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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (6 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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—Tomás era un buen hombre. Nunca hizo daño a nadie, ayudaba a quien podía, nos acogió a mi hermano y a mí cuando perdimos a nuestros padres. —Las lágrimas le venían a los ojos—. Por favor, enterradle en la tierra santa de la ermita.

—Lo sé, hijo —repuso el hombre acariciando su barba blanca—. Lo sé. Pero hay una ley para los suicidas; la misma que para los excomulgados. Es la ley de la Iglesia y yo, como todos, debo cumplirla.

—Su único pecado fue querer, y amó tanto a su familia que no pudo soportar perderlos —insistió el chico—. Dios bondadoso debe perdonarle, porque no hizo nada en su vida para merecer ese castigo.

—Lo sé, sé que era un buen hombre —murmuró el ermitaño—. Acudía a todos los oficios sagrados, su mujer siempre me traía comida, nunca supe nada malo de él.

—Entonces, enterradle en tierra de la ermita sin que fray Dionís lo sepa.

El ermitaño empezó a pasear, meditabundo, entre los pinos que rodeaban la cima coronada con el torreón, a cuyo pie estaba la capilla. Joan le seguía en silencio, le oía murmurar, la soledad debía de haberle acostumbrado a pensar en voz alta. Era una tarde espléndida y desde la cima se divisaba un mar azul inmenso y unas rocas soleadas, llenas de árboles. Y arriba las gaviotas. A Joan le traían muchos recuerdos y sintió un aguijón amargo, las lágrimas corrían ya por sus mejillas.

—Por favor —le exhortó entre sollozos, tirándole de la manga de su hábito raído—. Era como mi padre. Dios le habrá perdonado, no puede ser pecado amar tanto.

—¡Diablo de chiquillo! —estalló el hombre—. ¡Para de llorar ya, que me vienen a mí las lágrimas! ¿Cómo puedes ser, con tan pocos años, tan persuasivo?

—¡Por favor!

—¡Va en contra de la costumbre, de las normas! ¡Fray Dionís me echará de aquí como se entere!

—¡Por favor!

—¡Vale! —concedió al rato, irritado—. ¡Al fin y al cabo, si vivo aquí solo, es para no tener que seguir reglas absurdas!

Entre Daniel y tres más de la cuadrilla lo subieron arriba. Fue tan en secreto como secreto puede ser algo en una aldea pequeña, pero todos querían a Tomás y nadie iba a delatar al ermitaño. Pesaba poco y Joan pensó que él y su hermano tenían las carnes que le faltaban. En un rincón bajo un montón de piedras le recibió, como vientre materno, la tierra que querían negarle, y el ermitaño recitó las mismas oraciones que para Ramón. No hubo toque de difuntos aquel día, no se quería llamar la atención. Solo al día siguiente la ermita hizo sonar su campana, solemne, lenta, triste, durante mucho tiempo. El ermitaño supo hacerla llorar por Tomás y los aldeanos, entre lágrimas, le rezaron abajo, junto al mar.

—¡Ese es el destino que le aguarda al desdichado que no respete a la Iglesia y a sus ministros! —clamaba desde el púlpito fray Dionís—. Y el suicidio es uno de los pecados más horribles. El alma de ese hombre arde en el infierno y su cuerpo se pudre insepulto.

Los de la aldea, mezclados con los del pueblo, buscaron la mirada de sus vecinos; disfrutaban de la ignorancia del regidor. En cuanto a Joan, nada de lo referente a ese hombre podía divertirle, y apretaba los puños con rabia. Tomás le había enseñado a odiar a aquel cobarde culpable del cautiverio de sus seres queridos, y ahora también culpable de la muerte de su amigo.

—Aprended a respetar la voluntad del Señor, aceptando resignados las pruebas a las que El os somete. ¡Son vuestros pecados los que traen las desdichas! Ved el caso de Tomás, y cómo por su desacato a la Iglesia y su estúpida tozudez ha merecido el castigo de Dios.

