Pero la peor de las ironías sólo yo podía comprenderla; lo que Lawrence le había hecho a Tor y a los otros era casi exactamente lo mismo que le había ocurrido a mi abuelo veinte años antes. Arrebatarle a alguien una idea brillante, llevada a cabo con sudor y lágrimas, y exprimirle todo su valor hasta sangrarla por completo. Tenía que haber un modo de vengarse.
—¡Maldita serpiente! —exclamó Pearl, cuando Tor hubo terminado de explicar cómo habían quedado las cosas con Lawrence—. Si no amortizamos esos bonos antes de dos semanas, lo hará por nosotros, como acreedor nuestro, y entonces nos habrá jodido.
—
Oui
—concedió Lelia—. Nos están dando las vueltas como a un tornillo.
[10]
—No creo que sea eso a lo que se refiere, madre —dijo Georglan.
—Pero se acerca bastante —reconoció Tor.
—Tenemos que arrebatarle esos bonos robados antes de que se dé cuenta de que lo son —dijo Pearl, volviéndose hacia mí—. Se me ha ocurrido algo. ¿Habéis ganado Tavish y tú lo suficiente para, si transfirierais el dinero que habéis robado, cancelar nuestros préstamos?
Sabía a lo que se refería, lo había sabido desde la primera vez que Tor mencionó la idea, y era más que peligroso. Robarle dinero a un banco para cubrir una deuda personal en un país extranjero no era lo mismo que utilizar bonos «prestados» como garantía de un préstamo que ibas a devolver; sería un fraude internacional a gran escala.
Pero Tor se opuso con una voz extrañamente indiferente.
—No puedo aceptar eso —declaró—. Después de todo, la apuesta la tiene conmigo, no con el resto. Aún seguimos compitiendo. Si aceptara su dinero en este momento, equivaldría a perder la apuesta.
—Pero si hace un momento nos has dicho que estabas a punto de perder la camisa —dije yo, exasperada—. ¿Por qué no admites que todo ha acabado? Esta lamentable apuesta ya me ha costado demasiado: mi trabajo, mi carrera, quizás incluso mi independencia, todo por lo que he trabajado en la vida…
—¿Te interesa saber por lo que he trabajado yo? —me interrumpió con crudeza—. Por el honor y la integridad, por un salario diario justo, por una jornada de trabajo justa, por la justicia en el mercado para que las personas de honor y valía sean recompensadas, y para que aquellos que no tienen honor sean siempre, siempre castigados. —Hizo una pausa y me miró con una frialdad que nunca le había visto—. Tú trabajas para Lawrence —añadió, antes de dar media vuelta, airado.
—Es injusto y cruel que digas eso —protesté, consternada. Pero, de repente, supe que él estaba totalmente en lo cierto. ¿Por qué me había inquietado tanto tener que trabajar para Tor? ¿Qué tipo de independencia perdería realmente? ¿La de jugar al gato y al ratón con gente como Lawrence, Karp y Kiwi, consiguiendo pequeños triunfos a la vez que perdía mi vida, mi capacidad para producir, como diría Tor? ¿Qué era yo, en realidad, si no la rata más inteligente del laberinto?
—No me importa ganar —le dije, paseándome de un lado a otro, mientras mis tres amigas permanecían clavadas en sus sitios, contemplándonos impotentes—. Me metí en esta apuesta por las mismas razones que tú, para demostrar que había estafadores y sinvergüenzas y mentirosos en abundancia en la industria financiera a nivel internacional. No volveré al banco cuando todo termine, independientemente de quién gane la apuesta. Quiero quedarme aquí y ayudaros a vencerlos. Pera no sé cómo, si no es aportando el dinero para cubrir esos préstamos…
—Es demasiado tarde para eso, —afirmó Tor—. Demasiado tarde.
—No quiero que mis amigos acaben en la cárcel cuando yo tengo los medios necesarios para ayudarlas —dije—. Además, tú me ayudaste a mí cuando lo necesité.
—¿De verdad? —replicó Tor—. ¿Es eso lo que piensas? Tal vez hice justo lo contrario.
Se levantó inopinadamente y se alejó mientras Pearl y yo nos mirábamos sorprendidas.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Georgian—. Ella se ofrece a salvarnos el cuello y él se niega por una «apuesta de caballero». ¡A mí no me suena condenadamente caballeroso!
—Eso es porque no tienes los oídos para escuchar el interior del corazón —señaló Lelia tranquilamente—. El divino Zoltan cree que hace mal cuando metió a Verity en esta apuesta, cuando la ayuda a continuar en ella a pesar de que perdía al principio. Si no hay esa «ayuda», quizás ella estaría libre y a salvo de todo lo que ocurre ahora. Y nosotras, nosotras somos sus amigas; también se siente culpable por nosotras. Debemos hacerle comprender que todas somos seres humanos adultos. Lo que hemos hecho, lo hacemos libremente.
Tenía razón, claro está. Eso explicaba la frustración y la rabia que Tor debía de sentir, pero no resolvía el problema. Me levanté y fui en su busca.
