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Relatos de Faerûn (24 page)

BOOK: Relatos de Faerûn
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—¿A qué te refieres? —pregunté, con la boca llena de pan.

El joven acólito se mostraba demasiado agitado para comer.

—Hermano, como decía... —explicó—... hay unas cosas que parecen moverse en los cristales cuando el sol se pone.

—Una simple ilusión óptica provocada por el reflejo de la luz en los cristales —repuse, tragándome el pan.

—Sí, claro... Eso debe de ser. —Pheslan bajó la mirada.

—¿Adonde quieres ir a parar?

—A que parecía de lo más real —contestó, mirándome a los ojos—. Se movían.

—¿Qué es lo que se movía?

—Las imágenes de la ventana. Como si hubiera algo al otro lado.

—Quizá había algo al otro lado, Pheslan. —Estaba empezando a irritarme un poco—. ¿Un pájaro?

—La verdad es que salí de la iglesia a comprobarlo —informó—. Pero fuera no había nada.

Bebí la última gota de mi vaso y me puse en pie.

—En ese caso, sin duda se trataba de una ilusión óptica provocada por la luz del atardecer —concluí—. Ya está bien por hoy, Pheslan. Es hora de acostarse.

Nos fuimos a dormir. Pheslan siempre fue obediente en extremo. Cuando hoy lo pienso...

Pero mejor será que termine con mi relato.

Pasaron dos días sin que Pheslan volviera a hacer mención a la vidriera. El muchacho se mostraba poco hablador y se tomaba su tiempo a la hora de terminar con sus ocupaciones. Yo sabía que tenía que hablar con él, pero lo cierto era que me encontraba demasiado ocupado. Ya habría tiempo.

Dos noches después de nuestra conversación, oí un ruido extraño después de acostarme. Llevaba un rato leyendo en la cama, como tantas veces solía hacer antes de apagar la luz y echarme a dormir. Volví a oír el mismo ruido. Parecía provenir del exterior de la iglesia. Quizá alguien estaba llamando a la puerta. Marqué la página de mi libro, me levanté de la cama y eché a caminar hacia la puerta vestido en camisón. Cuando volví a oír aquel sonido, me pareció como si un animal estuviera arañando el muro exterior del edificio.

Mis pies desnudos sufrían por el contacto con el helado suelo de piedra, así que aceleré el paso en la oscuridad. Perfecto conocedor del lugar, me las arreglé para no tropezar con nada en mi camino al santuario. La luz de la luna llena relucía a través del rosetón, iluminando mis pasos hacia la puerta.

Aunque siempre hay peligros en la noche, incluso en nuestro pacífico valle, yo nunca echaba el cerrojo de la puerta. Tal como lo veía, la iglesia tenía que estar siempre abierta, acogedora para los pobres y los necesitados de sabiduría, el secreto don de Oghma. Abrí la puerta y miré a la negra noche. Un viento amargo provocaba que las parduscas hojas muertas se arremolinaran en el patio que había frente a la iglesia.

No veía nada que se alejase de lo ordinario.

De nuevo volví a oír aquel sonido como de arañazos. Había algo fuera, algo que estaba arañando los muros de la iglesia. ¿Un árbol? El ruido ahora había resonado con fuerza, así que decidí salir a echar un vistazo. Aunque no tenía zapatos, ni una capa ni una mísera luz, salí. Rodeé el edificio entero, sin ver nada en absoluto. Ningún árbol era lo bastante alto como para que sus ramas arañasen los muros de piedra. Mis ojos no dieron con ninguna persona o animal, aunque lo cierto es que veo muy mal por la noche, y ésta era oscura en extremo.

Y sin embargo, ¿no acababa de ver la luz de la luna llena a través de las ventanas? Miré hacia arriba. Las nubes eran espesas. Por lo demás, ahora que estaba un poco más despierto, sabía muy bien que aquella noche no era de luna llena.

