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Relatos de Faerûn (27 page)

BOOK: Relatos de Faerûn
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Según quedó claro, el desconocido estaba habituado a esa clase de respuestas, pues se contentó con menear la cabeza lentamente y soltar una risa seca y carente de alegría. Tras dar unos pasos escasamente firmes, se sentó en una silla vacante desde hacía un momento y todavía tibia, en la que resolló estrepitosamente.

—En el país de Sossal, mi lugar de origen —declaró—, un hombre puede ganarse la sopa de sangre y el lúpulo si es capaz de referir una buena historia. Estoy en disposición de contar un relato así, pues de mi país provino el más heroico en vivir. Acaso mi relato me sirva para sacar mi vientre de penas.

Los que habían tratado de intimidarlo con miradas de pocos amigos y silencios crueles intentaron hacer caso omiso poniéndose a charlar entre ellos. Horace, por su parte, se metió en la cocina, donde lo aguardaban las sucias aguas del fregadero y una pila de cazos por lavar.

Sin inmutarse, el desastrado vagabundo empezó a referir su historia haciendo chasquear sus dedos azulados. Unas chispas verdosas aparecieron en el aire, rodearon su cuerpo y salieron disparadas en la penumbra. Las chispas relucientes iluminaron a todos quienes estaban sentados en el establecimiento, hasta que cada una de las estrellas minúsculas fue a morir entre los pliegues de grasa enclavados entre los ceños fruncidos de los habituales.

El ligero, mágico chisporroteo provocó que las voces se acallaran. Al cabo de un momento, el local estaba en silencio. El extraño empezó a narrar su relato.

—Hubo un tiempo en que el país de Sossal estuvo bajo la protección de un noble caballero, sir Paramore, el más heroico en vivir...

Con el cabello dorado y unos ojos que parecían de platino, envuelto en su armadura imponente, sir Paramore atravesó la sala del trono del rey Caen. Cualquier otro caballero habría sido despojado de su armamento y atavío nada más cruzar el umbral, pero no el noble Paramore. Armado con su larga espada
Kneuma
, contra la que nada podía conjuro alguno, arrastrando un saco por los suelos, siguió acercándose al trono real. El rey y la reina, así como su pequeño círculo de nobles cortesanos, dejaron de conversar y fijaron sus miradas en él. Paramore se detuvo a una distancia prudencial del rey, al que no hubiera podido alcanzar con su espada, se arrodilló y rindió una profunda reverencia.

—¿Has conseguido dar con los secuestradores? —preguntó el rey, cuyo rostro estaba enmarcado por unos cabellos largos y prematuramente blancos.

—He conseguido algo mejor todavía, mi señor —respondió el noble, levantándose con una celeridad que en otros casos hubiera sido tenida por arrogancia.

Paramore metió la mano en el saco y extrajo una ristra repugnante: las cabezas de los cinco secuestradores a los que había dado muerte.

La hija del rey se estremeció de horror. Sólo entonces, el rey Caen se fijó en el largo rastro rojizo que el saco de sir Paramore había dejado en las frías losas de la sala.

—Mi señor, estáis mirando los rostros de los canallas a quienes buscabais —explicó el caballero.

En el silencio espeso que siguió, el mago Dorsoom emergió tras el gran trono, al que solía arrimarse para dispensar murmuraciones al rey con sus labios rodeados de negra pilosidad.

—Tu misión consistía en que los trajeras aquí para ser interrogados, Paramore —indicó el mago—, no en que les cortaras la cabeza.

—Un poco de calma, Dorsoom —terció el monarca, alzando el brazo—. Dejemos que nuestro caballero nos cuente lo sucedido.

—Es fácil de relatar, mi señor —respondió Paramore—. Yo mismo me encargué de interrogar a los secuestradores. Como se negaban a darme respuestas, corté sus huecas cabezas.

—Tonterías —intervino Dorsoom—. ¿Quién nos asegura que esas cabezas no pertenecen a los cinco primeros campesinos con quienes te encontraste? Tendrían que haber sido sometidos a juicio. E incluso si esos cinco individuos eran culpables, cosa que ahora nunca sabremos con certeza, seguimos sin conocer quién asignó tan horrible encargo a tales rufianes.

—Estos secuestradores raptaron a los hijos de los nobles que nos rodean —contestó Paramore sin alterarse, pero en tono acerado—. Si de algo se me puede acusar, es de haber sido demasiado blando.

—Pero tenían que ser sometidos a juicio y...

—¡Este gusano insiste en sus insinuaciones! —zanjó Paramore, dirigiéndose al rey mientras apuntaba con su enorme espadón al mago—. ¡Me temo que mis muchachos tendrán que dar cuenta de él ahora mismo!

Las grandes puertas de la sala real se abrieron de golpe, y de pronto resonó el avance de numerosos pies... Pies pequeños, los pies de los niños que corrían felices hacia donde se encontraba su rescatador. Sus voces agudas insistían en elogiar a grito pelado las cualidades de sir Paramore.

