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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

Roma de los Césares (4 page)

BOOK: Roma de los Césares
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Julio César era alto y apuesto, de cara redonda y ojos negros de penetrante mirada. Estaba dotado de envidiable energía, tanto intelectual como física, y gozaba de buena salud, pero a veces sufría ataques de epilepsia.

Su único defecto visible fue la calvicie, que siempre intentó disimular recurriendo a los más diversos procedimientos: dejándose crecer los aladares hasta taparla, usando bisoñé y, hacia el final de su vida, usando constantemente la corona de laurel que el Senado le había concedido. Su coquetería era igualmente observable en lo referente al vestido y al cuidado de su persona: acudía con frecuencia al peluquero, se depilaba el vello superfluo y le gustaba vestir con elegancia. Era también singularmente aficionado al lujo, a las joyas y a las obras de arte.

Julio César destacó en todas las actividades que se propuso: fue gran estratega, brillante orador, sagaz político, concienzudo hombre de estado y excelente escritor. Como buen soldado, era reflexivo, generoso con los vencidos, gran sufridor de fatigas, sobrio y nada inclinado a los placeres de la mesa. No se puede decir lo mismo en lo tocante a los de la cama, puesto que fue bisexual y muy lujurioso. Cuando entró triunfalmente en Roma, sus soldados iban cantando: «Romanos, guardad a vuestras mujeres que traemos al putañero calvo» (Romani, servate uxores: moechum calvum adducimus). Un contemporáneo suyo lo llama «el marido de todas las esposas y la esposa de todos los maridos». En la larga lista de sus conquistas amorosas figuraba incluso Mucia, la esposa de su colega y adversario Pompeyo. Fue, sin embargo, muy estricto con sus propias esposas: a la segunda la repudió sólo por sospechas leves, puesto que «la mujer de César no sólo debe ser honesta sino que debe parecerlo». Julio César era culto, elocuente y muy ingenioso. Cuando desembarcó en África, al saltar a tierra, perdió pie y se dio de bruces contra el suelo, delante de la tropa formada.

Pues bien, salvó la ridícula situación exclamando: «¡Oh, África, te abrazo!». Otra anécdota que nos muestra su tesonera determinación: siendo todavía estudiante, la nave que lo conducía a Rodas fue capturada por los piratas. Estando cautivo, y en espera del rescate, uno de sus carceleros le preguntó: «¿Qué harás cuando estés libre?». Y él contestó: «Armaré una flotilla, os buscaré, os capturaré y os haré ejecutar». Los piratas rieron de buena gana el chiste pero, en cuanto estuvo libre, César hizo exactamente lo que les había prometido y los crucificó a todos.

En su faceta de escritor, Julio César historió sus propias campañas militares en dos obras espléndidas: «Comentarios a la guerra de las Galias» (51 a. de C.) y «Comentarios a la guerra civil» (45 a. de C.).

La muerte anunciada

El asesinato de Julio César, el 15 de marzo del 44 a. de C., constituye uno de los acontecimientos más importantes de la historia de Roma. Al parecer vino precedido por una serie de premoniciones que el propio César ignoró. Meses antes, unos campesinos encontraron un sepulcro antiguo con una inscripción que rezaba: «Cuando se descubran las cenizas de Capys (el difunto), un descendiente de Iulo perecerá a manos de los suyos». Pocos días antes del asesinato, los caballos de César «se negaron a comer y lloraban». La víspera misma del día fatídico, César soñó que volaba hasta la morada de Júpiter, y su esposa que la casa se hundía y César moría en sus brazos. Cuando amaneció, César se sintió indispuesto y casi había decidido quedarse en casa y aplazar su visita al Senado, cuando Bruto le hizo ver la conveniencia de comparecer aquel día pues los senadores estaban aguardándolo para concederle el título de rey de Oriente.

Así pues, César decidió ir al Senado después de todo. Por el camino, un anónimo ciudadano se le acercó y le entregó un memorial que resultó ser una acusación en la que se denunciaba la conjura para asesinarlo con los nombres de los cincuenta senadores implicados. Pero César, ignorante de su contenido, aplazó su lectura para más tarde. El memorial se encontraría, con el sello intacto, en la mano izquierda del cadáver.

El arúspice Spurinna había advertido a César, unos días antes, que se guardase de los idus de marzo (esta división romana del mes abarcaba el periodo comprendido entre los días 8 y 15, inclusive). Como ya era día 15, César bromeó con Spurinna a la puerta del Senado: «¿Ves como no pasaba nada?». A lo que el augur replicó sombríamente: «El día no ha terminado todavía, César».

Cuando penetró en el edificio, los conspiradores lo rodearon. César, al ver que los capitaneaba Bruto, le reprochó, decepcionado: («Tú también, hijo mío»), y, renunciando a defenderse, se cubrió la cabeza con la toga. Recibió veintitrés puñaladas «y sólo la primera le arrancó un gemido». Quedó muerto en medio de un gran charco de sangre a los pies de la estatua de Pompeyo, su gran enemigo.