Volví al interior. Sí, tanto el santuario como la nave estaban impregnados de una límpida luz azulina que llegaba del rosetón. Mientras contemplaba la vidriera, supe que tendría que subir a comprobar qué pasaba. Apretando los dientes para enfrentarme al frío, salí otra vez al exterior.

No había el menor rastro de luz. Apretando el paso, me dirigí a la fachada septentrional de la iglesia, allí donde se encontraba el rosetón. Ni rastro de luz. Miré la vidriera, cuyo aspecto encontré perfectamente normal, o así me pareció en la oscuridad.

De nuevo volví al interior del santuario. Sí, todavía estaba bañado en luz (¿acaso ésta ahora era un poco más tenue?). Miré el rosetón y, luego, la iglesia iluminada. De pie entre los bancos de madera de la nave frente al altar, vi que la luz de la vidriera proyectaba una sombra a mi alrededor. Para mi horror, ¡no se trataba de la sombra de una rosa, sino de la de un enorme monstruo inhumano! Cuando miré mis pies, advertí que me encontraba directamente situado en la boca abierta dibujada por la sombra de aquel ser bestial.

Eché a correr. Llamando a Pheslan a gritos, me dirigí a la parte trasera de la iglesia. Mi acólito salió de su cuarto con los ojos marcados por la alarma y el sueño. Sin decir palabra, agarré del atril el pergamino en blanco que servía como símbolo del poder de Oghma y conduje a Pheslan a la nave.

Todo estaba a oscuras.

—Trae una luz —ordené en un susurro.

—¿Qué pasa?

—¡Trae una luz!

Pheslan encendió uno de los muchos cirios que había en torno al altar y volvió a mi lado. Ahora que lo pienso, está claro que Pheslan conocía el interior de la iglesia tan bien como yo, pues no tuvo dificultad en encontrar en la oscuridad el pedernal necesario para encender la vela. Ah, Pheslan...

La luz del cirio iluminaba gran parte de la nave, aunque con poca intensidad. Miré a mi alrededor cuidadosamente, primero al punto del suelo donde había visto aquella sombra, luego a la vidriera en lo alto.

—Por favor, hermano —intervino Pheslan—, dígame qué pasa...

—Me pareció ver algo —respondí con prudencia, sin dejar de mirar a mi alrededor.

Su respuesta fue inmediata.

—¿En la ventana?

—Eso creo. Mejor dicho, lo que vi que la sombra proyectada por una luz en la ventana...

Pheslan clavó sus ojos en mí. Sus ojos apuntaban a un sinfín de preguntas. Las mismas preguntas que yo mismo me hacía.

—No tengo idea, hijo mío.

Puse mi mano en su hombro y, tras dirigir una última mirada al interior, volví con él a nuestros aposentos.

Le quité el cirio de la mano.

—Oghma nos protege, Pheslan —dije—. Aunque no seamos capaces de comprenderlo del todo, es seguro que contamos con su protección, pues ningún secreto se le escapa. Por lo demás, si bien las imágenes de la noche con frecuencia resultan aterradoras, la luz de la mañana siempre termina por disipar los miedos de la noche. Todo irá bien. A mis años, hago mal en inquietarme por unas sombras.

Pheslan sonrió y asintió con la cabeza.

Después de que el muchacho se fuera a su habitación, me quedé un momento inmóvil. Todavía con el cirio en la mano, fui a la puerta delantera y eché el cerrojo. Mis ojos seguían fijos en el rosetón.

Al día siguiente, con intención de asegurarme del todo, recurrí a todas las bendiciones y conjuros de rechazo que me habían enseñado, con la esperanza de que el poder divino librara de todo mal al rosetón y el mismo santuario. Tales rituales y plegarias sin duda nos protegerían de cualquier presencia maligna que hubiera podido estar presente la noche anterior.

