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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

Roma de los Césares (9 page)

BOOK: Roma de los Césares
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Después está el de Nerva o transitorio, más reducido, con el templo de Minerva, y a continuación los de César y Augusto: una hermosa colección de estatuas de romanos célebres y la ecuestre de César. El último foro, mayor y más notable que los demás, es el de nuestro comprovinciano Trajano, construido sobre el celebrado diseño de Apolodoro de Damasco. Su hermosa plaza porticada, excavada en parte en las laderas del Capitolio y del Quirinal, está rodeada de notables edificios y obras de arte.

Son famosas sus galerías comerciales y almacenes y el conjunto que forman la basílica Ulpia y las bibliotecas y templo de Trajano divinizado. Y en el centro de todo ello, la espléndida columna de Trajano.

Pero escapemos de la muchedumbre y busquemos más desahogados espacios.

Por el lado del Foro que da al Quirinal, en la zona del Campo de Marte, donde antiguamente se celebraban las elecciones, salimos a los Saepta. Aquí el ambiente es más tranquilo. Curioseamos entre los tenderetes de las tiendas de lujo donde se hacinan los más variados productos del imperio. Los caprichosos y elegantes de Roma deambulan por este centro comercial en busca de telas de seda, perfumes orientales, taraceas egipcias, esclavos de lujo, cerámica griega, papagayos, collares de ámbar. No todos compran, naturalmente. Éste es también el paseo en el que se dan cita los elegantes después del almuerzo. Si bien, para según qué cosas, se pueden escoger también otros paseos de la ciudad más tranquilos e íntimos: la vía Apia, la vía Flaminia, los parques del Trastevere y del Aventino, el entorno ajardinado del templo de Diana o incluso el juvenil y bullicioso Campo de Marte al que ya, sin más dilación, salimos.

El campo de Marte se extiende desde las colinas Capitolina y Quirinal hasta el río. Es el pulmón de Roma, su punto más espacioso y despejado. Aquí es donde las nodrizas pasean a sus niños; los mozalbetes juegan; los jóvenes, e incluso no tan jóvenes, practican sus deportes favoritos, corren, juegan a la pelota o luchan.

Alejándose del centro, por las apacibles riberas del Tíber, también se encuentran recoletos paseos donde los ancianos toman el sol y platican. Es sólo una relativa lástima que, a lo largo de los siglos que abarca el imperio, el Campo de Marte acabe urbanizándose también con un número excesivo de edificios. Allí admiraremos el mausoleo de Octavio, un túmulo recubierto de árboles de hoja perenne, el pórtico de Octavio, el teatro de Marcelo, el Ara Pacis, el estadio de Domiciano, el teatro Odeón, el panteón de Agripa y las termas de Agripa y Nerón. También los templos de Isis y Serapis, en cuyos recoletos alrededores se solían citar los enamorados. Y para los cultos, el pórtico de Octavia, la hermana de Augusto, verdadero centro cultural dotado de biblioteca y sala de conferencias.

Esto es lo que encontramos por la ribera izquierda. Más allá del río, por los campos del Vaticano, sólo acertamos a otear verdes trigales, lujosos jardines, huertas y casas de recreo o de labor.

Si nos acompañara Cicerón, seguramente no habría podido reprimir una lágrima furtiva al contemplar, allá a lo lejos, el jardín que él quiso comprar a cualquier precio para elevar en él un santuario dedicado a la memoria de su querida hija Tulia. Andando el tiempo, esta ribera se poblará de modestos edificios y constituirá un barrio obrero (el Transtíber). También se construirán aquí el mausoleo de Adriano y el circo de Calígula.

Pero si en lugar de acercarnos al río hubiésemos optado por abandonar el Foro por el lado opuesto, es decir, por el que da al Esquilino, nos habríamos topado con la magnificencia del anfiteatro y el magnífico templo de Venus y Roma, con su tejado cubierto de planchas doradas, bañadas en oro, que relumbra en la distancia, herido por el sol. Delante del templo está el Coloso de Nerón (origen de la palabra Coliseo con la que se conoce al vecino anfiteatro). Es una estatua gigantesca, de treinta y seis metros de altura, que adornaba la entrada de la Domus Aurea. A la muerte de Nerón le añadieron los atributos necesarios para que representara al dios Sol. Adriano la trasladó a su actual emplazamiento. Los viejos del lugar aún recuerdan que fue necesario uncir veinticuatro elefantes a la plataforma que sirvió para trasladarla.

