Fue ahí arriba donde el barón finalmente había renunciado a su proyecto de ferrocarril. Solo había tendido la línea hasta el sur como farol, amenazando con extenderla hasta Idaho para acicatear a los canadienses a que emprendieran acciones más decisivas en torno a Elphinstone. Pero aquí llegó a un punto en que no podía continuar a menos que perforara un túnel de más de un kilómetro de largo a través de la cordillera. Para vender el farol, había hecho algunos avances, ensanchando un túnel minero ya existente durante un trecho, pero abandonó el proyecto en cuanto consiguió lo que realmente quería: una conexión mejor con el sistema nacional canadiense en Elphinstone.
El primer día de viaje, entonces, consistió en caminar hasta el lugar donde terminaba el sendero en la cabeza de aquel proyecto abortado de túnel. Jones podría haber hecho lo mismo sin ayuda de Richard, cuyo conocimiento especial del terreno entraría en juego al día siguiente.
Y por eso fue una caminata bastante fácil, y una especie de vacaciones: una oportunidad para dejar que su mente, libre de Internet, deambulara por donde quisiera. Pensaba principalmente en las reacciones que había tenido al descubrir que Zula seguía con vida. Pues durante los últimos días había intentado hacerse a la idea de que estaba muerta y comprender lo que eso significaba. Desde luego, no era ajeno a que muriese gente que conocía. Había llegado a la edad en que tenía que asistir a un par de funerales de conocidos de su quinta al año, e incluso tenía un traje especial y un par de zapatos para la ocasión. Pero todas las muertes eran tan diferentes como las personas que habían muerto. Cada muerte significaba que un grupo concreto de ideas y percepciones y reacciones había desaparecido del mundo, aparentemente para siempre, y le servía a Richard como recordatorio de que un día sus ideas y percepciones y reacciones desaparecerían también. Nunca era bueno. Pero parecía particularmente injusto en el caso de Zula. Si ahora estaba cambiando su muerte por la suya, bien, era mucho mejor en general, y un trato que, como Jones sabía perfectamente bien, estaba dispuesto a aceptar.
Pero la idea de que la muerte pudiera llegar pronto le trajo a la cabeza algo en lo que últimamente había estado reflexionando, en especial cuando miraba por las ventanillas de los aviones privados al paisaje que pasaba bajo él. Sus creencias religiosas estaban completamente indefinidas. Pero fuera a continuar su espíritu después de su cuerpo o fuera a morir con él, sentía la acuciante sensación de que, a su edad (y sobre todo en sus actuales circunstancias), debería estar volviéndose más espiritual. Porque desde luego estaba más cerca de morir que de nacer. Y en vez de eso cada vez se sentía más conectado con el mundo. Ni siquiera podía imaginar lo que significaría ser un ser íntegro y consciente sin el olor a cedro en la nariz. Ver el color rojo. Saborear el primer trago de una pinta de cerveza. Sentir el tacto de un par de vaqueros viejos mientras se los subía por los muslos. Contemplar a través de la ventanilla de un avión los bosques y los prados y las montañas. Sin todo eso, ¿cómo podías estar vivo, consciente, sentiente, de algún modo que mereciera la pena?
Era el tipo de reflexión que un día cualquiera habría interrumpido la llegada de un e-mail o un mensaje de texto, pero mientras recorría el valle del Blue Fork a la cabeza de una columna de sudorosos y refunfuñones yihadistas, ninguno de los cuales quería hablarle especialmente, tuvo tiempo de sobra para considerarlo. Pero sí que intentó disfrutar del olor de los cedros y el azul del cielo mientras aún tenía el equipo para hacerlo.
Olivia continuó sin detenerse hasta una incorporación a la autopista. Se dirigieron al norte atravesando una despoblada zona industrial que llegaba al extrarradio sur de Seattle. Allí se internaron en la I-5, la carretera principal de norte a sur, que siguieron hasta llegar a la ciudad. Media hora más tarde, después de dejar atrás otro cinturón industrial y entrar en otra población más pequeña, ella puso el intermitente y salió a una vía secundaria que se desviaba al este y se abría paso en línea recta a través de una interminable serie de marismas. Una cordillera montañosa brotó de las llanuras directamente ante ellos. Cuando llegaron a terreno más elevado y más seco, la carretera giró al sur y empezó a serpentear de un lado a otro, como si la asustara la colosal barrera tendida en su camino, pero después de un rato desembocó en un amplio valle, salpicado de pequeñas comunidades. El valle se hizo más estrecho, el aire más frío, las poblaciones más pequeñas, los árboles más altos, y entonces quedó claro que subían hacia un paso en las montañas.
Ambos se relajaron. No había ningún motivo concreto para hacerlo. No había ningún motivo, en el mundo actual, para estar más a salvo, más anónimos en una carretera que serpenteaba entre las montañas que en cualquier vía en el corazón de una ciudad importante. Pero algún atavismo en sus cerebros les decía que habían efectuado algún tipo de huida. Que habían escapado con algo.