La tarde la empleé en confortar a Makkis Hiddle, un vecino que vivía a unas cuantos kilómetros de la iglesia y llevaba cierto tiempo enfermo. Mi condición de Señor del Saber implicaba que yo fuese el sanador más reputado de nuestra pequeña comunidad. Era de noche cuando emprendí el regreso a la iglesia. Como en la noche previa, el viento soplaba del norte, y el frío hizo que el camino de vuelta fuera más bien desagradable. Cuando llegué a la iglesia, desaté el tiro y puse a las bestias en los establos situados tras la fachada oriental del edificio. Los animales parecían inquietos e insistieron en piafar y relinchar hasta que los calmé con una manzana en principio reservada para mí mismo. Al dirigirme a la puerta frontal, rodeé la fachada septentrional y alcé la mirada.

De pronto vi que una sombra se movía por los paneles de vidrio de colores del rosetón. La sombra era grande, lo bastante grande para pertenecer a una persona. De forma instintiva, pensé en Pheslan. ¿Era posible que, de un modo u otro, hubiera subido a la vidriera? Corrí al interior del santuario, que estaba en calma absoluta. En el rosetón no se veía nada inusual.

La estancia estaba iluminada por un candil situado sobre el altar. Sabedor de que yo llegaría tarde, Pheslan la había dejado allí para mí, como siempre hacía. A mi vez, yo sabía que en la mesa encontraría un poco de pan y vino. La perspectiva me llevó a sonreír. Suspiré. Estaba portándome como un necio por unas tonterías. Cené rápidamente y me fui a la cama.

Esa noche me desperté sobresaltado. De nuevo volvía a oír aquel sonido como de arañazos en la pared. Como si un perro estuviera arañando la puerta del hogar de su amo para que éste lo dejara entrar. Un perro muy grande, eso sí. Encendí el candil que había junto a mi cama con unas ascuas del brasero con que en vano trataba de caldear un poco mi cuarto todas las noches. Cuando abrí la puerta de mi habitación, vi que la del cuarto de Pheslan asimismo estaba abierta. Asomé la cabeza; en el dormitorio no había nadie. Estaba claro que el muchacho había salido... ¿Acaso porque también había oído aquellos arañazos?

Fue entonces cuando oí el grito.

Corrí al santuario; la llama de mi candil a punto estuvo de apagarse por efecto del aire frío. Frenéticamente, miré una y otra vez a mi alrededor.

—¿Pheslan? —llamé. Mi voz se vio absorbida por el negro vacío del santuario. ¿A qué se debían los repentinos temores que sentía en mi propia casa—, ¡Pheslan, hijo! ¿Dónde estás?

Nadie me respondió.

Mis ojos buscaron el rosetón. Unas formas oscuras parecían moverse por la superficie. ¿Un efecto provocado por la luz sobre las facetas? ¿Hasta cuándo iba a seguir repitiéndome esa cantinela?

Quise examinar la vidriera de cerca, pero no había forma de subir a semejante altura sin contar con una escalera, y estaba demasiado oscuro para ello. De nuevo grité el nombre de Pheslan.

Salí al exterior y miré en la cuadra. Los caballos y la carreta seguían donde los había dejado. Recorrí todo el exterior de la iglesia, gritando el nombre de mi amigo.

—¡Pheslan!

Cuando por fin terminé de buscar en el interior de la iglesia, la luz del amanecer era ya visible, de modo que apagué mi candil. Sabía qué era lo que tenía que hacer. Volví a los establos y eché mano a la escalera. A pesar de que era muy larga y pesada, conseguí meterla en la iglesia, donde la apuntalé bajo el rosetón. No recuerdo bien qué era exactamente lo que esperaba encontrar en la vidriera, pero lo cierto es que aferré un pesado candelabro que había en el altar. Respiré con fuerza y emprendí el ascenso.

Cuando llegué a lo alto, me agarré al último travesaño de la escalera con una mano. Mientras con la otra empuñaba el candelabro como si fuese una maza, acerqué el rostro al rosetón.

