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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Q
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Roma, 5 de diciembre de 1549

Los rumores afirman que Carafa ha lanzado la acusación.

No un ataque frontal, que no es propio de él. Más bien una advertencia, una invitación a razonar sobre los riesgos que es conveniente evitar. Sin duda habrá sugerido a los venerables oídos qué paradoja y qué enorme problema representaría encontrarse con un Papa coautor de
El beneficio de Cristo
, un libro condenado por el Concilio. Seguramente ha agitado ante aquellos ancianos el espantajo de las luchas entre obispos y pontífices que la Iglesia conociera ya en tiempos pasados.

Ha sembrado la duda en aquellos que ya correspondían a la seráfica sonrisa del inglés.

Cada tarde la votación.

Me ha hecho llegar un mensaje. Pocas palabras, pero suficientes para transmitir la tensión del viejo teatino. Los espirituales han llegado a acuerdos con tres cardenales neutrales: si Pole obtiene veintiséis votos favorables, transferirán su voto a él. Si lo consigue, la orden es presentarse inmediatamente en la sede central de los dominicos.

Si lo consigue se acabó.

Dentro de una hora la votación.

Mato el tiempo nerviosamente.

Veinticinco votos. Falta uno, uno solo. Se han mirado largamente. Ninguna otra mano alzada. Fumata negra.

Roma, 6 de diciembre de 1549

Los cardenales franceses en el Cónclave. Pole no puede ya conseguirlo.

Hemos estado pendientes de un hilo que no se ha roto.

Roma, 14 de enero de 1550

Extenuante. Llevan encerrados allí dentro desde hace cuarenta días. No hay acuerdo: cada día un nombre nuevo, sin que nadie crea en él. La gente apuesta también acerca de quién no saldrá vivo del Cónclave. Poderosísimos ancianos que se consumen dentro de aposentos cerrados en medio de un hedor a pis y excrementos. Imagino los rostros cansados, los cuerpos debilitados, las mentes nubladas. Lo ideal para Carafa.

Roma, 8 de febrero de 1550

Fumata blanca.

Nuntio vobis magnum gaudium. Habemus papam. Sibi nomen imposuit Iulius III.

Setenta y tres días para llegar a mediados de este siglo y encontrar el compromiso: Giovanni Maria Del Monte, cardenal-obispo de Palestrina.

Julio III.

Capítulo 32

Ferrara, 21 de marzo de 1550

Nos metemos en silencio por el callejón, sin mirar atrás. Nos detenemos fingiendo parlotear: nadie nos sigue.

—¿Quién hay?

—Pietro y Tiziano.

La puerta se abre, una cara redonda, barba negra rizada y bigotes en punta:

—Venid, venid. Os estábamos esperando.

Nos conduce a través de un establecimiento atestado de útiles y mesas de trabajo, el suelo está cubierto de virutas que crujen bajo nuestros pies.

Subimos una escalera hasta la casa, hay allí cuatro esperándonos, reclutados en el último año y rebautizados personalmente por Tiziano.

El carpintero nos ofrece unos escabeles que huelen a madera recién cortada.

—¿Les has explicado todo?

—Es mejor que lo hagas tú…

Asiento antes de que termine la frase.

Los miro de arriba abajo: caras deferentes.

—Es más bien simple. Pietro y yo estamos pensando en reunir a los hermanos en un concilio. Tenemos que conocernos, hablar entre nosotros. —Algún sobresalto—. Hasta ahora no he hecho otra cosa que bautizar. Predicar y bautizar, sin parar un instante. En los últimos meses Pietro ha recorrido el Gran Ducado y las Marcas a lo largo y a lo ancho. Ha llegado la hora de recoger los frutos. Y de que también vosotros cumpláis con vuestro papel.

Uno de ellos no tiene ningún reparo en interrumpirme:

—¿Cuándo?

Miradas de desaprobación por parte de los demás, pero no le hago caso:

—En otoño. Dónde, está aún por decidir. Por ahora es necesario ponerse en marcha para contactar con todas las comunidades que hay de aquí a los Abruzos. Cada comunidad deberá mandar a dos representantes. El lugar que elijamos para el concilio se dará a conocer una vez que hayan llegado a Ferrara. Es mejor no correr riesgos inútiles.

Ferrara, 21 de marzo de 1550, una hora antes

—¿Por qué un concilio?

—Hemos de saber cuántos somos. Tenemos que organizarnos.

—Es peligroso, Tiziano, la Inquisición…

—La Inquisición a duras penas sabe quiénes somos. De ti no sabe nada, y seguro que no sospecha que somos muchos. No te preocupes. Sigue diciendo siempre mi nombre solamente, es el único que los hermanos deben conocer.

—Pero si alguno de ellos fuera capturado tú serías el primero que tendría que ahuecar el ala.

—Yo. Solo yo, nadie más. Ya conoces a esos: los prosélitos no les interesan, a quien ellos quieren es al heresiarca.

Nos reímos.

—Dios nos libre, pero un concilio nos expondría a todos al riesgo de vernos descubiertos.

