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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (10 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Tenía la rodilla un poco enrojecida y el novicio comprendió que no le valía para quejarse.

—¿Ves como no tienes nada? —insistió Joan—. Además, no le dirás a fray Antoni que nos has insultado y que te dejas pegar por un chico más pequeño, ¿verdad?

El otro consideró la situación y Joan, que le observaba atentamente, supo que el suprior le atemorizaba.

—Vale —concedió al final—. Pero no lo vuelvas a hacer.

—¿Amigos? —Joan le tendió la mano.

—De acuerdo —dijo el chico cogiéndola para incorporarse.

A Joan aún le desagradaba el muchacho, pero pensó que le convenía tenerle de su lado.

Sintió de nuevo un picor en los tobillos y al frotarlos descubrió un círculo enrojecido alrededor de un punto. Y otro en la pierna, y otro más allá.

—¿Qué es eso? —preguntó alarmado.

El novicio le miró riéndose.

—¡Son picaduras de pulga! ¿Es que tampoco sabéis qué son las pulgas?

Joan recordaba que un perro vagabundo las trajo a la aldea y que las mujeres las hicieron desaparecer antes de que se convirtieran en plaga.

—Saltan y te chupan la sangre —informó el muchacho.

—Ya lo sé —repuso Joan, que empezaba de nuevo a molestarse—. Dime qué hay que hacer para terminar con ellas.

—Nada —dijo encogiéndose de hombros—. No se puede hacer nada, solo matarlas cuando coges una.

Y de repente se palmeó la frente.

—¡Los rezos de la hora prima! ¡Se me han olvidado! ¡Corred, vestíos, que nos quedamos sin desayuno!

Terminado el desayuno, fray Jaume les advirtió muy serio que no volvieran a retrasarse a la hora de los rezos, pero después les preguntó con una cálida sonrisa si querían que les mostrara el convento. Los chicos respondieron que sí, alborozados. La lluvia del día anterior había dejado paso a una mañana radiante, los miedos se disiparon y todo parecía hermoso.

El monasterio formaba un rectángulo mal trazado cuya base era la línea de casas que daban a la calle Santa Anna. El convento se ocultaba tras ellas y su única entrada era aquel portalón que atravesaba los edificios. Sus propietarios pagaban alquiler al prior, pues el suelo pertenecía a la comunidad. Los otros lados eran muros que separaban el recinto de una calleja de ronda paralela a las murallas exteriores, un lienzo de la segunda muralla de la ciudad que separaba el convento de la Rambla y unas tapias que limitaban con un callejón que iba de la plaza de Santa Anna a la calleja de ronda.

El fraile los condujo al claustro. Su jardín se mostraba hermoso, con sus naranjos brillantes y altas palmeras. Joan admiró otra vez aquellos arcos airosos sostenidos por finas columnillas, deteniéndose embelesado en las esculturas de cada capitel.

—Fijaos, el claustro es el centro del convento, por aquí se puede mover un hermano e ir a donde precise sin mojarse si llueve —les decía fray Jaume.

Y era cierto, por sus distintas puertas se accedía a la plazoleta de entrada, a las celdas de los frailes, al gran edificio que contenía enfermería, cocina y comedor, a la iglesia, a la sala capitular, e incluso tenía puerta de acceso a los lavaderos y al huerto.

—Con eso ya conocéis los edificios importantes —dijo el fraile—. El resto son almacenes y corrales.

Entonces sonaron las campanas y a Gabriel se le iluminó la cara con una sonrisa. No dijo nada y salió corriendo hacia la placeta desde donde veía el campanario.

—La hora tercia —dijo el fraile—. Hora de misa. Estamos llamando a los vecinos.

De camino a la iglesia, las campanas repicaban alegres. El sonido parecía llenarlo todo, el gran salón del comedor, las escaleras, la cocina e inundaba el claustro entrando por el gran cuadrado abierto del patio central donde las palmeras se dejaban acariciar por el sol. Los frailes formaron como de costumbre y al oír los tres graves toques horarios empezaron a cantar, entrando majestuosos en fila a la iglesia, donde unos cincuenta feligreses esperaban.

Gabriel se unió a su hermano y ambos siguieron al novicio hacia el interior del templo.

—¿A que es bonito cuando la campana chica acompaña a la mayor? ¿A que suenan más alegres? —le preguntó, feliz, a su hermano.

Joan le dijo que sí, que era cierto. Le sorprendía la pasión de Gabriel por las campanas.

15

A
l terminar la misa, fray Jaume dejó que el novicio les mostrara las dependencias menores del convento.

—Pere os acompañará —les dijo—. Tengo que supervisar la cocina y acudir a capítulo. Podéis pasear por donde queráis, y aprovechad que en la tarde empezaréis a trabajar.

