Authors: Angie Sage
Por la tarde, después de convencer a la cabra para que bajara del tejado, o de lo que quedaba de él, decidieron llevar a Maxie a dar un paseo por el marjal. Cuando se iban, Marcia llamó al Muchacho 412:
—¿Puedes ayudarme con algo, por favor?
El Muchacho 412 se alegró de quedarse atrás. Aunque ya se había acostumbrado a Maxie, aún no se sentía del todo feliz en su compañía. Nunca entendería por qué a Maxie se le metía en la cabeza saltar y lamerle la cara, y la visión de su brillante nariz negra y su boca babosa siempre le producía un escalofrío de desagrado. Por mucho que lo intentara, no les encontraba la gracia a los perros. Así que el Muchacho 412 despidió felizmente a Jenna y a Nicko, que partían hacia el marjal, y entró a ver a Marcia.
Marcia estaba sentada ante el pequeño escritorio de tía Zelda. Tras ganar la batalla del escritorio antes de haberse ido, Marcia estaba decidida a recuperar el control ahora que había vuelto. El Muchacho 412 notó que todos los lápices y libretas de tía Zelda estaban tirados en el suelo, menos unos pocos que Marcia estaba ocupada en transformar en otros mucho más adecuados para su propio uso. Lo estaba haciendo con la clara conciencia de que tenían un definido propósito mágico —al menos Marcia esperaba que lo tuvieran— si todo salía tal y como había planeado.
—¡Ah, aquí estás! —dijo Marcia de ese modo formal que siempre le hacía sentirse al Muchacho 412 como si hubiera hecho algo mal.
Dejó un viejo y destartalado libro sobre la mesa delante de ella.
—¿Cuál es tu color favorito? — Preguntó Marcia—. ¿Azul? ¿O rojo? Pensé que sería el rojo, al ver que no te has quitado ese horrible sombrero rojo desde que llegaste.
El Muchacho 412 estaba desconcertado. Nadie se había molestado nunca en preguntarle cuál era su color favorito. Y, de todas formas, ni siquiera estaba seguro de saberlo. Entonces recordó el hermoso azul de su anillo del dragón. —Esto... azul. Una especie de azul oscuro.
—¡Ah, sí! A mí también me gusta. Con algunas vetas doradas, ¿no crees? —Sí, es bonito.
Marcia movió las manos delante del libro que tenía ante sí y murmuró algo. Hubo un fuerte ruido de papel mientras todas las páginas se reordenaban. Se libraron de los apuntes y garabatos de tía Zelda y también de su receta favorita de col hervida, y se convirtieron en un papel nuevo y liso de color crema, perfecto para escribir en él. Luego se unieron en una cubierta de piel de color lapislázuli completada con unas estrellas de oro de verdad y un lomo púrpura que decía que el diario pertenecía al aprendiz de la maga extraordinaria.
Como toque final, Marcia añadió un cierre de oro puro y una pequeña llave de plata.
Marcia abrió el libro para comprobar que el hechizo había funcionado. Le encantó ver que las primeras y las últimas páginas eran de un rojo vivo, exactamente del mismo color que el sombrero del Muchacho 412. Y en la primera página estaban escritas las palabras DIARIO DEL APRENDIZ.
—Toma —le ofreció Marcia cerrando el libro con un golpe de satisfacción y girando la llave de plata en la cerradura—. Tiene buena pinta, ¿verdad?
—Sí —dijo el Muchacho 412 desconcertado.
¿Por qué se lo preguntaba a él?
Marcia miró al Muchacho 412 fijamente a los ojos.
—Ahora tengo que devolverte algo: tu anillo. Gracias, siempre recordaré lo que hiciste por mí.
Marcia sacó el anillo de un bolsillo del cinturón y lo dejó cuidadosamente sobre el escritorio. La mera visión del anillo de oro del dragón sobre la mesa, con la cola metida en la boca y los ojos de esmeralda brillando ante él, hacía al Muchacho 412 muy feliz. Pero por alguna razón dudó en cogerlo. Adivinaba que Marcia estaba a punto de decir algo más. Y así era.
