Septimus (39 page)

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Authors: Angie Sage

BOOK: Septimus
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Jenna y el Muchacho 412 no estaban tan entusiasmados como Nicko ante el cariz que habían tomado los acontecimientos. El
Muriel 2
era una vieja canoa ingobernable y no soportaba nada bien aquella nueva forma de navegar. Tenían que esforzarse para evitar que la volcase la ola que rugía a través del marjal.

A medida que el agua invadía el marjal, la ola empezó a perder parte de su potencia, y Jenna y el Muchacho 412 pudieron gobernar el
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con más facilidad. Nicko encaró la ola con la canoa del cazador hacia ellos, virando y dando vueltas hábilmente al hacerlo.

—¡Es lo mejor que he visto en mi vida! —gritó por encima del murmullo del agua.

—¡Estás loco! —voceó Jenna, luchando aún con su remo para evitar que el
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volcase.

Ahora la ola se extinguía deprisa, aminorando la velocidad y perdiendo buena parte de su potencia, mientras el agua que arrastraba se hundía en la anchurosa extensión de los marjales, llenando los canales, las ciénagas, los limos y los lodos de agua salada, transparente y fría, y dejando tras de sí un mar abierto. La ola no tardó en desaparecer, y Jenna, Nicko y el Muchacho 412 quedaron a la deriva en el mar abierto que se extendía a lo lejos, hasta allí donde alcanzaba su vista, cubriendo los marjales Marram de una espaciosa masa de agua salpicada de islitas.

Mientras las canoas remaban en la que, creían, la dirección correcta, empezó a cernirse sobre ellos una amenazadora oscuridad cuando los nubarrones de tormenta se fueron reuniendo sobre sus cabezas. La temperatura descendió bruscamente y el aire se cargó de electricidad. Pronto el redoble de advertencia de un trueno retumbó en el cielo y empezó a caer una copiosa lluvia. Jenna miró la fría masa de agua gris que se extendía ante ellos y se preguntó cómo iban a encontrar el camino a casa.

A lo lejos, en una de las islas más distantes, el Muchacho 412 vio una luz parpadeante. Tía Zelda estaba encendiendo sus velas de tormenta y colocándolas en las ventanas a modo de faros.

Las canoas aceleraron y se dirigieron hacia casa, mientras el trueno rugía por encima de sus cabezas y ráfagas de luz silenciosa empezaban a iluminar el cielo.

La puerta de tía Zelda estaba abierta. Los estaba esperando.

Amarraron las canoas en el embarcadero, junto a la puerta principal, y entraron en la casa raramente silenciosa. Tía Zelda estaba en la cocina con el Boggart.

—¡Hemos vuelto! —gritó Jenna. Tía Zelda salió de la cocina cerrando cuidadosamente la puerta.

—¿Lo encontrasteis? —preguntó.

—¿A quién? —dijo Jenna.

—Al aprendiz, Septimus.

—¡Ah, él! —Habían pasado tantas cosas desde que salieron aquella mañana que a Jenna se le había olvidado el motivo de su partida.

—Dios mío, habéis llegado justo a tiempo. Ya es oscuro —dijo tía Zelda afanándose a cerrar la puerta.

—Sí, está...

—¡Aaaj! — Bramó tía Zelda al acercarse a la puerta y ver el agua lamiendo el escalón, por no hablar de las dos canoas que se mecían arriba y abajo en el exterior—. Estamos inundados. ¡Los animales! Se ahogarán.

—Están bien —la tranquilizó Jenna—, las gallinas están todas en el techo de la barca, las hemos contado. Y la cabra ha subido al tejado.

—¿Al tejado?

—Sí, estaba comiéndose la paja cuando la vi. —¡Oh! ¡Oh, bueno!

—Los patos están bien y los conejos..., bueno me pareció haberlos visto flotando por ahí.

—¿Flotando por ahí? —clamó tía Zelda—. Los conejos no flotan.

—Esos conejos estaban flotando; pasé por delante de varios y estaban flotando boca arriba. Como si estuvieran tomando el sol.

