Relatos de poder (28 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: Relatos de poder
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—Como un cura busca su crucifijo —añadió don Juan.

—Como una mujer busca sus calzones —gritó don Genaro.

Siguieron acumulando símiles y aullando de risa mientras me acompañaban hasta mi coche.

T
ERCERA
P
ARTE

LA EXPLICACIÓN DE LOS BRUJOS

TRES TESTIGOS DEL NAGUAL

Al volver a casa me vi una vez más ante la tarea de organizar mis notas de campo. Lo que don Juan y don Genaro me hicieron experimentar ganaba aun más en poder de conmoción conforme yo recapitu­laba los sucesos. Noté, sin embargo, que mi acostum­brada reacción de entregarme meses enteros al des­concierto o al pavor por lo que había atravesado, no era tan intensa como antes. Varias veces intenté deli­beradamente concentrar mis sentimientos, como otro­ra, en especulaciones e incluso en autocompasión; pero algo faltaba. Tuve asimismo la intención de anotar cierto número de preguntas que haría a don Juan, a don Genaro y hasta a Pablito. El proyecto fracasó antes de iniciado. Había en mí algo que me impedía entrar en un estado de inquisición o perple­jidad.

No me propuse volver con don Juan y don Genaro, pero tampoco rehuía la posibilidad. Un buen día, sin premeditación alguna por mi parte, sentí simplemente que era tiempo de verlos.

En el pasado, cada vez que me disponía a salir rum­bo a México, tenía la sensación de que había miles de Preguntas importantes y urgentes que deseaba plan­tear a don Juan; esta vez mi mente se hallaba en blanco. Era como si, después de trabajar en mis notas, me hubiera deshecho del pasado y estuviese listo Para el aquí y el ahora del mundo de don Juan y don Genaro.

Sólo tuve que esperar unas cuantas horas antes de que don Juan me «encontrara» en el mercado de un pequeño pueblo, en las montañas de México central. Me saludó con gran afecto e hizo una sugerencia ca­sual. Dijo que antes de llegar a casa de don Genaro le gustaría visitar a los aprendices de éste, Pablito y Néstor: Guando dejamos la carretera me dijo que vi­gilara con atención por si había algo fuera de lo co­mún al lado del camino o en el camino mismo. Le pedí darme pistas más precisas al respecto.

—No puedo —respondió—. El nagual no necesita pistas precisas.

Disminuí la velocidad en reacción automática a su réplica. Rió y con un ademán me instó a seguir ma­nejando.

Al acercarnos al pueblo donde Pablito y Néstor vivían, don Juan me hizo detener el coche. Movió imperceptiblemente la barbilla, señalando un grupo dé peñascos no muy grandes al lado izquierdo del camino.

—Ahí está el nagual —dijo en un susurro.

No había nadie en las cercanías. Yo había esperado ver a don Genaro. Miré de nuevo los peñascos y luego escudriñé el área circundante. Nada a la vista. Es­forcé los ojos por discernir cualquier cosa: un animal pequeño, un insecto, una sombra, una configuración extraña en las rocas, cualquier cosa fuera de lo co­mún. Tras un momento desistí y me volví a encarara a don Juan. Él sostuvo sin sonreír mi mirada interrogante y luego empujó suavemente mi brazo con el dorso de su mano para hacerme mirar de nuevo los peñascos. Obedecí; luego don Juan bajó del coche y me dijo que lo siguiera para examinarlos.

Ascendimos lentamente una pendiente suave du­rante sesenta o setenta metros, hasta llegar a la base de las rocas. Don Juan se detuvo allí un momento y me susurró en el oído derecho que el nagual me esperaba en ese mismo sitio. Le dije que, por más que me esforzaba, no podía discernir sino las rocas y unos mechones de hierba y algunos cactos. Insistió, sin embargo, en que el nagual se hallaba allí, espe­rándome.

