la buena conducta”, además fija un plazo de “vencimiento” impuesto por uno mismo (por ejemplo, otra actuación, la boda del hijo) y la promesa implícita de que el paciente no pedirá nada más si se le concede este aplazamiento. Ninguno de nuestros pacientes ha “cumplido su promesa”; en otras palabras, son como niños que dicen: “No volveré a pelearme con mi hermana si me dejas ir.” Es innecesario añadir que el niño volverá a pelearse con su hermana, igual que la cantante de ópera volverá a intentar actuar. No podía vivir sin seguir cantando, y se fue del hospital antes de que le extrajeran los dientes. La paciente que he descrito antes no quería volverse a enfrentar con nosotros si no reconocíamos que tenía otro hijo cuya boda también quería presenciar.

La mayoría de pactos se hacen con Dios y generalmente se guardan en secreto o se mencionan entre líneas o en el despacho de un sacerdote. En las entrevistas que hemos hecho sin auditorio nos ha impresionado el número de pacientes que prometen “una vida dedicada a Dios” o “una vida al servicio de la Iglesia” a cambio de vivir más tiempo. Muchos de nuestros pacientes también prometían dar partes de su cuerpo, o todo él, “a la ciencia” (si los médicos usaban su conocimiento de la ciencia para prolongar su vida).

Psicológicamente, las promesas pueden relacionarse con una sensación de culpabilidad oculta, y por lo tanto sería muy útil que el personal de los hospitales no pasara por alto este tipo de comentarios de los pacientes. Si un capellán o un médico sensible recibe estas confidencias, puede averiguar si el paciente se siente culpable por no asistir a la iglesia con más regularidad o si tiene deseos hostiles inconscientes y más profundos que provocan esta sensación de culpabilidad. Por esta razón consideramos tan útil que haya un contacto profesional entre las diferentes personas encargadas del cuidado del paciente, ya que, a menudo, el capellán es el primero que se entera de aquellas preocupaciones. Entonces nosotros les seguimos el rastro hasta que el paciente se libra de sus temores irracionales o de su deseo de castigo por un sentimiento de culpa excesivo, que no hace más que aumentar con el pacto y las promesas incumplidas cuando pasa “la fecha del vencimiento”.

6. Cuarta fase: depresión

El mundo corre rozando las cuerdas del moroso corazón componiendo la música de la tristeza.

Tagore,
Pájaros errantes
, XLIV

Cuando el paciente desahuciado no puede seguir negando su enfermedad, cuando se ve obligado a pasar por más operaciones u hospitalizaciones, cuando empieza a tener más síntomas o se debilita y adelgaza, no puede seguir haciendo al mal tiempo buena cara. Su insensibilidad o estoicismo, su ira y su rabia serán pronto sustituidos por una gran sensación de pérdida. Esta pérdida puede tener muchas facetas: una mujer con cáncer de pecho puede reaccionar ante la pérdida de su figura; una mujer con cáncer de útero puede tener la impresión de que ya no es una mujer. Nuestra cantante de ópera respondió a la operación quirúrgica que había que hacerle en la cara y a la extracción de los dientes con horror, desaliento y la más profunda depresión. Pero ésta es sólo una de las muchas pérdidas que tiene que soportar un paciente así.

Al tratamiento y la hospitalización prolongados, se añaden las cargas financieras; tal vez ya no se podrán permitir pequeños lujos al principio, y cosas necesarias más tarde. Las inmensas sumas que cuestan estos tratamientos y hospitalizaciones en los últimos años, han obligado a muchos pacientes a vender todo lo que tenían; no han podido conservar una casa que habían construido para cuando fueran viejos, no han podido mandar a un hijo a la universidad, y quizá no han podido hacer realidad muchos sueños.

A esto puede añadirse la pérdida del empleo debido a las muchas ausencias o a la incapacidad de trabajar, y las madres y esposas tienen que ser las que ganan el pan, privando a los niños de la atención que les dispensaban antes. Cuando son las madres las que están enfermas, los niños tendrán que ir a vivir fuera de casa, contribuyendo a la sensación de tristeza y culpabilidad de las pacientes.

