Regresó al lugar donde dormía Po, presionó la punta de la lanza contra la garganta del chico y le dio una patada.
Po se revolvió, dio un brinco y se despertó al instante. Junto a la punta de lanza que seguía presionada contra su cuello apareció una gota de sangre. El chico lanzó un grito sofocado y agarró la vara con ambas manos, pero Larth utilizó todas sus fuerzas para mantenerla en su lugar. – ¡No grites! – masculló, sin querer despertar a los demás-. ¡Aparta tus manos de la lanza! ¡Los brazos en los costados! Eso está mejor. Ahora cuéntame la verdad. ¿Los tres… o sólo Tarketios?
Po no respondió durante un buen rato. Larth vio que sus ojos brillaban en la oscuridad y escuchó su respiración entrecortada. Aunque Po permanecía muy quieto, Larth notaba la trémula tensión que el cuerpo del joven transmitía a través de la vara de la lanza.
–Los tres -admitió por fin Po.
Larth sintió una enorme frialdad cerniéndose sobre él. No había estado seguro de la verdad hasta aquel momento. – ¿Y los cuerpos?
–En el río.
«¡Mi más viejo amigo, manchado de sangre!», pensó Larth. ¿Qué pensaría ahora el numen del río de él y de su gente?
–Flotarán hasta el mar -explicó Po-. No dejé huellas… -¡No! Al menos uno de los cuerpos debe de haberse quedado encallado en la orilla del río. – ¿Cómo lo sabes? – ¡Buitres! – Larth se imaginaba la escena: sangre en el agua, un cadáver entre los juncos, los buitres sobrevolándolo.
Larth sacudió la cabeza. ¡Qué cazador debía ser el chico para acechar y matar a tres hombres! ¡Y qué estúpido! ¿Podía permitirse su gente una pérdida así? ¿Podían permitirse seguir con él? Larth tenía suficiente poder para matarlo, aquí y ahora, pero luego tendría que justificar su acción frente los demás. Más que eso, tendría que justificársela a sí mismo.
Larth suspiró, por fin.
–Sé todo lo que tú sabes, Po. ¡Recuérdalo! – Separó la punta de la lanza de la garganta del joven. Dejó caer la lanza en el suelo. Se volvió y regresó a su lugar junto al fuego.
Podría haber sido peor. Si el chico hubiese sido tan tonto como para matar sólo a Tarketios, los otros dos habrían ido tras él, buscando venganza. Habrían comunicado la noticia a su gente. Habría corrido la voz de que uno de los comerciantes de sal había cometido el crimen. Las consecuencias y las recriminaciones habrían continuado durante toda la vida, tal vez durante generaciones.
Tal como estaban las cosas, sólo los numina del camino lo sabrían, y el río, y los buitres. Y Larth.
Miró el fuego y deseó, con más fervor que nunca, que Fascinus se le apareciera aquella noche.
Fascinus inculcaría en su cabeza lo que tenía que hacer. Pero el fuego se apagó y dio pasó a la oscuridad, y Fascinus no apareció.
Nunca volvería a aparecérsele.
Aquella noche, exceptuando los buitres, cuyos gaznates estaban rebosantes de carroña, la pequeña isla del río permaneció desierta.
Mientras Larth siguió con vida, los comerciantes de sal nunca volvieron a acampar allí. Les contó que los lemures *, las sombras de los muertos más inquietos, se habían instalado en la isla. De todos era sabido que Larth poseía grandes conocimientos sobre estos temas, por lo que los demás aceptaron sus palabras sin cuestionarlas.
* En la mitología romana, los larvae o lemures eran los espectros o espíritus de los muertos; la versión maligna de los lares. Se decía de ellos que vagaban perdidos por las noches, atemorizando a los vivos. (N. de la T).
Cuando el invierno dio paso a la primavera, Lara dio a luz un hijo. El parto fue difícil y Lara estuvo a punto de morir. Pero en el momento en que su sufrimiento era más agudo, por primera y única vez en su vida, tuvo una visión de Fascinus, y una voz en su cabeza le garantizó que tanto ella como su hijo sobrevivirían. Se mantuvo aferrada al pedazo de metal que llevaba colgado al cuello durante todo el tiempo y el frío metal absorbió su dolor. En su delirio, el oro y Fascinus se convirtieron en una sola y única entidad. Después, le contó a su padre que el numen del falo alado moraba en aquel pedazo de oro.