Me ordenó tomar asiento, suspender mi diálogo in­terno y mantener los ojos sin enfocar, en la cima de los peñascos. Sentado junto a mí, acercó la boca a mi oído derecho y susurró que el nagual me había visto, que estaba allí aunque yo no pudiera visuali­zarlo, y que mi problema era simplemente la incapa­cidad de suspender por entero el diálogo interno. Oí cada una de sus palabras en un estado de silencio in­terior. Entendía todo y sin embargo no podía respon­der; el esfuerzo necesario para pensar y hablar exce­día lo posible. Mis reacciones a sus comentarios no fueron pensamientos propiamente dichos sino más bien unidades completas de sentimiento, las cuales tenían todas las implicaciones de significado que sue­lo asociar con el pensamiento.

Susurró que era muy difícil emprender por uno mismo el camino hacia el nagual, y que yo había tenido en verdad una gran suerte al ser iniciado por la polilla y su canción. Dijo que, manteniendo el recuerdo del «llamado de la polilla», yo podía ha­cerlo volver en mi ayuda.

Tal vez sus palabras eran una sugerencia avasalla­dora, o bien rememoré aquel fenómeno perceptual que él llamaba el «llamado de la polilla», pues apenas hubo susurrado esas palabras, el extraordinario borboteo se hizo audible. Su riqueza tonal me hizo sentir dentro de una cámara de ecos. Al crecer el ruido en volumen o proximidad, detecté también, en un estado de entresueño, que algo se movía encima de los peñascos. El movimiento me produjo un susto tan intenso que de inmediato recobré mi claridad de conciencia. Mis ojos se enfocaron en los peñascos. ¡Don Genaro estaba sentado en uno de ellos! Sus pies pendían, y con los talones martillaba la roca, produciendo un sonido rítmico que parecía sincro­nizado con el «llamado de la polilla». Sonrió y agitó la mano saludándome. Quise pensar racionalmente, tuve la sensación, el deseo de averiguar cómo llegó él allí, o cómo lo vi en ese sitio, pero no podía con­vocar a mi razón en modo alguno. Lo único posible, bajo las circunstancias, era mirarlo ahí sentado, son­riente, agitando la mano.

Tras un instante pareció disponerse a bajar desli­zándose por el redondeado peñasco. Lo vi tensar las piernas, preparar los pies para aterrizar en el duro suelo, y arquear la espalda, hasta casi tocar la superficie de la roca, con el fin de ganar impulso de deslizamiento. Pero a medio descenso su cuerpo se detuvo. Tuve la impresión de que se había atorado. Pataleó dos o tres veces con ambas piernas como si flotara en el agua. Parecía querer soltarse de algo que lo tenía asido por el asiento de sus pantalones. Frenéticamente se frotó con ambas manos las caderas. Me daba la impresión de hallarse dolorosamente atrapado. Quise correr a ayudarlo, pero don Juan me retuvo por el brazo y lo oí decir, medio ahogado de risa:

—¡Obsérvalo! ¡Obsérvalo!

Don Genaro pataleó, contrajo el cuerpo y se retor­ció de lado a lado como si aflojara un clavo; luego oí un fuerte tronido y se deslizó, o fue arrojado, hasta donde don Juan y yo nos hallábamos. Aterrizó de pie, a metro y medio de mí. Se frotó las nalgas y saltó repetidas veces en una danza de dolor, gritando obs­cenidades.

—La piedra no quería dejarme ir y me agarró por el culo —me dijo en tono de mansedumbre.

Experimenté una sensación de alegría sin igual. Reí con fuerza. Noté que mi regocijo era equiparable a mi claridad mental. Me hallaba sumergido en un es­tado de gran perceptividad. Todo cuanto me rodeaba era claro y cristalino. Antes había estado soñoliento o distraído a causa de mi silencio interno. Pero lue­go, algo en la súbita aparición de don Genaro había creado un estado de suma lucidez.

Don Genaro continuó frotándose las nalgas y sal­tando durante un rato más; luego cojeó hasta mi co­che, abrió la puerta y subió con dificultad al asiento trasero.

