De Wittenberg, a 10 de octubre de 1518,
el fiel observador de Vuestra Señoría,
Q.
El Acuñador
Frankenhausen, Turingia, 15 de mayo de 1525. Tarde
Casi a ciegas.
Lo que debo hacer.
Gritos en los oídos ya reventados por los cañones, cuerpos que chocan contra mí.
Un polvo de sangre y sudor me obtura la garganta, la tos me desgarra.
Las miradas de los fugitivos: terror. Cabezas vendadas, miembros magullados… Me vuelvo continuamente: Elias viene detrás de mí. Se abre paso entre la multitud, enorme.
Lleva sobre sus hombros a Magister Thomas, inerte.
¿Dónde está Dios omnipresente? Su grey está en el matadero.
Lo que tengo que hacer. Las alforjas, bien apretadas. Sin detenerse. La daga le golpea en el costado.
Elias siempre detrás.
Una silueta confusa corre a mi encuentro. Media cara cubierta de vendas, carne desgarrada. Una mujer. Nos reconoce. Lo que debo hacer: el Magister no debe ser descubierto. La agarro: no hablar. Gritos a mis espaldas:
—¡Soldados! ¡Soldados!
La alejo, vamos, ponerse a salvo. Un callejón a la derecha. A todo correr, Elias detrás, de cabeza. Lo que debo hacer: los portones. El primero, el segundo, el tercero, se abre. Dentro.
Cerramos el portón tras de nosotros. El rumor desciende. La luz se filtra débil por una ventana. La anciana está sentada en un rincón al fondo de la habitación, en una silla de enea medio desfondada. Pocas y pobres cosas: un banco deteriorado, una mesa, tizones que recuerdan un fuego reciente en una chimenea ennegrecida por el hollín.
Me acerco:
—Hermana, traemos a un herido. Necesitaría una cama y un poco de agua, en el nombre de Dios.
Elias está parado en la puerta, que ocupa totalmente. Siempre con el Magister cargado sobre los hombros.
—Por unas horas solamente, hermana.
Sus ojos son acuosos y no miran nada. La cabeza se bambolea arriba y abajo. Los oídos silban aún. La voz de Elias:
—¿Qué está diciendo?
Me acerco más a ella. En medio del zumbido del mundo, una cantinela apenas susurrada. No consigo entender sus palabras. La anciana ni siquiera sabe que estamos aquí.
Lo que debo hacer. No perder tiempo. Una escalera lleva arriba, una seña a Elias, subimos, por fin una cama donde echar a Magister Thomas. Elias se enjuga el sudor de los ojos.
Me mira:
—Hay que encontrar a Jacob y a Mathias.
Toco la daga y hago ademán de ir.
—No, ya voy yo, tú quédate con el Magister.
No tengo tiempo de responder, pues está ya bajando las escaleras. Magister Thomas, inmóvil, mira fijamente al techo. La mirada perdida, apenas un parpadeo, diríase que no respira.
Miro fuera: una perspectiva de casas desde la ventana. Da a la calle, un salto demasiado alto. Estamos en el primer piso, debe de haber por lo menos un granero.
Observo el techo y a duras penas consigo distinguir la rendija de una trampilla. En el suelo hay una escalera. Medio carcomida, pero que aguanta igual. Me meto a gatas, el techo del granero es muy bajo, el suelo está cubierto de paja. Las vigas crujen a cada movimiento. Ni una ventana, algún rayo de luz penetra desde arriba por entre las tablas: la buhardilla.
Más tablas aún, paja. He de permanecer casi tendido. Una abertura da a los tejados: vertientes. Imposible para el Magister Thomas.
Vuelvo a donde está él. Tiene los labios secos, la frente que le arde. Busco agua. En el piso inferior, encima de la mesa, hay unas pocas nueces y una jarra. La cantinela prosigue incesante. Cuando acerco el agua a los labios del Magister veo las alforjas: mejor esconderlas.
Me siento en el taburete. Me duelen las piernas. Sostengo mi cabeza entre las manos, solo un instante, luego el zumbido se convierte en un fragor ensordecedor de gritos, caballos y hierros. Los bastardos a sueldo de los príncipes entran en la ciudad.
Carrera hacia la ventana. A la derecha, en la calle principal: jinetes, picas abatidas, rastrean la calle. Se clavan contra todo cuanto se mueve.
En la parte opuesta: Elias desemboca en el callejón. Descubre los caballos: se para.
Unos soldados a pie aparecen detrás de él. No tiene escapatoria. Mira alrededor: ¿dónde está Dios omnipresente?
Apuntan hacia él.
Levanta los ojos. Me ve.
Lo que debe hacer. Desenvaina la espada, se lanza gritando contra los soldados de a pie. Le ha sacado las tripas a uno de ellos, arrojado por tierra a otro de un testarazo. Tiene a tres encima de él. No siente los golpes, aferra la empuñadura con las dos manos como si de una hoz se tratara, continúa lanzando mandobles.
Se apartan.
Por detrás: un lento galope, pesado, el jinete carga por la espalda. El golpe derriba a Elias. Se acabó.
