Relatos de poder (34 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Relatos de poder
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La reacción corporal a la que don Juan se refería, conservaba gran vividez en mi mente. Vi a don Ge­naro desaparecer frente a mis propios ojos como si un viento se lo hubiera llevado. Su salto, o lo que fuese, tuvo en mí un efecto tan profundo que sentí como si su movimiento hubiera desgarrado algo en mis entrañas. Mis intestinos se soltaron y tuve que tirar mis pantalones y camisa. Incómodo y apenado hasta lo indecible, caminé desnudo, tocado sólo con un sombrero, por una carretera muy transitada, hasta llegar a mi coche. Don Juan me recordó que fue entonces cuando le pedí no volver a permitirme arruinar mi ropa.

Cuando me hube desvestido, caminamos unas de­cenas de metros hasta una roca de gran tamaño que miraba a la misma cañada. Don Juan me hizo aso­mar. Había un despeñadero de más de treinta metros. Luego me dijo que interrumpiera mi diálogo interno y escuchara los sonidos en torno.

Tras unos momentos oí el sonido de un guijarro que rebotaba de roca en roca, despeñadero abajo. Percibí con inconcebible claridad cada rebote del guijarro. Luego oí caer otro, y otro más: Alcé la ca­beza para alinear mi oído izquierdo con la dirección del sonido y vi a don Genaro sentado encima de la roca, a unos cuatro o cinco metros de donde estába­mos. Con aire casual, arrojaba piedras a la cañada.

Apenas lo vi, gritó y cacareó, y dijo que había es­tado allí escondido en espera de que yo lo descu­briese. Tuve un instante de desconcierto. Don Juan me susurró al oído, repetidas veces, que mi «razón» no estaba invitada a ese acontecimiento, y que yo de­bía abandonar la necedad de querer controlarlo todo. Dijo que el nagual era una percepción sólo para mí, y que por ese motivo Pablito no lo había visto en mi coche. Añadió, como si leyera mi oculto sentir, que si bien el nagual era sólo para que yo lo presenciara, seguía siendo don Genaro en persona.

Don Juan me tomó del brazo y en son de juego me llevó a donde se hallaba don Genaro. Éste se puso de pie y se me acercó. Su cuerpo radiaba un calor visible, un resplandor que me deslumbraba. Vino a mi lado y, sin tocarme, puso la boca cerca de mi oído izquierdo y empezó a susurrar. Don Juan hizo lo mismo en mi otro oído. Sus voces se sincronizaban. Ambos repetían las mismas frases. Me de­cían que no tuviera miedo, y que poseía fibras lar­gas y poderosas, las cuales no eran para protegerme, porque no había nada que proteger ni de lo cual protegerse, sino para guiar mi percepción de nagual en forma semejante a la manera en que mis ojos guiaban mi percepción normal de tonal. Decían que las fibras estaban en todo mi derredor, que a través de ellas yo podía percibir todas las cosas al mismo tiempo, y que una sola fibra bastaba para saltar de la roca a la cañada, o del fondo de la cañada a la roca.

Yo escuchaba todo cuanto decían. Cada palabra parecía tener una connotación única para mí; me era posible retener cada cosa pronunciada y repetirla como una grabadora. Ambos me urgían a saltar a la cañada. Me decían que sintiera mis fibras, aislara una que bajara hasta el fondo y la siguiera. Confor­me pronunciaban sus órdenes, surgían en mí sensa­ciones acordes a las palabras. Percibí una comezón en todo mi ser, especialmente una peculiar sensación indiscernible en sí misma, pero cercana a la de una «larga comezón». Mi cuerpo sentía en verdad el fon­do de la cañada, y yo percibía tal sentir en alguna zona corporal indefinida.

Don Juan y don Genaro seguían instándome a res­balar por aquella sensación, pero yo no sabia cómo. Entonces oí sólo la voz de don Genaro.

