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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Preludio a la fundación (15 page)

BOOK: Preludio a la fundación
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Las nubes fueron las que lo salvaron. Incluso si empleaban detectores de calor, esto sólo indicaría que había gente abajo. El
mini-jet
podía intentar un descenso en picado por debajo del techo de nubes antes de que averiguara cuántos seres humanos había y si alguno de ellos podía ser la persona determinada que la gente de a bordo andaba buscando.

El aparato se hallaba más cerca y tampoco podía ocultarse de él. El ruido de su motor lo denunciaba, y no lo apagarían, por lo menos mientras continuaban su búsqueda. Seldon conocía los
mini-jets
porque en Helicón, o en cualquier otro mundo no cupulado, con cielos despejados de vez en cuando, era corriente verlos, ya que muchos de ellos eran de propiedad particular.

¿Qué posible utilidad le darían a los
mini-jets
en Trantor, con toda la vida humana bajo cúpulas, con un techo de nubes casi perpetuas, muy bajo…, excepto por algunas naves gubernamentales diseñadas para estos fines? ¿Apoderarse de una persona buscada que había sido atraída arriba de las cúpulas?

¿Y por qué no? Las fuerzas gubernamentales no podían entrar en el terreno de la Universidad, pero Seldon no se hallaba allí en esos momentos. Se encontraba
Arriba
, sobre las cúpulas, las cuales quizá se encontraran fuera de la jurisdicción de cualquier Gobierno local. Un vehículo Imperial podía tener todo el derecho a posarse en cualquier parte de las cúpulas en cuestión y llevarse a quienquiera que encontraran sobre ellas. Hummin no le había advertido de ese detalle; tal vez ni siquiera se le había ocurrido pensar en él.

El mini estaba mucho más cerca ahora, rastreando como una bestia ciega que olfatea su presa. ¿Se les ocurriría buscar entre aquel grupo de árboles? ¿Aterrizarían y enviarían a uno o dos soldados armados para dar una batida por el bosquecillo?

De hacerlo así, ¿cómo defenderse? No iba armado y toda su agilidad resultaría ineficaz contra el espantoso dolor de un látigo neurónico.

Mas no intentaba aterrizar. O no habían pensado en lo que significaban los árboles, o…

O bien…

De pronto, se le ocurrió otra idea. ¿Y si no se trataba de una nave de persecución? Tal vez formaba parte del equipo meteorológico. Era casi seguro que los meteorólogos querían estudiar las altas capas de la atmósfera.

¿No estaría comportándose como un imbécil al ocultarse?

El cielo iba oscureciéndose cada vez más. ¿Se veían las nubes más densas, o, lo que era más probable, estaba anocheciendo?

El frío había aumentado y la temperatura bajaría aun más. ¿Iba a quedarse afuera, congelándose, sólo porque un
mini-jet
, perfectamente inofensivo, había hecho su aparición y activado en él una sensación de paranoia jamás experimentada? Sintió un fuerte impulso de abandonar el bosquecillo y regresar a la estación meteorológica.

Después de todo, ¿cómo sabría el hombre al que Hummin temía tanto…, Demerzel, que Seldon se encontraría
Arriba
, en ese momento determinado, listo para ser apresado?

Por un instante, la idea le pareció concluyente y, tiritando de frío, salió de detrás del árbol.

Volvió, a la carrera, a ocultarse cuando la nave apareció de nuevo, más cerca que antes. No había visto que hiciera algo parecido a un estudio meteorológico. No llevaba a cabo nada que se pareciera a medir, seleccionar o comprobar. ¿Sería capaz de darse cuenta si lo hiciera? Desconocía el tipo de instrumentos que podía transportar, ni cómo funcionaban. Si desarrollaban una labor meteorológica, él, quizá, no llegaría a calibrarlo… Pero, ¿podía correr el riesgo de descubrirse?

Después de todo, ¿quién le aseguraba que Demerzel no conocía su presencia
Arriba
, simplemente porque un agente suyo que trabajase en la Universidad lo supiera y le hubiera informado de ello? Lisung Randa, el pequeño, alegre y sonriente oriental, le había sugerido que subiera. No había surgido de forma natural en la conversación; por lo menos, la sugerencia no había surgido con demasiada naturalidad. ¿Sería posible que fuera un agente del Gobierno y hubiera alertado a Demerzel?

Luego estaba Leggen, que le había prestado el jersey. Ésta era una prenda muy útil; entonces, ¿por qué no le había advertido Leggen con antelación de que iba a necesitarlo y llevar, así, uno propio? ¿Tendría algo especial el que llevaba puesto? Tenía un color morado uniforme mientras que los otros seguían la moda trantoriana de dibujos vistosos. Cualquiera que mirara desde arriba veía un manchón liso moviéndose entre los demás, que eran variopintos, y así reconocerían al momento al que buscaban.

¿Y Clowzia? Figuraba que se encontraba
Arriba
para aprender meteorología y ayudar a los meteorólogos. ¿Cómo era posible que se acercara a él, le hablara con tanta naturalidad, se lo llevara tranquilamente lejos de los demás y lo aislara para que pudiera ser recogido con toda facilidad?

