—En la Arboleda —prosiguió Ailea—, Porthios se purificará y se despojará de todos los atributos de la adolescencia. La última mañana, se bañará en el manantial, del que emergerá limpio de cuerpo y alma.
»
Esa misma mañana, le llevarán una túnica gris, símbolo de su potencial madurez aún sin desarrollar, y lo conducirán fuera del bosque. En esta ocasión, no habrá demostraciones de alegría por las calles. De hecho, los elfos corrientes tendrán mucho cuidado en no mirar al joven
Kentommen
mientras lo llevan por las calles cubierto con esa túnica gris.
—¿Por qué no? —se extrañó el enano.
—Porque el joven no es todavía ni niño ni adulto. Técnicamente, no existe. Los elfos harían el ridículo si miraran a alguien que no está allí.
Flint resopló, pero no fue un gesto desdeñoso.
—No se parece en nada a mi celebración del Día de Barba Cerrada, que consistió principalmente en hacerme un montón de regalos y beber cerveza en cantidades ingentes. —Flint adoptó una actitud reflexiva—. Pensándolo bien, prefiero eso a pasarme tres días sin comida y sin cerveza.
Ailea rompió a reír y acabó de vendar al enano. Una vez finalizada la cura, llevó a la cama el medallón y las herramientas para que Flint reanudara su trabajo.
Tanis regresó de palacio a media tarde con el propósito de pasar la noche en el taller. Preparó una cena sencilla para los tres: una barra de pan moreno, medio queso, las últimas manzanas que le quedaban de las almacenadas el pasado otoño y un pichel de cerveza. El sol se metió tras las copas de los álamos, los últimos rayos brillaron entre las verdes hojas, y las sombras se deslizaron desde los umbríos bosques hasta las calles de la ciudad. El semielfo logró persuadir a tía Ailea de que Flint no corría peligro si se marchaba unas horas, y ella admitió que tenía unas cuantas tareas pendientes en su casa.
—Pero no dejes que nadie, salvo el Orador, entre aquí —advirtió a Tanis.
—¿Por qué?
Tía Ailea pareció a punto de hacerle una confidencia, pero en el ultimo momento cambió de opinión.
—Es mejor que durante un tiempo Flint esté tranquilo. Sé cómo lo alteran las visitas.
Luego, tras anunciar que regresaría por la mañana, la anciana se alejó a paso rápido por el camino, se metió entre dos casas construidas a semejanza de árboles y se perdió de vista.
—¿Alterarlo las visitas? ¿A Flint? —se preguntó en voz baja el semielfo, mientras sacudía la cabeza.
* * *
Un gran bullicio despertó al enano a la mañana siguiente.
—¡Por la forja de Reorx! ¿Qué escandalera es ésa? —protestó.
El sol apenas asomaba por el horizonte, a juzgar por la mortecina luz que entraba en el taller.
Tanis, tumbado en el jergón que se había preparado con una gruesa manta, se desperezó y fue hacia las ventanas para abrir los postigos. Flint se incorporó sobre un codo y vio pasar ante el taller a docenas de elfos en un desfile pleno de colorido; sus voces se alzaban en un canto vocinglero entonado en una extraña lengua; Flint sólo entendió unas cuantas palabras elfas y aun éstas sonaban con una extraña pronunciación.
—El lenguaje antiguo —explicó Tanis—, de los tiempos de Kith-Kanan, aunque algunas de las canciones son de épocas más recientes. Conmemoran las victorias elfas desde la Guerra de Kinslayer, y ensalzan todas las etapas de la vida, desde la infancia hasta la vejez. También alaban a los autores de grandes proezas. —Guardó silencio y escuchó unos instantes, con una expresión remota plasmada en el semblante. De pronto, un elfo ataviado con unas ropas de un color rosa fuerte, se detuvo frente al taller e inició un nuevo canto—. ¡Vaya, Flint! —exclamó Tanis, eludiendo los ojos del enano—. ¡Ésta se refiere a ti! Y está escrita también en la antigua lengua.
—¡No me digas! —El enano se incorporó con esfuerzo y se puso con premura una camisa verde pálido, el último trabajo salido de la aguja de tía Ailea—. Vamos, muchacho, ¿qué dice?
—Dice... —Tanis escuchó atento—. Dice que eres un príncipe de los enanos.
Tanis adoptó una actitud más concentrada, si bien procuró eludir el rostro a los ojos de su amigo.
—Vamos, muchacho, continúa —lo urgió Flint—. ¿Qué más dice?
Con las prisas, el enano había metido las dos piernas en la misma pernera del pantalón y tuvo que agitar los brazos para evitar irse de bruces al suelo. Tanis estrechó los ojos.
—Dice que eres un artesano inspirado..., no, un «verdadero artista» del metal.
Flint estaba impresionado y se asomó a la ventana para mirar al elfo que cantaba.
—Creo que no tengo el gusto de conocer a ese caballero... —Metió el pie en una bota sin mirar lo que hacía, en tanto brincaba sobre el otro pie para guardar el equilibrio. Fuera, el elfo siguió cantando, con la cabeza echada hacia atrás y las manos enlazadas a la altura del pecho. Otros elfos habían hecho un corrillo para escucharlo.
