Relatos de poder (24 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Relatos de poder
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No quise presionarlo más. Permanecimos un rato en silencio; luego, él empezó a hablar de nuevo.

—Digamos que un guerrero aprende a entonar su voluntad, a dirigirla a un punto directo, a enfocarla donde quiere. Es como si su voluntad, que sale de la parte media de su cuerpo, fuera una sola fibra lumi­nosa, una fibra que él puede dirigir a cualquier sitio concebible. Esa fibra es el camino al nagual. O tam­bién yo podría decir que el guerrero se hunde en el nagual a través de esa sola fibra.

—Una vez que se ha hundido, la expresión del na­gual es asunto de su temperamento personal. Si el guerrero es chistoso, el nagual es chistoso. Si el gue­rrero es espantoso, el nagual es espantoso. Si el guerre­ro es perverso, el nagual es perverso.

—Genaro siempre me hace reír porque es uno de los seres más divertidos que hay. Nunca sé con qué va a salir. Eso, para mí, es la esencia última de la brujería. Genaro es un guerrero tan fluido que el más leve enfoque de su voluntad hace que su nagual actúe en formas increíbles.

—¿Observó usted mismo lo qué don Genaro hacia en los árboles? —pregunté.

—No. Nada más supe, porque vi, que el nagual estaba en los árboles. El resto del espectáculo era para ti solo.

—¿O sea, don Juan, que, como la vez que usted me empujó y fui a dar al mercado, usted no estaba con­migo?

—Fue algo así. Cuando uno se encuentra cara a cara con el nagual, uno siempre tiene que estar solo. Yo nada más andaba por ahí para proteger a tu to­nal. Ése es mi cargo.

Don Juan dijo que mi tonal casi estalló en pedazos cuando don Genaro descendió del árbol; no tanto por alguna cualidad de riesgo inherente al nagual, sino porque mi tonal se entregó al desconcierto. Dijo que uno de los propósitos de la preparación del guerrero era cortar el desconcierto del tonal, hasta que el guerrero fuese lo bastante fluido para admitir­lo todo sin admitir nada.

Cuando describí los saltos de don Genaro al subir al árbol y al bajar de él, don Juan dijo que el grito del guerrero era uno de los asuntos más importan­tes de la brujería, y que don Genaro era capaz de enfocarse en su grito, usándolo como vehículo.

Tienes razón —dijo—. A Genaro lo jalaron en parte su grito y en parte el árbol. En eso sí viste bien. Esa fue una verdadera vista del nagual. La voluntad de Genaro estaba enfocada en su grito, y su carácter personal hizo que el árbol jalara al nagual. Las líneas iban en ambos sentidos, de Genaro al árbol y del árbol a Genaro.

—Lo que debiste ver cuando Genaro saltó del árbol era que estaba enfocando un sitio enfrente de ti y luego el árbol lo empujó. Pero sólo parecía un em­pujón; en esencia era más bien como si el árbol lo soltara. El árbol soltó al nagual y el nagual regresó al mundo del tonal en el sitio que Genaro enfocaba.

—La segunda vez que Genaro bajó del árbol, tu to­nal no estaba tan desconcertado; no te entregabas tan duro y por eso no te agotaste tanto como la prime­ra vez.

A eso de las cuatro de la tarde, don Juan detuvo la conversación.

—Vamos a volver a los eucaliptos —dijo—. El na­gual nos espera allí.

—¿No corremos el riesgo de que nos vea la gente? —pregunté.

—No. El nagual mantendrá todo suspendido —res­pondió.

EL SUSURRO DEL NAGUAL

Cuando nos acercamos a los eucaliptos vi a don Ge­naro sentado en un tronco. Sonriente, agitó la mano. Fuimos hasta él.

Había en los árboles una bandada de cuervos. Graz­naban como asustados. Don Genaro dijo que perma­neciéramos quietos y en silencio hasta que los cuervos se calmaran.