El Esquilino es otro de los barrios curiosos de Roma. En tiempos de la república era un lugar horrendo: en su desolada cúspide se alzaban cruces y patíbulos, cerca del cementerio y osario municipal a donde iban a parar los cuerpos de los ajusticiados o de los mendigos que morían en la calle; en su falda sinuosa crecían, entre mefíticas basuras, las chabolas de los más pobres. Allí se alineaban los humildes prostíbulos de la Subura, el barrio chino de la ciudad, del que todavía persiste algo en las callejas sórdidas donde habitan los libertos y los artesanos desempleados. Pero el Esquilino que visitamos ahora con nuestros cultos amigos se ha ido convirtiendo, en el razonable espacio de un siglo, en un elegante barrio residencial que huele a dinero fresco y a prosperidad recién estrenada. Baste decir que hasta aquí había de extenderse la Domus Aurea de Nerón (sí, probablemente llevaban razón los que censuraban la excesiva extensión de sus dependencias y jardines). En este señorial vecindario están los más bellos parques de Roma, entre ellos el tan famoso de Mecenas, y algunas de las más espléndidas mansiones de la nueva aristocracia.

Como nuestras costumbres son más plebeyas, descendemos de nuevo al bullicio y a la fritanga de los barrios populares en torno al Foro.

Otra vez nos perdemos por calles estrechas y tortuosas. En las horas de mayor afluencia, los embotellamientos son frecuentes, particularmente en los puntos donde se cruzan dos o tres literas o sillas portátiles en las que los ricos se hacen transportar a hombros de esclavos.

En el Argiletum visitamos el Vicus Sandaliarius, donde están enclavados los comercios de los zapateros y de los libreros («bibliopola»), dos actividades estrechamente asociadas pues comercian con el mismo material, el cuero. Por cierto que el hedor a piel podrida y a pez recalentada que despiden sus obradores y tenerías flota sobre el barrio entero como una pestilente losa. Nuestros elegantes amigos echan mano de sus perfumadas bolitas de ámbar y se las llevan a las narices en los pasajes donde el hedor se hace especialmente insoportable.

Comenzamos a entender que el uso de perfumes esté tan extendido en Roma entre las clases pudientes: es que la ciudad huele francamente mal. Como todos los componentes del grupo somos gente de letras, es inexcusable que penetremos a curiosear las últimas novedades en dos o tres librerías («tabernae librariae»). Al fondo de cada establecimiento, en la parte más iluminada, hay largos escritorios donde los amanuenses, asalariados o esclavos, se afanan sobre sus papiros y tinteros. Están fabricando copias de la nueva obra de Ovidio, un manual para enamorados que parece que va a ser best-seller entre los donjuanes de las provincias. El método de edición resulta algo penoso a los que procedemos de la galaxia de Gutemberg. Casi todos los libros se componen sobre rollos de papiro de Egipto de veinte hojas encoladas una a continuación de otra. Su lectura es bastante incómoda. Desde la época Flavia se divulgan otros tipos de libros parecidos a los nuestros («quaterniones»), que se fabrican con pergamino de oveja («membrana»), pero resultan caros.

Otros soportes de la escritura nos parecen no menos curiosos. Tablillas de madera enceradas («cerae»), unidas como un bloc de anillas («codex», de donde la palabra «códice») y hasta láminas de plomo para documentos importantes que deben perdurar.

A la salida de la librería, en una encrucijada, un pesado carro lanzado a toda velocidad está a punto de atropellarnos.

—Creía que estaba prohibida la circulación de carros durante el día —comento sin salir todavía del susto.

—Y lo está —asiente Marco Cornelio—, pero se hace una excepción con los que transportan escombros o materiales de construcción, puesto que de otro modo habría que construir de noche y eso haría de Roma una ciudad aún más ruidosa de lo que ya es, si te puedes imaginar tal cosa. Descendemos a los barrios del Tíber y curioseamos por las tiendas.

Cada una de ellas exhibe sus productos en la puerta, así como carteles rotulados en brillantes colores. Son mensajes publicitarios que pretenden atraer a los clientes indecisos. En el dintel de la chacinería admiramos una simétrica batería de hermosos y bien curados jamones; en el de la bodega contigua hay dos panzudas ánforas. Entran y salen clientes provistos de cenachos en los que portan sus compras del día. No nos parece que se apresuren como los que van de tiendas en nuestras ciudades modernas; antes bien se van deteniendo a cada momento para conversar con algún conocido o para asistir a los mil espectáculos que la calle ofrece: saltimbanquis, tragasables, augures, decidores de buenaventura, curanderos… También abundan los vendedores ambulantes de baratijas y de ropas usadas («centonarius») que son las únicas que pueden comprar los pobres.

Uno de nuestros amigos se detiene en una barbería («tonstrinae») donde suele hacer tertulia. Los barberos («tonsores») ejercen un oficio muy necesario pues, en esta época, todo el mundo se afeita el rostro (excepto los excéntricos filósofos, que gastan barba) y, sin embargo, no existe la costumbre de afeitarse uno mismo. En cierto modo se comprende: todavía no se ha inventado el jabón, hay que raparse en frío la indócil barba, tan sólo humedeciéndola con agua, y, por si fuera poco, el filo de las navajas deja bastante que desear. Es muy frecuente ver auténticos «ecce homos», perdón por tanto latín, y mal restañadas heridas sobre rostros afeitados con dudoso apurado.

A través de la calle de los vidrieros («vicus vitrarius»), llegamos a la de los perfumistas («vicus unguentarius»), quizá el único punto de Roma donde los tufos y olores no ofenden al olfato. En minúsculos talleres, los esclavos se afanan moliendo polvos de olor y extrañas sustancias en sus morteros de piedra.

