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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

Retrato de un asesino (36 page)

BOOK: Retrato de un asesino
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Algunos tintes de lápices de labios son tan fáciles de identificar que es posible precisar la marca y el nombre comercial del color. El maquillaje de teatro y las pinturas artísticas de Sickert no habrían engañado al microscopio electrónico de barrido, la mícrosonda iónica, el difractómetro de rayos X o la cromatografía de capa delgada, por mencionar sólo unos pocos de los recursos modernos. En
Broadstairs,
un cuadro de Sickert de la década de 1920, la tempera adquirió un color azul fluorescente cuando lo examinamos con una fuente de luz alterna no destructiva en el Instituto de Ciencia y Medicina Forense de Virginia. Si un residuo microscópico de este pigmento hubiera pasado de las manos o la ropa de Sickert a la víctima, el Omnichrome lo habría detectado, y a continuación se habrían realizado análisis químico.

Encontrar pintura artística en una víctima habría supuesto un avance importante en la investigación. Si en la época victoriana se hubieran podido detectar restos de pintura en la sangre de la víctima, la policía no habría llegado a la precipitada conclusión de que Jack el Destripador era un carnicero, un judío polaco o ruso loco, o un estudiante de medicina desequilibrado. La presencia de residuos compatibles con cosméticos o adhesivos también habría planteado interrogantes significativos. Los cuchillos que aparecieron en la calle habrían proporcionado respuestas, en lugar de suscitar dudas.

Un rápido análisis químico preliminar habría permitido precisar si el material seco y rojizo que se halló en las hojas de esas armas era sangre, óxido u otra sustancia. Las pruebas de precipitina —un anticuerpo que reacciona ante un antígeno específico— habrían indicado si la sangre era humana, en cuyo caso el estudio del ADN habría dejado claro si coincidía o no con el perfil genético de una víctima determinada. Podrían haberse detectado huellas dactilares en la empuñadura del cuchillo, y si Jack el Destripador hubiera dejado rastros de sangre o sudor en el pañuelo con que envolvió el arma, habría sido posible determinar su ADN.

Los pelos se habrían comparado entre sí, o analizado para buscar ADN mitocondrial. Las marcas que el arma produjo en el cartílago o el hueso se habrían cotejado con cualquier arma recuperada. Aunque en la actualidad se habrían hecho todas las pruebas posibles para atrapar al Destripador, lo que no podemos saber es hasta qué punto estaría informado Sickert si estuviera cometiendo sus crímenes ahora. Sus amigos le atribuían una mente científica, Sus pinturas y dibujos demuestran que poseía considerables conocimientos técnicos.

Realizó algunos dibujos en un cuaderno de contabilidad que tenía columnas para las libras, los chelines y los peniques. Al dorso de otros dibujos hay operaciones matemáticas, quizá porque calculaba el precio de las cosas. En el papel pautado de una carta del Destripador hay unos garabatos similares (al parecer, trataba de averiguar el precio del carbón).

El arte de Sickert era tan premeditado como sus crímenes. Yo estoy convencida de que, si estuviera matando ahora, lo sabría todo sobre la ciencia forense, igual que conocía los medios disponibles en 1888: la comparación de la letra, la identificación por rasgos físicos y las «marcas de dedos». También debía de estar bien informado sobre las enfermedades de transmisión sexual, y sin duda mantenía el menor contacto posible con los fluidos corporales de sus víctimas. De seguro usaba guantes para matar y se quitaba la ropa ensangrentada en cuanto tenía ocasión. Quizá se pusiera botas con suela de goma, que eran silenciosas y fáciles de limpiar. Es muy probable que llevara mudas de ropa, disfraces y armas en su maletín, y que envolviera los objetos con papel de periódico y cuerda.

Un día después del asesinato de Mary Ann Nichols, el sábado 1 de septiembre, el
Daily Telegraph
y el
Weekly Dispatch
publicaron la peculiar experiencia que supuestamente había vivido un lechero a las once de la noche anterior, o sea, unas horas después de que se cometiera el crimen. El lechero, que tenía una tienda en Little Turner Street, al final de Commercial Road, informó a la policía de que un desconocido con un brillante maletín negro había entrado en su establecimiento para comprar un penique de leche, que se había bebido en el acto.