—Será clandestino. Óyeme bien, Pietro: por esto es por lo que no quiero más de dos representantes por comunidad. No seremos menos de cincuenta, pero tampoco más de cien.

—¿Y si esperáramos a ver qué hace el nuevo Papa? No sabemos si se alineará con los guardianes de la ortodoxia o con los espirituales…

—No se alineará.

—¿Qué?

—Digo que no se alineará, lo conozco. No tomará ningún partido, es el camino más difícil, porque lo condena a complacer a todo el mundo: y los intereses de los unos son la ruina de los otros.

—¿Cómo… cuándo conociste al Papa?

—Antes de que lo eligieran. Hablé largamente con él. Sobre la Inquisición piensa lo mismo que nosotros. Es contrario a los métodos de Carafa y de sus amigos. Sabe que si les da carta blanca quitarán de en medio a un montón de inocentes. Me prometió que intercedería personalmente ante el general de los benedictinos para la excarcelación de Fontanini.

—¿Qué Fontanini? ¿Benedetto de Mantua? ¿El autor de
El beneficio de Cristo
?

—Ahora está de nuevo en libertad. ¿No te parece eso señal suficiente como para tomarnos un pequeño respiro? Debemos celebrar el concilio lo antes posible, antes de que los equilibrios cambien de nuevo e incluso alguien fuerce la mano del Papa. Estoy casi seguro de que Julio Tercero en el fondo está abierto al diálogo con la fe reformada, solo que no puede decirlo ni darlo a entender abiertamente, porque sabe que su elección ha sido el fruto de un compromiso.

Debe comportarse en consecuencia. ¿Cómo decís vosotros? Nadar y guardar la ropa.

—Si crees que eso es lo que hay que hacer, yo estoy contigo.

Pietro Manelfi camina a mi lado por Via delle Volte. Lo conocí en Florencia: un clérigo marquesano, súbdito rebelde del Papa, una preocupación espiritual que comenzó hace años y que lo llevó a abandonar el seminario y a deslizarse pendiente abajo por esa fina línea que separa el espíritu místico de la herejía. Le di las respuestas que buscaba y se pegó como un perro fiel a su amo: el primer discípulo de Tiziano. Para ponerlo a prueba lo mandé a su tierra a hacer prosélitos. Luego se reunió conmigo aquí, rebosante de esperanza. Reza demasiadas veces al día, pero posee una memoria excepcional, recuerda lugares, nombres y oficios de todos los bautizados, me ayuda a mantener la correspondencia con los hermanos. Le habla a todo el mundo de mí, fuera de Ferrara nadie conoce más que al misterioso Tiziano. Si fueran arrestados no podrían traicionarse mutuamente: solo Tiziano, la liebre, el blanco.

Pasamos por debajo de los arcos que sobrevuelan la calle. Una calle que nunca duerme: una gran actividad de curtidores, herreros y zapateros de día; de muslos y tetas de noche. Nos deslizamos silenciosos dentro del callejón, sin mirar a nuestras espaldas. Nos detenemos fingiendo parlotear: nadie nos sigue.

Proseguimos hasta la casa: tres golpes más uno.

—¿Quién hay?

—Pietro y Tiziano.

En Ferrara se está bien. Es una ciudad donde todo gira a un ritmo particular, donde todo encaja. Pero no como en Venecia. Venecia es complicada, en Venecia uno mueve un alfiler y corre el riesgo de pincharle el culo a un gigante.

Ferrara es pequeña y está situada junto a un río, pero también te brinda el poder perderte por sus callejuelas más antiguas. Ferrara es más libre, habría que decir más ligera, menos poblada, con menos esbirros y espías. En Venecia siempre tienes los ojos de alguien encima, aquí no. Paseas sin tener que detenerte siempre, fingiendo haber perdido el camino, para ver si detrás de ti viene alguien que se hace el tonto. Una costumbre saludable, pero en Ferrara inútil, pues aquí está uno tranquilo. Hércules II se deshace en sonrisas con el Papa, pero mientras tanto deja que en su ciudad encuentren asilo las mentes más activas y peligrosas de Italia. Le gusta tener el palacio lleno de literatos y no deja apagarse nunca la luz sobre la tumba de Ludovico Ariosto, que aquí veneran como si fuera un santo. Realmente debe de desagradarles una enormidad no tener controlada a gente de esa importancia. Luego está Renata, la viuda de Alfonso de Este, que no tiene el menor reparo en hacer gala de sus simpatías calvinistas. Son varios los que han buscado refugio entre las faldas de la princesa para escapar a los esbirros e inquisidores.