Don Juan reclinó la espalda contra un árbol y me indicó otro que estaba cerca, a su izquierda. Ambos dábamos la cara a don Genaro, que estaba a tres o cuatro metros de nosotros.

Con un sutil movimiento de los ojos, don Juan me indicó reacomodar mis pies. Se erguía de pie, con fir­meza, los pies ligeramente separados, y sólo la parte superior de sus omoplatos, y el centro de su nuca, tocaban el tronco. Los brazos le pendían a los lados.

Estuvimos así tal vez una hora. Yo los vigilaba detenidamente, sobre todo a don Juan. En determi­nado momento se dejó resbalar suavemente por el tronco y tomó asiento, manteniendo aún las mismas áreas de su cuerpo en contacto con el árbol. Sus ro­dillas quedaron alzadas, y descansó en ellas los bra­zos. Imité sus movimientos. Tenía las piernas suma­mente fatigadas, y el cambio de postura me confortó.

Los cuervos cesaron poco a poco de graznar, hasta que no hubo un sonido en el campo. El silencio me turbaba más que el ruido de los cuervos.

Don Juan me habló en voz baja. Dijo que el crepúsculo era mi mejor hora. Miró el cielo. Pasarían de las seis. El día fue nublado y yo no había tenido manera de comprobar la posición del sol. Oí a lo lejos alboroto de gansos y quizá pavos. Pero en el campo de los eucaliptos no había rumor alguno. Desde un largo rato atrás, no se escuchaban pájaros ni insectos grandes.

Los cuerpos de don Juan y don Genaro habían guardado una inmovilidad perfecta, hasta donde yo podía juzgar, excepto en los instantes en que, para descansar, desplazaban su centro de gravedad.

Cuando don Juan y yo estábamos sentados en el suelo, don Genaro hizo un movimiento súbito. Alzó los pies y se puso en cuclillas sobre el tronco. Luego giró cuarenta y cinco grados, y me hallé mirando su perfil izquierdo: Busqué en don Juan una indicación. Él echó hacia adelante la barbilla; era una orden de mirar a don Genaro.

Una agitación monstruosa me invadió. Era incapaz de contenerme. Mis intestinos se soltaban. Pude sen­tir en lo absoluto lo que Pablito debe de haber sen­tido al ver el sombrero de don Juan. Experimentaba tal tumulto intestinal que me fue necesario correr a los arbustos. Oí a los viejos aullar de risa.

No me atreví a regresar con ellos. Titubeé un rato; pensé que mi repentina explosión habría roto el he­chizo. No tuve que meditar mucho tiempo; don Juan y don Genaro vinieron a donde me hallaba. Me flan­quearon y fuimos a otro campo. Nos detuvimos en su centro mismo, y recordé que estuvimos allí en la mañana.

Don Juan me habló. Me dijo que fuera fluido y silencioso y detuviera mi diálogo interno. Yo escuché con atención. Don Genaro debe haber advertido que toda mi concentración se enfocaba en las admonicio­nes de don Juan, y aprovechó ese momento para repetir lo que hizo en la mañana; de nuevo soltó su grito enloquecedor. Me pescó de sorpresa, pero no desprevenido. Casi inmediatamente recuperé mi equi­librio por medio de la respiración. El choque fue aterrador, pero no tuvo un efecto prolongado, y pude seguir con la vista los movimientos de don Genaro. Lo miré saltar a una rama baja. Al seguir su curso en una distancia de más o menos veinticinco metros, mis ojos experimentaron una extravagante distorsión. No era que saltara por medio de la acción elástica de sus músculos; más bien se deslizaba por el aire, catapultado en parte por su formidable alarido, y jalado por unas vagas líneas emanadas del árbol. Era como si el árbol lo chupara a través de esas líneas.