Poco después del parto, en una ceremonia sencilla y en un lugar próximo a los lechos de sal junto al mar, Lara se casó con Po. Pese a saber que no era así, Po declaró que el niño era suyo. Lo hizo porque Larth le dijo que lo hiciese, y sabía que Larth tenía razón. Po nunca sería tan sabio como su suegro en lo que a los numina se refería, pero incluso él comprendía que la respuesta violenta que había tenido en la isla exigía un acto de contrición. Con la aceptación del hijo del hombre al que había matado, Po compensó el agravio al lémur de Tarketios. Y apaciguó también a los numina que hubiesen sido testigos y se hubiesen visto ofendidos por la sangre que había derramado deliberadamente.
Con el paso de los años, los recuerdos que Lara tenía de Tarketios fueron debilitándose, pero el amuleto de oro que él le había regalado, y que creía albergaba el numen de Fascinus, nunca perdió su brillo. Antes de morir, le entregó el amuleto a su hijo. La explicación que le dio de su origen no era cierta, pero tampoco era mentira, pues Lara había llegado a creer menos en sus débiles recuerdos que en la fantasiosa historia que había inventado para ocupar su lugar.
–El oro venía del fuego -le contó a su hijo-, el mismo fuego sobre el que tu abuelo vio a Fascinus la última noche en que acampamos en la isla. Sin Fascinus, hijo mío, nunca habrías sido concebido. Sin Fascinus, ni tú ni yo habríamos sobrevivido a tu nacimiento.
Fascinus inspiraba la concepción. Fascinus protegía los nacimientos. Tenía además otro poder:
Fascinus podía impedir el mal de ojo. Lara lo sabía por propia experiencia, pues después del nacimiento de su hijo, había visto a otras mujeres susurrando a sus espaldas y las había sorprendido mirándola de forma extraña. La verdad es que la miraban con curiosidad y recelo, pero ella interpretó sus miradas como envidia. Las miradas del envidioso, le había enseñado su padre, podían provocar enfermedades, desgracias, incluso la muerte. Pero con Fascinus colgado al cuello, Lara se había sentido segura, confiada de que el brillo cegador del oro podía desviar incluso la mirada más peligrosa.
Cuando el amuleto y la historia de su origen fueron pasando a sucesivas generaciones, quedó en manos de los descendientes de Lara reflexionar sobre cuál había sido el papel exacto que Fascinus había desempeñado en la continuación del linaje familiar. ¿Había emergido el falo alado de las llamas para fecundar a Lara? ¿Existía antes de aquello, o después, algún ejemplo de relación sexualentre numina y humanos? ¿Era debido a que un numen había engendrado a su hijo por lo que las demás mujeres se mostraban recelosas y envidiosas con Lara? ¿Le había hecho Fascinus el regalo del oro sabiendo que Lara lo necesitaría para protegerse y salvaguardar su descendencia?
El amuleto de oro, una vez olvidado su verdadero origen, fue transmitiéndose de generación en generación.
Pasaron muchos años. La advertencia de Larth sobre la presencia en la isla de lemures inquietos cayó en el olvido, y los comerciantes de sal volvieron a acampar allí. Aun así, la isla y sus alrededores siguieron sin ser más que un lugar de paso. Venados, conejos y lobos vagaban por las siete colinas cercanas. Ranas y libélulas abundaban en los terrenos pantanosos que se extendían entre las colinas. Las aves sobrevolaban la zona sin ver en ella la más mínima señal de ocupación humana.
En otras partes del mundo, los hombres construían grandes ciudades, hacían la guerra, consagraban templos a dioses, cantaban a sus héroes y soñaban con imperios. En el lejano Egipto, las dinastías de los faraones llevaban milenios reinando; la gran pirámide de Gizeh tenía más de mil quinientos años de antigüedad. La guerra de los griegos contra Troya había tenido lugar doscientos años atrás; el rapto de Helena y la furia de Aquiles ya formaban parte de la leyenda. En Israel, el rey David había tomado la vieja ciudad de Jerusalén para convertirla en su capital, y su hijo Salomón estaba erigiendo el primer templo al dios Yahvé. Más hacia el este, los emigrantes arios descubrían los reinos de Media y Persia, precursores del gran imperio persa.
Pero la isla del río, y las siete colinas que la rodeaban, seguían sin ser habitadas por el hombre e ignoradas por los dioses, un lugar donde nunca había sucedido nada de especial importancia.