Joan no pudo contenerse y se adelantó hacia el púlpito gritando las mismas acusaciones que un día gritó Tomás:

—¡Esta desgracia no es por nuestros pecados! ¡Es culpa de los sarracenos y culpa vuestra por no defendernos! —Le apuntaba amenazador con su índice, estaba furioso—. ¡Vuestra cobardía impidió salvar a los cautivos!

El fraile tardó en reaccionar, no esperaba que un niño le increpara. Se produjo un silencio absoluto, nadie quería perderse una palabra. Solo se movió Daniel, que estaba junto a Joan y cogiéndole del brazo le pidió que se callara, pero el chico se soltó con la fuerza que da la rabia.

—¡Tomás era un buen hombre y decía la verdad! ¡Nada tiene que ver Dios con eso! ¡Mentira!

Los soldados cayeron sobre el chico y en volandas le sacaron de la iglesia.

—¡Miente! —Mientras se lo llevaban, aún alcanzó a gritar las palabras oídas mil veces a su amigo—. ¡Utiliza a Dios para someternos!

Fray Dionís reaccionó clamando:

—¿Veis como la manzana podrida corrompe a la sana? Ahora ese chico tiene el mismo mal.

—¿Le zurramos? —preguntó uno de los soldados al oficial.

—No. Déjamelo. —Agarró a Joan del brazo y apartándolo de los demás le gritó—: ¡Como trates de volver a la iglesia, te parto la cabeza! ¡Eres tan testarudo como lo era ese idiota de Tomás! —Le pegó otro tirón y después señaló con el dedo a la puerta del templo—. ¡Mira! —dijo.

El chico miró hacia allí creyendo que salía alguien y el impacto de un bofetón le tumbó en el suelo. El oficial le recogió y cuando Joan se encogía a la espera del siguiente golpe, este le dijo bajo, sin que los demás le oyeran:

—Pero eres listo y valiente como tu padre. Y tienes razón, ¡maldita sea! Tienes toda la razón, aunque sé prudente. Te deseo suerte, hijo. Te la mereces.

Joan notaba en la boca el sabor de su propia sangre.

9

E
l regidor decidió su futuro poco después de terminar el servicio religioso de aquel domingo. Los soldados condujeron a Joan a su presencia y el enfado del fraile pareció remitir al ver el labio del chico hinchado y con sangre.

—No puedo dejaros a ti y a tu hermano en la aldea —dijo con calma fingida—. Este invierno habrá hambre y no os queda familia. Además, debéis ser educados en el respeto a la Iglesia y a la autoridad. Si tuvieras unos años más, te daría una lección que no ibas a olvidar: eres una manzana podrida; si no cambias, tu alma arderá en el infierno y no quiero que contamines a tus vecinos, que son buenos vasallos.

—No son vasallos, son libres como las gaviotas —repuso el chico.

—Los pescadores son vasallos del abad de Santa Anna de Barcelona.

—Son libres, y si el abad tuvo algún derecho, lo perdió, puesto que vos no nos ayudasteis contra los piratas, como era vuestra obligación.

El oficial dio a Joan un cogotazo que le hizo perder por un momento de vista al regidor.

—¡Cállate! —le reprendió—. Y escucha, estúpido.

Joan estaba convencido de que el fraile mentía. Su padre le enseñó que los poderosos trataban de dominar a los humildes; y Tomás, que aquel hombre quería someter a los pescadores. Pero se dijo que el oficial le partió el labio para evitarle males mayores y que tenía razón, le convenía callar.

—¡Continúas igual de descarado! —saltó el regidor—. No voy a perder el tiempo discutiendo con un chiquillo que habla como un viejo hereje. Ni voy a esperar. Hay un mercader de confianza que está a punto de salir para Barcelona y le pagaré para que os lleve. Dejarás de ser mi responsabilidad y pasarás a ser la del abad de Santa Anna.

«¡Barcelona!», se sorprendió Joan. ¡Había oído hablar tanto de la gran ciudad!

