João está negro, rígido en la silla como una estatua de caoba, no habla.
Gresbeck se dirige a mí:
—Y también tus anabaptistas están a punto de ser borrados del mapa. Del primero al último.
—Imposible.
—La idea de Tiziano era una buena idea. Pero no existe ningún plan perfecto; confiar en la persona equivocada es el tipo de error que acaba pagándose.
Un vuelco en el estómago.
—Hará dos semanas Pietro Manelfi se entregó a la Inquisición de Bolonia. Una memoria realmente sorprendente. Proporcionó todos los nombres, los oficios y las localidades de origen de los afiliados a la secta. Naturalmente, habló también de Tiziano. Si continúa siendo tan condescendiente se ganará el perdón.
Respiro hondo, todo se precipita en mi cabeza. Luego, un presentimiento:
—Lo encontraste tú.
Carraspea:
—Estaba tras sus pasos desde hacía cierto tiempo, esperaba que me condujese a ti. Cuando recibí la noticia salí precipitadamente hacia Bolonia. Apenas el tiempo justo de verlo, pues Leandro Alberti, el inquisidor, había decidido ya enviarlo a Roma para no tener que asumir la responsabilidad de un asunto de esta envergadura. En este momento Manelfi comparece ante la Congregación del Santo Oficio para repetir sus confesiones. Todos aquellos a los que bautizaste en estos años tienen los días contados. —Los ojos grises pasan de mí a João—. Habéis sido valientes. Imprimir
El beneficio de Cristo
, entrar en contacto con todos esos literatos. El golpe de Pontormo ha sido admirable. El anabaptismo era una idea tan absurda que habría podido funcionar. Pero no podíais saliros con la vuestra. No contra Carafa.
João desenvaina la espada con un gesto rápido y elegante:
—Entonces, Excelencia, dejadme que por lo menos me dé el gusto de mandaros personalmente al infierno, privándoos del placer de asistir al resultado de vuestro sucio trabajo.
Gresbeck no se mueve, no mira la hoja.
Levanto una mano:
—No. No lo has dicho todo. Sabías qué suerte te aguardaba, lo sabías desde que me viste ante ti. Podías callar. Podías no decir nada y aceptar la muerte dejándonos en la incertidumbre.
Sonríe:
—Mi tiempo ha vencido, Gert. Cuando los judíos hayan doblado la rodilla Carafa me querrá muerto. Son demasiadas cosas las que sé.
—¿Hay algo más, no es cierto?
—No existe ningún plan perfecto. No existe ninguna trama que pueda verse libre de imprevistos. Y un imprevisto existe siempre, un pequeño detalle que pone en peligro todo en el último momento, considerado irrelevante y olvidado, pero que de repente se convierte en la palanca que puede hacer saltar todo el mecanismo.
João ha bajado la espada:
—¿De qué está hablando?
Gresbeck:
—Tampoco yo tengo ya ese fuego en las venas, Gert. Estoy ya muerto. Que seas tú o un sicario de Carafa, no cambia mucho las cosas. He cumplido órdenes toda mi vida. Puedo permitirme un final distinto del que me está reservado en la próxima esquina. Puedo permitírtelo a ti, al capitán Gert, al adversario de toda la vida.
—¿Por qué?
—Porque somos las dos caras de la misma moneda, porque hemos librado la misma guerra y ninguno de los dos ha salido triunfante de ella. El campo de batalla es de Carafa, la esperanza de los pobres miserables se ha hundido en el fango, pero también Qoèlet debe abandonar la escena.
Esta vez soy yo quien sonríe, las palabras me salen lentas, como si las sopesase en la lengua:
—Te equivocas, Heinrich, aunque pueda parecer fácil creerlo, tú y yo no somos en absoluto iguales. Tú has hecho la guerra de otro, has obedecido órdenes, has desempeñado un papel en su plan. Has servido toda tu vida, por un final que ni siquiera te ha sido dado ver realizado: esta es tu derrota. No has sido derrotado en el campo de batalla, como esos miles de miserables y herejes que lucharon contra sus señores y contra el poder de Roma. No te queda nada, ni siquiera el sentimiento de lo que has hecho. Es por esto por lo que debes ofrecerme la última oportunidad, porque es también la tuya, la última ocasión de recuperar la vida que has vendido a otro.
Permanece en silencio. Introduce la mano por debajo del jubón y me alarga una hoja:
—Manelfi no dio solo los nombres de sus hermanos de fe. Contó una historia, delante del inquisidor. La de un hereje que iba de aquí para allá rebautizando a la gente y la de un cardenal que luego se convirtió en Papa. Una historia que, si llegase a los oídos adecuados, desbarataría todo el plan de Carafa.