NOSOTROS
Pero Caco siempre había sido distinto a los demás. Los demás caminaban con un paso más regular; Caco andaba arrastrando los pies, porque una de sus piernas era más corta que la otra y estaba torcida de forma extraña. Los demás podían mantenerse en pie y erguidos, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo; la espalda de Caco tenía una joroba y sus brazos no eran de igual tamaño. Tenía muy buena vista, pero a su boca le sucedía algo extraño; nunca aprendió a hablar, y sólo era capaz de emitir un sonido confuso que sonaba como «caco», de ahí su nombre. Su cara estaba terriblemente deformada; otro niño le dijo en una ocasión que un alfarero le había esculpido la cara con arcilla, la había arrojado al suelo y luego la había pisoteado.
Eran muy pocos los que se atrevían a mirarlo directamente. Los que lo conocían, apartaban la vista porque les daba pena; los desconocidos huían de él por miedo. Sus deformidades deberían haberlo convertido en un candidato a la muerte en el mismo momento de su nacimiento, pero su madre contribuyó a que se apiadasen de él, alegando que el prodigioso tamaño del bebé (era tan grande que ella casi muere al dar a luz) prometía un hombre tremendamente fuerte. Había tenido razón. Siendo aún un niño, Caco era más grande y más fuerte que el hombre más grande y más fuerte del pueblo.
Y cuando eso sucedió, los habitantes del pueblo que habían sentido lástima por él, empezaron a temerle.
Luego llegó la hambruna.
El invierno fue seco y frío. La primavera fue seca y calurosa. El verano fue más seco y más caluroso aún. Los riachuelos se convirtieron primero en un hilillo de agua, luego en nada. Las cosechas se marchitaron y murieron. No se podía alimentar a las ovejas. Y cuando parecía que las cosas no podían ir a peor, una noche, la montaña se sacudió con tanta fuerza que algunas de las cabañas se vinieron abajo. Poco después de aquello, aparecieron por el oeste negros nubarrones; prometían lluvia, pero no mandaron más que tormentas de rayos. Un rayo inició un incendio que se extendió por toda la ladera de la montaña y destruyó la cabaña donde se almacenaba el grano.
Los habitantes del pueblo buscaron el consejo de los ancianos. ¿Había sucedido algo parecido antes? ¿Qué podían hacer?
Uno de los ancianos recordaba una época similar durante su infancia, cuando el número de habitantes era tan grande que una sucesión de malos años llevó al hambre y la desesperación.
Existía un ritual que había ido transmitiéndose desde antes de que él naciera, el rito de la primavera sagrada. Consistía en llegar a un pacto con los grandes numina del cielo y la tierra: si el pueblo sobrevivía al invierno, al llegar la primavera se seleccionaría un grupo de niños que sería apartado del pueblo y abandonado para que sobreviviera en el mundo sin ninguna ayuda.
Era un remedio cruel, pero los tiempos eran crueles. Los ancianos aconsejaron la práctica del rito de la primavera sagrada. Y los habitantes del pueblo se mostraron de acuerdo.
El número de niños que debían ser separados del pueblo se decidía por augurio. Un día de buen tiempo, los ancianos ascendieron a un promontorio rocoso situado en la ladera de la montaña y que dominaba todo el pueblo. Una vez allí, prendieron fuego a un montón de ramas secas, se retiraron y esperaron hasta que el humo formara una columna en el aire que separara el cielo en dos regiones, una a cada lado de la columna. Los ancianos observaron el cielo y contaron las aves que iban volando de una región a otra, atravesando la línea definida por el humo. Cuando las ramas quedaron reducidas a cenizas y la columna de humo se disipó, se habían visto siete aves cruzando de un lado a otro. Tenían que elegir siete niños.
La elección se hizo por sorteo. Era importante que todos los habitantes del pueblo pudieran ver que el resultado dependía de los numina de la suerte, no de las intrigas de ningún padre. Con todos los habitantes del pueblo a modo de testigo, los niños se dispusieron formando una fila. Fueron pasándose un recipiente lleno de guijarros, todos blancos excepto siete negros. Uno a uno, los niños introdujeron la mano en el recipiente y extrajeron un guijarro. Cuando todos tuvieron su guijarro, abrieron las manos a la vez para mostrar la piedra elegida. Cuando se comprobó qué niños habían elegido los guijarros negros, hubo muchos lloros; pero cuando Caco abrió su mano de garra y apareció un guijarro negro, incluso su madre se sintió aliviada.
Aquel invierno fue más suave que el del año anterior. Pese al hambre y las penurias, no murió nadie en el pueblo. Al parecer, el rito de la primavera sagrada había aplacado a los numina y mantenido al pueblo con vida. Cuando llegó primavera, y en los árboles florecieron los primeros capullos, se decidió que los niños debían partir.