—¿Tomando el sol? —exclamó tía Zelda—. ¿De noche?

—Tía Zelda —declaró Jenna con firmeza—, olvida los conejos. Se avecina una tormenta.

Tía Zelda dejó de alborotar y examinó las tres empapadas figuras que tenía delante.

—Lo siento, ¿en qué estaría yo pensando? Id a secaros junto al fuego.

Jenna, Nicko y el Muchacho 412 se acercaron al fuego emanando vapor. Tía Zelda echó otra ojeada a la noche y luego cerró tranquilamente la puerta de la casa.

—Hay Oscuridad ahí fuera —susurró—. Debí haberlo notado, pero el Boggart ha estado mal, muy mal... Y pensar que habéis estado allí fuera expuestos a ella... solos... —Tía Zelda se estremeció.

Jenna empezó a explicarle:

—Es DomDaniel. Es...

—¿Es qué?

—Horrible —dijo Jenna—. Lo vimos en su nave.

—¿Que vosotros qué? —preguntó tía Zelda boquiabierta, sin dar crédito a lo que oía—. ¿Visteis a DomDaniel? ¡En la
Venganza
! ¿Dónde?

—Cerca del Dique Profundo. Subimos y...

—¿Subisteis qué?

—La escalera de cuerda. Abordamos el barco...

—¿Vosotros... vosotros habéis estado en la
Venganza
? —Tía Zelda apenas podía creer lo que oía. Jenna notó que su tía había palidecido de repente y que le temblaban un poco las manos.

—Es un mal barco —comentó Nicko—. Huele mal. Da mal rollo.

—¿Tú también estuviste allí?

—No —soltó Nicko, deseando haber estado—. Habría ido, pero mi hechizo de invisibilidad no era lo bastante bueno, así que me quedé esperando con las canoas.

Tía Zelda tardó unos segundos en asumir todo aquello. Miró al Muchacho 412.

—Así que tú y Jenna habéis estado en ese barco oscuro... solos... en medio de toda aquella magia negra... ¿Por qué?

—¡Oh, bueno, nos encontramos con Alther...! —intentó explicar Jenna.

—¿Alther?

—Y nos dijo que Marcia...

— ¿Marcia? ¿Qué tiene que ver Marcia en todo esto?

—La ha capturado DomDaniel —explicó el Muchacho 412—. Alther dijo que pensaba que podía estar en el barco. Y allí estaba, nosotros la vimos.

—¡Oh, cielos, esto se pone aún peor! —Tía Zelda se dejó caer en la silla que estaba junto a la chimenea—. Ese entrometido y viejo fantasma debería tener más juicio —espetó tía Zelda—. Mira que enviar a tres jovencitos a un barco oscuro... ¿En qué estaría pensando?

—El no nos envió, de veras que no —aclaró el Muchacho 412—. Nos dijo que no fuéramos, pero teníamos que intentar rescatar a Marcia. Aunque no lo conseguimos...

—Marcia capturada —susurró tía Zelda—. Mal asunto.

Azuzó el fuego con un atizador y surgieron varias llamas en el aire.

Un largo y estrepitoso trueno retumbó en el cielo por encima de la casa, sacudiéndola hasta los cimientos. Una furiosa ráfaga de viento entró por las ventanas apagando las velas de tormenta y dejando solo el fuego parpadeante como única luz de la habitación. Al cabo de un momento, un repentino aguacero de pedrisco repiqueteó contra las ventanas y cayó por la chimenea, extinguiendo el fuego con un triste siseo.

La casa se sumió en la más absoluta oscuridad.

—¡Los faroles! —dijo tía Zelda levantándose y dirigiéndose en la oscuridad hasta el armario de los faroles.

Maxie gimió y Bert ocultó la cabeza bajo el ala.

—¡Qué fastidio! Y ahora, ¿dónde está la llave? —Musitó tía Zelda hurgando en sus bolsillos sin encontrar nada—. ¡Maldición, maldición, maldición!

—¡Crac!

Un rayo pasó ante las ventanas, iluminó el exterior y cayó en el agua, muy cerca de la casa.