Me costó media hora o más de deambular por los bosques y la playa pedregosa encontrarlo, vestido aún con la camisa arrugada y los pantalones arremangados, sentado con aire taciturno sobre una roca junto al mar.
—Así que no puedes dejar de competir —dije. Me acerqué con una sonrisa y me senté en sus rodillas—. Demasiado orgulloso para aceptar una moneda de mi pastel.
—Si fuera realmente «tu pastel», como dices tú de manera tan encantadora, me encantaría que me mantuvieras —dijo, aunque su voz sonaba muy poco convincente—. Pero cuando te has ofrecido a meterte en una penitenciaría federal durante veinte años para salvarme a mí, realmente me ha parecido que ahí tenía que trazar la línea. ¿Te he parecido demasiado duro?
—De acuerdo, entonces esto es la guerra —dije, sonriendo aún—. ¿Cuál será tu siguiente paso?, si me permites preguntarlo.
—Que me aspen si lo sé —contestó, besándome la muñeca distraídamente mientras contemplaba el agua—. He estado tratando de idear algo desde que ocurrió. Me he pasado de listo y tal vez nos cueste a todos la libertad. Es increíble que sea precisamente a mí a quien una traición como ésta le haya pillado desprevenido.
—¿Cómo quedó la cosa? —inquirí.
—Intenté ganar el mayor tiempo posible afirmando que Lelia era quien estaba a cargo de todo y que debía ser consultada. Pero vendrán a la isla dentro de dos semanas y esperan que entonces firmemos en la línea de puntos o que la justicia embargue nuestros bienes.
—Mira, ya sé que Lawrence es un criminal-le dije,—pero no puedo demostrarlo sólo con un memorándum y pruebas circunstanciales, como el tipo de clubes a los que pertenece. Por no mencionar que Lawrence se cubre tan bien las espaldas que podrían darle el título de empapelador. Sin embargo, dos semanas son mejor que nada y, puesto que es todo lo que tenemos, espero que no desprecies mi ayuda, si se trata tan sólo de investigar.
—Si honestamente piensas lo que has dicho antes ahí arriba —me dijo, rastreando mi interior con sus increíbles ojos de un dorado rojizo—, entonces ayúdame a destruirlos como se merecen. Ésa es la finalidad de todo esto.
LONDRES, SEPTIEMBRE DE 1814
Dos años después de la muerte de Meyer Amschel Rothschild, prácticamente el mismo día, los jefes de estado aliados de Europa se reunieron en Viena para decidir cómo se iban a dividir el continente europeo tras haber desterrado y encarcelado al tirano Napoleón en la isla de Elba.
En Londres, Nathan Rothschild recibía en sus habitaciones a otro de los distinguidos personajes del momento, el cual había contribuido a la ruina de Napoleón.
—Lord Wellington —dijo Nathan—, tengo entendido que le han concedido por fin su deseo y le han dado permiso para retirarse del campo de batalla.
—Sí —replicó Wellington—. Como he observado a menudo; cualquiera que haya visto alguna vez una batalla, aunque sólo sea durante un día, no está muy predispuesto a volver a ver otra, aunque fuera por una hora.
—Y sin embargo, lo hace muy bien en un campo que no le gusta. ¡Imagínese, de haber escogido algo que le gustara, lo que hubiera podido lograr!
—Sí, ya veo que es usted un vivo ejemplo, Rothschild. Se dice de usted que ama el dinero más de lo que nadie lo ha amado jamás. Y ahora es más rico de lo que nadie, vivo o muerto, lo haya sido jamás; lo bastante rico como para haber salvado al imperio Británico de una ruina devastadora, así como a la mayor parte de Europa.
—El dinero ha comprado la libertad y un estilo de vida que ni siquiera mi padre podría haber imaginado cuando empezó —admitió Nathan—. El poder de la riqueza para hacer el bien, o el mal, no debería subestimarse jamás.
—Según creo, ahora que Europa es libre, usted y sus hermanos van a iniciar algo nuevo, algo que les proporcionará un control aún mayor.
—En realidad es sólo una idea; y un servicio que los financieros han prestado de manera informal durante siglos. Lo llamamos cámara de compensación.
—Cambiarán el dinero para las cabezas coronadas de Europa, ¿es eso?
—Eso y mucho más —replicó Nathan—. Hasta ahora los bancos se han ocupado de proporcionar dinero o intereses sobre un depósito. Pero a partir de ahora, podremos cambiar monedas según las necesidades, incluso en época de guerra, sin depreciar el valor de ninguna de ellas. En la práctica, controlaremos la estabilidad de las monedas de ese modo.
—Será una bendición para la economía de Europa, una especie de mercado de moneda común —convino Wellington—. Debo confesar que no me había quedado jamás tan atónito como cuando dejé España, después de derrotar al ejército francés. Al entrar en Francia nos encontramos con los ejércitos de Napoleón, que volvían de Rusia tras haberse batido en retirada. Y el oro que había recibido de usted procedía de Francia, el país del enemigo, ¡y en moneda francesa! ¿Cómo obró el milagro?