Dijo que iba a saltar conmigo; me agarró, o me empujó, o me abrazó, y se precipitó conmigo en el abismo. Experimenté el apoteosis de la angustia fí­sica. Era como si algo mascara y devorara mi estó­mago. Era una mezcla de dolor y placer, de tal in­tensidad y duración que yo no podía más que gritar y gritar a todo pulmón. Al amainar la sensación, vi un conglomerado inextricable de chispas y masas os­curas, rayos de luz y formas como nubes. No sabía si mis ojos se hallaban abiertos o cerrados, o dónde estaban, o dónde estaba mi cuerpo. Luego sentí la misma angustia física, aunque no tan pronunciada como la primera vez, y luego tuve la impresión de haber despertado y me hallé de pie en la roca con don Juan y don Genaro.

Don Juan dijo que yo había fallado de nuevo, que era inútil saltar si la percepción del salto iba a ser caótica. Ambos repitieron incontables veces en mis oídos que el nagual por sí solo no servía, que el to­nal debía templarlo. Dijeron que yo tenía que saltar voluntariamente y tener conciencia de mi acto.

Yo titubeaba, no tanto por miedo como por re­nuencia. Me sentía vacilar como si mi cuerpo osci­lara pendularmente de lado a lado. Entonces un ánimo extraño se apoderó de mí, y salté con toda mi corporalidad. Quise pensar al precipitarme, pero no podía. Veía como a través de la niebla los muros de la estrecha cañada y las rocas que sobresalían en el fondo. No tuve una percepción secuencial de mi descenso, sino la sensación de que me hallaba sobre el suelo en el fondo mismo; discernía cada detalle de las rocas en un breve círculo en tomo mío. Noté que mi visión no era unidireccional y estereoscópica desde el nivel de mis ojos, sino plana y hacia todo el derredor. Tras un momento fui presa del pánico, y algo me jaló hacia arriba como un yoyo.

Don Juan y don Genaro me hicieron repetir el sal­to una y otra vez. Después de cada salto, don Juan me instaba a ser menos reticente y desganado. Dijo, vez tras vez, que el secreto de los brujos al usar el nagual radicaba en nuestra percepción, que saltar era simplemente un ejercicio de percepción, y que terminaría sólo cuando yo hubiese logrado percibir, como perfecto tonal, lo que había en el fondo de la cañada.

En cierto momento tuve una sensación inconcebi­ble. Me hallaba total y sobriamente consciente de estar parado en el borde de la roca, con don Juan y don Genaro susurrando en mis oírlos, y en el ins­tante siguiente miraba el fondo de la cañada. Todo era perfectamente normal. Casi había oscurecido, pero aún quedaba suficiente luz para reconocer cada cosa como en el mundo de mi vida cotidiana. Miraba unos arbustos cuando oí un ruido súbito, una peña que caía. Instantáneamente vi una roca de buen tamaño rodar por el despeñadero hacia mí. En un destello, vi también a don Genaro arrojándola. Tuve un ataque de pánico, y un segundo después había vuelto al sitio encuna de la roca. Miré en torno; don Genaro ya no estaba allí. Don Juan se echó a reír y dijo que don Genaro se había ido por no soportar mi hediondez. Avergonzado, me percaté de que mi esta­do no era para menos. Don Juan había tenido razón al hacerme dejar mis ropas. Me llevó a un arroyo y me lavó romo a un caballo, recogiendo agua en mi sombrero y lanzándomela, mientras hacía hilarantes comentarios acerca de haber salvado mis pantalones.

LA BURBUJA DE LA PERCEPCIÓN

Pasé el día solo, en casa de don Genaro. Dormí la mayor parte del tiempo. Don Juan regresó al pardear la tarde y caminamos, en completo silencio, hasta una cordillera cercana. Nos detuvimos a la hora del crepúsculo y estuvimos sentados al filo de una fonda barranca hasta que casi estuvo oscuro. Entonces don Juan me llevó a otro sitio cercano, un monumental risco con un muro de roca liso y vertical. El risco no podía verse desde el sendero que conducía a él; don Juan, sin embargo, me lo había enseñado varias veces antes. Me había hecho asomar por el borde y decía que todo el risco era un sitio de poder, es­pecialmente su base, un desfiladero muy profundo. Siempre que lo miraba, sentía un desazonante escalofrío; el desfiladero era siempre oscuro y ominoso.