Lo que vi me dejó atónito. Al mirar a través de la vidriera, lo que vi no fue el patio exterior de la iglesia, sino un ámbito infernal dominado por las sombras y poblado por unos seres viscosos que se arrastraban por un paisaje de pesadilla. Algo aleteaba en el cielo con unas alas similares a las de un murciélago, dejando un rastro viscoso tras de sí. Esa vidriera no daba al exterior. O, mejor dicho, sí que daba, pero no al exterior convencional. Lo que mis ojos estaban viendo era cuanto se extendía más allá del velo de nuestro mundo. Mi mente se vio asaltada por el pensamiento de que al otro lado de la vidriera se extendían unos lugares horribles. Unos lugares poblados por unos seres empeñados en cruzar al otro lado, en llegar a nuestro mundo.

¡Por todos los dioses! Al momento comprendí que aquella vidriera era un producto del mal. El rosetón ya no era —si es que alguna vez lo fue— una muestra admirable del talento de un artesano, una serie de cristales tintados de verde y azul dispuestos de forma magistral. El rosetón era un objeto siniestro y corrupto que me permitía ver lo que ningún hombre tendría que ver. ¿O acaso tenía otra función adicional? ¿Acaso se trataba de un portal o una entrada de alguna clase?

Con los ojos empañados por el miedo y el odio, alcé el candelabro, dispuesto a hacer añicos aquella vidriera. Me proponía hacer añicos aquel mundo maligno, aquellas imágenes repugnantes. Aunque ello no encerraba sacrilegio alguno, pues el rosetón no terminaba de pertenecer a un lugar sagrado, me contuve en el último segundo. De pronto se me ocurrió, no sé bien por qué, que si destrozaba aquellos cristales, en lugar de acabar con aquel universo infernal, lo que acaso haría sería facilitar el acceso a nuestro mundo de aquellos seres viscosos y repulsivos. Al romper la vidriera, ¿de veras impediría su entrada en nuestro mundo? ¿O lo que haría más bien sería franquearles el paso? El ladrón que se propone robar una casa por la noche suele romper una ventana para entrar en ella. Al romper el cristal, consigue más fácil acceso al interior.

Tenía que pensarlo bien. Pero no mientras seguía en lo alto de la escalera. Desde donde me encontraba seguía viendo aquel universo de pesadilla, y, lo que era peor, creo que aquellos seres monstruosos también me estaban viendo a mí. Bajé de la escalera y me dejé caer al suelo junto al altar.

Mi confusión era extrema. ¿Qué podía yo hacer? ¿Dónde estaba Pheslan? El grito que había oído, ¿era suyo o de otro? ¿Era posible que, de una forma u otra, hubiera desaparecido en el interior de la ventana? Aquello parecía imposible. ¿Qué habría hecho Tessen en una situación así?

Que Oghma nos proteja.

Ensillé uno de los caballos, ya no me acuerdo bien de cuál. No soy muy buen jinete, pero llegaría antes cabalgando que sentado en el pescante de mi carreta. Cabalgué buena parte de la mañana hasta cruzar el valle y llegar a la abadía.

Los hombres habían estado trabajando con rapidez. Allí tan sólo quedaban algunas de las piedras de los cimientos. Todo lo demás había desaparecido, incluyendo toda posible pista sobre la verdadera naturaleza del rosetón. El muro en el que llevaba más de cien años alojado había sido demolido. El suelo sobre el que había estado proyectando su sombra había sido arrancado y en aquel momento estaba cubierto de escombros, polvo y hojas de árboles.

Me entraron sollozos al contemplar aquel panorama. Tessen había cometido un pecado contra Oghma para el que no existía perdón posible. Tessen había estado en posesión de un secreto, de un secreto terrible. ¿Había sido el guardián de aquella vidriera? ¿O más bien su servidor? Yo esperaba que su espíritu por lo menos no hubiera estado poseído por la malignidad que emanaba del rosetón.

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