—No me gustan tus amigos —dijo Olivia. Era lo primero que alguno de los dos decía desde que Sokolov subió al todoterreno delante de la casa de Igor.
Sokolov ignoró el comentario.
—¿Cómo sabías dónde estaba?
—Ya que estamos haciendo preguntas nerviosas, tengo una: ¿Dijiste tú, o alguno de los que había en esa casa, algo en voz alta cuando aparecí. Como «La leche, esa parece Olivia, la agente del MI6?».
—Por supuesto que no dije nada.
—Por supuesto que no. ¿Pero y los otros? ¿Algo en la línea de «Quién es esa chavala china del todoterreno negro»?
—Nada. Hice este gesto —le aseguró Sokolov, mostrándole el movimiento del dedo en los labios y la mirada hacia arriba.
—Bueno, eso podría ayudar. Un poco.
—Repito: ¿cómo sabías dónde estaba?
—Esta mañana estaba en el aeropuerto de Vancouver, camino de Prince George para ir a buscar a Abdalá Jones, cuando me enteré de que la casa de tu amigo estaba siendo vigilada.
—Porque el estúpido idiota fue al apartamento de Peter y lo captaron las cámaras de vídeo.
—Exactamente. Y luego me enteré de que alguien llamado Sokolov acababa de hacer una visita sorpresa.
—Ah.
—Sí. Me sentí un poco responsable.
Él volvió la cabeza para mirarla. Ella continuó mirando la carretera.
—¿Cómo de responsable? —preguntó.
—Los archivos de vídeo estaban encriptados, ¿sabes? Nadie podía abrirlos. Pero gracias a algunas cosas que hice esta mañana, se encontró la clave para desencriptarlos.
—¿Se encontró dónde?
—En la cartera de Peter.
—¿Peter está muerto?
—Sí, está muerto. Resulta que Ivanov se lo cargó en Xiamen. Luego Jones se cargó a Ivanov y escapó con Zula.
—¿Entonces dónde está la cartera de Peter?
—Csongor se la llevó a Manila.
—¿Csongor está en Manila?
—Hace unas cuantas horas, sí, estaba allí. Junto con Yuxia y Marlon.
—¿Quién es Marlon?
—El hacker que creó el virus.
Un momento de silencio entonces, mientras Sokolov intentaba asumir todo esto.
—Pues bien —continuó Olivia, cuando el lenguaje corporal de Sokolov sugirió que estaba dispuesto a seguir escuchando—, conseguí que todos hablaran entre sí. Dodge suministró el archivo de vídeo...
—¿Dodge?
—Richard Forthrast.
—El tío rico de Zula.
—No te había etiquetado como fan de T’Rain.
—Leí sobre ella en periódicos y revistas esta mañana en la librería. No me sorprende que un hombre de este tipo haya conseguido un archivo de vídeo. Bien. Él suministró el archivo, Csongor suministró la clave...
—Y entonces montones de polis y espías vieron el vídeo de Igor robando eso —Olivia hizo un pequeño gesto con la cabeza, indicando la funda del rifle que iba en el asiento trasero—. ¿Por qué lo has traído, por cierto?
—Para cazar alces. Haremos una barbacoa.
—Me encantaría celebrar una barbacoa de alce contigo. Pero deberíamos decidir cuál será nuestro próximo movimiento.
—¿«Nuestro»? ¿Estamos juntos? ¿Somos socios? —El tono de Sokolov era agrio y escéptico.
—Eso es lo que tenemos que decidir.
Sonó el teléfono de Olivia. Ella lo atendió y pasó un par de minutos escuchando a alguien al otro lado.
—Muy bien —dijo por fin—. Me pondré en contacto cuando esté al norte de la frontera.
Colgó y le entregó el aparato a Sokolov.
—¿Quieres destruirlo por mí?
—Con mucho gusto.
Sokolov empezó buscando cómo sacar la batería. Por si tenía alguna fuente residual de energía, lo puso sobre el salpicadero, sacó la Makarov, comprobó que tenía puesto el seguro, y alzó la culata para usarla como martillo.
—Espera —dijo ella—. Tengo que enviar un último mensaje.
Sokolov dejó la Makarov en el suelo entre sus pies y volvió a meter la batería en su sitio.
Olivia conducía por una zona montañosa especialmente llena de curvas, así que le fue hablando a Sokolov mientras este encendía el teléfono y navegaba por sus menús.
—En «llamadas recientes», deberías ver una, esta mañana temprano, a alguien llamado Seamus.
—Sí, lo tengo —dijo él tras unos instantes.
—Si fueras tan amable de enviar un texto a ese número. «Reventado y a oscuras.» Algo así.
Sokolov la miró incrédulo.
—Exactamente así —se corrigió ella.
Sokolov pasó unos instantes tecleando y enviando el mensaje. Luego volvió a sacar la batería, puso el aparato en el salpicadero, y cogió la Makarov. Miró a Olivia.
—Adelante.
La culata de la Makarov se estampó contra la negra carcasa de plástico, produciendo un bonito ruido de rotura. Sokolov golpeó unas cuantas veces más y luego empezó a rebuscar entre la basura restante, buscando algo que pudiera seguir vivo.