Recorrieron el huerto, era muy grande. Los monjes se hallaban «unidos en la sala capitular y el hortelano trabajaba en un rincón. Los surcos de las hortalizas estaban bien alineados y los árboles frutales eran abundantes: manzanos, almendros, perales, pero solo las higueras y las vides tenían fruta entre sus hojas. Los colores verdes, algunos con tonos ya amarillos, brillaban al sol y el lugar daba paz. Cuando el novicio fue a hacer sus necesidades, Gabriel le preguntó a Joan de improviso:

—¿Por qué le pegaste?

—Porque se reía de ti por lo de las campanas.

—A mí no me importó.

Joan miró con asombro a su hermano pequeño. Era la primera vez que inquiría sobre sus actos, había un tímido reproche en sus palabras.

—Y porque me cae mal —añadió Joan—. Además, no le hice daño.

Gabriel le miró de forma extraña y no dijo nada. No, no era esa la explicación, pensó Joan. La verdad era que sintió rabia, mucha rabia, quizá porque después del asalto pirata, esta le llenaba el pecho y no sabía cómo sacarla.

Reemprendieron el paseo y Pere les mostró un pozo con una noria y un borriquillo que la hacía girar. El sistema llenaba una gran alberca que almacenaba el agua que servía tanto para regar como para el consumo humano y animal. En el huerto correteaban las gallinas, capones y algún gallo; aquella era la principal fuente de carne para los monjes.

Después del almuerzo los frailes se recogieron en sus celdas para la siesta, y el novicio, Joan y Gabriel se fueron juntos, riendo, a la celda de este.

—¿Dónde vais? —les increpó una voz colérica cuando iban a entrar.

—A dormir la siesta —respondió el novicio tímidamente.

—¿Quién ha dicho que esos pueden dormir en tu celda? —era el suprior.

—Fray Jaume —su voz se hacía más débil.

—Pues ya pueden recoger sus cosas. —El monje increpaba al novicio, como si le recriminara una falta, sin importarle la presencia de los hermanos—. Los monjes dormimos solos y tú también.

—Pero fray Jaume… —balbució Pere.

—¡Que obedezcan! —le cortó en seco—. De fray Jaume me ocupo yo.

Y desapareció hacia el claustro.

Pere se quedó mirando al suelo, abatido, y al rato dijo:

—Lo siento, me agradaba tener compañía en la noche.

—No te preocupes —respondió Gabriel cogiéndolo de la mano—. Nos veremos en el día.

Al poco llegó fray Jaume murmurando entre dientes y les dijo:

—Ya habéis oído, hay cambio; sacad vuestros hatillos y los jergones.

—¡Están llenos de pulgas! —se quejó Joan.

—¡Vaya con el señorito! —bufó el fraile poniéndose en jarras.

—Pere dice que no se puede hacer nada, pero mi madre sabía cómo librarse de ellas.

—¿Cómo?

Joan se encogió de hombros.

—¡Yo sí sé cómo! —bramó el fraile. Estaba muy enfadado.

Los tres chicos tuvieron que cargar los jergones y sus ropas hasta el lavadero que se encontraba detrás de la sala capitular y del templo, en el extremo norte. Allí les hizo sacar la paja de los jergones, amontonarla en una esquina y quemarla. Después tuvieron que sumergir sus ropas en el agua; debían dejarlas allí toda la noche y darse un baño restregándose con estropajo de esparto. Fray Jaume les dio ropas limpias y les dijo:

—Mañana frotaréis las ropas con jabón, no solo las vuestras, sino también los hábitos de los monjes, y las secaréis al sol. El cocinero os enseñará cómo. Y ahora venid, que os mostraré dónde vais a dormir.

Era un pequeño almacén cercano a los establos. Hasta allí llegaba el olor y el bufido de las caballerías pero a los hermanos no les importaba.

Cuando el fraile dejó a los tres solos, el novicio les dijo:

—No va a poder con las pulgas. —Sonreía.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Joan.

—Mira. —Y se palmeó con fuerza en una pierna.

Después, frotando con cuidado en el mismo lugar con una mano y ayudándose con la segunda, capturó algo que les mostró entre los dedos. Era un bichejo brillante y con patas, muy pequeño.

—Esta es casi negra —les dijo—. Las hay también rubias. Y la única manera de acabar con ellas es esta.

La cogió hábilmente de forma que quedara entre las uñas de sus dedos pulgares y presionó. Sonó un chasquido, una pequeña gota de sangre le manchó las uñas y después de enseñarla triunfante, se limpió los restos en el hábito. Aquello les produjo una gran satisfacción a los hermanos, que se miraron sonrientes. Joan pensó que el novicio empezaba a caerle bien.

16


A
sí que mosén Dionís os envía aquí porque sois unos deslenguados y no sabéis obedecer.

El prior los miró severo y los niños agacharon aún más la cabeza. Estaban en la sala capitular, y el suprior junto a fray Jaume, también de pie, los flanqueaban. El prior se sentaba frente a una mesa en la que se extendía la carta del regidor de Palafrugell. A Joan le hubiera gustado responder, pero temía que ese hombre los echara del monasterio.