Otras dos frases que Julio César pronunció han pasado a la historia: «La suerte está echada» (Alea jacta est!), cuando atravesó el río Rubicón al comienzo de la guerra civil: y «Llegué, vi y vencí» (Veni, vidi, vici), su lacónico informe al Senado sobre la campaña contra Farnaces, rey del Ponto, que duró exactamente cinco días, lo que nos muestra que la guerra relámpago no es cosa de ahora.

Cleopatra
(69-30 a. de C.)

La famosa reina de Egipto era de sangre griega, como todos los Tolomeos, y descendiente de uno de los generales de Alejandro Magno. En ella se aunaban la cultura griega y el refinamiento oriental. En sus escasos retratos fiables aparece como una mujer delgada y no muy agraciada: gran nariz ganchuda y despejada frente. No obstante, como suele acontecer con las mujeres dotadas de nariz poderosa, sus encantos debieron ser irresistibles: inspiró una ardiente pasión en César y en Marco Antonio, y aun, quizá, la hubiese inspirado en el esquivo Octavio de haber sido ella más joven y él menos avisado. Los escritores de su tiempo se sintieron igualmente fascinados: «Su voz —dice Plutarco— era como un instrumento de muchas cuerdas». «Existen —escribe otro— cien formas de adular, pero ella sabía mil».

Cuando murió César, Cleopatra estaba en Roma, instalada en la lujosa villa que su enamorado poseía junto al Tíber. Además, César había colocado una estatua dorada que representaba a Cleopatra en el templo familiar de Venus Genetrix. Muerto su valedor, la bella egipcia hubo de hacer el equipaje apresuradamente y regresó a sus posesiones del otro lado del mar.

No es seguro que se suicidase por medio de una serpiente áspid que se había hecho llevar oculta en una cesta de rosas, pero es poéticamente plausible. En cualquier caso, el áspid simbolizaba la divinidad del reino. Dicen que esta ilustre y bella suicida escribió una carta a Octavio suplicándole que la sepultaran al lado de Marco Antonio. El magnánimo vencedor accedió. Cleopatra murió a los 39 años. Dión Casio le dedica este epitafio: «Conquistó a los dos romanos más ilustres de su tiempo, pero el tercero fue causa de su ruina».

Capítulo 4

El imperio de los Césares

L
legamos ahora a la Roma de los césares. La figura de Julio César se revistió de tanto prestigio después de su muerte que su nombre se transformó en título de realeza y dignidad, no sólo, por cierto, en la Roma imperial que él cimentó, sino en ámbitos tan alejados de ella como el ruso y el alemán modernos. Los títulos de «zar» y «kaiser» no son sino derivados de la palabra «césar».

Antes de examinar los acontecimientos más relevantes del periodo, bueno será que echemos un vistazo a la sociedad e instituciones de la Roma imperial.

Según la reforma de Augusto, los ciudadanos de Roma se dividen en tres clases: senatorial, a la que pertenecen los que poseen más de un millón de sestercios; ecuestre, para aquellos cuya fortuna excede los cuatrocientos mil sestercios; y plebe. No se cuentan los esclavos y libertos, pues están desprovistos de derechos de ciudadanía. La igualdad ante la ley no existe: el delincuente recibe distinto castigo por una misma falta según la clase social a la que pertenezca.

Roma y su imperio son propiedad de un número reducido de familias nobles pertenecientes a la clase senatorial, cuyos descendientes van heredando este privilegio, por línea masculina, hasta la cuarta generación. La admisión en el Senado depende del prestigio social alcanzado por el individuo porque, como dice Tácito, «el pueblo ve las cosas a través de los ojos de las estirpes ilustres». El aristócrata debe cultivar su prestigio en todo momento. La expresión «Romanum non est» está continuamente en la boca del padre noble que educa a su hijo en las pautas de comportamiento propias de su clase. Naturalmente este severo ideal quedará cada vez más distante de la realidad cuando la aristocracia de la Roma imperial se deje conquistar por el lujo, la molicie y las nuevas ideas morales de origen oriental que se difunden a partir del siglo
II
.

A las órdenes de la privilegiada minoría senatorial están la plebe —formada por hombres libres pero pobres— y los libertos y esclavos.

Entre estas dos clases extremas se sitúa la ecuestre, cuya importancia crece incesantemente con el auge de una clase media comercial e industrial que también va accediendo a puestos importantes en la administración. No obstante, la movilidad social es mínima al principio. Hay un proverbio que dice: «El que ha nacido en el cuchitril del entresuelo no sueña con la casa» («Qui in pergula natus est, aedes non somniatur»). Avanzando el imperio, esta situación tiende a suavizarse y hasta encontramos casos de libertos enriquecidos cuyos hijos ingresan en el orden ecuestre y cuyos nietos llegan a ser senadores. De hecho, en el siglo
II
la población de Roma está tan mezclada que más de la mitad es descendiente de antiguos esclavos, lo que quizá explica la sorprendente expansión de oscuros cultos orientales que al principio eran propios de gente baja e inculta y a partir de esta época comienzan a ganar terreno entre las clases dirigentes.

