Se hallaba de pie sobre algo que pensó debía ser metal opaco por el sonido que hizo cuando lo golpeó subrepticiamente con el pie. No obstante, no era metal desnudo. Al andar, iba dejando la marca de sus pisadas; la superficie estaba cubierta de polvo, o arena fina, o tierra.
Bien, ¿y por qué no iba a ser así? No debía haber nadie que subiera a limpiar el suelo. Se inclinó para recoger un poco de aquella materia, por pura casualidad.
Clowzia se había acercado a él. Se fijó en lo que había hecho y con la expresión del ama de casa descubierta en vergonzosa negligencia, se excusó:
–A veces venimos a barrer para proteger los instrumentos. Es mucho peor en otros puntos de Arriba, aunque, en realidad, no tiene ninguna importancia. Sirve como aislante, ¿sabes?
Seldon asintió y siguió mirando a su alrededor. No había la menor posibilidad de que entendiera aquellos instrumentos que parecían surgir del suelo, de aquella fina capa de tierra (si podía llamarse así). No tenía la menor idea de lo que eran o de lo que medían.
Leggen se le acercó. Ponía los pies en el suelo, y los levantaba, con sumo cuidado. Seldon pensó que andaba de ese modo para evitar sacudidas a los instrumentos. Tomó nota mentalmente de esforzarse por hacerlo del mismo modo.
–¡Eh, Seldon!
A éste no acabó de gustarle su tono de voz.
–¿Sí, doctor Leggen? – contestó, con aspereza.
–Bien, pues, doctor Seldon -dijo el otro, impaciente-. Ese hombrecito, Randa, me dijo que usted es matemático.
–En efecto.
–¿De los buenos?
–Me gustaría creer que sí, pero es algo difícil de garantizar.
–¿Y le interesan los problemas difíciles?
–Estoy metido en uno de ellos.
–Y yo en otro. Usted es libre de andar por ahí. Si se le ocurre alguna pregunta Clowzia, nuestra interna, puede ayudarle. Y usted podría ayudarnos a nosotros.
–Me encantaría hacerlo, sin embargo, no sé nada de meteorología.
–Perfectamente, Seldon. Sólo quiero que se interese por esto. Después, me encantará discutir mis matemáticas con usted, por lo que valen.
–Estoy a su disposición.
Leggen se alejó, con su alargado rostro sombrío; de pronto, se detuvo y volvió junto a Seldon.
–Si siente frío…, demasiado frío…, la puerta del ascensor está abierta. No tiene más que entrar y apretar el botón que dice BASE UNIVERSITARIA. Le llevará abajo y el aparato subirá a buscarnos automáticamente. Clowzia se lo enseñará…, por si se le olvida.
–No se me olvidará.
Esa vez se alejó de verdad y Seldon se le quedó mirando, sintiendo que el frío penetraba, cortante, a través del jersey. Clowzia regresó a su lado, con el rostro algo enrojecido por el viento.
Seldon comentó:
–El doctor Leggen parecía disgustado. ¿O se trata de su forma de ser habitual?
Clowzia se echó a reír.
–La mayor parte del tiempo parece disgustado, pero ahora lo está de verdad.
–¿Por qué? – preguntó Seldon con naturalidad.
Clowzia miró por encima del hombro, con su larga cabellera ondeando al viento.
–No debería saberlo -contestó ella-, pero lo sé. El doctor Leggen lo tenía todo previsto para hoy, porque en estos momentos iba a haber un claro entre las nubes y había planeado tomar unas medidas especiales con luz solar. Sólo que…, bueno, fíjate en el tiempo.
Seldon asintió.
–Tenemos receptores de holovisión aquí arriba, o sea, que él ya sabía que estaba nublado, peor que otras veces, y sospecho que imaginaba que algo fallaba en los instrumentos, así que ellos serían los culpables, no su teoría. Pero hasta ahora, no han encontrado nada defectuoso.
–Y ésa es la razón de que se le vea tan disgustado.
–Bueno, nunca parece contento.
Seldon miró a su alrededor con los ojos entrecerrados. Pese a las nubes, la reverberación del sol era dura. Pudo observar que la superficie bajo sus pies no era del todo horizontal. Se hallaba sobre una cúpula chata y cuando dirigió la vista hacia donde había otras cúpulas, en todas direcciones, las vio de distintas alturas y anchuras.
–Arriba parece de lo más irregular -comentó.
–Pienso que, en general, tiene razón. Así fue como lo dispusieron.
–¿Por alguna razón especial?
–En realidad, no. Tal como me lo explicaron (también yo miré a mi alrededor y pregunté, igual que has hecho tú, ¿sabes?), me dijeron que, en un principio, la gente de Trantor cubría ciertos lugares, avenidas comerciales, pistas deportivas, cosas así…, luego, fueron ciudades enteras, de forma que había gran cantidad de cúpulas aquí y allá, de diferentes alturas y anchuras. Cuando acabaron uniéndose, todo era irregular; para entonces, la gente había decidido ya que era así como debía hacerse.
–¿Quiere decir que algo accidental por completo acabó siendo considerado una tradición?