Don Genaro quedó un momento encaramado en la rama. Yo veía su perfil izquierdo. Empezó a ejecutar una serie de movimientos extraños. Su cabeza osci­laba, su cuerpo se estremecía. Varias veces ocultó la cabeza entre las rodillas. Mientras más se movía y se agitaba, mayor era mi dificultad para enfocar los ojos en su cuerpo. Parecía disolverse. Parpadeé como deses­perado y luego alteré mi línea de visión torciendo la cabeza a diestro y siniestro, como don Juan me había enseñado. Desde mi perspectiva izquierda vi el cuerpo de don Genaro como nunca antes lo había visto. Parecía haberse puesto un disfraz. Lucía un traje pe­ludo, del color de un gato siamés: ante claro, con toques de chocolate oscuro en las piernas y la espal­da; tenía una cola gruesa y larga. El atavío de don Genaro lo hacía verse como un cocodrilo peludo y café, de patas largas, sentado en una rama. No se discernían su cabeza ni sus facciones.

Enderecé la cabeza hasta una postura normal. La visión de don Genaro disfrazado se mantuvo sin al­teración.

Sus brazos se estremecieron. Se paró en la rama, pareció agacharse, y saltó hacia el suelo. La rama estaba a cinco o seis metros de altura. Hasta donde yo podía juzgar, fue el salto ordinario de un hombre ataviado con un disfraz. Vi el cuerpo de don Genaro a punto de tocar el suelo, y entonces la gruesa cola de su disfraz vibró y, en vez de aterrizar, despegó como impelido por un silencioso motor de turbina. Ascendió por encima de los árboles y luego planeó casi hasta el suelo. Repitió una y otra vez la manio­bra. En ocasiones asía una rama y se mecía dando la vuelta al árbol, o se escondía como una anguila en­tre las ramas. Y luego planeaba y describía círculos en torno nuestro, o aleteaba con los brazos al tocar su estómago la punta de los árboles.

Los juegos de don Genaro me llenaban de asom­bro. Mis ojos lo seguían, y dos o tres veces percibí con toda claridad que usaba unas líneas brillantes, como si fueran poleas, para deslizarse de un sitio a otro. Luego pasó, hacia el sur, por encima de los ár­boles, y desapareció tras ellos. Traté de anticipar el sitio donde reaparecería, pero ya no se mostró.

Advertí que yacía bocarriba, aunque no había te­nido conciencia de ningún cambio en la perspectiva. Todo el tiempo creí estar de pie mirando a don Genaro.

Don Juan me ayudó a sentarme, y entonces vi que don Genaro se acercaba. Caminaba con un aire de descuido. Sonrió con recato y preguntó si me había gustado su vuelo. Traté de decir algo, pero me halla­ba mudo.

Don Genaro cruzó con don Juan una extraña mi­rada y volvió a acuclillarse. Inclinándose, susurró en mi oído izquierdo. Lo oí decir:

—¿Por qué no vienes a volar conmigo?

Repitió la frase cinco o seis veces. Don Juan se acercó y me susurró en el oído derecho:

—No hables. Tú nomás sigue a Genaro.

Don Genaro me hizo poner en cuclillas y susurró de nuevo. Yo lo oía con precisión cristalina. Repitió unas diez veces:

—Confía en el nagual. El nagual te va a llevar.

Entonces don Juan susurró otra frase en mi oído derecho. Dijo:

—Cambia tus sentimientos.

Yo los oía hablarme a la vez, pero también perci­bía sus voces por separado. Cada una de las indica­ciones de don Genaro tenía que ver con el contexto general de deslizarse por el aire. Las que repetía do­cenas de veces parecían ser aquellas que se grababan en mi memoria. En cambio, las palabras de don Juan se referían a órdenes específicas que repitió inconta­bles veces. El efecto del susurro doble fue por demás extraordinario. Parecía que el sonido de sus palabras individuales me partiera por la mitad. Finalmente, el abismo entre mis oídos fue tan ancho que perdí todo sentido de unidad. Había algo que sin duda era yo, pero carecía de solidez. Semejaba una niebla res­plandeciente, una neblina amarillo oscuro dotada de sentimientos.