Et in primis interrogatus de quis eum initiavit doctrinae anabaptistae, respondit:
En Florencia Tiziano comenzó a predicarme la doctrina anabaptista y me rebautizó diciendo que yo no lo estaba porque no tenía fe cuando de niño fui bautizado, y otras viejas opiniones de los anabaptistas, a saber, que los cristianos no pueden estar al cargo de magistraturas y señorías, dominios y reinos, lo cual es uno de los principios fundamentales de los anabaptistas; sin embargo, no había llegado a ninguna conclusión todavía contra la divinidad de Cristo y otros artículos nuevos establecidos y resueltos en el concilio que se celebró en Venecia, como he dicho más arriba.
Y el dicho Tiziano dijo que los anabaptistas gozaban de la benevolencia de Nuestro Señor Julio III, cosa que podía atestiguar por haberle conocido personalmente antes de que fuera nombrado Papa.
Interrogatus an credat dectum Ticianum convenisse ad cardinalem Ioannem Mariam Del Monte, respondit:
El dicho Tiziano me dijo que había hablado con el susodicho reverendísimo cardenal durante toda una noche sobre distintos asuntos. Y más concretamente sobre ese famosísimo libelo, «Beneficium Christi», y de su autor, fray Benedetto Fontanini de Mantua. Tiziano me dijo que había discutido con Su Señoría acerca de la herejía de dicho libelo, mostrándose de acuerdo en que no había ninguna en él. Item pidió que Su Señoría intercediese por el arriba mentado Fontanini, encarcelado en Padua, puesto que lo consideraba inocente. Dado que Fontanini fue luego puesto en libertad, yo creí en lo dicho por Tiziano.
Item Tiziano frecuentó a muchos literatos, cortesanos y hasta señores, tratando de convencer a todos ellos de la bondad de la doctrina anabaptista y del susodicho «Beneficio de Cristo». Tal hizo en Florencia con los cortesanos de Cosme de Médicis, y también en Ferrara, con la princesa Renata de Este.
Item hizo el mismo esfuerzo por convencer a Nuestro Señor a la doctrina anabaptista, Tiziano, mencionado en mi confesión, de quien no conozco más que su nombre de pila y por cuanto sé fue él quien trajo esta doctrina anabaptista a Italia, y va siempre persuadiendo y enseñando la dicha doctrina.
Espera a que João haya terminado también de leer:
—Es la parte más sorprendente del procesado Manelfi, la deposición que Pietro Manelfi hizo a Leandro Alberti, inquisidor de Bolonia. Una copia llegó a Roma juntamente con el arrepentido, y no os quepa duda de que será debidamente sometida a minucioso análisis tan pronto como alguno de los hombres de Carafa pueda ponerle los ojos encima. La segunda copia, completa de firmas y refrendos, la recibí del propio Alberti, con el fin de entregársela personalmente a Carafa. Volví a copiar ese pasaje antes de depositar el expediente completo en la filial de los Fugger del Fondaco dei Tedeschi. Seguramente es el depósito más valioso que hayan tenido nunca en su caja de caudales, y afortunadamente no lo saben: en él se dice a las claras que el número uno buscado por la Inquisición, Tiziano el baptista, pudo acercarse al cardenal Del Monte antes de que este fuera elegido Papa, y convencerlo de la inocencia de
El beneficio de Cristo
, hasta el punto de empujarlo a interceder por la excarcelación de su autor. Es cierto que Fontanini salió de prisión gracias a la intercesión de un poderoso. El general de la orden benedictina conoce personalmente al papa Del Monte. Hay pruebas tangibles de la veracidad del relato.
Mi carcajada suena como una confirmación:
—Parece cosa de locos, pero es así.
Miquez se queda perplejo:
—Sigo sin comprender qué hay de tan valioso en él.
Gresbeck, serio:
—Ghislieri y sus compadres están exigiendo a los espirituales uno por uno sus responsabilidades por la difusión de
El beneficio de Cristo
en sus diócesis. Carafa, en el Concilio de Trento, está acusándolos abiertamente de no haber impedido su circulación y en muchos casos incluso de haberla favorecido. ¿Qué pensáis que sucedería si los propios inquisidores tuvieran conocimiento del interés del Papa por el autor y por el contenido de
El beneficio de Cristo
? ¿Qué sucedería si los cardenales procesados, valiéndose de este testimonio, anulasen los cargos que hay contra ellos?
João se inclina sobre la mesa:
—Carafa estaría jodido. Pero ¿quién garantiza que este documento exista de verdad?
—Ni yo ni vosotros tenemos nada que perder.
Venecia, 5 de noviembre de 1551
Dos días en vela, aliviados por ocho horas de sueño, bastan para imposibilitar que un cincuentón lleno de achaques se ate como es debido su jubón. Solo al tercer intento recobro por fin mi confianza en lo que hago todos los días. Dejo subir del estómago la agitación necesaria para sacudirme de encima el cansancio.
Gresbeck está ya en el zaguán, envuelto en el capote, con la espalda apoyada contra la cómoda y la cabeza abandonada hacia atrás, como si tratara de concentrarse con la ayuda de largos suspiros. No llevará consigo armas de fuego. Solo una hoja corta, lo mínimo. Es tan viejo como yo. Más cansado. Puedo fiarme de él.