Antes de que llegáramos al sitio, don Juan dijo que yo debía seguir solo y encontrarme con Pablito en el borde del risco. Me recomendó relajarme y practicar el paso de poder con el fin de eliminar mi fatiga nerviosa.

Don Juan se hizo a un lado, hacia la izquierda del camino, y la oscuridad, literalmente, se lo tragó. Quise detenerme a averiguar dónde había ido, pero mi cuerpo no obedeció. Empecé a marchar á paso veloz, aunque me hallaba tan cansado que apenas me tenía en pie.

Al llegar al risco no vi a nadie y seguí marcando el paso de carrera, respirando profundamente. Tras un rato me relajé un poco; quedé inmóvil con la espalda contra una roca, y noté entonces la figura de un hombre a unos cuantos pasos de mí. Estaba sentado, con la cabeza oculta entre los brazos. Tuve un momento de susto intenso y me retraje, pero lue­go me expliqué que el hombre debía de ser Pablito, y sin titubear fui hacia él. Dije en voz alta el nom­bre de Pablito. Pensé que, incierto de quién era yo, se había asustado tanto que cubrió su rostro para no mirar. Pero antes de llegar a donde estaba, un mie­do inexplicable me poseyó. Mi cuerpo se inmovilizó en el acto, el brazo derecho ya extendido para tocar al otro. El hombre alzó la cabeza. ¡No era Pablito! Sus ojos eran dos enormes espejos, como ojos de ti­gre. Mi cuerpo saltó hacia atrás; mis músculos se tensaron y luego libraron la tensión sin la menor influencia de mi voluntad, y ejecuté el salto con tan­ta rapidez y a tal distancia que en circunstancias normales me habría envuelto en una grandiosa espe­culación al respecto. En aquellos momentos, sin em­bargo, mi miedo desproporcionado no me permitía ninguna inclinación a ponderar, y habría salido co­rriendo de allí de no haber sido porque alguien aferró mi brazo con fuerza. Ese contacto me produjo un pánico total; lancé un grito. No fue el chillido que yo habría esperado, sino un largo alarido esca­lofriante.

Me volví a encarar a mi asaltante. Era Pablito, aun más tembloroso que yo. Mi nerviosismo estaba en su punto más alto. No me era posible hablar; los dientes me castañeteaban y el escalofrío recorría mi espalda, provocándome sacudidas involuntarias. Tenía que respirar a bocanadas.

Pablito dijo, entre castañeteos, que el nagual lo había estado esperando, que él apenas se había zafado de sus garras cuando tropezó conmigo, y que mi gri­to estuvo a punto de matarlo. Quise reír y produje los sonidos más extraños que pueden imaginarse. Al recobrar la calma, dije a Pablito que aparentemente me había ocurrido lo mismo. El resultado final, en mi caso, era que mi fatiga se desvaneció; un incon­tenible empellón de fuerza y bienestar ocupaba su sitio. Pablito parecía experimentar las mismas sensa­ciones; empezamos a reír risitas tontas y nerviosas.

Oí en la distancia pasos suaves y cautelosos. Detec­té el sonido antes que Pablito. Él pareció reaccionar a mi tensión. Tuve la certeza de que alguien se acer­caba al sitio donde estábamos. Miramos en dirección del ruido; un momento después, las siluetas de don Juan y don Genaro se hicieron visibles. Caminaban despacio y se detuvieron a uno o dos pasos de nos­otros; don Juan estaba frente a mí y don Genaro encaraba a Pablito. Quise decir a don Juan que algo había estado a punto de enloquecerme de miedo, pero Pablito me apretó el brazo. Supe por qué lo hacia. Algo había de extraño en don Juan y don Genaro. Al mirarlos, mis ojos empezaron a desenfocarse.

Don Genaro dio una orden seca. No entendí lo que dijo, pero «supe» que nos prohibía cruzar los ojos.

