Fascinus era distinto. Era único. Existía en y por sí mismo, sin principio ni fin. Era evidente, por su forma, que tenía alguna cosa que ver con la vida y el origen de la vida, pero aun así, parecía provenir de un lugar más allá de este mundo que se dejaba ver por unos instantes a través de una brecha abierta por el calor de la danza del fuego. Las apariciones de Fascinus eran siempre relevantes. El falo alado nunca aparecía sin darle a Larth una respuesta al dilema que venía preocupándole, o sin inculcarle un pensamiento importante en la cabeza. Los consejos de Fascinus nunca habían llevado a Larth por el camino equivocado.
En otros lugares, en tierras lejanas (Grecia, Israel, Egipto), hombres y mujeres veneraban dioses y diosas. Esas gentes construían imágenes de sus dioses, contaban historias sobre ellos y los adoraban en templos. Larth nunca había conocido a esas gentes. Nunca había oído hablar de las tierras donde vivían, y nunca se había topado o había concebido la idea de un dios. El concepto de deidad, tal y como lo entendían aquellas gentes, era desconocido para Larth, pero lo más cercano a un dios, en su imaginación y su experiencia, era Fascinus.
Sorprendido, pestañeó de nuevo.
Las llamas se habían extinguido. Donde antes había aquel brillo insoportable quedaba solamente la oscuridad de una cálida noche de verano iluminada por un débil pedacito de luna. El aire que le daba en la cara ya no era caliente, sino fresco y puro.
Fascinus había desaparecido… pero no sin antes inculcarle un pensamiento a Larth. Salió corriendo hacia aquella especie de pérgola formada por ramas y hojas, junto al río, donde a Lara le gustaba dormir, pensando para sus adentros: «¡Tiene que hacerse, pues Fascinus ha dicho que así debe ser!».
Se arrodilló a su lado, pero no hubo necesidad de despertarla. Ya estaba despierta.
–Papá, ¿qué sucede? – ¡Ve con él!
Lara no tuvo que pedir explicaciones. Acostada, inquieta e impaciente en la oscuridad, era lo que más deseaba hacer. – ¿Estás seguro, papá?
–Fascinus… -No terminó la frase, pero ella comprendió. Nunca le había visto, pero su padre le había hablado de él. En el pasado, había aconsejado a su padre en muchas ocasiones. Ahora, una vez más, Fascinus le había hecho saber su voluntad.
La oscuridad no le hizo cambiar de idea. Conocía todos y cada uno de los recovecos de todos y cada uno de los caminos de la isla. Cuando llegó al campamento de los comerciantes de metal, encontró a Tarketios acostado sobre un lecho de hojas, apartado de los demás; lo reconoció por su musculosa silueta. Estaba despierto y esperando, igual que ella estaba despierta y esperando cuando su padre fue a verla.
Al verla acercarse, Tarketios se incorporó hasta quedar apoyado sobre sus codos. Pronunció su nombre en un susurro. Su voz tembló, casi con desesperación; su necesidad hizo sonreír a Lara.
Suspiró y se tendió a su lado. Bajo la débil luz de la luna, vio que llevaba una especie de amuleto, un objeto colgado al cuello mediante una tira de cuero. Protegido por el vello de su pecho, el pedazo de metal informe parecía capturar y concentrar la débil luz de la luna, emitiendo un resplandor más brillante que la misma luna.
Sus brazos, los brazos que tanto había admirado antes, se cerraron en torno a ella en un abrazo sorprendentemente tierno. El cuerpo de él estaba tan caliente y desnudo como el de ella, pero era mucho más duro y mucho más grande. Se preguntó si Fascinus estaría con ellos en la oscuridad, pues le pareció sentir un aleteo entre las piernas cuando fue penetrada por la cosa que daba origen a la vida.
A la mañana siguiente, mientras los demás empezaban a despertarse y desperezarse, Larth observó que Lara estaba de vuelta en la pérgola donde solía dormir. Se preguntó si le habría desobedecido. Entonces vio, por la mirada de sus ojos y la sonrisa de su rostro al despertarse, que no lo había hecho.
Mientras los demás levantaban el campamento y se preparaban para partir, Larth llamó a Po. El joven se mostró inusualmente lento en responder y apartó la vista cuando Larth se dirigió a él.
–Antes de que partamos esta mañana, Po, quiero que regreses al lugar donde ayer mataste al venado. Rastrilla el suelo y oculta cualquier resto de sangre que quede en el camino. Si ves hojas o piedras salpicadas con sangre, arrójalas al río. Tendríamos que haberlo hecho ayer, pero la luz empezaba a escasear y había mucho trabajo pendiente, debíamos despellejar y asar el venado. Hazlo ahora antes de partir. No podemos dejar sangre en el sendero. – ¿Por qué no? – dijo Po.
Larth se quedó desconcertado. Po nunca se había dirigido a él en un tono tan maleducado.