No, vuelve a levantarse: máscara de sangre y furor. La espada empuñada aún.
Nadie se acerca. Oigo que jadea. Tirón de las riendas, el caballo se da la vuelta. El hacha se alza. De nuevo al galope. Elias abre las piernas, dos raíces. Brazos y cabeza hacia el cielo, deja caer la espada.
El último golpe:
—Omnia sunt communia
, ¡hijos de perra!
La cabeza rueda por el polvo.
Saquean las casas. Echan abajo los portones a patadas y hachazos. Dentro de poco nos tocará a nosotros. No hay que perder tiempo. Me inclino sobre él.
—Magister, escúchame, hemos de irnos, están al caer… Por Dios, Magister…
Lo agarro por los hombros. Respuesta: un susurro. No puede moverse. En la trampa, hemos caído en la trampa.
Igual que Elias.
La mano aprieta la espada. Como Elias. Quisiera tener su coraje.
—Pero ¿qué piensas hacer? Basta ya de martirio. Vete, piensa en ponerte a salvo.
La voz. Como llegada de las mismas entrañas de la tierra. No consigo creer que haya hablado. Está más inmóvil que antes. Golpes retumbantes abajo. Me da vueltas la cabeza.
—¡Vete!
De nuevo la voz. Me vuelvo hacia él. Inmóvil.
Golpes. El portón se viene abajo.
Está bien, las alforjas, no deben encontrarlas, vamos, sobre los hombros, escaleras arriba, los soldados insultan a la vieja, resbalo, no tengo apoyo, un peso excesivo, vamos, se me cae una alforja, ¡mierda!, suben las escaleras, dentro, retiro la escalera, cierro la trampilla, la puerta se abre.
Son dos. Lansquenetes.
Puedo espiarlos por una rendija entre las vigas. No he de moverme, pues al mínimo crujido, estoy perdido.
—Solo un vistazo y luego nos vamos, pues aquí no encontraremos nada… ¡Ah, pero si no estamos solos!
Se acercan a la cama, sacuden a Magister Thomas:
—¿Y tú quién eres? ¿Es esta tu casa?
Ninguna respuesta.
—Está bien, está bien, Günther, ¡mira qué tenemos aquí!
Han visto la alforja. Uno de ellos la abre:
—Mierda, no hay más que papeles, de monedas nada. ¿Qué es esto? ¿Tú sabes leer?
—¡Yo, no!
—Yo tampoco. Tal vez sea algo importante. Vayamos abajo a llamar al capitán.
—Pero ¿qué pasa, es que me das órdenes? ¿Por qué no vas tú?
—¡Porque esta bolsa la he encontrado yo!
Al final se deciden, el que no se llama Günther baja al piso inferior. Espero que el capitán tampoco sepa leer, pues de lo contrario se acabó.
Pasos pesados, el que debe de ser el capitán sube las escaleras. No puedo moverme. Tengo el paladar seco, la garganta llena de polvo del granero. Para no toser, me muerdo el interior de una mejilla y me trago la sangre.
El capitán comienza a leer. Solo me cabe esperar que no comprenda. Al final levanta la vista de las hojas:
—Es Thomas Müntzer, el Acuñador… mejor dicho, el Monedita. (Juego de palabras del alemán:
müntzer
significa "acuñador", y
müntzel
, "monedita".) El corazón me da un vuelco. Miradas de complacencia: paga doble. Se llevan en peso al hombre que declaró la guerra a los príncipes.
Me quedo en silencio, incapaz de mover ni un músculo.
Dios omnipresente no está aquí ni en ninguna parte.
16 de mayo de 1525
Llega la claridad del alba. Me derrumbo, exhausto.
Al volver a abrir los ojos, en la completa oscuridad de la noche y de mi existencia, la primera sensación ha sido el total entumecimiento de los miembros.
¿Cuánto tiempo hace que se han ido?
Desde la calle subían juramentos de borrachos, ruidos de jarana, gritos de mujeres sometidas a las leyes de los mercenarios.
Para recordarme que estoy vivo, un picor infernal: en la piel una coraza de sudor, paja y polvo.
Vivo, libre de toser y de gemir.
El solo hecho de incorporarme y de trepar sobre el tejado con la alforja y la espada me ha supuesto un ímprobo esfuerzo. He esperado el tiempo necesario para acostumbrarme a la oscuridad escrutando la faz de la ciudad de la muerte.
Abajo, el resplandor de las hogueras diseminadas por todas partes iluminaba las jetas de los soldados en plena francachela, ocupados en beberse la paga por la más fácil de las victorias.
Enfrente, oscuridad. La oscuridad absoluta de los campos. A la izquierda, a unas pocas docenas de pasos, un tejado sobresalía más que los otros, soslayando el callejón de abajo, hasta el confín de la oscuridad absoluta. Reptando por los tejados, he arrastrado mi rota espalda hasta ese confín: las murallas. De la altura de tres hombres, nadie de guardia. Las he recorrido.