Los romanos eran, y en realidad nunca dejaron de serlo, campesinos y soldados vinculados a la tierra y dotados de un envidiable sentido común, pragmáticos, tenaces y realistas.

Destacaron mucho en las ciencias positivas, en organización, explotación y administración de sus conquistas.

Por el contrario, descuidaron las especulativas, la lucubración filosófica y el arte en general, que prefirieron copiar de otros pueblos, particularmente del griego. No pretendían ser artistas, se conformaban con ser buenos artesanos. Eran, también, profundamente religiosos y estaban convencidos de que sus dioses tutelaban a Roma, creencia que constituyó un poderoso acicate en las épocas de adversidad.

El aristócrata romano está tan orgulloso de su origen campesino que esta vinculación al campo le parece garantía de rectitud moral. No obstante, dista mucho de ser un mero terrateniente: su máxima aspiración sigue siendo hacer carrera política ejerciendo sucesivamente cargos cada vez más importantes en el «cursus honorum». De este modo adquiere dignidad para él y para sus descendientes.

Al propio tiempo, le importa mucho la censura colectiva («reprehensio»), que viene a ser, bien mirado, la única arma que ha quedado en manos de este pueblo, criticón y mordaz pero despojado de derechos políticos. Por este motivo, la aristocracia no pierde ocasión de halagarlo y lo corteja con toda clase de medidas demagógicas: subsidios, repartos, juegos, obras públicas…

En nuestro curioso deambular por la Roma imperial hemos notado que el romano es algo chismoso, socarrón y maldiciente. «Italum acetum», recuerda Horacio. «En efecto —corrobora Cicerón—: gran ciudad maldiciente es la nuestra: nadie se salva». El propio Cicerón es famoso por sus réplicas y ocurrencias. Un ejemplo ilustrativo: acierta a pasar cerca de nosotros su yerno Léntulo, hombre de muy baja estatura, que va luciendo con gallardía su uniforme militar. Pues bien, recibe el siguiente saludo de su ilustre suegro: «¿Quién ha sido el que te ha atado a esa espada?». Otro ejemplo: están tomando declaración a una doncella, granadita ya, y le preguntan: «¿Edad?». «Treinta años», responde ella bajando pudorosamente la mirada. Y Cicerón, sin bajar la voz, se vuelve hacia los testigos y corrobora, con gravedad romana: «Así debe de ser porque llevo veinte años oyéndoselo decir».

Este carácter mordaz se manifiesta en los apodos despectivos que, a fuerza de usarse, llegan a tomar carta de naturaleza como nombres propios: el mismo Cicerón, nombre que significa «garbanzo», por una hermosa verruga que le afea el rostro; o Plautus, orejudo; Varus, patizambo. Los hay también que, por ser evidentes, no precisan explicación: Brutus, Bestia.

Decíamos que el noble que quiere hacer carrera ha de promocionarse sobornando al pueblo con juegos gratuitos, financiación de edificios públicos o subvención de fiestas, si no quiere que lo tilden de avaro. Un cínico personaje de Petronio observa: «Él me ha ofrecido el espectáculo y yo lo he aclamado: estamos en paz; una mano lava a la otra».

¿De dónde sale el dinero para los cuantiosos gastos que acarrea la promoción política del aristócrata?: de los mismos cargos que va desempeñando.

El funcionario romano obtiene cargos en la administración provincial y allí se enriquece aceptando sobornos y recaudando impuestos ilegales. Toda función pública entraña ganancias privadas y nadie se espanta de ello. El tráfico de influencias y la venta de recomendaciones («suffragia») constituyen procedimientos comunes; la propina («sportula») es el medio normal para agilizar trámites. Incluso existen gestores («proxenetae») que, mediante una adecuada remuneración, buscan las recomendaciones necesarias y liman cualquier escollo administrativo.

Desde nuestra perspectiva moderna, la administración romana aparece tan podrida como la de cualquier república tercermundista, y ustedes perdonen la manera de señalar. Pero antes de emitir un juicio condenatorio hemos de tener en cuenta que tal proceder respondía a una ética distinta y que, en cualquier caso, a pesar de estas evidentes tareas, la administración romana sigue siendo mucho más articulada y eficaz que la de los otros países, a veces culturalmente superiores, a los que Roma sojuzga y convierte en provincias de su imperio.

La plebe no tiene problemas éticos ni se fatiga con ambiciones de escalar lo más aceleradamente posible el «cursus honorum». Las preocupaciones de la plebe son más inmediatas. En los estratos más bajos están los parásitos del estado que se contentan con sobrevivir de la «annona» oficial y de ocasionales propinas de sus conocidos poderosos. Luego está una masa obrera artesanal que, desplazada por la competencia de la mano de obra esclava, acabará engrosando el número de los parásitos. Por encima de éstos encontramos a los pequeños comerciantes, «que revenden cada día lo que han adquirido fiado por la mañana», y una decreciente escala de comerciantes acomodados que culmina en aquellos que aspiran a ingresar en la clase ecuestre y se ocupan de favorecer el ascenso social de sus hijos, ese sempiterno anhelo de las clases medias.

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