–La sangre atraerá alimañas y predadores. Independientemente de que el venado quisiera ofrecerse por su libre voluntad, la sangre en el sendero podría ofender a los numina que habitan junto al río. Pero no tengo por qué explicarte todo esto. ¡Haz lo que te he dicho!
Po miraba el suelo. Larth estaba a punto de volver a hablar, con más dureza esta vez, cuando le distrajo la llegada de los comerciantes de metal, que venían a despedirse.
Tarketios dio un paso al frente. Con un gran despliegue de movimientos, indicó que deseaba ofrecerle a Larth un regalo. Era un objeto hecho de hierro, tan pequeño que cabía incluso en la palma de la mano, con una abertura en un extremo y una punta muy afilada en el otro. Era una punta de lanza hecha de hierro, una herramienta muy útil para derribar al siguiente venado que cruzase el camino del río. Tarketios dejó claro que no esperaba nada a cambio.
La gente de Larth poseía algunos cuchillos y herramientas de raspado hechas de hierro, toscas en general, nada que ver con una forja tan fina como aquella punta de lanza. Se quedó muy impresionado. Se la mostró a Po. – ¿Qué piensas de esto? – le dijo. Antes de que Po pudiera responder, Larth alargó el brazo y cogió la lanza de Po-. Eres el mejor cazador que tenemos. Tendrías que tenerla tú. Le pediremos a Tarketios que nos muestre cómo unir esta punta a la vara.
Mientras Po permanecía inmóvil y sin decir nada, Larth le entregó la lanza y la punta de hierro a Tarketios. Tarketios les sonrió a los dos. La visión de aquella dentadura perfecta llevó a Po a contraer los dedos. Con la ayuda de un martillo pequeño y unos clavos, Tarketios se dispuso a ensartar la punta a la vara. Larth observó embelesado su trabajo, sin darse cuenta del rubor encarnado que encendía la cara de Po.
Cuando hubo terminado, Tarketios devolvió la lanza a Po. La nueva punta pesaba más de lo que Po había previsto. La lanza se inclinó hacia delante y la punta de hierro chocó contra el suelo con un ruido sordo.
–El equilibrio es distinto -dijo Larth, riendo al ver la consternación del joven-. Tendrás que volver a aprender a apuntar y lanzarla. Pero la nueva punta debería permitirte una presa más segura, ¿no crees? Ya no tendrás necesidad de lanzar tan fuerte.
Po cogió apresuradamente la lanza y la sujetó con firmeza, agarrando la vara con tanta fuerza que incluso se le pusieron blancos los nudillos.
Un poco después, mientras los comerciantes de sal se preparaban para abandonar la isla a bordo de las balsas, Tarketios se acercó a Lara. La condujo a un lugar apartado. No había palabras que pudieran compartir para expresar lo que ambos sentían. Durante un rato, se limitaron a acariciarse y abrazarse, luego se separaron. En el mismo instante, ambos leyeron la intención del otro: ofrecerse un regalo de despedida. En el momento en que ambos comprendieron la similitud de sus intenciones, se echaron a reír.
A Tarketios, Lara le ofreció el objeto más preciado que tenía: una pequeña vasija de barro con un tapón de corcho que contenía sal blanca y pura.
Tarketios aceptó el regalo. A continuación, se pasó por la cabeza la tira de cuero que llevaba al cuello, junto con el amuleto que colgaba de ella. Era extraño, pues carecía de una forma identificable; no parecía más que un pedacito de metal sin trabajar. Pero era un metal que ella no había visto jamás, muy pesado en la palma de su mano, y de un color fuera de lo común, un amarillo puro parecido a la luz del sol. Lo único que se le había hecho al metal era un pequeño orificio para poder colgarlo del collar de cuero.
Tarketios se lo pasó a ella por la cabeza. Murmuró alguna cosa, nombrando el objeto que acababa de entregarle, pero la palabra no fue más que un sonido extraño en el oído de ella. Lara no podía conocer el valor de aquel pedacito de metal; era el único metal que nunca perdía su lustre.
Pero por la mirada de Tarketios, se dio cuenta de que él lo apreciaba mucho, y que el hecho de regalárselo era una forma de honrarla.
Y aunque ella no lo sabía aún, él le había hecho además otro regalo. Una nueva vida empezaba a moverse en su vientre.
El sol estaba ya en lo alto del cielo cuando el pequeño grupo emprendió la marcha. Río arriba, a partir de la isla, las colinas que quedaban a la derecha iban alejándose y el río rodeaba un promontorio bajo y plano con un amplio meandro. El primer punto de referencia al que llegaron fue un sendero que conducía hasta unos manantiales de aguas termales cercanos al río. Cuando hacía más frío, los manantiales eran uno de los lugares favoritos de acampada, pero no con este tiempo.
Larth marcaba el ritmo de la marcha cuando de pronto recordó la tarea que le había asignado a Po antes de partir. Miró por encima del hombro. – ¿Limpiaste la sangre del camino? – preguntó.