Todo el que trata con pacientes conoce muy bien todas estas razones de depresión. Lo que a menudo tendemos a olvidar, sin embargo, es el dolor preparatorio por el que ha de pasar el paciente desahuciado para disponerse a salir de este mundo. Si tuviera que señalar una diferencia entre estas dos clases de depresión, diría que la primera es una depresión reactiva, y la segunda una depresión preparatoria. La primera es de naturaleza distinta, y se debería tratar de una forma completamente diferente de la segunda.

Una persona comprensiva no tendrá ninguna dificultad para descubrir la causa de la depresión y aliviar algo el sentimiento de culpabilidad o vergüenza excesivas que a menudo acompañan a la depresión. A una mujer que está preocupada por no seguir siendo una mujer, se le puede alabar algún rasgo específicamente femenino; se le puede convencer de que sigue siendo tan mujer como antes de la intervención quirúrgica. La prótesis de pecho ha contribuido mucho a la autoestimación de la paciente que tiene cáncer de pecho. La asistenta social, el médico o el capellán pueden hablar de las preocupaciones de la paciente con el marido para que éste contribuya a mantener la autoestimación de la paciente. Las asistentas sociales y los capellanes pueden ser de gran ayuda en esos momentos, contribuyendo a la reorganización de un hogar, especialmente cuando se ven afectados niños o personas ancianas y solas, para las que hay que buscar un sistema de vida. Siempre nos impresiona lo rápidamente que supera su depresión la paciente cuando alguien se ocupa de estas cuestiones vitales. La entrevista de la señora C., en el capítulo X, es un buen ejemplo de una mujer que estaba profundamente deprimida y se sentía incapaz de afrontar su enfermedad y su muerte inminente porque tenía muchas personas que atender y no parecía que fuera a conseguir ayuda. Había perdido la capacidad para desempeñar su papel, pero no había nadie para reemplazarla.

El segundo tipo de depresión no tiene lugar como resultado de la pérdida de algo pasado, sino que tiene como causa pérdidas inminentes. Nuestra reacción inicial ante las personas que están tristes, generalmente es intentar animarlas, decirles que no miren las cosas desde una óptica tan torva o desesperada. Les instamos a mirar el lado alegre de la vida, todas las cosas positivas y llenas de colorido que les rodean. Esto, a menudo, es una expresión de nuestras propias necesidades, de nuestra incapacidad para tolerar una cara larga durante un período prolongado de tiempo. Puede ser una actitud útil cuando se trata del primer tipo de depresión de los pacientes desahuciados. A una madre, le ayudará saber que los niños juegan muy contentos en el jardín del vecino, porque están allí mientras su padre está en el trabajo. A una madre, puede ayudarle saber que continúan riendo y bromeando, yendo a fiestas y trayendo buenas notas de la escuela: todo ello son manifestaciones de que funcionan con normalidad a pesar de su ausencia prolongada.

Cuando la depresión es un instrumento para prepararse a la pérdida inminente de todos los objetos de amor, entonces los ánimos y las seguridades no tienen tanto sentido para facilitar el estado de aceptación. No debería estimularse al paciente a que mire el lado alegre de las cosas, porque eso significaría que no debería pensar en su muerte inminente. Sería absurdo decirle que no esté triste, ya que todos nosotros estamos tremendamente tristes cuando perdemos a una persona querida. El paciente está a punto de perder todas las cosas y las personas que quiere. Si se le permite expresar su dolor, encontrará mucho más fácil la aceptación final, y estará agradecido a los que se sienten a su lado durante esta fase de depresión sin decirle constantemente que no esté triste. Este segundo tipo de depresión generalmente es silenciosa, a diferencia de la primera, durante la cual el paciente tiene mucho que compartir y necesita muchas comunicaciones verbales y a menudo intervenciones activas por parte de miembros de varias profesiones. En el dolor preparatorio no se necesitan palabras, o se necesitan muy pocas. Es mucho más un sentimiento que puede expresarse mutuamente y a menudo se hace mejor tocando una mano, acariciando el cabello, o sencillamente, sentándose al lado de la cama, en silencio. Éstos son los momentos en los que el paciente puede pedir una oración, cuando empieza a ocuparse más de lo que le espera que de lo que deja atrás. Son unos momentos en los que la excesiva intervención de visitantes que traten de animarle dificultará su preparación psicológica en vez de aumentarla.

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