—Ya la oscuridad descendió al mundo —dijo don Juan mirando el cielo.

Don Genaro dibujó una media luna en el duro suelo. Por un instante me pareció que usaba un gis iridiscente, pero luego advertí que no tenía nada en la mano; yo percibía la media luna imaginaria que había dibujado con el dedo. Hizo que Pablito y yo nos sentáramos en la curva interna del filo convexo, mientras él y don Juan se instalaban, con las piernas cruzadas, en los extremos de la media luna, a unos dos metros de nosotros.

Don Juan habló primero; dijo que nos iban a mostrar a sus aliados. Dijo que si mirábamos sus costados izquierdos, entre la cadera y el costillar, «veríamos» algo como un trapo o un pañuelo col­gado de sus cinturones. Don Genaro añadió que jun­to a esos trapos había dos objetos redondos, como botones, y que debíamos mirar sus cintos hasta «ver» los trapos y los botones.

Antes de que don Genaro hablase yo había notado ya un objeto plano, como un trozo de tela, y un gui­jarro redondo que colgaban de sus cinturones. Los aliados de don Juan eran más oscuros y ominosos que los de don Genaro. Mi reacción fue una mezcla de curiosidad y miedo. Experimentaba las reacciones en el estómago y no juzgaba nada de manera ra­cional.

Don Juan y don Genaro se llevaron la mano al cinturón y parecieron desenganchar los trozos de tela oscura. Los tomaron con la mano izquierda; don Juan lanzó el suyo al aire por encima de su cabeza, pero don Genaro dejó caer suavemente el propio. Los tro­zos de tela se desplegaron en la caída como pañuelos perfectamente lisos; descendieron despacio, oscilando como voladores. El movimiento del aliado de don Juan era la réplica exacta de lo que él había hecho al girar días antes. Conforme los trozos de tela se acercaban al suelo, se hacían sólidos, redondos y ma­sivos. Se contrajeron como sí hubiesen caído sobre un tirador de puerta; luego se expandieron. El de don Juan creció hasta ser una sombra voluminosa. Tomó la guía y avanzó hacia nosotros, aplastando piedras y terrones. Llegó a uno o dos pasos de nos­otros, hasta el cuenco de la media luna, entre don Juan y don Genaro. En cierto momento pensé que rodaría sobre nosotros, pulverizándonos. Mi terror en ese instante ardía como una hoguera. La sombra fren­te a mí era gigantesca, de unos cuatro metros de alto y dos de ancho. Se movía como si tentaleara a ciegas sintiendo su camino. Se sacudía y oscilaba. Supe que estaba buscándome. En ese momento, Pablito ocultó la cabeza contra mi pecho. La sensación que su mo­vimiento me produjo, disipó en parte la atención empavorecida que yo había enfocado en la sombra. Ésta pareció disociarse, a juzgar por sus sacudidas erráticas, y luego desapareció, fundiéndose con la os­curidad en torno.

Sacudí a Pablito. Él alzó la cara y dejó escapar un grito sofocado. Miré hacia arriba. Un hombre extra­ño me contemplaba. Parecía haberse hallado detrás de la sombra, acaso oculto por ella. Era alto y del­gado, de rostro largo, sin cabello, y una irritación o eczema cubría el lado izquierdo de su cabeza. Sus ojos eran locos y brillantes; tenía la boca entreabier­ta. Vestía una rara especie de pijama; los pantalones le quedaban cortos. No pude discernir si usaba zapa­tos. Quedó mirándonos durante lo que pareció un largo rato, como en espera de una coyuntura para lanzarse sobre nosotros y despedazarnos. Así de in­tensos eran sus ojos. No había en ellos odio ni vio­lencia, sino alguna especie de desconfianza animal. Yo no podía soportar más la tensión. Quise adoptar una posición de pelea que don Juan me había ense­ñado años antes, y lo habría hecho si Pablito no me hubiera susurrado que el aliado no podía pasar de la raya que don Genaro trazara en el suelo. Advertí entonces que en verdad había una línea brillante que al parecer detenía lo que se hallaba frente a nosotros.

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