Preparar los hatillos fue fácil, tenían poco. Un gran pañuelo en el que depositaron una cuchara de madera, el cazo de barro cocido, que usarían para beber y comer, y la poca ropa que llevaba: unas camisas, un sayo y un par de pañuelos recuerdo de su madre. Una vez anudados los cuatro extremos, Joan los sujetó a la punta de la azcona de su padre para así poder transportar el hatillo apoyando el asta en el hombro. Gabriel usaría el arpón de Tomás para llevar su fardo. Antes de salir, Joan recogió las preciosas ramitas de coral rojo y las escondió entre las ropas de su hatillo.

Los vecinos los despidieron con abrazos y cariño, y les dieron algo de pan, unas bellotas, uvas y castañas para el viaje. Era poco, pero mucho para ellos.

—Cuidaos, hijos míos —decía llorosa Clara, la mujer de Daniel, besándolos de nuevo—. ¿Qué será de vosotros?

—Cuando seamos mayores, nos haremos soldados y partiremos al reino de los sarracenos a rescatar a nuestras familias —insistía Joan—. ¿Verdad, Gabriel?

Su hermano sacaba pecho y afirmaba con la cabeza.

—Sí, y volveremos con un tesoro moro —explicaba el pequeño con una gran sonrisa.

—¡Pobrecitos niños! —exclamó otra de las mujeres.

—Ya son hombres —les recordó Daniel, intentando convencerlas.

—¡Volveremos! —dijo Joan a modo de despedida, pero las caras de los de la aldea decían lo contrario.

Todos se juntaron en la playa en el mismo lugar donde varaban a la
Gaviota
, símbolo perdido de su libertad. El día era nuboso, el mar estaba algo rizado y soplaba un garbí suave, ideal para navegar hacia el sur. Los vecinos se quedaron en la playa saludando y deseándoles fortuna hasta que dejaron de verlos. Entonces, Gabriel se puso a llorar y al poco también lo hacía Joan.

—Me alegro de que seáis pescadores —les dijo el patrón a los chicos como bienvenida a su barca—. Así no me ensuciaréis la cubierta con vómitos.

La barca era del tipo laúd, lo suficientemente grande para seis y la mercancía que transportaba. La capitaneaba un viejo patrón enjuto y malhumorado llamado Ferrán, que hablaba poco y cuando lo hacía era para increpar al marino que tenía a su mando con palabrotas y expresiones que hubieran ruborizado, de oírlo, al regidor de Palafrugell. Pero se notaba que conocía su oficio. Cuando vio llorar a los hermanos comentó:

—Mejor. Cuanto más lloren, menos mearán.

Por el contrario, mosén Bartomeu Sastre, el comerciante al que el regidor los había encomendado, era un hombre de unos treinta años, alto, bien parecido, de ojos oscuros, nariz aguileña, mirada observadora de ave rapaz y sonrisa fácil. Tenía el pelo cortado en media melena y la cara afeitada. Joan le observó con curiosidad; ningún hombre se afeitaba en la aldea y en el pueblo solo lo hacían el regidor y un par más. Y aquel pelo no era ni corto como el de un hombre, ni largo como el de una mujer. Además, hablaba de una forma rara, apenas lograban entenderle. Sin embargo, era amable y les dijo dónde podían colocar sus hatillos y dónde sentarse en la nave. Esperó a que los chicos se situaran para hablarles y una vez le cogieron confianza, consiguió que le contaran su historia. Joan notó que aquel hombre, a pesar de querer disimularlo, se emocionaba en algunos momentos de su relato.

—¿Que los sarracenos han vuelto? —inquirió extrañado el patrón cuando Bartomeu se lo comentó.

—Sí, saquearon el pueblo de estos chicos, mataron a su padre y se llevaron a muchos cautivos.

—¿Los sarracenos? —preguntó de nuevo el marino.

—Sí —confirmó Joan.

—Qué extraño —dijo el viejo—. Hace mucho que no sabíamos de ellos. De genoveses y franceses, sí, pero de moros no. ¿Estás seguro de que eran moros?

—Sí, sí lo eran.

El hombre calló y se fue a sujetar una de las cuerdas de la vela murmurando algo entre dientes.