Luego, el hombre pidió permiso al lechero para entrar en un cobertizo. Mientras estaba allí, el lechero vio algo blanco. Entró a investigar y encontró al desconocido cubriéndose los pantalones con un «mono blanco, como el que usan los ingenieros». Al momento se puso una chaqueta blanca sobre el chaqué negro y dijo: «Un crimen atroz, ¿no? —Cogió su maletín negro y salió a la calle, al tiempo que exclamaba—: ¡Creo que tengo una pista!»

El lechero describió al desconocido como un hombre de unos veintiocho años, rubicundo, con barba de tres días, cabello oscuro y ojos grandes y escrutadores, y añadió que tenía el aspecto de un «oficinista» o un «estudiante». La chaqueta y el mono blancos —similares a los de un «ingeniero»— eran también las prendas que usaba Sickert para protegerse la ropa cuando pintaba en sus estudios. La familia de su segunda esposa donó tres conjuntos como éste a los archivos de la Tate Gallery.

La anécdota del lechero adquiere un cariz aún más sospechoso si se le suma otro dato sobre vestimenta que difundió la prensa tras los asesinatos de Elizabeth Stride y Catherine Eddows. A las nueve del día siguiente, el lunes 1 de octubre, el propietario de la taberna Nelson de Kentish Town, un tal señor Chinn, encontró un paquete envuelto en papel de periódico detrás de la puerta de un edificio anexo al local. No le dio importancia hasta que leyó la noticia del asesinato de Elizabeth Stride, y se dio cuenta de que el paquete coincidía con la descripción del que había llevado el hombre a quien habían visto con Elizabeth una hora antes de su muerte.

El señor Chinn fue a la comisaría de Kentish Town Road para denunciar el hecho. Cuando regresó a la taberna con un detective, vieron que alguien había pateado el paquete, arrojándolo a la calle, y que el papel se había rasgado. Dentro había un par de pantalones oscuros empapados en sangre. En el envoltorio se encontraron cabellos adheridos a la sangre coagulada. No parece haber otra descripción de esos cabellos ni del papel de periódico, y los pantalones se los llevó un mendigo. Supongo que el detective no les vio utilidad y los dejó en la calle.

La descripción del hombre que el agente William Smith vio conversando con Elizabeth Stride es similar a la que dio el lechero del individuo que entró en su tienda: ambos eran morenos, con la cara afeitada—o, al menos, sin barba—y de unos veintiocho años. La taberna Nelson estaba en Kentish Town, a unos tres kilómetros al este de South Hampstead, donde vivía Sickert. Éste no tenía la tez morena, pero le habría resultado fácil crear esa impresión con maquillaje. No tenía el cabello oscuro, pero los actores solían teñírselo o usar peluca.

Habría sido muy fácil dejar paquetes, incluso maletines, en sitios ocultos, y dudo que a Sickert le preocupase la posibilidad de que la policía encontrara sus pantalones ensangrentados. En aquellos tiempos no hubieran servido para obtener información útil, a menos que mostrasen alguna señal que pudiera conducir a su propietario.

Las mutilaciones faciales son reveladoras en extremo, y un criminólogo o un psicólogo forense concederían mucha importancia a las de la cara de Catherine Eddows, que, en palabras del inspector jefe Donald Swanson, quedó «casi irreconocible». El rostro es la persona. Mutilar es algo personal. Por lo general se llega a este grado de violencia cuando el asesino y la víctima se conocen, pero no siempre es así. Sickert destrozaba sus cuadros a cuchilladas cuando no le gustaban. En una ocasión envió a su esposa Ellen a comprar dos cuchillos de hoja curva y afilada, como los que ella usaba para podar las plantas.

Esto ocurrió en París, según contó Sickert al escritor Osbert Sitwell. Sickert explicó que necesitaba los cuchillos para ayudar a destrozar unos cuadros de Whistler. El maestro solía quedar insatisfecho con su obra y, una vez agotados todos los recursos, la destruía. Un método era quemarla; otro, cortarla en pedazos. Mientras Sickert fue su aprendiz, debió de ayudarle a destripar los cuadros, como decía él, y quizá con los mismos cuchillos que mencionó a Sitwell. No sabemos cuándo los compró, pero tuvo que ser entre 1885 y 1887, o a principios de 1888. Sickert no se casó hasta 1885. Whistler lo hizo en 1888, cuando empezaba a enfriarse su relación con Sickert, que se rompería de manera definitiva menos de tres años después.

Existe cierta semejanza entre el artista que destruye un cuadro que ha llegado a odiar y el asesino que destruye la cara de su víctima. La destrucción refleja la voluntad de eliminar un objeto que causa frustración e ira. O un intento de eliminar lo que uno no puede poseer, ya se trate de la perfección artística o de otro ser humano. Si uno desea mantener relaciones sexuales y no puede, destruir el objeto de deseo equivale a lograr que éste deje de ser deseable.

