Olivia, la privilegiada occidental, se sintió escandalizada por la cantidad de tiempo que tuvo que esperar en el hospital. Meng Anlan, la encallecida urbanita china, se preguntó a quién tendría que sobornar antes de recordar que no llevaba dinero. Todavía más: tampoco llevaba carné del gobierno, el
sine qua non
de la persona china. Tampoco tenía contactos con los que hablar. Podía hacer que su tío Binrong hiciera una llamada a algún administrador del hospital y le gritara durante un rato; pero Meng Binrong, como personaje ficticio establecido en Londres, tampoco tenía fuerza aquí, y, en ese momento, probablemente había mucha gente en cola queriendo decir cosas desagradables a los encargados de este hospital.
Sin embargo, a medida que fue pasando el tiempo, su lado Meng Anlan empezó a ver una especie de sencilla lógica en funcionamiento: había resultado herida hacía varias horas, y se encontraba bien. La herida (una laceración de tres centímetros en el cuero cabelludo, encima de la línea del pelo) había dejado de sangrar. Le dolía la cabeza, quizás indicativo de una conmoción menor, pero no tenía visión borrosa, ningún déficit cognitivo. Tal vez un poco de pérdida de memoria más o menos en torno al momento en que se encontró desplomada contra la pared de la oficina destruida. Pero quizá ni siquiera fuera pérdida de memoria: tal vez solo reflejaba el hecho de que las explosiones en el mundo real, al contrario de las películas, sucedían muy rápido, como destellos fotográficos.
Se le ocurrió que podía levantarse y marcharse sin molestarse en recibir ningún tratamiento médico, cosa que obviamente era lo que el saturado personal sanitario esperaba que hiciera.
El único obstáculo, entonces, era arreglar las cosas con los dos obreros de la construcción que se habían quedado con ella todo el tiempo. Parecían considerar que tenían algún tipo de obligación de llevar la aventura a una conclusión satisfactoria, una historia que pudieran contar a sus colegas al día siguiente. ¿O tal vez esperaban una recompensa? Ideó un modo de satisfacer ambos requerimientos anotando sus nombres y números, pidiendo un poco de dinero para pagar un billete de ferry, y prometiendo devolverlo a la primera oportunidad, junto con un poco más por sus molestias. Ellos protestaron ante esto último, pero Olivia sospechó que no lo rechazarían.
En un épico enfrentamiento en los pasillos, convenció a un enfermero para que le diera un rollo de gasas, sobre todo porque dejó claro que si se lo daba, desaparecería casi inmediatamente y no volvería a crear problemas.
Se lavó entonces lo mejor que pudo en el cuarto de baño y se volvió a vendar la herida con un trozo blanco de gasa que casi podría pasar por algún tipo de accesorio de moda de vanguardia, al menos hasta que la sangre empezó a mancharlo. Cumplió su promesa de marcharse del hospital y se fue andando con sus zapatillas gratis hasta el muelle, donde usó el dinero que le habían prestado los obreros para comprar un billete de ferry para regresar a Gulangyu.
Durante el camino, efectuó la transformación de Meng Anlan, chica de carrera, en Olivia Halifax-Lin, espía del MI6. En el breve trayecto en ferry se preguntó varias veces si volver a su apartamento era lo adecuado. Pero no había ningún motivo para sospechar que la OSP estuviera todavía tras su pista. Y si lo estaban, ¿qué podría haber entonces más sospechoso que dejar de regresar a su apartamento cuando necesitaba con tanta urgencia ropa y descanso? Tenía que salir de China, eso estaba claro. Pero como carecía de dinero y de documentos, tendría que pedirle ayuda a sus supervisores. A falta de teléfono o portátil, tendría que hacerlo acudiendo a un
wangba
y enviando un mensaje codificado.
Pero no podía alquilar un ordenador en un
wangba
sin su carné de identidad.