¿También Dors Venabili? Ella sabía que iba
Arriba
. Y no se lo impidió. Podía haber ido con él, pero estaba convenientemente ocupada.

Era una conspiración. Seguro que se trataba de una conspiración.

Ahora estaba ya completamente convencido de ello y no era cuestión de abandonar el abrigo de los árboles.

Sentía los pies como bloques de hielo y el golpearlos contra el suelo no le servía de nada. ¿No se marcharía jamás el
mini-jet
?

Mientras lo pensaba, el ruido del motor aumentó y la nave se elevó hasta que llegó a las nubes y desapareció.

Seldon escuchó con atención, alerta al menor ruido, asegurándose de que finalmente se había ido. Pero, una vez tuvo la seguridad de ello, se preguntó si no sería una añagaza para hacerle salir de su escondite. Permaneció donde estaba mientras los minutos se arrastraban y la noche seguía cayendo.

Por fin, cuando sintió que la verdadera alternativa a arriesgarse a salir a cielo abierto era la de congelarse, se movió y abandonó cautelosamente el abrigo de los árboles.

En efecto, se estaba haciendo de noche. No podían localizarle si no era mediante el detector de calor, pero, si lo intentaban, él oiría el regreso del aparato. Esperó un poco, más allá de los árboles, al acecho, listo para esconderse de nuevo en el bosquecillo al menor ruido…, aunque de qué le serviría una vez lo hubiesen detectado, no podía ni imaginárselo.

Miró a su alrededor. Si fuera capaz de encontrar a los meteorólogos, seguramente dispondrían de luz artificial. A excepción de eso, no hallaría nada más.

Aún podía distinguir lo que le rodeaba, y sabía que, al cabo de un cuarto de hora, o media hora a lo sumo, ya no vería nada. Sin luces y con un cielo nublado sobre su cabeza, estaría a oscuras…, completamente a oscuras. Desesperado ante la perspectiva de verse envuelto por las tinieblas, Seldon comprendió que, tan deprisa como pudiera, debía buscar el camino de vuelta a la depresión que lo había llevado hasta allí, para poder volver sobre sus pasos. Cruzó los brazos con fuerza sobre el pecho para abrigarse y emprendió lo que creía ser la dirección correcta hacia la depresión entre las cúpulas.

Claro que podía haber más de una depresión a partir del bosquecillo; por suerte, distinguía vagamente algunas de las matas de espino, con bayas, que había pisado al venir, y que ahora parecían más negras que rojas. No debía perder tiempo. Tenía que suponer que estaba en lo cierto. Recorrió la depresión tan deprisa como pudo, guiado por una visión vaga y la vegetación que aplastaba con sus pies.

No podía seguir siempre por la depresión. Había dejado atrás lo que le parecía la cúpula más alta y encontrado un camino que cortaba la depresión en ángulo recto. De acuerdo con lo que recordaba, tenía que girar a la derecha en ese momento; después, a la izquierda, eso le llevaría a la senda que lo conduciría a la cúpula de los meteorólogos.

Seldon giró a la izquierda y, levantando la cabeza, pudo distinguir apenas la curva de una cúpula contra un cielo claroscuro. ¡Tenía que ser aquélla!

¿O se trataba de su deseo de que lo fuera?

No tenía más remedio que desechar ese pensamiento. Mantuvo la mirada sobre la cima a fin de poder avanzar trazando una línea lo más recta posible, y anduvo tan aprisa como pudo. A medida que se acercaba, distinguía mejor la silueta de la cúpula contra el cielo, pero cada vez más y más dudosa, a medida que se le antojaba más y más grande. A no tardar, si estaba en lo cierto, ascendería por la suave pendiente y, cuando llegara arriba, podría mirar al otro lado y distinguir las luces de los meteorólogos.

En aquella negrura compacta no podría adivinar lo que encontraría en su camino. Deseaba ver, al menos, una estrella; entonces, se preguntó si sería así como se sentiría un ciego. Fue agitando los brazos por delante de él, como si de antenas se tratara.

El frío aumentaba minuto a minuto y él se detenía de vez en cuando para soplar sobre sus manos, que mantenía bajo los sobacos. Con todas sus fuerzas, deseaba poder hacer lo mismo con los pies. «Ahora -pensó-, si empieza a llover, no caerá agua, sino nieve…, o, peor aún, cellisca».

Adelante…, adelante. No había otro remedio.

De pronto, le pareció que descendía. O se trataba de su imaginación o, realmente, había coronado la cúpula.

Se detuvo. Si había conseguido coronar la cúpula, tendría que distinguir el resplandor artificial de la estación meteorológica. Vería las luces que los propios meteorólogos llevaban; luces resplandecientes, moviéndose cual luciérnagas.

Seldon cerró los ojos, como si quisiera acostumbrarlos a la oscuridad, para volver a abrirlos después, aunque supo que era un esfuerzo sin sentido. No estaba más oscuro con los ojos cerrados que con ellos abiertos, y cuando los abría, no veía más luz que si los mantenía cerrados.