—¿De dónde sacaste el anillo?
Al instante, el Muchacho 412 se sintió culpable. Así que había hecho algo mal. De eso se trataba.
—Yo... lo encontré.
—¿Dónde?
—Me caí en el túnel. Ya sabes, el que iba hasta la nave
Dragón.
Solo que entonces no lo sabía. Estaba oscuro, no veía nada y entonces encontré el anillo.
—¿Te pusiste el anillo?
—Bueno, sí.
— ¿Y qué sucedió?
—Se... se iluminó. De modo que pude ver dónde estaba.
—¿Y te servía?
—No, bueno, al principio no. Y luego me sirvió, se hizo más pequeño.
—¡Ah! Supongo que no te cantaría una canción, ¿verdad? El Muchacho 412 había estado mirándose atentamente los pies hasta entonces. Pero levantó la vista hacia Marcia y sorprendió sus ojos risueños. ¿Se estaba burlando de él?
—Sí, resulta que sí lo hizo.
Marcia estaba pensando. No dijo nada durante el rato que el Muchacho 412 sintió que tenía que hablar.
—¿Estás enfadada conmigo?
—¿Por qué iba a estarlo?
—Porque cogí el anillo. Es del dragón, ¿no?
—No, pertenece al amo del dragón —sonrió Marcia.
El Muchacho 412 estaba preocupado. ¿Quién era el amo del dragón? ¿Estaba muy enfadado? ¿Era muy grande? ¿Qué le haría cuando descubriese que él tenía su anillo?
—¿Podrías —preguntó vacilante—... podrías devolvérselo al amo del dragón? ¿Y decirle que siento haberlo cogido? —Empujó el anillo de lapislázuli sobre el escritorio otra vez hacia Marcia.
—Muy bien —dijo con aire solemne levantando el anillo—, se lo devolveré al amo del dragón.
El Muchacho 412 suspiró. Le encantaba el anillo y solo con estar cerca de él se sentía feliz, pero no le sorprendió oír que pertenecía a otra persona. Era demasiado hermoso para él.
Marcia contempló unos momentos el anillo del dragón. Luego se lo tendió al Muchacho 412.
—Toma —sonrió—, es tu anillo.
El Muchacho 412 la contemplaba fijamente, sin comprender.
—Tú eres el amo del dragón —le explicó Marcia—. Es tu anillo. ¡Ah, sí!, y la persona que lo cogió dice que lo siente.
El Muchacho 412 se quedó sin habla. Miraba intensamente el anillo del dragón que descansaba en su mano; era suyo.
—Tú eres el amo del dragón —repitió Marcia—, porque el anillo te ha elegido. No canta para cualquiera, ¿sabes? Y fue en tu dedo en el que eligió acomodarse, no en el mío.
— ¿Por qué? — Exclamó el Muchacho 412 con un jadeo—. ¿Por qué yo?
—Tú tienes sorprendentes poderes mágicos, ya te lo dije antes. Tal vez ahora me creas —sonrió.
—Yo... yo pensaba que el poder provenía del anillo.
—No, proviene de ti. No lo olvides, la nave
Dragón
te reconoció, incluso sin el anillo. Lo sabía. Recuerda, el último que lo llevó fue Hotep—Ra, el primer mago extraordinario. Ha estado esperando mucho tiempo hasta encontrar a alguien que le gustara.
—Pero eso es porque estuvo en un túnel secreto durante cientos de años.
—No necesariamente —dijo Marcia en un tono misterioso—. Las cosas tienen la costumbre de salir bien finalmente.
El Muchacho 412 empezaba a creer que Marcia tenía razón.
—¿Entonces la respuesta sigue siendo «no»?
—¿«No»? —preguntó el Muchacho 412.
—A ser mi aprendiz. Lo que te he dicho, ¿no te ha hecho cambiar de opinión? ¿Serás mi aprendiz? ¿Por favor?