—Se han perdido —se lamentó sombríamente tía Zelda—, precisamente ahora.

Maxie aulló e intentó esconderse debajo de la alfombra.

Nicko estaba mirando por la ventana. En el breve destello del relámpago vio algo que no quería volver a ver.

—Viene hacia aquí —anunció tranquilo—. He visto el barco a lo lejos navegando por los marjales... Viene hacia aquí.

Todo el mundo se asomó a la ventana. Al principio solo veían la oscuridad de la tormenta que se avecinaba, pero mientras vigilaban, contemplando la noche, el destello de una ráfaga de luz nació de las nubes y les mostró lo que Nicko había divisado antes.

Recortado contra el relámpago, todavía lejano, pero con las velas hinchadas por el rugiente viento, el enorme buque oscuro surcaba las aguas en dirección a la casa.

La
Venganza
se acercaba.

43. LA NAVE DRAGÓN.

A tía Zelda le entró pánico. —¿Dónde está la llave? No encuentro la llave... ¡Ah, aquí está!

Con manos temblorosas sacó la llave de uno de sus bolsillos de patchwork y abrió la puerta del armario de los faroles. Sacó un farol y se lo dio al Muchacho 412.

—Ya sabes adonde ir, ¿verdad? —le preguntó tía Zelda—. ¿La trampilla en el armario de las pociones?

El Muchacho 412 asintió.

—Bajad al túnel. Estaréis a salvo allí. Nadie os encontrará. Haré desaparecer la trampilla.

—Pero ¿tú no vienes? —le preguntó Jenna a tía Zelda.

—No —respondió tranquilamente—. El Boggart está muy enfermo. Me temo que no sobrevivirá si lo movemos. No os preocupéis por mí. No es a mí a quien quieren. ¡Ah, mira, toma esto, Jenna! Tienes que llevarlo contigo. —Tía Zelda sacó el insecto escudo de Jenna de otro bolsillo y se lo dio hecho una bola. Jenna se metió el insecto en el bolsillo de la chaqueta—. ¡Ahora marchaos!

El Muchacho 412 vaciló y otro relámpago rasgó el aire. —¡Marchaos! —rugió tía Zelda moviendo los brazos come un molino enloquecido—. ¡Largo!

El Muchacho 412 abrió la trampilla del armario de las pociones y sostuvo el farol en alto, con la mano un poco temblorosa, mientras Jenna bajaba por la escalera. Nicko se quedó atrás, preguntándose dónde se habría metido Maxie. Sabía le mucho que el perro odiaba las tormentas y quería llevársele consigo.

—¡Maxie! —le llamó—. ¡Chico, Maxie! —Por toda respuesta salió un débil gemido de debajo de una alfombra. El Muchacho 412 ya había bajado media escalera. —Vamos —le urgió a Nicko. Nicko estaba ocupado forcejeando con el recalcitrante sabueso, que se negaba a salir de lo que consideraba el lugar más seguro del mundo: debajo de la alfombra de la chimenea—. Date prisa —manifestó el Muchacho 412 con impaciencia sacando la cabeza por la trampilla. El Muchacho 412 no tenía ni idea de qué veía Nicko en aquella apestosa mata de pelo.

Nicko agarró el pañuelo moteado que Maxie llevaba alrededor del cuello. Sacó al aterrorizado perro de debajo de la alfombra y lo arrastró por el suelo. Las uñas de Maxie hacían un ruido horroroso contra las losas de piedra y, mientras Nicko lo empujaba dentro del oscuro armario de las pociones, gemía lastimeramente. Maxie sabía que tenía que haber sido muy malo para merecer aquello. Se preguntó qué habría hecho. Y por qué no lo habría disfrutado al menos.

En un trajín de pelos y babas, Maxie se cayó por la trampilla y aterrizó sobre el Muchacho 412, chocando con el farol que tenía en la mano y haciendo que, del golpe, cayera pendiente abajo.

—¡Eh!, mira lo que has hecho —le soltó enojado el Muchacho 412 al perro, mientras Nicko se reunía con él al pie de la escalera de madera.

