Relatos de poder (35 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Relatos de poder
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Tras un momento el hombre se apartó hacia la izquierda, igual que la sombra. Tuve la sensación de que don Juan y don Genaro habían llamado a ambos.

Hubo un corto intervalo de quietud. Yo no veía a don Juan ni a don Genaro; no estaban ya sentados en las puntas de la media luna. De pronto oí el so­nido de dos guijarros que golpeaban el sólido suelo de roca donde nos hallábamos, y en un destello el área frente a nosotros se iluminó como si alguien hubiera encendido una luz amarillenta. Vimos una bestia voraz, un gigantesco lobo o coyote de aspecto repugnante. ,Cubría su cuerpo una secreción blanca, como sudor o saliva. Su pelambre era áspera y hú­meda. Gruñía con una furia ciega que me produjo escalofríos. Su quijada temblaba, lanzando goterones de baba. Rascaba el suelo como un perro rabioso que tratara de librarse de una cadena. Luego se paró so­bre las patas traseras y agitó con furia las delanteras y las quijadas. Toda su ferocidad parecía concentrada en romper alguna barrera frente a nosotros.

Me percaté de que el miedo hacia aquel animal enloquecido era diferente del que me habían produ­cido las dos apariciones anteriores. Mi temor de la bestia era repulsión y horror físicos. Seguí mirando, en completa impotencia, su rabia. De pronto pareció perder su salvajismo y se alejó trotando.

Oí entonces que algo más venía hacia nosotros, o acaso lo sentí; de un momento a otro apareció la for­ma de un felino colosal. Lo primero que vi fueron sus ojos en la oscuridad; eran enormes y fijos como dos charcos dé agua que reflejaran la luz. Resoplaba y gruñía suavemente. Exhalaba aire y se paseaba frente a nosotros sin quitarnos la vista de encima. No tenía el mismo brillo eléctrico que el coyote; yo no po­día distinguir claramente sus facciones, y sin embargo su presencia era infinitamente más ominosa que la de la otra bestia. Parecía reunir fuerzas; sentí que, en su audacia, traspasaría sus límites. Pablito debe de haber tenido un sentimiento similar, pues me susurró que agachara la cabeza y me tendiera en el suelo. Un se­gundo después, el felino atacó. Corrió en nuestra dirección y luego saltó con las garras extendidas. Cerré los ojos y escondí la cabeza entre los brazos, contra el suelo. Sentí que la bestia había rasgado la línea protectora que don Genaro dibujara alrededor nuestro, y que se hallaba encima de nosotros. Su peso me aplastaba; la piel de su vientre frotaba mi cuello. Parecía que sus patas delanteras estaban atrapadas en algo; forcejeaba por liberarse. Sentí sus sacudidas y oí su diabólico resoplar. Supe entonces que me halla­ba perdido. Tuve un vago sentido de elección racio­nal y quise resignarme con calma a la suerte de morir allí, pero temía el dolor físico de la muerte bajo tan atroces circunstancias. Entonces, una fuerza extraña brotó de mi cuerpo; fue como si mi cuerpo rehusara morir y reuniera toda su energía en un solo punto, mi brazo izquierdo. Sentí que un empellón indomable lo atravesaba. Algo incontrolable tomaba posesión de mi cuerpo, algo que me forzaba a empu­jar el peso maligno de la bestia y quitárnoslo de encima. Pablito pareció haber reaccionado en la mis­ma forma, y ambos nos pusimos de pie al mismo tiempo; fue tanta la energía creada por ambos, que la bestia salió disparada como un muñeco de trapo.

El esfuerzo había sido supremo. Me derrumbé en el suelo, jadeante. Los músculos de mi estómago estaban tan tensos que me impedían respirar. No prestaba atención a lo que Pablito hacía. Finalmente noté que don Juan y don Genaro me ayudaban a sen­tarme. Vi a Pablito tirado bocabajo con los brazos extendidos. Parecía desmayado. Después de haber he­cho que me sentara, don Juan y don Genaro ayuda­ron a Pablito. Ambos le frotaron el estómago y la espalda. Lo hicieron poner de pie y tras un rato pudo sentarse por sí mismo.