El Muchacho 412 hurgó en el bolsillo de su jersey y sacó el amuleto que Marcia le había dado al pedirle por primera vez que fuese su aprendiz. Miró las minúsculas alas de plata. Brillaban más que nunca y las palabras seguían diciendo: «Vuela libre conmigo».
El Muchacho 412 sonrió.
—Sí —respondió—. Me gustaría ser tu aprendiz, me gustaría mucho.
No fue fácil traer de nuevo al aprendiz. Pero tía Zelda lo consiguió. Sus propias gotas drásticas y su ungüento urgente tuvieron algún efecto, pero no por mucho tiempo; pronto el aprendiz había empezado a desvanecerse otra vez. Fue entonces cuando decidió que solo había una cosa para remediar aquello: voltios de vigor.
Los voltios de vigor entrañaban un cierto riesgo, pues tía Zelda había modificado la poción a partir de una receta oscura que había encontrado en el desván cuando se mudó a la casa. No tenía ni idea de cómo funcionaría la parte oscura, pero algo le decía que tal vez eso era lo que se necesitaba: un toque de Oscuridad. Con cierta trepidación, tía Zelda desenroscó la tapa. Una brillante luz azul salió de la botellita de cristal marrón y casi la cegó. Tía Zelda esperó hasta que las manchas desaparecieron de sus ojos y luego cuidadosamente echó una minúscula cantidad de gel azul eléctrico en la lengua del aprendiz. Cruzó los dedos, algo que una bruja blanca no hace a la ligera, y contuvo la respiración durante un minuto. Hasta que de repente el aprendiz se sentó, la miró con los ojos tan abiertos que Zelda solo veía blanco, inspiró muy fuerte y luego se tumbó en la estera, se acurrucó y se puso a dormir.
Los voltios de vigor habían funcionado, pero tía Zelda sabía que tenía que hacer algo antes de que pudiera recuperarse por completo: tenía que liberarle de los amarres de su amo. Y así se sentó junto al estanque de los patos y, mientras el sol se ponía y la luna llena, intensamente anaranjada, salía por el amplio horizonte de los marjales Marram, tía Zelda hizo una visualización privada. Había una o dos cosas que deseaba saber.
Cayó la noche y la luna se elevó en el cielo. Tía Zelda caminó lentamente hacia la casa, dejando al aprendiz profundamente dormido. Sabía que tendría que dormir varios días antes de poder moverse de la granja de los patos. Tía Zelda también sabía que se quedaría con ella un poco más. Era el momento de cuidar de otro chico perdido, ahora que el Muchacho 412 se había recuperado tan bien.
Con los ojos azules centelleando en la oscuridad, tía Zelda tomó el sendero del Mott, absorta en las imágenes que había visto en el estanque de los patos, intentando comprender su significado. Estaba tan preocupada que no levantó la vista hasta que casi llegó al embarcadero de delante de la casa. No le agradó la visión que le aguardaba.
El Mott, pensó tía Zelda de mal talante, estaba hecho un desastre. Había demasiados barcos apiñados en el lugar. Como si la rancia canoa del cazador y la desvencijada y vieja
Muriel 2
no fueran suficientes, ahora, aparcada al otro lado del puente, había una decrépita vieja barcaza de pesca que contenía a un igualmente decrépito viejo fantasma.
Tía Zelda se acercó al fantasma y le habló muy fuerte y muy despacio, con la voz que siempre empleaba para dirigirse a los fantasmas y en particular a los viejos. El viejo fantasma fue notablemente educado con tía Zelda, teniendo en cuenta que le acababa de despertar con una pregunta muy grosera.
—No, señora —dijo con elegancia—, siento desilusionarla, pero no soy uno de esos horribles marineros de ese barco maligno. Soy, o supongo que para hablar con propiedad debería decir «era», Alther Mella, mago extraordinario. A su servicio, señora.
—¿De veras? — Preguntó tía Zelda—. No se parece nada a como yo lo imaginaba.
—Lo tomaré como un cumplido —alegó Alther gentilmente—. Excuse mi grosería si no desembarco para saludarla, pero debo quedarme en mi vieja barca
Molly,
o de otro modo desapareceré. Es un placer conocerla, señora. Supongo que es usted Zelda Heap.