El prior Cristòfol de Gualbes estaba cercano a los cincuenta años y vestía un elegante hábito negro con la cruz roja de Jerusalén, la de doble travesaño, bordada en el pecho y se ceñía con un cinturón de seda roja y un hermoso broche. De su cuello colgaba un crucifijo de plata y cuando los niños le besaron la mano, al ser presentados, Toan vio que lucía un grueso anillo de oro. ¡Qué diferencia con la tela basta de los hábitos de sus monjes, con las cuerdas con las que estos se los ceñían y la ausencia absoluta de joyas! Entendía por qué decían que era un noble.

—Demasiado jóvenes para la horca —murmuró como hablando para sí mismo, pero de forma que todos le oyeran—. Aunque lo más probable es que allí terminen.

A Joan se le hizo un nudo en la garganta y con un movimiento discreto le cogió la mano a Gabriel; el pequeño temblaba.

—¡Pues bien! —dijo el eclesiástico elevando la voz y dirigiéndose a los chicos—. Aquí aprenderéis a obedecer y no os daré cobijo más allá de los catorce años.

—Pues vais a tener que proveer por ellos —interrumpió el suprior.

Fray Jaume miró al techo como implorando al cielo, sabía lo que se avecinaba.

—Son niños, no adultos —respondió el prior—. Tendréis una ración más de la parte que pago yo, ya sabéis: el aceite, los ajos y lo demás.

—Son dos raciones y deberéis proveer también la parte que pone la comunidad —repuso fray Antoni elevando la voz.

—La parte de la comunidad la pagaréis con lo que recibís de las limosnas, de las penitencias de aniversarios de difuntos y otros.

—Vos sabéis que las limosnas van menguando y que no podemos alimentar a más bocas.

—Pues prescindid del cocinero, del hortelano y del otro criado y que los frailes hagan esos trabajos —repuso el prior con una sonrisa—. Además, hay partes del huerto que apenas se cultivan; sois ocho para ocuparos y con el novicio nueve. Así tendréis menos bocas que alimentar y más comida.

Fray Antoni le lanzó una mirada torva antes de responder. Y lo hizo con lentitud, recalcando las palabras.

—Vos sabéis que ni somos soldados ni trabajadores manuales. Nuestra misión es rezar al Señor para que Él se apiade de nuestras gentes y las proteja. No le pediríais a un caballero que trabaje en el huerto, ¿verdad?

—Pues no debéis cumplir bien con vuestros rezos si cada vez hay menos limosnas.

Fray Jaume se santiguó y sin dejar de mirar al techo empezó a mover los labios rezando en silencio. Joan comprendió que ellos ya no importaban en la disputa, ni siquiera los miraban, y observó con curiosidad a los contendientes. Apretó la mano a su hermano para darle ánimos, el chiquillo estaba a punto de llorar.

—¡Cómo podéis decir eso! —bramó el suprior—. Ya sabéis la miseria que sufre la ciudad después de la guerra civil y de las pestes, y que los frailes predicadores, los franciscanos y dominicos, se llevan mucho de lo que antes nos daban a nosotros.

—A mí me ocurre lo mismo —repuso el prior Gualbes encogiéndose de hombros—. He perdido muchas rentas por las casas deshabitadas; además, los ingresos son fijos y los precios de la comida subieron de forma escandalosa durante la guerra. Trabajad el huerto.

—¡Nuestra obligación es el rezo, no el trabajo físico! Si queréis que trabajemos con nuestras manos, dadnos ejemplo como prior. Tengo una azada para vos.

Gualbes se puso rígido y la media sonrisa que bailaba en sus labios se evaporó. Apretó los dientes con rabia, parecía muy ofendido.

—¿Cómo os atrevéis?

—¿Cómo os atrevéis vos? —repuso fray Antoni, ahora más controlado, satisfecho al comprobar que su golpe le dolió al prior—. Los fieles que hicieron rico al monasterio de Santa Anna y al Santo Sepulcro, donando tierras y dominios, querían que rezáramos para el perdón de sus pecados y así tener un lugar en el cielo y bendiciones en la tierra. Esas propiedades que se han acumulado durante siglos son de la comunidad, no del prior. Vos y vuestros antecesores os apropiasteis de ellas, lo administráis a vuestro antojo y nos regateáis la comida.

—Es mi deber y privilegio administrar esas posesiones para el bien del monasterio. Lo hago con rigor y en beneficio de los frailes —contestó el prior en tono de dignidad ofendida—. Y bien sabéis que se vendieron muchas de esas propiedades precisamente para mantener a los monjes, y lo que queda renta poco.

—Pues si tan pobre estáis, ¿por qué os empeñáis en terminar las obras del piso superior del claustro? ¿Por qué no vendéis vuestro palacio y os venís a vivir con nosotros aquí, en una celda?

—La dignidad del monasterio y la mía como representante de la Orden requieren cierto boato —repuso el prior a la defensiva.

—¿El monasterio? ¿La comunidad? ¡Ja! Poco os importamos. Queréis ser un gran señor, eso es lo que os importa. Se dice que incluso mantenéis a una mujer.

—¡Hermanos! —intervino de repente fray Jaume con un grito.

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