Don Juan y don Genaro tomaron asiento en los extremos de la media luna, y luego empezaron a mo­verse frente a nosotros como si entre los dos puntos existiera un barandal, el cual usaban para cambiar sus posiciones de un lado a otro. Sus movimientos me mareaban. Por fin se detuvieron junto a Pablito y empezaron a susurrarle al oído. Tras un momento, los tres se incorporaron al unísono y fueron hasta el filo del risco. Don Genaro alzó a Pablito como si éste fuera un niño. El cuerpo de Pablito estaba tieso como una tabla; don Juan lo asió por los tobillos. Le dio vueltas, al parecer para ganar fuerza e impul­so, y finalmente soltó sus piernas y arrojó el cuerpo sobre el abismo, desde el borde del risco.

Vi el cuerpo de Pablito contra el oscuro cielo occidental. Describía círculos, igual que el cuerpo de don Juan había hecho días antes; los círculos eran lentos. Pablito parecía ganar altura en vez de caer. Luego el giro se aceleró; el cuerpo de Pablito dio vueltas como un disco y en el momento siguiente se desintegró. Percibí que se había desvanecido en el aire.

Don Juan y don Genaro vinieron a mi lado, se acuclillaron y empezaron a susurrarme en los oídos. Cada uno decía algo diferente, pero yo no tenía dificultad en seguir sus órdenes. Era como si me hu­biese «partido» en el instante en que pronunciaron las primeras palabras. Sentí que me hacían lo que habían hecho con Pablito. Don Genaro me hizo girar y luego tuve la sensación totalmente consciente de dar vueltas o flotar durante un momento. Luego caía por los aires, me desplomaba hacia el suelo a una velocidad tremenda. Sentí que mis ropas se desgarra­ban, que mi carne se desprendía, y finalmente sólo quedaba mi cabeza. Tuve claramente la sensación de que, al desmembrarse mi cuerpo, perdía el peso super­fluo, y así la caída perdió impulso y mi velocidad amainó. El descenso ya no era un vértigo. Empecé a oscilar en el aire como una hoja. Luego mi cabeza fue despojada de su peso y todo cuanto quedaba de «mí» era un centímetro cúbico, una pepita, un diminuto residuo como guijarro. Todo mi sentir se con­centraba allí; luego la pepita pareció reventar y fui un millar de trozos. Supe, o algo en alguna parte supo, que yo tenía conciencia de los mil trozos a la vez. Yo era la conciencia misma.

Luego, alguna parte de esa conciencia empezó a agitarse; se alzó, creció. Adquiría localización, y poco a poco recobré el sentido de los límites, el entendi­miento o lo que fuera, y de pronto el «yo» que co­nocía y me era familiar brotó a una espectacular visión de todas las combinaciones imaginables de escenas «hermosas»; era como si mirara miles de imá­genes del mundo, de la gente, de las cosas.

Después, las escenas se emborronaron. Tuve la sen­sación de que pasaban frente a mis ojos a velocidad creciente, hasta que ya no me era posible examinar ninguna por separado. Finalmente, fue como si pre­senciara la organización del mundo rodando frente a mis ojos en una cadena continua sin fin.

De repente me hallé parado en el risco con don Juan y don Genaro. Susurraron que me habían traído de vuelta, y que yo había atestiguado lo desconocido, sobre lo que nadie puede hablar. Dijeron que me lan­zarían allí una vez más, y que yo debía desplegar las alas de mi percepción y tocar al tonal y al nagual al mismo tiempo, sin la conciencia de oscilar entre uno y otro.

Experimenté nuevamente las sensaciones de ser arro­jado, girar, y caer á tremenda velocidad. Luego esta­llé. Me desintegré. Algo cedió en mí; soltó algo que yo había retenido toda mi vida. Me di perfecta cuenta entonces de que mi reserva secreta había sido perfo­rada y se vertía sin restricciones. Ya no había la dulce unidad que llamo «yo». No había nada y sin embargo esa nada estaba llena. No era luz ni oscu­ridad, calor ni frío, agradable ni desagradable. Yo no me movía ni flotaba ni me hallaba estacionario; tampoco era una unidad, un yo mismo, como estoy acostumbrado a serlo. Yo era una miríada de yo mis­mo y todos eran «yo», una colonia de unidades independientes que tenían una alianza especial entre sí e inevitablemente se unirían para integrar una sola conciencia, mi conciencia humana. No era que yo «supiese» sin duda alguna, porque no había nada con lo que hubiera podido «saber», pero todos mis yo mismos «sabían» que el «yo» de mi mundo familiar era una colonia, un conglomerado de sentimientos separados e independientes que poseían una inflexi­ble solidaridad mutua. La solidaridad inflexible de mis incontables conciencias, la alianza mutua de esas partes, era mi fuerza vital.