Al ver a sus niños, los nobles bajaron de su lugar junto al trono y corrieron a abrazarse con sus hijos. El subsiguiente revuelo de lloros y exclamaciones apagó las protestas de Dorsoom, que se retiró a su rincón detrás del trono. Se diría que aquellos ruidos de alegría lo habían sumido de nuevo en la oscuridad.

Sobreponiéndose a la alegre algarabía, el sonriente Paramore se dirigió al rey.

—Majestad, me temo que estáis en deuda conmigo. De acuerdo con lo que se me prometió cuando me fue asignada la liberación de estos pequeños, me propongo reclamar como mía la mano más hermosa que hay en todo Sossal: la mano de vuestra hija tan bella, la princesa Daedra.

Las palabras de Paramore se vieron correspondidas por un entusiástico coro de gritos infantiles. Alejándose por un momento de sus padres, los pequeños fueron a situarse junto a su rescatador. Apiñados en torno a Paramore, los niños imploraban con la mirada que al caballero le fuera concedido lo que le era debido.

La piel blanquísima de Daedra enrojeció de repente; sus labios parecieron convertirse en una roja herida abierta en su faz. El rey palideció ante la duda. Antes de que alguien pudiera pronunciar palabra, los gritos de los niños se vieron silenciados por unos gritos rabiosos.

—¡Silencio de una vez, mozalbetes! —instó un noble delgado de figura. Sus ojos de ébano brillaban con furia bajo sus negros ceño y cabellos—. Vuestros infantiles entusiasmos no tienen cabida en esta cuestión. La mano de la princesa me fue prometida muchos años atrás cuando yo era niño, antes incluso de que ella naciera. Este usurpador que se las da de caballero no conseguirá robarme lo que es mío, como tampoco lo lograrán vuestros estúpidos maullidos.

—Muy cierto —secundó el monarca con tristeza, moviendo la cabeza. A continuación hizo una pausa, como si estuviera escuchando una voz que hablara a sus espaldas—. Paramore, la tradición me obliga a conceder la mano de mi hija a Lord Ferris.

Sir Paramore envainó la espada y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Sal de tu escondrijo, mago perverso —instó—. No sigas ocultándote a la sombra de este gran hombre. Tus murmuraciones no lograrán disuadir a mi señor y monarca de acceder a lo que la princesa y yo tanto ansiamos.

Dicho esto, Paramore tocó la empuñadura de su poderosa espada,
Kneuma
, a fin de disipar todo conjuro que Dorsoom pudiera haberle echado al soberano. A continuación chasqueó los dedos, y la minúscula percusión de sus dedos hizo brotar chispas en el aire. El rey y los nobles que a su lado estaban se volvieron, como despertando de un sueño, hacia el mago escondido en las sombras. Con el rostro ceniciento, Dorsoom respondió al desafío de Paramore y salió a la luz.

—Mi señor, no os dejéis engañar por la magia vil de este...

—Silencio, mago —cortó el rey Caen sin levantar la voz, mirando a Dorsoom con nuevos ojos. El monarca entonces se dirigió hacia el delgado noble—: Lord Ferris, sé que la mano de mi hija te fue prometida antes incluso de que pudieras comprender el significado de tal promesa. Pero el tiempo ha corrido, y hemos asistido a la aparición de un hombre más noble y merecedor de la mano de la princesa. Ese hombre además ha sabido ganarse su corazón, y también el mío, merced a una sucesión de hazañas verdaderamente impresionantes. Todo cuanto tú has conseguido en la vida no basta para igualar una sola de esas hazañas.

—Pero...

El rey levantó la mano en demanda de silencio. Su expresión era severa.

—He tomado una decisión, y no vas a conseguir que la revoque. Lo único que lograrás será irritarme, así que más te vale guardar silencio. —Su rostro severo se ablandó al mirar a sir Paramore—. Por real decreto, establezco que mañana desposes a mi hija querida.

Los presentes acogieron la proclama con vítores de entusiasmo. Con la excepción de lord Ferris y el mago Dorsoom, claro está. Los gritos de júbilo estremecieron los mismos cimientos del palacio y resonaron en la bóveda de piedra que cubría la sala del trono.

Fue entonces cuando el grito de angustia de una de las mujeres hizo que en la sala volviera a hacerse el silencio.

—¡Mi Jeremy! —exclamó la aristócrata, retorciendo una bufanda de color azul claro con sus manos pequeñas y tiernas mientras entraba por la puerta—. ¡Ah, sir Paramore! ¡He mirado y remirado entre el grupo de niños, incluso he preguntado a los guardias de la puerta, y mi Jeremy no aparece. ¿Dónde está mi pequeño?

Sir Paramore se apartó del lugar que le correspondía, a la derecha del rey.

—Ni siquiera yo tuve ocasión de salvar a tu hijo. Esos carniceros ya se habían encargado de él... —dijo con los ojos anegados en lágrimas.

—Uno se estremecía al oír los gritos de aquella pobre mujer —musitó el hombre cubierto con la capucha, mientras la taberna entera seguía atenta a los sonidos sibilantes de su voz—. Incluso el pérfido Dorsoom se vio obligado a taparse los oídos...