Ni siquiera tenía las llaves de su casa. Así que durante diez minutos de recorrer las serpenteantes pendientes de la isla de Gulangyu con aquellas enormes zapatillas que aprovechaban la mínima oportunidad para escapar de sus pies, tuvo que localizar al encargado del edificio, interrumpir su cena, y hacer que su esposa la llevara a su apartamento.
La esposa se inquietó al ver su lamentable estado. Pero durante una larga y amable sesión de interrogatorio allí mismo en el umbral, Olivia logró convencerla de que todo iba bien y que lo único que necesitaba ahora era descansar. No pretendió decirlo de forma que pareciera que bloqueaba físicamente la entrada, pero eso era de hecho lo que estaba haciendo. El lenguaje corporal no funcionó con la mujer, y por eso tuvo que usar el otro tipo de lenguaje. Pero finalmente Olivia se salió con la suya y llegó al punto en que consideró que podía cerrar la puerta y echarle dos vueltas a la llave sin ser ofensiva.
Cogió del frigorífico una botella de agua y empezó a beber, luego sacó una bolsa de
baozi
congelados del congelador, la abrió, y comprobó que su pasaporte chino a nombre de «Meng Anlan» seguía todavía allí.
Esto, naturalmente, no podía ser considerado cosas de espías. No era un sitio donde un espía escondiera documentos incriminatorios falsos. Pero sí el lugar donde una joven que no era espía ocultaría su pasaporte legítimo para que no cayera en manos de ladrones corrientes. Así que ahora tenía un modo de identificarse como Meng Anlan aunque hubiera perdido su carné de identidad.
Aquellos pocos sorbos de agua fueron suficientes para poner a sus riñones en funcionamiento de nuevo, así que soltó la botella, dejó el pasaporte en la encimera de la cocina, y entró en el cuarto de baño.
En cuanto lo hizo, sintió y oyó la puerta cerrarse tras ella. Se dio media vuelta, de cara a una enorme muralla blanca. Una almohada chocó contra su cara y una mano la cogió por la parte de atrás del cuello. Gimió una vez, pero el sonido no llegó a ninguna parte. Entonces oyó al oído una voz baja:
—No hagas ningún ruido. ¿Entiendes?
El hombre hablaba en ruso.
Ella asintió.
La almohada se retiró, y Olivia se encontró mirando a los ojos azules del hombre que había irrumpido en su oficina antes; pero ahora llevaba un traje, y se había afeitado la cabeza. A juzgar por las pruebas a mano, lo había hecho en su lavabo, usando una cuchilla de plástico rosa que había cogido de sus cosas.
—Mis disculpas —dijo.
Ella hizo un gesto que combinaba elementos de encogerse de hombros, asentir, y temblar.
—¿Hablamos? —dijo él en inglés.
Ella quería mirar a cualquier parte menos a aquellos ojos azules.
—Sé que eres una espía —dijo, ciñéndose al inglés de momento; tal vez no estaba seguro de su habilidad con el ruso.
Ahora ella sí lo miró a los ojos. Esperaba, o temía, una expresión triunfal. Regodeo. «Te tengo en la palma de la mano.» Pero no era eso, sino más bien algo parecido a... cortesía profesional.
—Tal vez seas la única persona en Xiamen que está más jodida que yo —dijo—. Me llamo Sokolov. Tenemos que hablar.
Qué demonios.
—Yo me llamo Olivia.
Llevaban una hora en el barco. La ciudad quedaba muy atrás. Estaban en mar abierto, recorriendo un territorio de islas rocosas ampliamente espaciadas. Jones había dedicado gran parte del tiempo a discutir en árabe con el hombre que Zula consideraba su lugarteniente: el pistolero de los binoculares y el teléfono. En un momento dado, los dos hombres empezaron a mirar en dirección a las dos mujeres y entonces el lugarteniente se acercó y se plantó delante de Yuxia y la obligó a mirarla, luego hizo un gesto adelantando la barbilla, como diciendo, «ven conmigo». Yuxia no se mostró muy receptiva. Jones se acercó entonces, calibrando la situación, y se interpuso entre el lugarteniente y Yuxia y se agachó y le explicó a la muchacha con el lenguaje más suave posible que quería tener una conversación con Zula, y que por eso Yuxia tenía que dirigirse pacíficamente a proa o bien saltar del barco o morir, cosa que, según su punto de vista, sería lo preferible.