Por todas partes se ven manchas de aceite, que será el vehículo de las esencias hasta que se conozca el alcohol. Cerca ya del Tíber, en el «vicus tuscus», el goloso Marco Cornelio adquiere una bolsita de pimienta.

La hora del almuerzo nos sorprende en el barrio XIV. Hemos dado tantas vueltas por Roma que tenemos los pies hechos polvo. Los amigos que nos acompañaban han ido desertando y no volverán hasta la tarde. Cuando quedamos solos, Marco dispone que regresemos a casa en un taxi. Nos dirigimos a la parada («castra lecticariorum»), donde alquilamos una litera de dos plazas. Es como una especie de espaciosa angarilla que contiene un colchón duro y unas almohadas. Ocho fornidos esclavos capadocios introducen largos varales por las argollas laterales y, a la señal del capataz, levantan vigorosamente la litera y parten hacia el punto de destino a notable velocidad. Como nuestro vehículo es de alquiler, su decoración es sucinta, pero por el camino nos cruzamos con otras literas privadas en las que sus dueños hacen emblemática ostentación de riqueza. Marco Cornelio me explica que también existen literas de viaje, para la carretera, portadas por dos mulos («basterna»).

Aquellos que no pueden permitirse el lujo de una litera procuran al menos lucirse en utilitaria silla de manos («sella») portada por una pareja de esclavos. Nadie se acuerda de la antigua ley, promulgada por César, que limita el uso de estos artefactos.

Domiciano lo prohibirá a las mujeres de vida alegre con idénticos negativos resultados.

Nocturna Roma

Los ciudadanos que se lo pueden permitir, porque están desocupados o porque son ricos o funcionarios del Estado o pequeños propietarios rentistas, procuran pasar la tarde en las termas. Las termas constituyen el gran placer del romano cuando no hay juegos o espectáculos públicos. Pero nosotros nos sentimos tan agotados después de la caminata de esta mañana que preferimos pasar la tarde en casa, leyendo a Virgilio en la discreta pero suficientemente surtida biblioteca de nuestro anfitrión. He de advertir que casi todas las casas nobles cuentan con su propia biblioteca, si bien estas bibliotecas particulares raramente exceden de un par de docenas de volúmenes puesto que el libro es caro y se deteriora fácilmente con la polilla y la humedad. Los eruditos pueden, no obstante, trabajar en las bibliotecas públicas de las que Roma está suficientemente surtida. En el siglo
IV
llegó a haber veintiocho.

Las más importante eran la de Augusto, en el Palatino, la de Tiberio, en la Domus Tiberiana, y la Ulpia, donación de Trajano.

A la caída de la tarde, después de cenar, salimos a dar una vuelta para conocer la Roma nocturna. Nos acompañan otra vez los amables amigos de la mañana.

La noche romana es mucho más ruidosa que el día. En cuanto se pone el sol, los centenares de carros de víveres y mercancías que han ido llegando durante todo el día a los aparcamientos de las puertas Trigémina y Collina, irrumpen en la ciudad, la invaden y se dirigen a sus puntos de destino a toda velocidad pues sólo los primeros podrán librarse de los inevitables embotellamientos. Aunque la ley establece que los ciudadanos tienen derecho a transitar sin miedo ni peligro («sine metu et periculo»), lo cierto es que el mero ruido de los carros nos amedrenta: son como bólidos sobrecargados cuyas llantas de hierro truenan inmisericordes sobre los relejes del agrio empedrado. De vez en cuando rozan las piedras sobrealzadas en medio de la calzada, que constituyen los pasos de cebra, y hacen saltar siniestros regueros de chispas. Decididamente ésta es una ciudad insoportablemente ruidosa. Adivinando nuestros pensamientos, Marcial interviene:

—¡Los ruidos de Roma! No te dejan vivir por la mañana los maestros de escuela, por la noche los panaderos y a todas horas los caldereros, que repican con sus martillos; aquí es el cambista aburrido que tintinea sus monedas sobre la sórdida mesa, allá un dorador que aporrea con su bastoncito la piedra pulida. Incesantemente los fieles de Belona gritan poseídos por la diosa; no acaban nunca, el náufrago con una tabla al cuello que va refiriendo la historia de su percance; el niño mendigo al que su madre ha enseñado a pedir limosna lloriqueando, el revendedor que te molesta insistiendo en que le compres unas pajuelas… Juvenal es todavía más radical en su condena. A él, romano de toda la vida, además de los ruidos que producen sus conciudadanos, le molesta que haya tantos extranjeros y forasteros.

La tiene particularmente tomada con los griegos.

—Esta ciudad se me hace insoportable. Hace un momento que en el Tíber ha desembarcado el Orontes trayendo consigo la lengua y las costumbres de aquellas gentes y, además, flautistas que aportan liras con cuerdas traveseras, tímpanos, su instrumento nacional, y esbeltas muchachas.

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