—Ya está bien. Se ha acabado la cerveza por esta noche. No me importa que fuera sople un viento espantoso, peor resulta esta ventolera, ¡una ventolera que parece salir del trasero de este desconocido!

Quien así había hablado era Horace, el gordo Horace, el tabernero de aquella aldea diminuta emplazada en lo alto de las montañas Jardín de la Cripta, quien había alimentado con huevos y morcillas a los abuelos, los padres y los hijos de quienes allí se encontraban aquella noche. A lo largo de los años, las buenas gentes de Capel Curig habían aprendido a confiar en el instinto que Horace tenía para el tiempo y las cosechas, la política y las personas. A pesar de ello, aquella noche marcada por la aparición del extraño forastero, los demás por una vez no pensaron en Horace como en su amigable y familiar confidente.

—Cierra el pico, Horace —exclamó Annatha, la pescadera—. Ni siquiera has estado oyendo a este hombre. ¡Menudo escándalo has estado haciendo en la cocina con tus sartenes y cacerolas! ¡Un poco más y nos vuelves sordos!

—¡Bien dicho! ¡Sí! —secundaron bastantes.

—Desde la cocina se oye perfectamente, ¡lo suficiente para comprender que este hombre monstruoso os está vendiendo una sarta de patrañas! Se ha estado refiriendo al rey Caen como si se tratara de un viejo inestable y medio chocho, cuando todos sabemos que es un monarca fuerte, justo y consciente de sus decisiones. ¿Y qué me decís de Dorsoom, descrito como un mago pérfido cuando en realidad es tan sabio como bondadoso? ¡Por no hablar de lord Ferris!

—Todos sabéis que siempre he sido partidario de la verdad, pero los bardos ambulantes siempre la adulteran un poco —dijo Fineas, el sacerdote viajero encomendado a Torm—, del mismo modo que los taberneros lo hacen con el licor. Así que déjale hablar, Horace, y mejor ocúpate de servirnos un poco de bebida. A ver si entre los dos conseguís hacernos entrar un poco en calor en esta noche gélida.

El forastero tendió aquella mano temblorosa que hacía el trabajo de dos.

—A ti te toca decidir, amigo —añadió con voz rasposa—. ¿Vas a atender a los deseos de tu parroquia o sigues decidido a echarme?

Horace hizo una mueca.

—En una noche como ésta, yo no echo a la calle ni a un perro rabioso. Pero sí que me gustaría que te callaras de una vez, compadre. Además de mentir, estás consiguiendo que a mis parroquianos les esté entrando una expresión antinatural y soñadora, y no me gusta que la clientela se duerma en mi establecimiento.

Las palabras de Horace sólo consiguieron originar nuevas protestas, que el tabernero intentó sofocar sin éxito.

—Muy bien. Le dejaré hablar. Pero escuchadme bien: este hombre se ha hecho con vuestras almas. Os ha estado echando algún tipo de conjuro mágico fascinador a través de sus palabras. Lo que soy yo, no pienso seguir escuchándolo.

El forastero asintió con su cabeza encapuchada y todavía húmeda. Horace se marchó a la cocina, donde pareció seguir mirándolo con desconfianza mientras el extraño proseguía con su historia.

—Aunque la lengua viperina de lord Ferris aquella mañana se había visto achantada en presencia del rey, los nobles y los niños, sus manos estaban prestas a entrar en acción aquella noche, cuando se dirigía sigilosamente a la habitación de sir Paramore.

Pero otro ser de la noche, el fantasma del pobre Jeremy, se interpuso en los planes siniestros de Ferris. Al advertir que el mal entraba en acción, el fantasma de Jeremy se dirigió a montar una espectral guardia en las escaleras que llevaban al cuarto de Paramore. Cuando vio que lord Ferris llegaba en silencio al pie de la escalera, Jeremy voló a advertir a su antigua amiga del alma, la pequeña Petra, que en aquel momento estaba durmiendo en su cama...

Petra era una niña de cabellos castaños, la líder natural del grupo de pequeños miembros de la nobleza. Jeremy la encontró dormida en una de las habitaciones del castillo, pues el rey Caen había invitado a los niños y sus padres a pasar la noche allí. El pobre Jeremy contempló con sus tristes ojos de espectro el cuerpo dormido de Petra, los mismos ojos tristes que poco tiempo atrás contemplaran su propio cuerpo decapitado y sin vida.

—Despierta, Petra, despierta... Sir Paramore, nuestro salvador, se encuentra en un apuro muy serio —susurró el pequeño fantasma.

Y Petra despertó. Al ver a su amigo desaparecido, el corazón le dio un vuelco. A diferencia de los fantasmas de mayor envergadura, cuyo cuerpo solía aparecerse en una envoltura diáfana al tiempo que imprecisa, el pobre Jeremy no tenía cuerpo alguno. Jeremy ahora no era más que una cabeza solitaria que flotaba al pie de la cama de la niña, una cabeza de cuyo cuello seguían manando gotas de la roja vida que antaño fluyera a borbotones. Tan grotesco y horrísono era el efecto que Petra, niña de carácter animoso, fue incapaz de dedicar una palabra de saludo a su compañero muerto.

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