—Si quisiéramos que te ocurriera algo malo, ya te lo habríamos hecho.
Y por eso Yuxia se fue a proa con el lugarteniente y encontró un sitio donde sentarse.
—No quiero soportar ninguna más de tus hazañas tipo Nancy Drew —empezó a decir Jones—. Eso hace que el coste de tenerte por aquí sea muy alto, y como tu valor es esencialmente cero... bueno, como dice el dicho, haz las cuentas.
—¿Esencialmente cero, o cero? —preguntó Zula—. Porque...
—Ah, me olvido de que eres una chica inteligente que tiende a interpretar mis palabras a pies juntillas. Muy bien, pues. Mírate. Examina tu situación. Y luego coopera conmigo. Coopera respondiendo a mis preguntas. Más tarde, haremos las mismas preguntas a Yuxia. Será mejor para todos los implicados si las respuestas cuadran.
Luego guardó silencio durante un rato. Estaba dispuesto a esperar todo el día.
Zula se encogió de hombros.
—Pregunta lo que quieras.
—Descríbeme al líder del pelotón militar ruso.
Ella empezó a describir el aspecto de Sokolov. Pronto Jones asintió, tentativamente al principio, con más énfasis después, como forma de decirle que se callara ya.
—¿Lo viste? —preguntó Zula, pero era una pregunta estúpida. Podía notar que lo había hecho.
Jones desvió la mirada e ignoró la pregunta.
La siguiente pregunta de Zula habría sido «¿Sigue vivo?», pero la evitó.
Jones pasó a hacer varias preguntas más sobre Sokolov. No sería un uso eficaz de energía mostrar tanta curiosidad por un muerto, así que Zula tuvo su respuesta.
Advirtió que Jones y su lugarteniente habían estado hablando de esto. Jones había relatado la historia de lo sucedido esta mañana, tal como lo había visto, y en algún momento quedó clara una laguna: no habían visto morir a Sokolov, no habían visto su cadáver.
La idea de que Sokolov pudiera continuar con vida causó en ella un arrebato de emoción irracional y una sensación de extraña esperanza. Era la única persona que había visto en los últimos días que parecía a la par con la situación. ¿Era estúpido pensar que pudiera querer ayudarla? Pero aunque lo hiciera, no le servía de nada si no sabía que estaba viva, ni dónde se encontraba. Debía de estar huyendo en ese momento, incluso aún más acuciado que ella.
Habían dejado atrás un par de islas más pequeñas y parecían haber fijado el rumbo hacia otra algo mayor, aunque seguía sin tener más de un par de kilómetros de largo.
Tenía que empezar a pensar como el tío Richard. No el tío Richard cuando estaba en la reunión familiar, sino cuando hacía negocios. Solo lo había visto así un par de veces (no la invitaban a las reuniones donde se trataban asuntos importantes), pero cuando lo hizo se sintió fascinada por la manera en que adoptaba una personalidad diferente con la que recubría su personalidad habitual. «¿Qué quiere esta persona? ¿Cómo entra en conflicto, o no, con lo que quiero?» Y sin embargo nunca era falso, nunca era deshonesto. Porque la gente lo notaba.
Ahora mismo, Jones quería información sobre Sokolov. Algo había sucedido entre esos dos hombres, algo que a Jones le había causado impresión.
—No sé mucho sobre su pasado, aparte de las medallas y eso...
—¿Medallas?
—... pero charlé con él bastante cuando vinimos en avión a Xiamen, y en el piso franco, y mientras cazábamos a los creadores de virus.
—Espera, espera —dijo Jones. Sus ojos se habían abierto un poco más, su mirada se había vuelto más intensa, ante cada una de estas revelaciones.
Ella no había mencionado, hasta ahora, el hecho de que el jet de Ivanov estaba en Xiamen.