Una manera de describir aquella sensación unifi­cada sería decir que las pepitas de conciencia se ha­llaban dispersas; cada una poseía conciencia de sí y ninguna predominaba más que otra. Entonces algo las agitaba, y se reunían para emerger en una zona donde todas tenían que juntarse en un bloque, el «yo» que conozco. Luego, «yo», como «yo mismo», presenciaba una escena coherente de actividad mun­dana, o una escena referente a otros mundos y que me parecía pura imaginación, o una escena que per­tenecía al «pensamiento puro»; es decir, visiones de sistemas intelectuales, o de ideas concatenadas como verbalizaciones. En algunas escenas, hablé conmigo mismo hasta saciarme. Después de cada una de esas visiones coherentes, el «yo» se desintegraba y volvía a no ser nada.

Durante una de las excursiones a la visión cohe­rente, me hallé en el risco con don Juan. Inmediata­mente me percaté de ser entonces el «yo» total que me es familiar. Sentí la realidad de mi parte física. Estaba en el mundo, no sólo presenciándolo.

Don Juan me abrazó como a un niño. Me miró. Su rostro estaba muy cerca. Yo veía sus ojos en la oscu­ridad. Eran bondadosos. Parecían contener una pre­gunta. Supe cuál era. L o impronunciable era en ver­dad impronunciable.

—¿Y bien? —preguntó suavemente, como si necesi­tara mi reafirmación.

Yo estaba mudo. Las palabras «insensible», «des­concertado», «confuso» y otras por el estilo, no eran en modo alguno descripciones apropiadas de mi sen­tir en aquel momento. No era sólido. Supe que don Juan tenía que asirme y mantenerme a la fuerza sobre el suelo; de otro modo habría flotado en el aire para desaparecer. No tenía miedo de desvanecerme. Añoraba lo «desconocido» donde mi conciencia no estaba unificada.

Don Juan me llevó despacio, haciendo presión so­bre mis hombros, hasta un área cercana a la casa de don Genaro; me hizo acostar y me cubrió con tie­rra que al parecer había apilado previamente. Me cubrió hasta el cuello. Hizo con hojas una especie de almohada para mi cabeza y me dijo que no me moviera ni me quedara dormido. Dijo que iba a sen­tarse allí para hacerme compañía hasta que la tierra hubiera vuelto a consolidar mi forma.

Me sentía muy cómodo y tenía un deseo casi in­vencible de dormir, pero don Juan no lo permitió. Exigió que hablara dé cualquier cosa bajo el sol, excepto de lo que acababa de experimentar. Yo al principio no sabía de qué hablar; luego pregunté por don Genaro. Don Juan dijo que don Genaro había ido a enterrar a Pablito cerca de allí, y que estaba haciendo con él lo que él mismo hacía conmigo.

Pese a mi deseo de sostener la conversación, algo en mí se hallaba incompleto; sentía una indiferencia inusitada, un cansancio que más parecía fastidio. Don Juan parecía al tanto de mis sentimientos. Empezó a hablar de Pablito y de cómo nuestros destinos se trenzaban. Dijo haberse convertido en el benefactor de Pablito al mismo tiempo que don Genaro se hizo su maestro, y que el poder nos había emparejado paso a paso a Pablito y a mí. Señaló con énfasis que la única diferencia entre Pablito y yo era que, mientras el mundo de Pablito como guerrero estaba gobernado por la coerción y el miedo, el mío lo estaba por el afecto y la libertad. Don Juan explicó que tal dife­rencia se debía a las personalidades intrínsecamente distintas de los benefactores. Don Genaro era dulce y afectuoso y gracioso, mientras él mismo era seco, autoritario y directo. Dijo que mi personalidad exigía un maestro fuerte pero un benefactor tierno, y que Pablito era al contrario: necesitaba un maestro bueno y un benefactor severo.