Al principio no he percibido el olor: la boca era una cloaca, la nariz impregnada de sudor y de porquería… Luego lo he notado: estiércol. Estiércol justo debajo. Me he dejado caer, así, en la oscuridad, qué importaba.
Un montón de estiércol.
A todo correr, vamos, sediento, a la carrera, luego he caminado, dado un traspié, vamos, y caminado, vamos, vamos, hambriento, más rápido que la muerte que me ha rozado o que el hedor a mierda que me perseguía, mientras las piernas me han respondido.
El amanecer.
Tumbado en una zanja, bebo agua fangosa. Me pierdo en la oscuridad mientras selevanta el sol.
El cielo arde por poniente. Cada magulladura del cuerpo me quema, incrustada de mierda y de barro: vivo.
Campos, gavillas, el lindero de un bosque algunas leguas al sur. Reanudar la escapada. Tengo que aguardar la oscuridad.
Solo. Mis compañeros, el maestro, Elias.
Solo. Los rostros de los hermanos, cadáveres extendidos por la llanura.
La alforja y la espada parecen pesar el doble. Estoy débil, tengo que comer algo. A unos pocos pasos, espigas verdes de trigo. Las arranco a puñados. Las trago con dificultad.
Me pregunto qué aspecto debo de tener, observo la sombra larguísima sobre el terreno. Levanta una mano y se la lleva al rostro: los ojos, la barba, no soy yo. No volveré a serlo.
Pensar.
Olvidar el horror y pensar. Luego moverse y olvidar el horror. Luego también, acabar con el horror y vivir.
Pensar, pues. Comida, dinero, ropas.
Un refugio, lejos de aquí, un lugar seguro, donde tener noticias y seguir el rastro de los hermanos dispersos.
Pensar.
Hans Hut, el librero. En la llanura, su fuga al ver las corazas del duque Jorge, antes de la matanza. Si alguien se ha salvado, ese es Hut.
Su imprenta está en Bibra, cerca de Nuremberg. Hace años era ya un pulular de hermanos. Un punto de encuentro para muchos.
A pie, de noche, sin recurrir a los caminos, por los bosques y las márgenes de los campos, me llevará al menos unos doce días.
18 de mayo de 1525
Es un vivaque de soldados.
Largas sombras y bastos acentos del norte.
Desde hace dos días y dos noches camino por el bosque, con los sentidos alerta, sobresaltándome a cada ruido: el aletear de los pájaros, el ulular prolongado de los lobos que me recorre el espinazo y me revuelve las entrañas. Allí fuera, el mundo podría haberse acabado, no haber ya nadie.
Hacia el sur, hasta que las piernas aguantaban y me dejaba caer. Me he tragado cualquier cosa que pudiera engañar al estómago: bellotas, bayas silvestres, hasta hojas y corteza cuando el hambre se dejaba sentir en lo más hondo… Extenuado, la humedad en los huesos y los miembros cada vez más pesados.
Se había puesto ya el sol, cuando veo aparecer en la oscuridad del bosque los resplandores de una fogata. Me he acercado, arrastrándome hasta detrás de esta encina.
A mi derecha, a un centenar de pasos, tres caballos atados: el olor podría traicionarme. Me quedo inmóvil, indeciso, pensando en el tiempo que ganaría desplazándome sobre una de esas bestias. Atisbo desde detrás del tronco: están alrededor del fuego, envueltos en mantas, una cantimplora pasa de mano en mano, siento casi el aguardiente en su aliento.
—¡Ah! ¿Y qué me dices cuando escapaban como corderos al cargar nosotros? ¡Yo ensarté a tres de ellos de una lanzada! ¡A la parrilla!
Carcajadas de borracho.
—Pues la mía es aún mejor. Yo clavé a cinco mientras saqueábamos la ciudad… y entre una y otra no dejé ni un momento de cargármelos, a esos asquerosos… ¡Una de esas cerdas me arrancó media oreja de un mordisco! Mira…
—¿Y tú?
—¡Yo le corté el pescuezo, qué cojones!
—Esfuerzo inútil, imbécil de mierda. Haber esperado un día y te lo entregaba por recuperar el cadáver de su marido, como todas las demás…
Otro estallido de carcajadas. Uno de ellos echa otro leño en el fuego.
—Juro que ha sido la victoria más fácil de mi vida de soldado, pues no había más que atacarlos por la espalda y ensartarlos como si fueran pichones. Pero menudo espectáculo: cabezas que saltaban, gente que rezaba de rodillas… ¡Me he sentido un verdadero cardenal!
Hace tintinear una bolsa llena y los otros dos le hacen eco riendo a carcajada limpia; uno se santigua.
—Cuerdas palabras. Amén.
—Me voy a mear. Dejadme un poco de esto…
—¡Eh, Kurt, vete a mear bien lejos, pues no quisiera dormir con la peste a meados tuyos en la nariz!
—Estás tan borracho que no te darías cuenta ni aunque me cagase en tu cara…
—¡Que te den por culo, idiota!
Un eructo por toda respuesta. Kurt sale del círculo de luz y viene en mi dirección. Da un giro a pocos pasos de mí y se va más allá, adentrándose en el denso boscaje.