Automáticamente me volví para hablar con don Juan. No lo vi en ninguna parte. Empecé a llamarlo en voz alta. Don Genaro salió del coche y se puso a correr en círculos, gritando también el nombre de don Juan en un tono chillón y frenético. Sólo enton­ces, al observarlo, me di cuenta de que me remedaba. Yo había tenido tal ataque de miedo al verme a solas con don Genaro, que inconscientemente corrí tres o cuatro veces en torno al coche, gritando el nombre de don Juan.

Don Genaro dijo que teníamos que recoger a Pablito y Néstor, y que don Juan nos estaría esperando en algún punto del camino.

Habiendo superado mi susto inicial, le dije que me alegraba de verlo. Hizo bromas sobre mi reacción. Dijo que don Juan no era como un padre para mí, sino más bien como una madre. Hilvanó graciosas observaciones y juegos de palabras sobre «madres». Yo reía tanto que no me había dado cuenta de que habíamos llegado a casa de Pablito. Don Genaro me indicó parar y bajó del coche. Pablito estaba parado junto a la puerta de su casa. Vino corriendo y subió en el coche para sentarse a mi lado.

—Vamos por Néstor —dijo como si tuviera prisa.

Me volví en busca de don Genaro. No estaba. Pa­blito, en tono suplicante, me instó a apresurarme.

Fuimos a casa de Néstor. También él esperaba jun­to a la puerta. Bajamos del coche. Sentí que los dos sabían qué cosa pasaba.

—¿A dónde vamos? —pregunté.

—¿No te dijo Genaro? —preguntó a su vez Pablito, incrédulo.

Les aseguré que ni don Juan ni don Genaro me habían mencionado nada.

—Vamos a un sitio de poder —dijo Pablito.

—¿Qué vamos a hacer allí? —pregunté.

Ambos dijeron al unísono que no sabían. Néstor añadió que don Genaro le había dicho que me guia­ra al sitio.

—¿Veniste de casa de Genaro? —preguntó Pablito.

Repuse que había estado con don Juan y que ha­llamos a don Genaro en el camino y don Juan me dejó con él.

—¿A dónde fue don Genaro? —pregunté a Pablito.

Pero Pablito no supo de qué hablaba yo. No había visto a don Genaro en mi coche.

—Fue conmigo a tu casa —dijo.

—Creo que traías al nagual en tu coche —dijo Nés­tor, asustado.

No quiso ir en la parte trasera y se hizo caber jun­to a Pablito y a mí en el asiento de adelante.

Viajamos en silencio, a excepción de las breves ór­denes que Néstor daba para indicar el camino.

Quise pensar en los sucesos de esa mañana, pero de algún modo sabía que cualquier intento de expli­carlos era una infructuosa entrega de mi parte. Traté de trabar conversación con Néstor y Pablito; dijeron que dentro del coche iban demasiado nerviosos y no podían hablar. Disfruté su cándida respuesta y no los presioné ya.

Más de una hora después, dejamos el coche en un ramal y ascendimos la ladera de una abrupta mon­taña. Caminamos en silencio otra hora o algo así, con Néstor a la cabeza, y nos detuvimos al pie de un enorme acantilado, casi vertical, de unos sesenta me­tros de altura. Con ojos entrecerrados, Néstor escu­driñó el suelo, buscando un sitio adecuado donde sentarnos. Tuve la penosa conciencia de que se con­ducía con torpeza. Pablito, que se hallaba junto a mí, pareció varias veces a punto de adelantarse y corregirlo, pero se contenía y se relajaba. Finalmente, tras un titubeo momentáneo, Néstor eligió un sitio. Pablito suspiró aliviado. Supe que el sitio elegido por Néstor era el correcto, pero ignoraba cómo lo supe. Me envolví en el seudoproblema de imaginar qué sitio habría yo escogido de haber ido guiándolos. Pa­blito, obviamente, se daba cuenta de lo que yo hacía.

