Todd esbozó una leve sonrisa de alivio.
—Iba a decir que éste realmente es el lugar más normal del mundo.
Somerset desvió la mirada hacia el bosque.
—Por eso quiero vivir aquí. Quiero un sitio normal.
Pero Todd ya no le estaba escuchando, sino que había ido a arrancar el cartel de En venta del jardín.
Tic… tic… tic… tic… Somerset miró el metrónomo y luego dirigió su vista hacia la rosa de papel que sostenía en la mano. Ya echaba de menos la casa, y eso que ni siquiera se había mudado aún. La echaba de menos porque se le antojaba irreal, tan alejada de allí. Un estremecimiento de pánico le atenazó el estómago. ¿Y si no lo conseguía? Lo separaban siete días de la normalidad, pero en siete días pueden pasar muchas cosas. ¿Y si ocurría algo?
Clavó su mirada en el metrónomo y se concentró en su sonido para combatir el pánico. Pero el tictac le recordaba el traqueteo del tren de cercanías que había tomado de regreso a la ciudad aquella tarde. Al principio fue fantástico contemplar cómo las granjas y los campos se sucedían velozmente mientras él permanecía recostado en su asiento leyendo a Hemingway con un cigarrillo entre los labios y un vaso de café caliente, enviando espirales de humo y vapor hacia la brillante luz del sol que inundaba el tren. Pero al cabo de un rato el sol se tornó opresivo, exigiendo su atención mientras el paisaje se volvía cada vez más árido y las granjas se trocaban en desierto. Muy pronto, esqueletos de coches carbonizados empezaron a salpicar las tierras yermas, y Somerset supo que se estaban acercando a la ciu dad. En medio de la nada empezaron a aparecer fábricas y polígonos industriales que parecían bases espaciales. A continuación los suburbios residenciales tan cuadriculados, con su césped antinatural que debía regarse cada día para que pudiera sobrevivir en aquel calor tórrido. Prados conectados a un pulmón artificial, eso es lo que eran. A medida que el tren se aproximaba a la ciudad desde el norte, Somerset divisó varias capas de contaminación sobre el horizonte, como la mano aplastante de un dios vengador.
Cuando el tren llegó a la estación, Somerset no hubiese querido descender de él. Habría preferido permanecer sentado hasta que el tren lo llevara de vuelta a su nuevo hogar.
Pero el deber lo llamaba, y siete días tan sólo eran una semana. Podía aguantar una semana, se decía a sí mismo. Después de treinta años, ¿qué significaban siete días?
Pero una vez en la calle, mientras hacía cola para coger un taxi, la realidad de la ciudad lo sacudió con toda su fuerza. Coches de frenos chirriantes, sirenas que aullaban, gente gritando, todo el mundo indiferente. Un vagabundo loco se disputaba una maleta con un turista.
—Yo le consigo un taxi, amigo —farfullaba el hombre—. Sé cómo hacerlo. Yo le consigo uno. El mejor taxi de la ciudad, joder.
Pero el turista, cuya esposa y dos hijas permanecían detrás de él con aire desamparado, no deseaba la ayuda del loco. No querían que aquel hombre existiese. Somerset estuvo a punto de intervenir, pero carecía de la energía suficiente. Si pretendía escapar de aquel lugar, debía dejar de responsabilizarse de todo. La gente tenía que resolver sus propios problemas. Cogió el siguiente taxi que llegó y le indicó al taxista que lo condujera a casa.
Cuando el taxi se puso en marcha, Somerset vio una ambulancia y dos coches patrulla con las luces parpadeantes encendidas y los parachoques bloqueando media calle.
El embudo que provocaban impedía el tráfico en ambos sentidos. Los conductores tocaban las bocinas y lanzaban juramentos desde las ventanillas, molestos por el atasco.
Cuando el taxi se acercó un poco más, Somerset divisó a dos agentes uniformados que mantenían a raya a los mirones mientras dos enfermeros permanecían inclinados sobre un cuerpo que yacía sobre la acera. Somerset alcanzó a ver el rostro ensangrentado del cuerpo y se preguntó por qué no le proporcionaban oxígeno si todavía estaba vivo. Se sintió tentado de salir y ayudar, pero se contuvo antes de ordenar al taxista que parara, recordándose a sí mismo que la policía ya había llegado y que él no era el único detective de Homicidios de la ciudad. Además, aquél ni siquiera era su distrito.
La gente encargada del caso era quien debía ocuparse del asunto. No era su problema. O al menos no lo sería a partir de la semana siguiente.
El taxista tocó el claxon al ver que el coche que iba delante no atravesaba el cruce tal como él quería.
—¡Joder! —espetó, al tiempo que asestaba un puñetazo al volante.
Somerset intentó mirarlo a los ojos por el espejo retrovisor.
—¿Es que no le importa? —preguntó haciendo una seña en dirección al cuerpo que yacía sobre la acera.
—Pues claro que me importa —replicó el taxista—. Estoy perdiendo dinero aquí parado en este puto atasco.
A Somerset no se le ocurrió ninguna respuesta.