Don Juan dijo que iba a moldearme para el vuelo. Tuve entonces la sensación de que las palabras eran como unas pinzas que torcían y moldeaban mis «sentimientos».

Las palabras de don Genaro eran una invitación a seguirlo. Sentí que deseaba hacerlo, pero no podía. La disociación era tan grande que me incapacitaba. Oí entonces las mismas frases cortas interminablemen­te repetidas por ambos; cosas como:

—Mira qué bonita figura para volar.

—Falta, salta.

—Tus piernas te subirán a la copa de los árboles.

—Los eucaliptos son puntos verdes.

—Los gusanos son luces.

Algo ha de haber cesado en mí en un momento dado; quizá la conciencia de que se me dirigía la palabra. Sentía que don Genaro se hallaba aún con­migo, pero en lo tocante a percepción sólo discernía una masa enorme de las más extraordinarias luces. A ratos el fulgor disminuía y a ratos se intensificaba. Asimismo, yo experimentaba movimiento. El efecto era el de ser jalado por un vacío que no me daba tregua. Cada vez que mi movimiento parecía dismi­nuir y me era posible enfocar la atención en las luces, el vacío me jalaba de nuevo.

En cierto momento, entre el jalón hacia adelante Y hacia atrás, experimenté la máxima confusión. El mundo en torno mío, fuera lo que fuese, iba y venía al mismo tiempo; de allí el efecto de vacío. Yo veía dos mundos por separado; uno que se alejaba de mí Y otro que se acercaba. No me di cuenta de esto en forma ordinaria; es decir, no tomé conciencia de ello como de algo que hasta entonces no se revelaba. Más bien tuve dos percepciones que no llegaron a unificarse.

Después, mis percepciones se opacaron. O carecían de precisión, o eran demasiadas y no había modo de diferenciarlas. El siguiente grupo de percepciones discernibles fue una serie de sonidos en el extremo de una larga configuración semejante a un tubo. El tubo era yo mismo y los sonidos eran don Juan y don Genaro, que de nuevo me hablaban uno por cada oído. Conforme hablaban, el tubo se iba acortando, hasta quedar los sonidos en una gama que yo reco­nocía. Es decir: el sonido de las palabras de don Juan y don Genaro alcanzó mi gama normal de percepción; los sonidos se hicieron reconocibles primero como ruidos, luego como palabras gritadas, y finalmente como palabras susurradas en mis orejas.

A continuación noté objetos del mundo familiar. Al parecer me hallaba tendido bocabajo. Distinguía ­terrones, piedras, hojas secas. Y luego me percaté del campo de eucaliptos.

Don Juan y don Genaro estaban de pie junto a mí. Aún había luz. Sentí que debía meterme en el agua para consolidarme. Fui al río, me quité la ropa y permanecí en el agua fría el tiempo suficiente para restaurar mi equilibrio perceptual.

Don Genaro se marchó apenas llegamos a su casa. Al despedirse, me dio una palmada en el hombro. Me aparté de un salto por acción refleja. Pensaba que su contacto sería doloroso; para mi sorpresa, no fue más que un suave golpecito en el hombro.

Don Juan y don Genaro rieron como dos niños ce­lebrando una travesura.

—No seas tan nervioso —dijo don Genaro—. El nagual no anda tras de ti todo el tiempo.

Chasqueó los labios como reprobando mi reacción excesiva, y con aire de candor y camaradería abrió los brazos. Lo abracé. Me palmeó la espalda en un gesto sumamente cálido y amistoso.

—Debes preocuparte del nagual sólo en ciertos mo­mentos —dijo—. El resto del tiempo, tú y yo somos como cualquier otra gente de este mundo.

Se volvió a don Juan y le sonrió.

—¿No es así, Juancho? —preguntó.

—Así es, Gerancho —repuso don Juan.

Ambos tuvieron una explosión de risa.

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