—Convencimos al gobierno británico de que extendiera el rumor de que iban a devaluar su propia moneda. Como resultado, los franceses nos permitieron llevar oro británico a Francia, pensando que así despojaban al enemigo de sus reservas de oro. Nosotros lo utilizamos para comprar letras de crédito giradas a cargo de bancos españoles. De esta manera, pasamos el dinero a través de las fronteras internacionales evitando tanto las sospechas como los impuestos. Mi querido Wellington, llegará el día en que los gobiernos comprenderán, como nosotros, los banqueros, que el cordón de la bolsa es el único hilo que vale la pena mover. Y un gobierno justo es aquel que apoya el libre mercado.
—Ah, Rothschild, es usted un hombre de genio y ambición. Yo sólo soy un pobre soldado harto de guerras. Para mí mismo, ahora que tengo una renta vitalicia y un título, sólo ansío la paz. Mañana parto en dirección a mis propiedades en Irlanda, donde me «ocuparé de mi jardín», como nos aconsejó Voltaire que hiciéramos y ojalá no vuelva a haber guerra mientras vivamos. Lo que a usted le ha hecho rico, a mí me ha agotado.
—Le aconsejo que no le coja demasiada afición a la jardinería —dijo Nathan—. Nunca se sabe lo que nos deparará el futuro. Mi padre jugaba al ajedrez, ¿sabe? Solía decir siempre que el mejor jugador no es el que prevé las jugadas con antelación, sino, más bien, el que sabe adaptar su estrategia a la situación de las piezas en todo momento. Y eso es cierto para muchas cosas, aparte del ajedrez.
—Sin duda es cierto en la guerra —admitió Wellington—. En fin, yo venía a despedirme antes de retirarme a Irlanda. Había pensado incluso en un regalo de agradecimiento por todo lo que ha hecho por mí y por Gran Bretaña, pero no se me ha ocurrido nada que pudiera ofrecerle a un hombre de su riqueza y posición. Ya tiene un título que ha decidido no utilizar. ¿Hay algo que quiera, y que yo pueda darle en muestra de agradecimiento por su ayuda?
—En realidad, sí —respondió Rothschild—. Me gustaría que aceptara un regalo mío.
—¿Suyo? ¡Imposible! Ya ha hecho demasiado…
—Mi querido Wellington, debe recordar que los regalos de un hombre rico siempre se entregan atados a una cuerda, así es como se ha hecho rico.
—¿Qué es ello, pues? —Wellington rió—. Me pica la curiosidad.
—Esta pequeña cesta —dijo Nathan—, que espero conserve a su lado en todo momento. No, no la abra ahora. Dentro hallará unas cuantas aves grises. Le diré lo que quiero que haga con ellas…
El dinero es el origen de toda civilización
WILL Y ARIEL DURAN
A la mañana siguiente nos dirigimos a pie al otro lado de la colina, Pearl y Lelia nos seguían en la carreta. Parecíamos un pequeño ejército camino de la batalla.
Cuando el comité del Vagabond apareciera al cabo de dos semanas como nuevo propietario de la isla, alguien tendría que mostrarles los entresijos del negocio que habían comprado. Puesto que Lawrence podría reconocer a Pearl y sin duda me conocía a mí, ambas tendríamos que permanecer ocultas en el castillo durante su estancia.
Por lo tanto, recayó en Georgian la tarea de mostrar el funcionamiento del negocio de las divisas. Aquél era su primer día de entrenamiento y no le gustaba lo más mínimo.
—Los grados de abertura de las cámaras son los únicos números que entiendo —se quejó, mientras caminábamos delante de la carreta, levantando polvo—. Dicen que tengo que explicar todo eso como si lo hubiera estado haciendo toda la vida.
—No creo que te resulte demasiado duro —le dije—. Después de todo, si Pearl ha conseguido millones en sólo unos meses, ¡cualquiera puede hacerlo!
Miré por encima del hombro a Pearl, que me lanzó una mirada airada desde la carreta. Georgian, Tor y yo nos hicimos a un lado para dejar pasar el caballo y la carreta, con Lelia y Pearl dando botes al descender por la montaña.
Recorrimos las calles entre hileras de casitas de estuco, puertas iguales de color turquesa y oro y balconcillos dorados con enrejados de flores. Al final de la calle había una estructura de dos plantas, larga y ancha, con un tejado puntiagudo como el de un granero.
—Antes era el cobertizo donde fabricaban las velas —me explicó Pearl—, la industria del pueblo antes de que llegásemos. Pero, como necesitábamos urgentemente un lugar para nuestro negocio, les pagamos el dinero suficiente para que se construyeran otro.
Era un edificio grande y oscuro que olía levemente a moho y a mar, con altos techos abovedados en la parte delantera y una escalera en el centro para subir al segundo piso, que parecía un desván. En la recepción, hojeé el registro de entradas, donde vi los nombres de algunas importantes empresas internacionales que, presumiblemente, aún seguían haciendo negocios allí.
—¿Clientes europeos? —le pregunté a Tor, cuando el grupo inició el ascenso al segundo piso.