—También dice —continuó Tanis— que eres un valiente guerrero y un compañero leal de primera categoría.
—Bueno, eso es verdad, sin la menor duda —dijo Flint, que sostenía la otra bota en una mano—. ¡Qué canción tan bella!
Tanis luchó por contener la sonrisa.
—Y dice que deberías acabar de vestirte y seguir a Tanthalas Semielfo a la procesión del
Kaltatha
antes de que se nos haga tarde.
—Él... —Flint enmudeció—. ¿Qué? —Se quedó inmóvil con la pierna doblada y el pie apuntando a la bota, hasta que Tanis fue incapaz de aguantar el alborozo y estalló en carcajadas—. ¡Eres..., eres un cabeza de chorlito!
Tanis se desternillaba de risa, y Flint le arrojó la bota, aunque el semielfo se agachó justo a tiempo.
Diez minutos más tarde, los dos amigos salían de la casa y se sumaban al torbellino de colores, sonidos y perfumes. Tras un corto silencio malhumorado, Flint decidió dirigir otra vez la palabra a Tanis.
—¿Adónde vamos, muchacho? —preguntó. Tenía un aspecto excelente habida cuenta de que había sido apuñalado dos días antes.
Tanis señaló dos edificios —al igual que el resto, de cuarzo rosa— que reflejaban la luz matinal.
—El desfile discurrirá por aquella calle. Pero antes creo que deberíamos comprar algo para desayunar a uno de estos vendedores ambulantes.
Al enano le pareció una buena idea, así que los dos amigos se acercaron a un joven elfo que estaba sentado junto a un tenderete donde se vendía pan frito espolvoreado con azúcar. Masticando con gran satisfacción, rodearon una mesa portátil en la que otro elfo exhibía máscaras que imitaban criaturas de Krynn: minotauros, animales del bosque y enanos gullys, si bien estas últimas no parecían tener buena salida; los qualinestis no tenían interés alguno en disfrazarse como una de esas criaturas bajitas y malolientes y llevar en la mano una imitación de lo que, al parecer, era el accesorio más significativo del disfraz: una rata muerta. En otro puesto, Flint y Tanis compraron unas salchichas de venado metidas en crujientes panecillos recién horneados, y, por último, saborearon una infusión de té con especias que, en opinión de Flint, estaba casi tan bueno como una cerveza. El bolsillo de Tanis pesaba bastante menos cuando llegaron a la calle por la que discurría el desfile, pero, en contrapartida, tanto su estómago como el de Flint estaban mucho más llenos.
—Esto sí que ha sido un buen desayuno para ayudar a un pobre enano a recobrar la salud —comentó Flint mientras se limpiaba con minuciosidad los dedos en las polainas marrones—. ¿Crees que seguirán aquí a la hora de la comida? —preguntó con actitud esperanzada.
—Probablemente, sí —respondió el semielfo, que iba a añadir algo más cuando un nuevo alboroto por el lado norte atrajo su atención.
La multitud se apretujó en torno a lo que quiera que causaba el jaleo, y Tanis atisbó las plumas plateadas de los uniformes de gala de la guardia de palacio. Señaló hacia allí.
—Ahí llegan Porthios y el Orador —gritó para hacerse oír sobre el creciente bullicio. Flint asintió con la cabeza. El séquito que rodeaba a Solostaran y Porthios marchaba en las cuatro esquinas de un amplio espacio cuadrado, flanqueando al Orador y a su hijo, que avanzaban por el centro con porte regio. La multitud se apartaba al paso de la comitiva que caminaba sin mirar a uno u otro lado.
Flint empezó a dar saltos, sujetándose el hombro herido con la mano izquierda.
—¡No veo nada! —protestó.
La muchedumbre se apretujó más alrededor de los dos amigos y los empujones acabaron por separarlos.
—¡Flint! —llamó Tanis—. ¡Nos reuniremos en el taller cuando haya terminado el desfile!
Pero el enano ya estaba lejos, arrastrado por la multitud. A despecho del bullicio reinante, los apiñados espectadores se sumían en el silencio a medida que se aproximaban Porthios y la comitiva.
—Esto es algo que recordarás toda tu vida —oyó Tanis que decía un padre elfo a su hijita, quien parecía más interesada en el trozo de pan frito azucarado que en el momento histórico que tenía lugar ante sus ojos.
Tanis contuvo el aliento ante el aplomo y la serenidad del Orador, su faz autoritaria, su porte erguido, sus vestiduras doradas que relucían al igual que la diadema que le ceñía la frente.
A su lado, Porthios, ataviado con una sencilla túnica verde, caminaba casi con la misma dignidad que su padre, llevando el paso a la par.
El semielfo se mantuvo inmóvil mientras el Orador y Porthios pasaban frente a él; en su interior libraban un conflicto el orgullo que sentía por ellos y la envidia. Se preguntó quién caminaría con él en el puesto de su padre cuando le llegara su propio
Kentommen
, o si su ascendencia humana lo privaría de tal derecho.