—¡Zelda! —gritó Silas desde la casa.
Tía Zelda levantó la vista hacia la casa perpleja. Todos los faroles y las velas brillaban, y parecía estar llena de gente.
—¿Silas? —voceó—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Quédate ahí —le gritó—. No entres. ¡Saldremos en un minuto! —Silas volvió a desaparecer dentro de la casa y tía Zelda le oyó decir—: No, Marcia, le he dicho que se quedara fuera. De cualquier modo, estoy seguro de que Zelda ni siquiera sueña con entrometerse. No, no sé si quedan más coles. Además, ¿para qué quieres nueve coles?
Tía Zelda se volvió hacia Alther, que estaba repantigado cómodamente en la proa de la barca de pesca.
—¿Por qué no puedo entrar? —preguntó—. ¿Qué ocurre? ¿Cómo ha llegado Silas hasta aquí?
—Es una larga historia, Zelda —anunció el fantasma.
—Puede contármela —le animó tía Zelda—, pues no creo que nadie más se moleste en hacerlo. Parecen demasiado ocupados saqueando toda mi provisión de coles.
—Bueno —empezó Alther—, un día estaba en las dependencias de DomDaniel atendiendo ciertos, ejem... asuntos, cuando llegó el cazador y dijo que había descubierto dónde estaban. Yo sabía que estarían a salvo mientras durase la gran helada, pero cuando el gran deshielo llegó, pensé que tendrían problemas. Yo estaba en lo cierto. En cuanto llegó el deshielo, DomDaniel partió para Bleak Creek y cogió esa horrenda nave suya, dispuesto a traer al cazador hasta aquí. Yo dispuse que mi querida amiga Alice tuviera en el puerto un barco preparado, aguardando para ponerlos a todos a salvo. Silas insistió en que todos los Heap tenían que irse, así que le ofrecí el
Molly
para viajar hasta el puerto. Jannit Maarten tenía la suya en dique seco, pero Silas la metió en el agua para nosotros. Jannit no estaba muy satisfecho sobre el estado de
Molly,
pero no podíamos esperar a que le hiciera más reparaciones. Nos detuvimos en el Bosque y recogimos a Sarah; estaba muy preocupada porque ninguno de los chicos vendría. Zarpamos sin ellos y todo iba bien hasta que tuvimos un pequeño problema técnico, un gran problema técnico, en realidad: el pie de Silas atravesó el barco. Mientras lo reparábamos, nos adelantó la
Venganza.
Por suerte no nos divisó. Sarah lo pasó muy mal, pensaba que todo estaba perdido. Y entonces, para colmo, nos sorprendió la tormenta y nos arrastró hasta los marjales. No fue uno de mis viajes más placenteros en el
Molly.
Pero aquí estamos. Y mientras nosotros hacíamos el tonto en el barco, parece que se las han arreglado muy bien solos.
—Si no fuera por todo este barro —murmuró tía Zelda.
—Claro —admitió Alther—. Pero en mi experiencia, la magia negra siempre deja un rastro de suciedad tras de sí. Podría ser mucho peor.
Tía Zelda no respondió. Estaba algo distraída por el barullo que salía de la casa. De repente se oyó un fuerte estruendo seguido de unas voces que se elevaban.
—Alther, ¿qué está pasando aquí? —exigió tía Zelda—. Me voy unas horitas y cuando regreso me encuentro una especie de fiesta y ni siquiera me dejan entrar en mi propia casa. Esta vez Marcia ha ido demasiado lejos, si me pregunta mi opinión.
—Es una cena del aprendiz —explicó Alther—. Para el chaval del ejército joven. Se acaba de convertir en el aprendiz de Marcia.
—¿De veras? Eso es una noticia maravillosa —opinó tía Zelda, iluminándosele el rostro—. Una noticia perfecta, en realidad. Pero ¿sabe?, siempre tuve la esperanza de que lo fuese.