–Supongo que sí…, planteado de ese modo…
(«Si algo accidental por completo es fácil que acabe siendo considerado como una tradición y resultar irrompible o casi -pensó Seldon-, ¿no sería ésa una ley de psicohistoria? Parecía trivial, pero, ¿cuántas otras leyes, igualmente triviales, existirían? ¿Un millón? ¿Mil millones? ¿Habría pocas leyes generales de las que se derivarían esas triviales, como corolarios? ¿Cómo podría decirlo?») Por un momento, sumido en sus pensamientos, casi se olvidó de aquel viento helado.
Clowzia sí acusaba aquel viento porque se estremeció.
–Es terrible -exclamó-. Se está mejor bajo la cúpula.
–¿Es usted trantoriana? – preguntó Seldon.
–En efecto.
Seldon recordó el desprecio de Randa por la agorafobia de los trantorianos.
–¿Le importa estar aquí arriba? – quiso saber.
–¡Odio esto! – confesó Clowzia-, pero quiero graduarme y quiero mi especialidad y status; el doctor Leggen dice que no lo conseguiré sin prácticas exteriores. Así que, aquí me tiene, odiándolo, en especial cuando hace tanto frío. A propósito, esta temperatura, ¿podría imaginar que hubiera vegetación entre esas cúpulas?
–¿Hay vegetación? -Miró vivamente a Clowzia sospechando una broma para hacerle parecer tonto. Mas su aspecto era de total inocencia; ¿cuánto sería auténtico y cuánto debido a su carita infantil?
–Oh, sí. Incluso aquí, cuando hace más calor. ¿Se ha fijado en la tierra, allá? La apartamos por causa de nuestro trabajo, como le he dicho, pero en otras partes se va acumulando y es especialmente profunda en los huecos donde las cúpulas se unen. Las plantas crecen bien.
–¿De dónde viene esa tierra?
–Cuando las cúpulas cubrían sólo una parte del planeta, el viento, poco a poco, fue depositando tierra en ellas. Después, cuando todo Trantor estuvo cubierto y los niveles de viviendas fueron edificados a mayor profundidad cada vez, parte de la que se extraía, si era de buena calidad, se extendía arriba.
–Pero podía romper las cúpulas.
–Oh, no. Las cúpulas son muy fuertes y están reforzadas en casi todas partes. La idea era, según un libro-película que miré, sembrar Arriba, pero les resultó más práctico hacerlo dentro, bajo las cúpulas. Levadura y algas podían cultivarse dentro también, aligerando, de esa forma, los cultivos habituales, así que decidieron permitir que Arriba fuera salvaje. También hay animales Arriba…: mariposas, abejas, ratones, conejos. Una gran cantidad de ellos.
–¿Y no estropearán las cúpulas las raíces de las plantas?
–Han pasado millares de años y no lo han hecho. Las cúpulas son tratadas con algo que repele a las raíces. La mayor parte de lo que crece es hierba, aunque también hay árboles. Usted mismo podría verlos si estuviéramos en la estación calurosa o nos halláramos más al Sur o viajara en una nave espacial -respondió, mirándole de reojo-. ¿Se fijó en Trantor cuando llegó por el espacio?
–No, Clowzia, debo confesar que no miré. La hipernave no estuvo nunca bien situada para hacerlo. ¿Alguna vez ha visto Trantor desde el espacio?
Ella sonrió débilmente.
–Nunca he estado en el espacio.
Seldon miró a su alrededor. Todo era gris.
–No puedo acabar de creerlo. Lo de que hay vegetación arriba, quiero decir.
–Pues es verdad. He oído a gente que lo decía (gente de otros Mundos, como usted, que había visto Trantor desde el espacio), decían que el planeta parece verde, como una extensión de césped, porque está cubierto, sobre todo, de hierba y maleza. También vieron árboles. Hay un bosquecillo no lejos de aquí. Yo lo he visto. Son de hoja perenne y llegan a una altura de seis metros o así.
–¿Dónde?
–No puede verlos desde aquí. Se encuentran del otro lado de una cúpula. Están…
La llamada les llegó apagada. (Seldon se dio cuenta de que habían estado andando mientras hablaban, alejándose de la inmediata vecindad de los demás).
–Clowzia. Vuelve. Te necesitamos.
–Uh-uh -contestó Clowzia-. Voy… Lo siento, doctor Seldon, tengo que irme.
Y se fue corriendo, consiguiendo pisar ligero pese a sus botas forradas.
¿Habría estado jugando con él? ¿Atiborrando al ingenuo forastero con un montón de mentiras sólo para divertirse? Tales cosas suelen ocurrir en todos los mundos y a cada momento. Aunque con esa expresión de transparente honradez… tampoco servía; en realidad, los cuentistas afortunados cultivan deliberadamente semejantes expresiones.
Así que, ¿realmente podría haber árboles de seis metros de altura? ¿Arriba? Sin pararse a pensar, echó a andar en dirección de la cúpula más alta del horizonte. Agitó los brazos en un intento de calentarse. Mas sus pies empezaban a enfriarse.