En el cruce siguiente de repente se inició una pelea junto al bordillo; dos hombres de veintitantos años se vapuleaban mientras a su alrededor una multitud los animaba, abucheándolos y gritando. En aquel momento llegó un coche patrulla, se subió a la acera y dos agentes bajaron de un salto. Uno de ellos intentó detener la pelea mientras el otro se esforzaba en dispersar a la multitud sedienta de sangre. Ninguno de los dos parecía tener demasiado éxito.
Somerset puso la mano en el picaporte, listo para saltar del taxi y acudir en auxilio de los agentes, pero de repente el taxista pisó a fondo el acelerador y dejó a un lado a los mirones que entorpecían el tráfico, hasta situarse en el carril contrario.
—Chalados de mierda —espetó.
Cuando el taxista volvió por fin al carril derecho, Somerset exhaló un profundo suspiro, se recostó en el asiento y cerró los ojos para no tener que ver cada una de las asquerosas marquesinas de los cines porno y cada cartel fluorescente de los sex-shops.
—¿Adónde me ha dicho que iba? —preguntó el taxista.
—Muy lejos de aquí —repuso Somerset abriendo los ojos.
Sí —pensó—. Muy lejos de aquí…
El metrónomo estaba perdiendo la batalla contra la alarma del coche, que lo empujaba de regreso a la realidad.
Somerset contempló el brazo oscilante con el ceño fruncido, lo miró con intención, como si quisiera hacerlo funcionar de nuevo.
Tic… tic… tic… tic… tic… tic…
Cerró los ojos y se concentró tan sólo en el metrónomo.
Tic… tic… tic… tic… tic… tic…
La alarma del coche se fue desvaneciendo a medida que el sonido del metrónomo penetraba en la cabeza de Somerset.
Tic… tic… tic… tic… tic… tic…
Empezó a respirar con mayor profundidad, permitiendo que el metrónomo se adueñara de él.
Tic… tic… tic… tic… tic… tic…
Sonó el teléfono. Somerset despertó de un sueño profundo al primer timbrazo. Volvió la cabeza con brusquedad para mirar la hora en el despertador: las seis y diecinueve de la mañana. El metrónomo se había detenido. La habitación estaba inundada de la luz grisácea que precede al alba.
—Mierda… —masculló Somerset.
No había dormido lo suficiente, pensó mientras alargaba el brazo para coger el teléfono.
—¿Qué? —espetó tras descolgar.
—Es hora de levantarse, madrugador. Tenemos uno recién salido del horno —lo saludó Taylor, uno de los detectives de Homicidios del turno de noche—. Tengo que llevar ahora mismo a uno con infracción de tráfico al juzgado, si no ya iría yo mismo. En jefatura me han dicho que te llamase. Lo siento.
—No importa —repuso Somerset mientras buscaba un bloc y un bolígrafo—. ¿Dónde es?
—Kennedy Avenue, mil cuatrocientos treinta y tres.
Primer piso del sótano.
—Vale, ahora voy.
Colgó el teléfono de golpe y apartó la ropa de cama. El libro cayó sobre el suelo desnudo con un golpe sordo. Somerset se lo quedó mirando, allí tendido y abierto por la página marcada, con la rosa de papel entre las hojas. Vio la frase que había subrayado tantos años atrás: El mundo es un lugar hermoso, un lugar por el que merece la pena luchar.
Somerset se inclinó para recogerlo. Tal vez una parte de sí mismo seguía creyendo que el mundo era un lugar por el que merecía la pena luchar. Joder, alguien tenía que mantener a raya a los malos.
Mientras sacaba las piernas de la cama deseó no preocuparse tanto por lo que sucedía. Eso le habría facilitado mucho las cosas en los siete días siguientes.
Con su barba poblada, el detective Taylor parecía un oso embutido en una trinchera negra. Estaba de pie, hojeando el bloc de notas y asegurándose de que había proporcionado a Somerset toda la información de que disponía, pero Somerset no podía desterrar de su mente la imagen de un oso trabajando en Homicidios. Hacía años que conocía a Taylor, aunque era la primera vez que se le ocurría algo así.
A lo mejor no era una idea tan ridícula, se dijo a sí mismo mientras examinaba el escenario del crimen. Animales tratando con animales.
El piso del sótano del Kennedy Avenue,1433, era sombrío, pero la salpicadura sangrienta de la pared del salón se apreciaba con toda claridad pese a la penumbra. En el suelo, cubierto con una sábana, un cadáver esperaba a ser recogido. Las fotografías del escenario del crimen ya se habían tomado, pero los dos técnicos de la oficina del forense acababan de poner manos a la obra. Midge, la morena menuda y huraña, cubría con polvo las superficies en busca de huellas. Sus compañeros de trabajo la llamaban Mancha a sus espaldas.
—Según la casera, no estaban casados —explicó Taylor—, pero vivían juntos desde diciembre de 1991. El trabajaba en el puerto de carga de una de esas empresas químicas que hay en el desierto. Ella trabajaba en una cabina de peaje. Se pasaba la noche cobrando peajes. Eso bastaría para volver loco a cualquiera. ¿Qué te apuestas a que su abogado lo utiliza como base para alegar demencia?