—¿Cómo sabes que lo eran? —volvió a interrogar el patrón al rato.

—Llevaban turbantes y fray Dionís, el regidor, dijo que eran sarracenos.

—¿El regidor? ¡Puaj! —El patrón escupió despectivo por encima de la borda.

10

E
l aspecto de Bartomeu, la forma de moverse, extraña aunque viril, su vestimenta, el corte de pelo y su cara afeitada sorprendía a los chicos. Gabriel en particular lo observaba con una sonrisa que no se preocupaba en disimular.

—¿Te has dado cuenta? —le dijo riendo a su hermano—. ¡Lleva guantes! ¿Has visto a alguien que lleve guantes en una barca? ¡Menuda tontería! Y encima ni hace frío.

Gabriel era, antes de la tragedia, un niño alegre de risa fácil. Era la primera vez desde entonces que volvía a reír y Joan se sintió feliz.

—¡Menudo bicho raro! —le dijo acompañándole en su risa.

—¡Vaya finolis! —continuó Gabriel.

Fue a colocarse a la espalda del comerciante y empezó a ridiculizar sus gestos, sin que este lo advirtiera, y Joan reía al verle. El viejo se encontraba al timón de la barca, detrás del niño, y acercándose sin decir palabra le soltó un manotazo que le hizo sentarse. Joan se levantó de un salto para defender a su hermano, pero Ferrán había vuelto ya al timón.

—¿Qué pasa? —preguntó Bartomeu. No había visto nada de lo ocurrido a sus espaldas.

Al oír su entonación y su acento extraño, Gabriel no pudo evitar estallar en carcajadas. Joan sonrió, el patrón no debía de haberle hecho mucho daño. Aquella tarde, cuando Bartomeu bajó a tierra, el patrón les increpó ceñudo.

—Aunque el mercader os parezca raro, no lo es.

—¿No? —se asombraron los chicos.

—No. Solo que es uno de esos señoritos elegantes de Barcelona y visten así. Y habla como hablan en la ciudad.

—¿Hablan de esa forma? —Los hermanos se miraron entre ellos atónitos.

—Sí —repuso el viejo—. Y más os vale que le respetéis. Se distinguió por su valor en la caballería ligera durante la guerra civil y casi lo matan. Luchó a favor del rey y del pueblo contra los señorones que esclavizan a los campesinos.

Los hermanos volvieron a mirarse con asombro.

A la primera ocasión, Gabriel le preguntó, lleno de curiosidad:

—mosén Bartomeu, ¿por qué os ponéis guantes en la barca? Nadie hace eso.

—¿A que os parece extraño? —El comerciante reía. Y los hermanos afirmaron con la cabeza—. Por el sol.

—¿El sol?

—A mis clientes no les gustan las manos morenas.

—¿Vendéis manos? —inquirió Gabriel.

Esta vez fue Bartomeu quien estalló en carcajadas. Incluso el viejo llegó a sonreír.

El laúd navegaba siempre cerca de la costa pero suficientemente alejado para evitar los escollos, y el patrón oteaba con frecuencia el horizonte por temor a los piratas. Gruñó satisfecho cuando supo que los chicos sabían remar; aunque tuvieran poca fuerza, si había que huir hacia la playa, sus brazos serían de ayuda.

La navegación se iniciaba a la salida del sol y al mediodía o primeras horas de la tarde varaban en la playa del siguiente pueblo, donde Bartomeu aprovechaba para comerciar. El mercader recorría aquel trayecto periódicamente transportando los productos que Santa Anna de Barcelona enviaba a Palafrugell y viceversa mientras hacía sus propios negocios.

El artículo principal con que comerciaba aquel hombre era algo que sorprendió a Joan: libros. No conocía a nadie que tuviera uno a excepción del ermitaño o del regidor. Los había visto con libros en las celebraciones religiosas, pero no se le había ocurrido pensar que aquello se comprara y vendiera. No comprendía que la gente deseara tener un objeto semejante y menos que se gastara dinero en ello.

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