La multitud se agolpó tras el paso del séquito y lo siguió, pero Tanis no se movió de donde estaba. Poco después, echó a andar en dirección opuesta.
* * *
Flint, profiriendo maldiciones, sujetándose el hombro herido, y confiando en que ese cabeza de chorlito de semielfo lo encontrara, chocó contra varios elfos. Pero todos le duplicaban casi la estatura, y lo arrastraron con ellos como una hoja caída en un arroyo crecido.
Por fin, entre los cuerpos apiñados, descubrió una figura familiar que se encontraba en el umbral de una puerta, a una decena de metros de distancia. Flint agitó los brazos sobre la cabeza.
—¡Miral! —llamó a gritos.
El mago se volvió hacia él con una expresión de sorpresa en el semblante, y le indicó con un ademán que se acercara, pero Flint sólo pudo encogerse de hombros en un gesto de impotencia. Si hubiese sido capaz de resistirse al empuje de la muchedumbre, a estas horas no se habría separado de Tanis.
El esbelto mago tuvo más fortuna que él en abrirse paso entre el mar de elfos, y pronto la figura encapuchada de Miral alcanzó al enano y lo arrastró consigo hasta otro umbral.
—Es más efectivo atarse a algo fijo y dejar que la multitud fluya a tu alrededor —comentó el mago con una sonrisa irónica.
Contemplaron en silencio el paso de los elfos en una oleada compacta de colores rojos, verdes, amarillos y azules.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Flint.
—¿A quién? —inquirió a su vez el mago, sobresaltado.
—A Porthios. —Flint señaló la comitiva que se alejaba en medio de la muchedumbre, visible sólo por las plumas de los guardias—. Después de que finalice la vigila en la Arboleda.
—No me digas que visitas Qualinesti desde hace dos décadas y todavía no conoces los procedimientos del
Kentommen —
dijo sorprendido Miral.
—He presenciado celebraciones poco importantes, pero nada que me llamara particularmente la atención —replicó desabrido el enano, molesto por el comentario del mago.
—Ah. —Miral asintió con actitud comprensiva, se apartó del umbral y echó a andar hacia el taller de Flint—. Bueno, pues después del
Kaltatha,
que son los tres días de vigilia que comienzan hoy, Porthios será conducido desde la Arboleda por tres nobles, cuya identidad permanecerá oculta bajo máscaras, guantes y túnicas negras. El Orador no estará presente, ya que permanecerá en retiro desde el día anterior para meditar y orar.
»
Porthios vestirá una túnica gris, al igual que Gilthanas, que regresará de su vigilia nocturna en el
Kentommenai-kath,
desde el que se divisa el río de la Esperanza. —Miral hizo un alto en la reseña—. ¿Ya has estado allí?
Flint asintió con un cabeceo.
—Los ciudadanos no prestarán atención a ninguno de los dos hermanos —prosiguió Miral—. Es parte de las normas estrictas del
Kentommen.
—Lo sé. Ailea me lo dijo. ¿Adónde irá Porthios?
El mago esquivó a un chiquillo que agitaba un estandarte plateado.
—Los tres nobles lo conducirán a una cámara tallada en la roca, bajo los cimientos de palacio. Es un cuarto oscuro, y se habrá de sentar en un reducido círculo de luz, en el centro.
Miral y Flint rodearon una casa de cuarzo realizada a semejanza de un roble, y giraron en una esquina.
—Los nobles enmascarados permanecerán de pie formando un triángulo alrededor del joven —explicó Miral—. Son
los Ulathi, los
Vigilantes, y cada uno de ellos tiene un nombre ceremonial:
Tolethra, o
Ambición;
Sestari, o
Envidia,
y Kethyar, u
Orgullo. Los tres acosan al joven de manera implacable, acusándolo de ambición egoísta, de ocultar la grandeza de otros y de vana soberbia. Con su actitud colérica, zahiriente, ridiculizadora y crítica, ponen a prueba la fuerza de voluntad y la pureza de espíritu que el joven ha alcanzado en la Arboleda.
Flint imaginó la escena y se estremeció. Seguía prefiriendo su Día de Barba Cerrada.
—¿Cuál es la finalidad que tiene esa...? ¿Cómo se llama? —preguntó.
—Esa parte del
Kentommen
se denomina
Melethka-nara,
o la Sombra del Corazón —respondió Miral—. Su finalidad, como el propio nombre indica, es descubrir si queda alguna sombra en el corazón del joven. En caso afirmativo, las pullas de
los Ulathi
le provocarán el miedo, la ira o el desaliento. Gritar, llorar, e incluso titubear significa fracasar en la prueba. Sin embargo, si el joven se mantiene hasta el final sereno y en paz consigo mismo,
los Ulathi
se limitarán a asentir en silencio y saldrán del cuarto, dejando abierta la puerta.
El enano tuvo la repentina revelación de dónde había desarrollado el Orador la máscara impenetrable que adoptaba su semblante en momentos conflictivos. Se preguntó hasta qué punto Porthios —y sobre todo Tyresian— cambiarían merced a sus
Kentommens.