Sujeta a la muñeca, prietamente fajada por una ligera tela oriental, multicolor, doblada varias veces sobre sí misma, de una anchura de unos cinco dedos, cubriendo poco menos que la mitad del antebrazo.
Entrará en la agencia sin despertar sospechas. Tiene carta blanca, los Fugger saben con quién están.
Ceñidos guantes de piel oscura, reluciente, fina, de los curtidores españoles, que me regaló el joven Bernardo Miquez.
Extraño destino, el ajuste de cuentas no es como te lo esperas. Devuelve la imagen reflejada por el suntuoso espejo, tan alto como yo y el doble de ancho, de la residencia de los Miquez, en el extremo de la Giudecca. No es como te lo esperas. Barba rala gris que enmarca el rostro.
Deberá entretenerse el tiempo necesario para retirar el legajo, nada de cumplidos.
La vieja prominencia en la nariz presiona ligeramente la punta hacia la izquierda. El cabello atado tras la nuca y alisado con aceite, obsequio de Beatrice. Las pistolas terciadas al cinto, acaricio el mango del cuchillo asegurado a la espalda.
Vendrá a mi encuentro, pasándome la pequeña bolsa de tela con el documento dentro.
Cubro las armas echándome al hombro el ala del capote. Una ojeada a Heinrich, reflejado en el espejo, en la misma posición.
Sebastiano nos espera en la embarcación.
Tras el intercambio, saldremos por el lado opuesto del Fondaco, directamente al Gran Canal. De allí, al Tonel. Luego hacia tierra firme.
De repente aparece João; todo está listo. Una seña a Gresbeck, en marcha.
Tomamos por
rio del Vin
, entre las cúpulas de San Marcos y el campanario de San Zaccaria. Sebastiano empuja la barca, Gresbeck y yo sentados uno enfrente del otro. Relaja la tensión de los músculos en el cuello, masajeándoselo largamente. Nadie siente ninguna necesidad de hablar. Tras una amplia curva tomamos por
rio San Severo
, un recorrido tortuoso. Pasamos por debajo de un par de puentes hasta
rio San Giovanni
, luego a la izquierda, el canal se abre, siempre recto.
Desde tierra firme a toda velocidad hacia Trento, remontando el valle del Brenta. Dos días a todo galope, parando tan solo para hacer los relevos, escoltados por seis de los mejores hombres de los Miquez. Alcanzar a Pole a toda costa.
En el cruce con
rio dei Miracoli
tomamos a la izquierda, hasta
rio del Fondaco
. Desembarcamos.
Entregar en mano al cardenal inglés la confesión de Manelfi. Solo Heinrich puede hacerlo.
Cincuenta pasos y estamos dentro. En torno a la entrada algarabía de corrillos: me cruzo con la mirada de Duarte. Solo un gesto con la cabeza. Gresbeck está a mi lado. Entramos en el cuadrilátero del Fondaco dei Tedeschi.
En el centro del patio destaca el pozo, realzado por dos escalones de piedra. Es mi sitio. Ir y venir de hombres de negocios, el inevitable puesto de despacho de cerveza.
Gresbeck dobla bajo el pórtico a la izquierda, se dirige recto hacia la agencia de los Fugger. A la altura de la tercera arcada, entra.
Toco las empuñaduras bajo el capote.
Tres filas de pórticos se alzan en los cuatro lados del patio. Cinco arcadas en tierra, diez en cada uno de los órdenes superiores, cada vez más bajas a medida que se asciende.
A la derecha, cuatro personas discuten acaloradamente, contando con la punta de los dedos.
Un hombre apoyado en una columna, en la salida que da al Canal.
En el ángulo del fondo, a mis espaldas, un grupo de alemanes se pasa unos papeles.
La mirada prosigue su ronda. Otros hombres atareados, entran y salen de continuo, recorren el pórtico. Desde el primer piso, el ruido de los parroquianos de la cervecería, asomados al patio, enfrascados en la charla.
En la entrada principal, más allá del ir y venir, dos hombres de negro están apostados a los lados.
Bultos bajo las capas.
Miran fijamente a la puerta del banco.
Mierda.
Gresbeck está dentro aún. A la derecha, los cuatro no han dejado de contar. El más apartado hace un gesto como queriendo indicar la agencia: esperar. Mira hacia las arcadas superiores, a mis espaldas.
Me vuelvo. Desde la cervecería otro sicario no pierde de vista el banco.
El que está apoyado en la columna sigue allí. Ojos en la misma dirección.
Es una trampa.
Nos joderán.
De nuevo en la entrada principal. Los dos cuervos están nerviosos por el alboroto que llega del exterior.
Duarte entra en el Fondaco a la cabeza de los mercaderes de Rialto. El ruido va en aumento.
La agencia.
Gresbeck viene a mi encuentro. Levanta el brazo apuntando con la pistola.