—¿Alguien enfadado contigo?
—Mi jefe en Londres —dijo Olivia, un poco tensa—. La gente está hablando.
—¿Te vieron en casa de Igor?
—No. Pero mi presencia en Estados Unidos es un secreto a voces. He estado colaborando con el FBI local en la búsqueda de Zula y Jones. Saben el nombre que estoy utilizando: el nombre de mi pasaporte. Esta mañana, después de enterarme de que habías aparecido en casa de Igor, me fui directamente al aeropuerto y cogí el primer avión para Seattle. Es un vuelo de cincuenta y cinco minutos. Llegué en un santiamén. Salí del aeropuerto, alquilé un coche, y fui a casa de Igor.
—¿Cómo sabías la dirección?
—Accedí al PDF con la orden judicial para autorizar la vigilancia —indicó el destrozo del teléfono, que Sokolov recogía ahora primorosamente en una bolsa de basura—. Como sabes, la casa de Igor está a menos de un kilómetro del aeropuerto. El tiempo que tardé desde que me enteré de la noticia en Vancouver y aparecí en el porche delantero de la casa de Igor, menos de dos horas.
—¿Por qué?
Ella lo miró.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Reventar la operación del FBI fue una locura.
—Se lo habrían llevado todo. Todo lo que pasó en ese apartamento (el secuestro, el asesinato), habría salido a la luz y te habrías pasado el resto de la vida en prisión.
—Tal vez sucederá de todas formas —dijo Sokolov, pensando en Vlad, retorciéndose en el suelo.
—Tú y yo teníamos un trato —dijo Olivia—, allá en China. Y era que, a cambio de tu ayuda para ayudarnos a localizar a Abdalá Jones, mi jefe te sacaría de problemas. Algo salió mal. No sé qué.
Sokolov se encogió de hombros.
—La OSP se infiltró en la red del tal George Chow.
—Sigo queriendo cumplir el espíritu general de ese acuerdo —dijo Olivia—. Y será ventaja nuestra (ventaja del MI6) impedir que te lleven ante los tribunales americanos para que haya un juicio sensacionalista. Porque entonces saldrían a la luz un montón de cosas más.
—Cosas de China.
—Cosas de China. Con repercusiones para las relaciones internacionales para China, Estados Unidos, el Reino Unido... Así que había que sacarte de esa casa.
—Actuaste bien —reconoció Sokolov—. Temía...
Entonces se calló.
Un poco demasiado tarde.
—Temías que fuera una acosadora loca enferma de amor.
—Sí.
Olivia suspiró.
—Si tuviera tiempo para esas distracciones...
—¿Estás metida en un buen lío? —preguntó Sokolov, sacudiendo la bolsa con los restos del teléfono.
—Dejé suficientes pruebas circunstanciales (volar a Seattle, alquilar el coche) para que tarde o temprano el FBI se dé cuenta de que fui a casa de Igor y reventé la operación. Ya han empezado a hacer preguntas difíciles a mis jefes del MI6.
—¿Qué es lo mejor que puedes hacer entonces?
—Voy a ser un molesto grano en el culo haga lo que haga —dijo Olivia—, pero todo sería mucho mejor si estuviera en Canadá. Eso me pondría fuera de la jurisdicción del FBI, y en un país con relaciones de Commonwealth con el Reino Unido... allí será más fácil suavizar las cosas y hacerme llegar a casa de manera discreta.
—¡A Canadá entonces! —dijo Sokolov—. Canadá también es mejor para mí: tengo un visado de trabajo. Conexiones de negocios.
—Tendremos que cruzar la frontera ilegalmente.
—¿Sabes por dónde?
—No sé un sitio exactamente. Pero conozco a una familia que nos puede hacer cruzar.
—¿Contrabandistas?
—No es tanto que sean contrabandistas —dijo Olivia—, como que niegan la validez de las fronteras.
«Reventado y a oscuras.»
Seamus tenía que reconocérselo a la chica. Estaba llegando al punto en que no podía empezar el día sin un dramático mensaje de texto matutino o una llamada telefónica de Olivia. I continuaba trabajando con ella, iba a tener que empezar a acostarse más temprano y quizás incluso sobrio.
Habían llegado a Manila a medianoche y se habían alojado en un hotel que estaba justo enfrente de la embajada norteamericana, que era donde Seamus pretendía ir a la mañana siguiente, en cuanto la sección de visados abriera las puertas. Así que ese críptico mensaje servía como conveniente llamada para despertarlo.
Había entregado su tarjeta de crédito y reservado una
suite
, empleando credenciales falsas que le habían suministrado para cuando necesitara viajar sin revelar su verdadero nombre. Le había cedido la cama, que estaba en su propia habitación separada, a Yuxia. Seamus dormía en el suelo cerca de la entrada de la
suite
con una pistola bajo la almohada. Marlon y Csongor se habían jugado el sofá a cara o cruz, y Marlon había ganado, así que Csongor se había quedado con un rincón en el suelo.