Bien. Responder a sus preguntas mataría otra hora.
¿Qué pasaría cuando se quedara sin material?
Todo lo que Jones tenía que hacer era buscar su nombre en Google y sabría lo de Richard. Y entonces lo lógico sería pedir rescate por ella.
Naturalmente, todavía no conocía su apellido.
La maldición de tener un nombre propio poco corriente: si buscaba solamente «Zula» en Google, junto con el nombre de la compañía para la que trabajaba, probablemente encontraría algo.
Pero no había Internet a bordo de este barco, y por la pinta del lugar adonde iban, eso no iba a cambiar pronto.
—¿Me estás diciendo que los rusos tenían un piso franco? —Jones hizo la pregunta con inflexión británica, en tono descendente en vez de ascendente al final.
—Sí.
—¿En Xiamen?
—Sí.
—¿Dónde?
—En un...
Zula se dispuso a describir el edificio. Entonces se volvió a mirar hacia la ciudad. A esas alturas estaba ya a unos cuantos kilómetros a popa, pero las altas torres eran todavía visibles.
—Allí —dijo—. La nueva torre moderna. La que hace la curva. Con la grúa amarilla sobresaliendo en lo alto.
Jones pidió los binoculares. Tras intercambiarlos un par de veces con Zula, se aseguró de conocer con precisión de qué edificio estaba ella hablando.
Quiso saber qué planta. Eso hizo vacilar a Zula, pues mientras miraba por los binoculares se preguntó si Sokolov estaría allí arriba, asomado a la ventana. ¿Lo estaba poniendo en peligro al divulgar tanto?
Pero Sokolov sabía perfectamente bien que corría peligro, y estaría tomando precauciones.
Era un modo de comunicarse con él. Si Jones enviaba a alguien a la planta 43 de ese edificio, Sokolov se preguntaría cómo sabían la localización del piso franco, y podría llegar a la conclusión de que Zula les había dado la información.
—La cuarenta y tres —dijo.
—Describe el... —empezó a decir Jones, pero unas palabras del piloto los interrumpieron. Jones escuchó, asintió, luego clavó su mirada en Zula e indicó con la cabeza la cabina—. Vamos a tener visita —dijo—. Llamarás menos la atención ahí dentro.
Zula se preguntó, no por primera vez, hasta qué punto debía mostrarse cooperativa. Pero Jones parecía disfrutar de su compañía y quería sonsacarle información, así que tenía la impresión general de que las cosas eran simplemente malas y no desesperadas del todo. Cooperar ahora podría llevar a más confianza más tarde. Así que se levantó y se dirigió a los estrechos, ruidosos y ferozmente calurosos confines de la cabina del piloto. Un minuto más tarde, Yuxia se reunió con ella. Se quedaron allí dentro durante el resto del viaje.
Zula supuso que la palabra «bullicioso» debía de haber sido acuñada para describir lugares como la bahía de esta islita. Desde entonces, sin embargo, se había diluido inevitablemente al ser aplicada a temas como el tráfico en Manhattan, las junglas y las colmenas, ninguno de los cuales se acercaba realmente al nivel de actividad y embotellamiento que se ofrecía ante los ojos de Zula mientras se internaban en la bahía. Cabría pensar que un lugar tan pequeño tendría menos actividad, no más, ya que resultaba más difícil moverse entre tanto apiñamiento, pero ninguna de las personas que vivía allí parecía ser consciente de ese detalle. La zona exterior de la bahía estaba cubierta por estructuras como balsas del tamaño de manzanas de calles, cada una con numerosos bloques cuadrados, separados por pasarelas, y cubiertos por redes tendidas. Las pasarelas estaban sujetas por diversos tipos de flotadores, incluyendo tanques de plástico llenos de aire, salchichas gigantes de gomaespuma, o simplemente grandes bolsas de plástico llenas de virutas de corcho sintético. Cada una de estas balsas albergaba una pequeña chabola. A Zula le pareció que eran piscifactorías.