Clowzia no le había indicado el lugar. Pudo haberlo hecho para darle un indicio sobre la dirección de los árboles, pero no había sido así. ¿Por qué? Claro, la habían llamado.
Las cúpulas eran más anchas que altas, y eso le fue bien, ya que, de lo contrario, el camino le hubiera resultado más difícil. Sin embargo, la suave pendiente significaba esforzarse un poco antes de poder llegar a la cima de la cúpula y mirar al otro lado.
Más tarde pudo ver el otro lado de la cúpula que había escalado. Miró hacia atrás para asegurarse de que aún podía divisar a los meteorólogos y sus instrumentos. Les veía muy lejos, en un valle distante, pero les veía con claridad. Bien.
No encontró ningún bosquecillo, ni árboles, pero sí una depresión que serpenteaba entre dos cúpulas. A lo largo de cada lado de aquella depresión, la tierra era más abundante y se veía manchas verdes que muy bien pudieran ser musgo. Si seguía la depresión, ésta resultaba lo bastante profunda y la tierra abundaba, quizás hubiera árboles.
Miró hacia atrás de nuevo, en un intento de fijarse marcas en la mente pero no vio más que los altos y bajos de las cúpulas. Vaciló, y la advertencia de Dors al respecto de perderse, advertencia que le había parecido innecesaria en su momento, cobraba ahora sentido. En todo caso, la depresión le parecía, claramente, un camino. Si lo recorría durante un tiempo, a cierta distancia, no tenía más que dar media vuelta y recorrerlo en sentido contrario para regresar al punto de partida.
Echó a andar, decidido, siguiendo el camino hacia abajo. Por encima, oyó un zumbido lejano, mas no le concedió la menor importancia. Había decidido ver los árboles y eso era lo único que le importaba en aquel momento.
El musgo se hacía más espeso y se extendía como una alfombra; de vez en cuando surgían algunas matas de hierba. Pese a la desolación de Arriba, el musgo tenía un verde brillante, y se le ocurrió que en un planeta, siempre tan cubierto por las nubes, era fácil que las lluvias fueran considerables.
El camino continuó curvándose y allí, precisamente por encima de otra cúpula, vio una mancha oscura recortada sobre el cielo gris. Comprendió que había encontrado los árboles.
Entonces, como si su mente, ya liberada por la visión de aquellos árboles, pudiera dedicarse a otros asuntos, captó el zumbido que había oído antes y que, sin pensarlo, había desechado como ruido de máquinas. Ahora, en cambio, pensó en esa probabilidad: ¿realmente se trataba de ruido de maquinaria?
¿Por qué no? Se encontraba sobre una de las infinitas cúpulas que cubrían cientos de millones de kilómetros cuadrados de la ciudad-mundo. Debía haber máquinas de todo tipo ocultas bajo aquellas cúpulas…, motores de ventilación, por ejemplo. Tal vez pudieran oírse cuando todos los otros ruidos de la ciudad-mundo cesaban.
Excepto que el sonido no parecía proceder del suelo. Miró hacia aquel cielo amenazador. Nada.
Continuó observando el cielo, con tal intensidad que se le formaban líneas verticales entre sus ojos. De pronto, allá lejos…
Era una pequeña mancha oscura, destacándose sobre el gris. Fuera lo que fuese, parecía desplazarse como si tratara de orientarse antes de que las nubes aumentaran la oscuridad. De súbito, y sin saber la causa, pensó: «Van en mi busca».
Casi antes de que pudiera decidir una línea de acción, ya se había decidido. Corrió con verdadera desesperación a lo largo de la depresión, hacia los árboles y, entonces, para llegar más deprisa, torció a la izquierda, corrió hacia una cúpula baja, pisando matas secas de helechos, además de matas de espino cubiertas de bayas de un rojo brillante.
Seldon se detuvo, jadeante, junto a un árbol. Se arrimó a él, abrazándolo. Vigiló el objeto volador por si volvía a aparecer de forma que él pudiera retroceder junto al árbol y ocultarse detrás, como una ardilla.
El árbol estaba frío, su corteza era áspera, no resultaba cómodo…, pero ofrecía abrigo. Desde luego, podía ser insuficiente si le buscaban con un detector de calor. Por el contrario, el tronco helado del árbol podía superar el calor.
Bajo sus pies, la tierra aparecía apisonada. Incluso en ese momento, tratando de ocultarse, de hacer esfuerzos por ver a su perseguidor sin que éste lo descubriera, no podía evitar preguntarse qué profundidad tendría la tierra, cuánto tiempo habría tardado en acumularse, cuántas cúpulas de las áreas más cálidas de Trantor llevaban bosques sobre sus lomos y si los árboles estaban siempre confinados a las depresiones entre cúpulas, dejando las regiones más altas para el musgo, la hierba y el rastrojo.
Volvió a verlo. No era una hipernave, ni siquiera un pequeño reactor corriente. Era un
mini-jet
. Podía distinguir el vago resplandor de las colas de iones saliendo de los vértices de un hexágono, neutralizando el tirón gravitatorio y permitiendo que las alas lo mantuvieran en el aire como un gran pájaro que planeara. Se trataba de un vehículo que podía flotar mientras exploraba un terreno planetario.