—No puedes hacer eso —me susurró.

Reí apenado, como si me hubiera sorprendido en algún acto ilícito. Riendo, Pablito dijo que don Ge­naro siempre caminaba con ellos dos por las mon­tañas y los turnaba en el papel de guía; así, él sabía que no había manera de imaginar cuál habría sido la propia elección.

—Genaro dice que la razón por la que uno no puede hacer eso, es porque sólo hay decisiones bien hechas o decisiones mal hechas. Si es una decisión mal hecha tu cuerpo lo sabe, y también el cuerpo de los demás; pero si es una decisión bien hecha, el cuer­po lo sabe y descansa y se olvida rapidísimo de que hubo una decisión. Vuelves a cargar tu cuerpo, ves, como una escopeta, para la siguiente decisión. Si quie­res usar otra vez tu cuerpo para hacer la misma deci­sión, no funciona.

Néstor me miró; aparentemente le daba curiosidad el que yo tomase notas. Asintió como para secundar a Pablito y luego sonrió por vez primera. Dos de sus dientes superiores estaban chuecos. Pablito explicó que Néstor no era malo ni sombrío; sus dientes lo apenaban y ésa era la razón de que nunca sonriera. Néstor rió, tapándose la boca. Le dije que podía man­darlo con un dentista para que le enderezara los dien­tes. Creyeron que mi sugerencia era un chiste y rieron como niños.

—Genaro dice que él solo tiene que vencer la ver­güenza —dijo Pablito—. Además, Genaro dice que tiene suerte; mientras que todo el mundo muerde del mismo modo, Néstor puede partir un hueso a lo largo con sus dientotes chuecos, y si te muerde un dedo te puede hacer un agujero, como un clavo.

Néstor abrió la boca y me enseñó los dientes. El incisivo y el canino izquierdos habían crecido de lado. Entrechocó los dientes, haciéndolos sonar, y gruñó como un perro. Fingió dos o tres tarascadas en mi dirección. Pablito rió.

Yo nunca había visto a Néstor tan contento. Las pocas veces que estuve antes con él, me daba la im­presión de ser un hombre de edad madura. Mirán­dolo allí sentado, sonriendo con sus dientes chuecos, me maravilló su apariencia juvenil. Parecía tener poco más de veinte años.

Pablito nuevamente leyó a la perfección mis pen­samientos.

—Está perdiendo la importancia —dijo—. Por eso se ve más joven.

Néstor asintió y, sin decir palabra, soltó un sonoro pedo. Sobresaltado, dejé caer mi lápiz.

Pablito y Néstor casi se mueren de risa. Cuando se hubieron calmado, Néstor vino a mi lado y me mos­tró un aparato hecho en casa, que producía un so­nido peculiar al ser aplastado con la mano. Explicó que don Genaro le había enseñado a hacerlo. Tenía un fuelle diminuto, y el vibrador podía ser cualquier clase de hoja que se colocara en una ranura entre las dos piezas de madera que eran los compresores. Néstor dijo que el tipo de sonido producido dependía de la hoja que se usara como vibrador. Quiso que lo pro­bara y me mostró cómo aplastar los compresores para producir cierto sonido, y cómo abrirlos para produ­cir otro.

—¿Para qué te sirve? —pregunté.

Ambos cruzaron una mirada.

—Es su cazador de espíritus, pendejo —dijo Pabli­to, cortante.

Su tono era malhumorado, pero sonreía amistosa­mente. Ambos eran una mezcla extraña e inquietante de don Genaro y don Juan.

Me absorbió un horrible pensamiento. ¿Estaban don Juan y don Genaro jugándome una treta? Tuve un momento de supremo terror. Pero algo cedió dentro de mi estómago e inmediatamente me calmé de nue­vo. Supe que Pablito y Néstor usaban a don Genaro y don Juan como modelos de conducta. Yo mismo había descubierto que cada vez me portaba más como ellos.

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