Era posible que Leggen y los demás se hubieran ido, llevándose sus luces con ellos y apagando las de los instrumentos. Tal vez Seldon había escalado una cúpula equivocada, o seguido un camino equivocado alrededor de otra cúpula de forma que, en ese momento, miraba en dirección contraria. O había seguido una depresión equivocada, alejándose así el bosquecillo, también en dirección equivocada.

¿Qué podía hacer?

Si miraba hacia otro lado, cabía la posibilidad de que la luz fuera visible a derecha o izquierda…, y no era así. Si el camino seguido era el incorrecto, le sería imposible volver al bosquecillo y localizar otro camino.

Su única oportunidad estribaba en la suposición de que se encontraba en la dirección correcta y que la estación meteorológica se encontraba, más o menos, frente a él, aunque los meteorólogos se hubieran ido dejándola a oscuras.

¡Adelante, pues! Las probabilidades de éxito quizá fueran escasas, más era lo único que podía intentar.

Estimó que había tardado una media hora en ir de la estación meteorológica a la cúpula, y que parte del camino lo había hecho con Clowzia, paseando más que andando. Ahora, en cambio, caminaba deprisa en aquella espantosa oscuridad.

Seldon continuó arrastrándose hacia delante. Hubiera sido agradable saber qué hora era, claro que él tenía una cinta horaria, pero a oscuras…

Descansó. Llevaba una cinta horaria trantoriana que daba la hora galáctica, general (como todas las cintas horarias), y también la trantoriana local. Las cintas, fosforescentes, solían ser visibles en la oscuridad, de modo que uno podía ver la hora en la silenciosa penumbra de un dormitorio. Las heliconianas podían leerse a oscuras, ¿por qué no una trantoriana?

Miró su cinta con cierta aprensión y apretó el botón que provocaría un foco de luz. La cinta brilló débilmente y le hizo ver que eran las 18:47. Que fuera de noche a aquella hora significaba que ya habían entrado en la estación invernal… ¿Cuán lejos quedaba el solsticio? ¿Cuál era el grado de inclinación axial? ¿Cuánto duraba el año? ¿A qué distancia del Ecuador se hallaba él a la sazón? No podía conseguir respuesta alguna a esas preguntas, pero lo que contaba era que veía una chispita de luz.

¡No estaba ciego! En cierto modo, el débil resplandor de su cinta horaria le producía una renovada esperanza.

Se animó. Seguiría yendo en la misma dirección. Andaría por espacio de media hora. Si no encontraba nada, avanzaría cinco minutos más, no más, sólo cinco minutos. Si seguía sin encontrar algo, se detendría y reflexionaría. Eso representaba treinta y cinco minutos a partir de ese momento. Hasta entonces, se concentraría en andar y en obligarse a sentir calor (agitó vigorosamente los dedos de los pies. Todavía los sentía).

Seldon siguió su avance durante media hora. No había nada. Podía hallarse en ninguna parte, lejos de cualquier abertura en la cúpula. O, por el contrario, encontrarse a tres metros a la izquierda, o a la derecha, o frente a la estación meteorológica. Podía estar a dos brazadas de la abertura que, por supuesto, estaría cerrada.

–¿Y ahora, qué?

¿Serviría de algo gritar? Un profundo y absoluto silencio lo envolvía, excepto por el silbido del viento. Si había pájaros, bestias o insectos entre la vegetación de las cúpulas, no estaban allí en aquella estación, o a aquella hora de la noche, o en aquel lugar determinado. El viento seguía congelándole.

Quizás hubiera debido gritar durante todo el camino. El sonido llegaría lejos con el frío. Mas, ¿habría habido alguien para oírle?

¿Le oirían desde dentro de la cúpula? ¿Dispondría de instrumentos que detectaran los sonidos o los movimientos de arriba? ¿Habría algún centinela dentro?

Era una ridiculez. Hubieran oído sus pasos, ¿verdad?

Sin embargo…

–¡Socorro! – gritó-. ¡Socorro! ¿Puede oírme alguien?

Sus palabras sonaron ahogadas, como avergonzadas. Parecía una idiotez gritar en aquella inmensa negrura vacía.

Sin embargo, también parecía tonto vacilar en una situación como la suya. El pánico empezó a aumentar. Aspiró una profunda bocanada de aire frío y gritó mientras le duró el aliento. Otra aspiración y otro chillido, más estridente. Y otro más. Y otro.

Se detuvo, jadeante, y volvió la cabeza a uno y otro lado aunque no había nada que ver. Ni siquiera pudo detectar un eco. No podía hacer otra cosa que esperar al amanecer. ¿Cuánto duraba la noche en aquella estación del año? ¿Cuánto aumentaría el frío?

Sintió un contacto helado en el rostro. Y otro poco después.

Caía aguanieve, invisible, en la profunda oscuridad. Y no tenía forma de encontrar un refugio.

«Hubiera sido mejor que aquel
mini-jet
me hubiera visto y recogido -pensó-. En este momento tal vez me tendrían prisionero, pero, al menos, estaría caliente y cómodo».

BOOK: Preludio a la fundación
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