Noche tras noche Sickert contemplaba actuaciones provocativas en los teatros de variedades. Durante gran parte de su carrera pintó mujeres desnudas. Pasó muchas horas mirando, incluso tocando, detrás de las puertas cerradas con llave de su estudio, pero sólo consumaba a través del lápiz, el pincel o la espátula. Si era capaz de sentir deseo sexual, pero incapaz de satisfacerlo, su frustración debía de ser angustiosa e irritante. En la década de 1920 pintó varios retratos de una joven estudiante llamada Ciceley Hey. Un día que estaba solo con ella en el estudio, se sentó a su lado y, de improviso y sin razón aparente, comenzó a gritar como un loco.

Uno de estos retratos es
La muerte y la doncella.
En algún momento entre principios de la década de 1920 y 1942, el año de su muerte, Sickert regaló
El dormitorio de Jack el Destripador
a Ciceley. Nadie sabe dónde había estado este cuadro desde que lo terminó, en 1908. También es un misterio por qué se lo dio a Ciceley Hey, a menos que queramos creer que tenía fantasías sexuales violentas con ella. Si a esta mujer le resultó extraño que Sickert creara una obra tan reveladora, y con un título igual de premonitorio, no tengo constancia de ello.

Puede que a Sickert le gustasen las modelos feas porque prefería estar rodeado de carne que no le resultara deseable. Tal vez el asesinato y la mutilación fueran una poderosa catarsis para su frustración y su ira, a la vez que una forma de destruir el deseo. Esto no quiere decir que deseara a las prostitutas. Pero éstas representaban el sexo. Representaban a su indecente abuela, la bailarina escocesa que, en la retorcida mente de Sickert, podría haber sido la culpable de que él naciera con un grave defecto físico. Podemos hacer conjeturas que quizá suenen razonables, pero que nunca explicarán toda la verdad. El que una persona desprecie la vida hasta el punto de disfrutar destruyéndola es algo que escapa al entendimiento.

La teoría de que el Destripador degollaba a sus víctimas una vez que estaban en el suelo siguió siendo la dominante incluso después de los asesinatos de Elizabeth Stride y Catherine Eddows. Basándose en la distribución de las manchas de sangre, los médicos y la policía concluyeron que las mujeres no podían haber estado de pie cuando el asesino les cortó la carótida. Posiblemente dieran por sentado que la sangre arterial habría llegado a cierta distancia y cierta altura si las víctimas hubieran estado erguidas. Tal vez supusieran también que las víctimas se acostaban para mantener relaciones sexuales.

Pero las prostitutas no solían tenderse en el duro empedrado, en el barro ni en la hierba húmeda, y los médicos no interpretaron las manchas de sangre sobre la base de pruebas científicas. En los laboratorios modernos, los expertos realizan experimentos con sangre para comprender cómo gotea, salta, salpica, chorrea y se dispersa, siguiendo las leyes de la física. En 1888, ninguno de los que trabajaba en los casos del Destripador se dedicó a investigar a qué distancia o a qué altura podía llegar la sangre cuando seccionaban la carótida a una persona que estaba de pie.

Nadie sabía nada sobre las manchas causadas por los repetidos movimientos oscilantes de la mano que asesta puñaladas. No parece que los médicos que acudieron a los escenarios de los crímenes considerasen la posibilidad de que Jack el Destripador degollara a sus víctimas y las arrojara al suelo a un tiempo. Tampoco pensaron que el asesino podía evitar que lo vieran manchado de sangre quitándose rápidamente las prendas que había utilizado para matar, como el mono o los guantes, y retirándose a un escondite para lavarse.

Sickert tenía pavor a las enfermedades. Era un maniático de la higiene y se lavaba las manos a todas horas. Si por error se ponía el sombrero de otra persona, se lavaba la cabeza y la cara de inmediato. Sin duda estaría informado sobre los gérmenes, las infecciones y las enfermedades, y debía de saber que para contraerlas no era imprescindible practicar sexo oral, vaginal o anal. Podía buscarse serios problemas con sólo salpicarse la cara con sangre, o tocándose los ojos, la boca o una herida abierta con las manos ensangrentadas. Años después, pasó por una etapa de preocupación cuando creyó padecer una enfermedad de transmisión sexual que resultó ser gota.

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