Tampoco los judíos lo pasan nada mal, como en Venecia, pero aquí quienes más prosperan son los usureros, que prestan el dinero a un interés más bajo que sus hermanos de la laguna y que hacen excelentes negocios. El dinero circula, no se detiene nunca, y esto es señal de la buena salud de la ciudad. La justicia es impartida equitativamente, sin demasiados magistrados, policías y tribunales que empleen meses en decidir las respectivas competencias sobre un caso de reyerta con resultado de muerte. Aquí actúan rápido, si uno se hace notar demasiado lo ponen en la frontera. Si matas a alguien te acompañan a ver al verdugo, un viejo borracho que vive en las murallas de la parte sur y que mientras hace su trabajo canturrea canciones obscenas. Si dos tienen alguna cuenta que arreglar se dan cita en el callejón de los duelos, una calleja estrecha y cerrada a ambos lados por unas gruesas rejas: entran dos y sale uno solo. Todo ello sin armar demasiado ruido, sin perturbar la activa y tranquila vida de esta ciudad.

Mi anabaptista se siente en ella como pez en el agua.

He reunido a una media docena de adeptos, no solo ferrareses, dispuestos a partir a su vez de otras ciudades para difundir la nueva fe y rebautizar. Mientras tanto ejercito también la otra mitad de mí, yendo a ver a Beatrice a su casa, donde entro por la puerta trasera.

Los Miquez me hacen llegar mensajes por conducto de Chiú, el tabernero de la Golilla, la mejor taberna de la ciudad, justo al lado de la catedral. Dicen que iba a emborracharse allí Ariosto y no falta quien recuerda también haberle oído declamar más de una vez los versos de su
Orlando Furioso
. El Chiucchiolino, llamado Chiú por aquellos a quienes fía, es un ser impresionante: tiene los ojos a los lados de la cabeza, como los de un sapo, y apuntan en distinta dirección. Una cresta desafiante de negros rizos, grandes y alborotados como las cerdas de un jabalí, le recubre la frente. Es un hombre importante, esencial para esta ciudad. Si tienes algún problema, puedes hablar con el Chiú y verás que te recomienda a una persona que casi con toda seguridad resolverá tus problemas. El Chiú es el banco de los secretos. A él se lo puedes contar todo y estar seguro de que no abrirá la boca con nadie, que reunirá toda la información en la caja de caudales y te la devolverá con sus intereses en forma de consejos, nombres y direcciones a las que dirigirte. También mis secretos están en ese banco. La llave: unos pocos signos convencionales. Vino: ninguna novedad. Aguardiente: noticias importantes.

Hoy ha invitado a aguardiente. En casa de los Miquez al atardecer.

Cruzo la ciudad hasta llegar a mi casa. Una pequeña habitación en la que abandonar el disfraz de Tiziano para descansar algunas horas.

Enciendo el fuego en la pequeña chimenea y pongo a calentar el agua: Venecia me ha acostumbrado a lavarme a menudo, hasta el punto de que se ha vuelto una costumbre. Incómoda y cara costumbre, para alguien que está siempre de viaje.

Me quedo desnudo, inspeccionando los cincuenta años acumulados en los miembros. Viejas señales y algún que otro pelo blanco en el pecho. Por suerte, no les he dado tiempo a los músculos de relajarse demasiado: la fuerza aún permanece, más estática, más sólida y coriácea. Pero los reumas no me abandonan ya. Solo en verano consigo tener aún un poco de paz, tumbándome al sol como una lagartija y dejando secar toda la humedad de estas tierras bajas. También he descubierto que ya no doblo la espalda del todo; de lo contrario me arriesgo a unas punzadas desgarradoras, y siempre que puedo evito los caballos.

Es extraño cómo en la vejez se aprende a apreciar las cosas más sencillas, así como se está más dispuesto a perder el tiempo dejándose acunar por un cómodo balancín, a la sombra de un árbol, o a dar vueltas en la cama a la caza de un motivo válido para levantarse.

Me seco meticulosamente cada recoveco del cuerpo, me extiendo sobre el camastro y cierro los ojos. Me basta con un escalofrío apenas advertido para sacar las ropas limpias del único baúl que amuebla la estancia. Mis elegantes vestidos venecianos. Un gran sombrero ancho, bajo el que esconder la cara, el fino estilete que llevo en el cinto. El toque: es hora casi de ir.

El cabello negro sobre la espalda huele a esencia. Percibo ese cuerpo cálido, apretado todavía contra el mío, que puedo envolver en un abrazo de manos, piernas y pies.

Casi no daban crédito a las palabras de mi relato. El encuentro con el futuro Papa, la intercesión para sacar a Fontanini de la cárcel.

No veo el rostro, pero sé que está despierta y tal vez sonríe.

Una paradoja. O el Concilio ha cometido un error condenando
El beneficio de Cristo
… o el Papa es hereje, ha dicho João.

Quisiera decirle algo, algo que describa la emoción que embarga mis entrañas y que casi me hace llorar.

Ni guardián de la ortodoxia ni espiritual. Julio III es un equilibrista. Al final estará con quien salga mejor parado. El rabo está aún por desollar.

Soy demasiado viejo para hablar de amor, una cosa que he dejado de lado en mi vida y que siempre he conseguido sacrificar, negándome a la intimidad de instantes como este, a la posibilidad misma de prolongarlos durante años, permitiéndoles cambiar el destino.

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