Por la cara de Po, vio enseguida que su orden había sido ignorada. – ¡Vuelve entonces y hazlo ahora mismo! – ordenó, exasperado-. No te esperaremos. Tendrás que correr para alcanzarnos.
Sin decir palabra, Po se detuvo en seco. Dejó que los demás lo adelantaran. Observó al grupo seguir su camino hasta que el último rezagado desapareció de la vista.
La lanza que sostenía en la mano pareció estremecerse. Bajó la vista y vio que le temblaban las manos. Una cosa era actuar por impulso… ver un venado y ponerse en acción de inmediato, tirar la lanza y taladrar al animal hasta su muerte, sin apenas pensar en nada hasta que el venado estuviera muerto. Hacer lo que estaba planteándose en aquel momento era algo completamente distinto.
Po permaneció mucho tiempo de pie en medio del camino. Al final, dio media vuelta y emprendió camino de regreso hacia la isla, corriendo a paso ligero, sopesando la lanza y asimilando su peso.
El terreno por donde corría el sendero iba ascendiendo de forma sostenida y el grupo fue siguiendo camino río arriba. Varias veces, en aquellos puntos desde donde había cierta visión, Larth se detenía y le pedía a Lara, cuya vista era mejor que la de él, que mirase hacia atrás y observase el camino por donde habían pasado. No había rastro de Po, ni de nadie más. El sol empezó a bajar, y Po seguía sin reunirse con el grupo. Larth estaba cada vez más asustado. No debería haber enviado solo a aquel joven. La desobediencia de Po había ofuscado su buen juicio.
Pero Po apareció justo cuando el grupo se detenía para instalar el campamento de la noche.
Avanzaba hacia ellos a paso regular, sin prisas y sin jadear. Más bien al contrario, se le veía tranquilo y relajado. – ¡Has tardado mucho! – exclamó Larth. – ¿Para qué ir con prisas? Uno puede perderse, siguiendo el camino del río. – ¿Hiciste lo que te dije?
–Por supuesto.
Los ojos de Larth se habían debilitado, pero conservaba un agudo sentido del olfato. Observó a Po más de cerca, prestando especial atención al pelo y las manos. Estaban muy limpios… excepcionalmente limpios.
–Tienes encima el olor de los manantiales de aguas termales.
Transcurrieron varios latidos de corazón sin que Po respondiese.
–Sí. Me detuve a bañarme en los manantiales.
–Incluso has lavado esto. – Larth tocó la túnica de lana del joven. Estaba recién lavada y aún un poco húmeda.
–Notaba… la sangre del venado encima. Dijiste que ocultara todas las pistas. Que los numina del camino… -Po bajó la vista-. Sentí la necesidad de lavarme.
Larth asintió. No dijo nada más.
El lugar donde acamparon estaba cerca de una colina alta y empinada. De viajes pasados, cuando su vista era más aguda, Larth sabía que desde la cumbre de la colina podía verse a mucha distancia.
Buscó a Lara y le pidió que lo acompañara. – ¿Adónde vamos, papá?
–A la cima de la colina. Rápido, mientras tengamos aún luz de día.
Ella le siguió, sorprendida por su urgencia. Cuando llegaron a la cumbre, Larth se detuvo un momento para recobrar el aliento y a continuación señaló río abajo. Tenían el sol poniente de cara.
Proyectaba un resplandor rojizo sobre la tierra y transformaba el serpenteante río en una cinta de fuego. Incluso con su mala vista, Larth podía divisar la región montañosa cercana a la isla, aunque la isla en sí quedaba escondida. Señaló hacia allí.
–Por allí, hija. Hacia donde está la isla. ¿Ves alguna cosa? Ella se encogió de hombros.
–Montañas, agua, árboles. – ¿Algo que se mueva?
Ella entrecerró los ojos y los protegió con la mano para hacerse sombra. Perfilada contra la bruma rojiza de la puesta de sol, vio una multitud de puntitos negros sobre la isla, trazando círculos lentamente y capeando el viento, como la ceniza revoloteando sobre una hoguera.
–Buitres -dijo-. Veo muchos buitres.
Más tarde, mientras los demás dormían, Larth permanecía despierto, como era su costumbre.
Estuvo un rato contemplando el fuego y luego se levantó y caminó sigilosamente hasta el lugar donde estaba acostado Po. El joven estaba durmiendo solo, alejado de los demás, como si quisiese mantenerse a cierta distancia de ellos. Tenía la lanza a su lado. Para cogerla y no despertarlo, Larth tenía que ir con mucho cuidado.
Examinó con detalle la punta de hierro a la luz del fuego. Incluso en los manantiales de aguas termales, era imposible quitar hasta la última gota de sangre de aquel metal clavado a la vara a martillazos. En las fisuras dentadas más diminutas, había aún restos de sangre.