Según el ritual, un animal guiaría a los niños hasta su nuevo hogar. Los ancianos coincidían en ello, pero ninguno recordaba qué animal debían elegir. El más anciano de todos dijo que el animal se daría a conocer por sí mismo y, efectivamente, la noche antes de la partida de los niños, varios ancianos tuvieron un sueño en el que vieron un buitre.
A la mañana siguiente, los siete niños fueron sacados de sus hogares. Los demás niños y todas las mujeres del pueblo quedaron encerrados en sus casas; el llanto en las cabañas resonaba por las montañas. El anciano de mirada más bondadosa ascendió al promontorio y observó. Por fin dio un grito y señaló hacia el suroeste, donde acababa de ver un buitre volando en círculos sobre el horizonte.
Los hombres cogieron unos garrotes. Tocando tambores y carracas, los ancianos se pusieron al frente entonando un cántico destinado a incitar la valentía y endurecer los corazones. El cántico aumentó su ritmo, su volumen se hizo cada vez más fuerte. Finalmente, gritando y blandiendo los garrotes, corrieron hacia los siete niños y los alejaron del pueblo.
Los días posteriores fueron muy duros. Cada mañana, los niños miraban al cielo en busca de un buitre. Si veían uno, se encaminaban en su dirección. A veces, el buitre los guiaba hacia restos de carroña que aún era comestible; a veces, los guiaba hacia un esqueleto tan nauseabundo que ni siquiera el buitre lo tocaba. La desesperación les enseñó a cazar y pescar y a probar cualquier planta que pudiera ser comestible; incluso así, los niños pasaban hambre muchos días. Caco era demasiado torpe para ser cazador, y los demás lo veían con malos ojos porque necesitaba comer más cantidad.
Pero era el más fuerte con diferencia, y cuando los predadores les acechaban por las noches, todos buscaban la protección de Caco.
La primera que murió fue una niña. Debilitada por el hambre, cayó desde un lugar alto y se golpeó en la cabeza. Los niños discutieron qué hacer con su cuerpo. No fue Caco quien sugirió lo impensable, sino otro niño. Los demás se mostraron de acuerdo, y Caco hizo lo mismo que los demás. ¿Fue entonces cuándo empezó a convertirse en algo que no era humano, cuando comió carne humana por vez primera?
Poco a poco, sus andanzas los llevaron hasta las marismas situadas hacia el sur y el oeste de las montañas. Allí, la tierra les ofrecía más posibilidades y los ríos pesca más abundante, y había más plantas comestibles. Pero aun así, seguían pasando hambre.
El siguiente en morir fue un niño que se lesionó el pie. Cuando los niños se tropezaron con un oso y se dispersaron presas del pánico, el chico se quedó rezagado. El oso lo capturó y lo vapuleó, y luego salió huyendo cuando Caco regresó corriendo para asustarlo, gritando y blandiendo una rama.
El niño ya estaba muerto.
Cuando cenaron aquella noche, a todos les pareció que lo más correcto era que Caco comiera la porción más grande.
Pasó el verano, y seguían sin encontrar un hogar. Uno de los niños murió después de comer una seta. Otro murió tras varios días de fiebre. Pese al hambre, los supervivientes temían comerse el cuerpo de los niños fallecidos por envenenamiento o fiebre, así que los enterraron en tumbas poco profundas.
Sólo quedaban Caco y dos más. Aquel invierno fue extraordinariamente intenso y frío. Los árboles temblaban desnudos al viento. La tierra se volvió dura como una piedra. Los animales se esfumaron. Incluso al cazador más habilidoso le habría resultado imposible sobrevivir sin la solución desesperada a la que recurrió Caco. ¿Fue entonces cuando Caco experimentó el cambio, cuando decidió no esperar a una caída o a un oso, o a cualquier otro suceso casual? Decidió hacerlo él mismo. Hizo lo que tenía que hacer, y por el motivo más básico: necesitaba comer. Pero no actuó compulsivamente. No los mató a los dos a la vez. Primero mató al más fuerte, y dejó que el más débil viviera más tiempo. En más de una ocasión, aquel niño, su último compañero, intentó huir de él. Caco esperó todo lo que pudo, hasta que su hambre fue tan descomunal que nadie lo habría soportado. Esperó porque sabía, tan pronto como el otro niño hubo desaparecido, que sufriría entonces lo único que había en el mundo peor que el hambre: la soledad.
Llegó la primavera. Caco estaba solo. Por las noches no podía dormir y permanecía despierto escuchando los sonidos de la tierra, sumergiéndose más y más en un mundo desprovisto de razonamiento humano.