—¿Qué? —preguntó Nicko—. ¿Qué he hecho?

—Tú no, él. Perder el farol.

—¡Ah, lo encontraremos! Deja de preocuparte. Ahora estamos a salvo.

Nicko tiró de Maxie hasta sus pies y el perro resbaló por la arenosa pendiente, arañando con las uñas la roca del suelo y arrastrando consigo a Nicko. Ambos resbalaron y se deslizaron por la inclinada cuesta, deteniéndose hechos un ovillo en la parte baja de unos escalones.

—¡Au! —Se quejó Nicko—. ¡Creo que he encontrado el farol!

—Bien —declaró el Muchacho 412 con mal humor, y cogió el farol, que volvió a la vida e iluminó las lisas paredes de mármol del túnel.

—Aquí están otra vez esas pinturas —anunció Jenna—. ¿No son asombrosas?

—¿Cómo es que todo el mundo ha estado aquí abajo menos yo? —se lamentó Nicko—. Nadie me ha preguntado si me habría gustado ver estas pinturas. Oye, hay un barco en esta... mirad.

—Lo sabemos —dijo el Muchacho 412 tajante. Bajó el farol y se sentó en el suelo. Estaba cansado y quería que Nicko se estuviera quieto, pero Nicko estaba emocionado con el túnel.

—Esto de aquí abajo es asombroso —exclamó contemplando los jeroglíficos que subían y bajaban por la pared en todo lo que alcanzaban a ver a la débil luz del farol.

—Lo sé —le respondió Jenna—. Mira, esta me gusta de veras. Esta cosa circular con el dragón dentro.

Pasó la mano sobre la pequeña imagen azul y dorada inscrita en la pared de mármol. De repente sintió que el suelo empezaba a moverse a sus pies. El Muchacho 412 se puso en pie de un salto.

—¿Qué es eso? —Tragó saliva.

Un largo y grave clamor temblaba bajo sus pies y reverberaba en el aire.

—¡Se está moviendo! —Exclamó Jenna—. La pared del túnel se está moviendo.

Un lado de la pared del túnel se estaba abriendo ante ellos, rodando hacia atrás pesadamente y dejando un gran espacio abierto. El Muchacho 412 levantó el farol, que despidió una brillante luz blanca y mostró, para su asombro, un vasto templo romano subterráneo. Por debajo de sus pies se extendía un intrincado suelo de mosaico y en la oscuridad se levantaban enormes columnas de mármol. Pero eso no era todo.

—¡Oh!

—¡Uau!

—¡Fiu! —silbó Nicko. Maxie se sentó, respiró y soltó respetuosas moléculas de aliento de perro en el aire frío.

En mitad del templo, descansando sobre el suelo de mosaico, se asentaba la nave más hermosa que habían visto en toda su vida.

La nave
Dragón
dorada de Hotep—Ra.

La enorme cabeza verde y dorada del dragón se erguía desde la proa, con el cuello grácilmente arqueado como un cisne gigante. El cuerpo del dragón era el amplio barco abierto, con un casco liso de madera dorada. Plegadas perfectamente hacia atrás a lo largo de la parte exterior del casco estaban las alas del dragón; grandes pliegues verdes iridiscentes brillaron cuando las numerosas escamas verdes reflejaron la luz del farol. Y en la popa de la nave
Dragón,
la cola verde se arqueaba hacia arriba internándose en la oscuridad del templo, con su afilado extremo casi oculto en la penumbra.

—¿Cómo ha llegado esto aquí? —preguntó Nicko con voz jadeante.

—Un naufragio —explicó el Muchacho 412.

Jenna y Nicko miraron al Muchacho 412 sorprendidos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntaron ambos.

—Lo he leído en
Cien extraños y curiosos cuentos para chicos aburridos
que me prestó tía Zelda. Pero pensé que era una leyenda. Nunca pensé que la nave
Dragón
fuera real, ni que estuviera aquí.

—Entonces, ¿qué es esto? —preguntó Jenna embelesada por el barco, con la extraña sensación de que lo había visto antes en algún lugar.

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