Somerset se agachó para examinar la escopeta que se hallaba en el suelo, junto al cadáver.
—No la toque —espetó Mancha—. Todavía no hemos aplicado el polvo.
Somerset se limitó a asentir. Era demasiado temprano para enzarzarse en una discusión y, a una semana vista de su jubilación, la verdad era que no merecía la pena.
—¿Cuántos disparos? —preguntó a Taylor.
—Los dos cañones. Los vecinos lo han oído.
—¿Oyeron algo más?
—Sí, que se estaban gritando. El tipo que vive en el piso de atrás dice que llevaban peleándose unas dos horas, lo cual no era raro en estos dos tortolitos.
—¿Nadie se ha quejado nunca del ruido?
—Todos dicen que no se oía nada desde arriba, a menos que uno se detuviera a escuchar con atención. El tipo del piso de atrás trabaja de noche en la oficina de correos, así que por lo general no lo oía.
—¿Qué hacía en casa esta noche?
—Tenia el día libre. Bueno, la noche libre.
Somerset pasó por encima del cadáver e intentó calcular dónde se hallaba la mujer cuando apretó el gatillo.
—¿Ha confesado?
—Más o menos. El primero que llegó dice que estaba llorando demasiado fuerte como para conseguir entender lo que decía. Estaba en el suelo e intentaba recomponer la cabeza del tipo, como si se tratara de un Lego.
Somerset bajó la vista hacia el cadáver y meneó la cabeza.
—¿Por qué siempre pasa lo mismo? No es hasta después de hacerlo que se dan cuenta de que la persona a la que acaban de volarle los sesos ha dejado de existir.
—Crímenes pasionales —repuso Taylor encogiéndose de hombros—. ¿Qué quieres que te diga?
—Ya, claro. Pues mira toda la pasión desparramada por la pared. Un verdadero corazón a lo Rorschach.
Taylor hizo una mueca. No sabía de qué estaba hablando Somerset, corazón a lo Rorsehach, pero Mancha alzó la cabeza con brusquedad y le lanzó una mirada furiosa. Bueno, al menos ella lo ha captado, pensó Somerset. Sería una pelmaza de cuidado, pero al menos tenía alguna nocíón de algo.
—Bueno, me largo —anunció Taylor mientras se guardaba el bloc.
Somerset asintió con expresión ausente. Estaba mirando un cuaderno para colorear que se encontraba sobre la mesita de café; junto a él había una caja de lápices de colores. Se inclinó y sacó el bolígrafo para pasar las páginas. No estaba muy bien coloreado. La persona que lo había hecho tenía dificultades para no salirse de las líneas.
—¿Cuántos hijos? —preguntó a Taylor.
—Uno. Un chico. La casera dice que tiene seis años.
Pero la víctima no era el padre, según la casera.
—¿Presenció los hechos?
—No lo sé —repuso Taylor, que de repente parecía molesto—. ¿Qué clase de pregunta es ésa?
Somerset siguió hojeando el cuaderno. El niño se había vuelto loco con el lápiz negro en su intento de dibujar un elefante. Somerset lo imaginaba sujetando el lápiz en el pequeño puño y apretando con todas sus fuerzas.
Taylor se inclinó sobre él.
—¿Sabes qué, Somerset? Me alegro cantidad de que te vayas de una puta vez. ¿Y sabes otra cosa, amigo mío? No soy el único.
Somerset no le hizo caso, sino que se concentró en el cuaderno hasta que Taylor se lo arrebató de forma repentina y lo arrojó contra la pared.
—¡Eh! —gritó Mancha—. No…
—¡Cierra el pico! —gritó Taylor antes de volverse hacia Somerset—. ¿Qué coño te pasa? ¿Por qué haces todas esas preguntas tan raras? ¿Que si el niño presenció los hechos? ¡A quién coño le importa eso! La oficina del fiscal no va a obligar a un niño a que testifique contra su madre.
—Taylor señaló el fiambre que había tumbado en el suelo—. Este tipo está muerto, Somerset. Su mujer lo ha matado. Cualquier otra cosa está de más. Ese es precisamente tu problema, Somerset. Quieres convertirte en el loquero de todo el mundo. Tendrías que poner una consulta cuando te jubiles.
Somerset se levantó y miró a Taylor a los ojos, esperando a que terminara. El hombre no le estaba diciendo nada nuevo. Somerset se había creado muchos enemigos a lo largo de los años.
Los camilleros de la oficina del forense entraron en aquel momento: una negra robusta y un hispano bajo y musculoso: Habían dejado la camilla en el pasillo. La mujer llevaba una bolsa verde sobre el hombro.
—¿Podemos llevárnoslo? —preguntó el pequeño culturista a Taylor.
—Pregúntaselo a él. Ahora es el jefe.
El hispano se volvió hacia Somerset.
—¿Y bien? ¿Podemos llevárnoslo?
Somerset miró a Mancha.
—¿Necesita el cadáver para algo?