Hablamos un rato más y luego amaneció. Al apa­recer el sol sobre las montañas en el horizonte orien­tal, don Juan me ayudó a salir de la tierra.

Cuando desperté, al atardecer, don Juan y yo nos sentamos junto a la puerta de la casa. Don Juan dijo que don Genaro seguía con Pablito, preparándolo para el último encuentro.

—Mañana, Pablito y tú entrarán a lo desconocido —dijo—. Debo prepararte para eso ahora. Entrarán ustedes dos solos. Anoche ustedes eran como dos yo­yos que nosotros hacíamos ir y venir; mañana andarán solos y por su cuenta.

Tuve un ataque de curiosidad, y las preguntas sobre mis experiencias nocturnas brotaron en torrente. Don Juan no se inmutó.

—Hoy tengo que lograr una maniobra crucial —dijo—. Tengo que tenderte el último lazo. Y tú debes caer en él.

Rió y se palmeó los muslos.

—Lo que Genaro quiso mostrarte la otra noche con el primer ejercicio fue cómo usan los brujos al nagual —prosiguió—. No hay modo de llegar a la ex­plicación de los brujos a menos que uno haya usado voluntariamente el nagual, o mejor dicho, a menos que uno haya usado voluntariamente el tonal para dar sentido a las propias acciones que uno ejecuta en el nagual. Otra manera de aclarar todo esto es decir que la visión del tonal debe prevalecer si uno quiere usar el nagual como lo usan los brujos.

Le dije que encontraba una notoria incongruencia en lo que él acababa de expresar. Por una parte me había dado, dos días antes, una increíble recapitu­lación de sus actos deliberados durante un periodo de años, actos planeados para afectar mi visión del mundo; y por otra parte, quería que esa misma visión prevaleciese.

—Uno no tiene nada que ver con lo otro —dijo­—. El orden en nuestra percepción es el dominio exclu­sivo del tonal; sólo allí pueden nuestras acciones te­ner continuidad; sólo allí son como escaleras en las que uno puede contar los peldaños. No hay nada por el estilo en el nagual. Por ello, la visión del tonal es una herramienta, y como tal no es sólo la mejor herramienta, sino la única que tenemos.

—Anoche, tu burbuja de percepción se abrió y sus alas se desplegaron. No hay otra cosa que decir al respecto. Es imposible explicar lo que te sucedió, de modo que no voy a intentarlo y tú tampoco deberías. Baste decir que las alas de tu percepción tocaron tu totalidad. Anoche fuiste y viniste del nagual al tonal, una y otra vez. Fuiste lanzado en el abismo dos veces para no dejar posibilidad de error. La segunda vez experimentaste el impacto pleno del viaje a lo desco­nocido. Y tu percepción desplegó las alas cuando algo en ti se dio cuenta de tu verdadera naturaleza. Eres un racimo.

—Ésta es la explicación de los brujos. El nagual es lo impronunciable. Todos los sentimientos y todos los seres, y todos los uno mismos que son posibles flotan en él para siempre, como barcas, apacibles y constantes. Entonces la goma de la vida pega a algu­nos de ellos. Tú lo descubriste eso anoche, y lo mismo hizo Pablito, y lo mismo hizo Genaro la vez que se adentró en lo desconocido, y lo mismo hice yo. Cuan­do la goma de la vida pega a esos sentimientos se crea un ser, un ser que pierde el sentido de su ver­dadera naturaleza y se ciega con el brillo y el clamor del área dónde están los seres: el tonal. El tonal es donde existe toda la organización unificada. Un ser entra al tonal una vez que la fuerza de la vida ha unido los sentimientos que se necesiten. Una vez te dije que el tonal empieza al nacer y termina al mo­rir; lo dije porque sé que, apenas la fuerza de la vida deja el cuerpo, todos esos pedazos aislados o que for­man el racimo se desintegran y regresan al sitio de donde vinieron: el nagual. Lo que un guerrero hace al viajar a lo desconocido se parece mucho a la muer­te, excepto que su racimo de sentimientos aislados no se desintegra, sino que se expande un poco sin per­der la unión. En la muerte, sin embargo, todos se hunden en lo profundo y se mueven por su propia cuenta, como sí nunca hubieran sido una unidad.

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