Siguió vagabundeando. De vez en cuando se cruzaba con otros caminantes y llegaba a poblados, pero los humanos no querían tener nada que ver con él. Lo temían, y con razón; más de una vez había robado un niño y se lo había comido. Y cuando eso sucedía, los humanos perseguían a Caco.
Algunas veces estuvieron a punto de capturarlo, pero Caco siempre conseguía escapar de los cazadores después de dejar los huesos limpios. Sobrevivir en plena naturaleza le había enseñado a ser astuto y sigiloso. Físicamente, no había hombre que llegara a su altura; Caco se había hecho más grande y más fuerte que cualquier hombre que hubiera visto en su vida.
La rueda de las estaciones pasó una y otra vez. Caco sobrevivió a los veranos secos y a los duros inviernos, siempre solo, siempre vagabundeando.
Un día, vio un buitre cruzando el cielo. Era principio de primavera. El verde de la tierra y la calidez del aire despertaron en su cabeza recuerdos del inicio de su viaje. Decidió seguir al buitre.
Acabó encontrándose en un camino que seguía un río. Al rodear un gran meandro del río, vio enfrente de él una región con abundantes colinas y, más allá de una de las colinas, una columna de humo. Perdió de vista al buitre, pero decidió que el camino que estaba siguiendo era tan bueno como cualquiera. Los caminos conducían a pueblos; en los pueblos había comida que robar. Esta vez, se dijo, permanecería escondido y haría únicamente incursiones nocturnas. Cuanto más tiempo transcurriera sin ser visto, más tardarían los habitantes del pueblo en salir en su persecución.
De pronto, Caco se sintió invadido por la tristeza. Él también había vivido en un pueblo. A veces, los demás se reían de él y lo insultaban, pero, pese a ser tan diferente, lo habían aceptado como uno de los suyos. Después, lo habían expulsado de allí. ¿Por qué? Porque la tierra y el cielo así lo habían exigido; era lo que su madre le había explicado. Antes de abandonar el pueblo, nunca había hecho daño a nadie, pero aun así, el mundo y todo lo que en él vivía se habían convertido en su enemigo. La tristeza que sentía en su interior fue creciendo hasta convertirse en rabia.
Al dar la vuelta a un recodo del camino, tropezó con una joven. Iba cargada con una cesta de ropa y se dirigía al río. Tenía el cabello dorado y en el cuello, colgado de una sencilla tira de cuero, lucía un pequeño amuleto hecho de oro que brillaba a la luz del sol. La chica gritó al verlo. Dejó caer la cesta y echó a correr.
Furioso, llorando de repente, corrió tras ella sin dejar de gritar su propio nombre: -¡Caco! ¡Caco!
La siguió sólo un momento pues, enseguida, vio las primeras señales que indicaban la existencia de un poblado. En el poblado se oía a la chica que no había parado aún de gritar, luego se escucharon los gritos de los demás preguntándole qué había visto. ¿Qué habría visto la chica al mirarlo? No a un ser humano como ella, eso seguro. Y tampoco un animal; ningún animal, exceptuando quizá la serpiente, inspiraba tanta repugnancia y tanto miedo.
Lo que había visto era un monstruo. Sólo un monstruo podía conseguir que de la garganta de la chica saliera un grito como aquél.
Se había convertido en un monstruo. ¿Cuándo había sido? Caco recordaba que, mucho tiempo atrás, había sido humano…
El poblado junto al río había empezado como un lugar de encuentro de comerciantes. El tráfico por el camino del río, y arriba y abajo de la ruta utilizada por los comerciantes de metal, había aumentado hasta tal punto que siempre había gente yendo y viniendo por la región de las Siete Colinas. Fue un emprendedor descendiente de Po y Lara quien tuvo la idea de establecerse de forma permanente en el cruce de caminos y de instalar un mercado para el intercambio de productos. ¿Qué necesidad tenían los comerciantes de sal de transportar su mercancía hasta las montañas cuando les bastaba con transportarla hasta el intercambiarla allí por los productos que necesitaban y luego regresar a la desembocadura del río en busca de más sal?
El lugar que había sido un cruce de caminos se convirtió en un punto de destino y, para el puñado de colonos que vivían en el mercado, en un hogar. Los colonos prosperaron trabajando como intermediarios y ofreciendo alojamiento a los viajeros.
El poblado, integrado en un principio por una veintena de cabañas, se encontraba a los pies de un abrupto desfiladero, donde un amplio meandro del río ofrecía un fácil acceso al camino y un terreno llano donde establecer el mercado. Un arroyo que se llenaba de agua sólo según la estación del año, conocido como el Spinon, atravesaba la pradera en sentido perpendicular y desembocaba en el río, al que los hombres conocían como el Tíber.