—Harías bien yéndote a la cama —dijo la mujer a Robert Jordan—. Has trabajado demasiado.
—Bueno —dijo Jordan—; voy a buscar mis cosas.
S
E QUEDÓ DORMIDO
en el saco de noche y al despertar creyó que había dormido mucho tiempo. El saco estaba extendido en el suelo, al socaire de los roquedales, más allá de la entrada de la cueva. Durmiendo, se había vuelto de lado y había ido a recostarse sobre la pistola, que tuvo buen cuidado de sujetar con una correa en torno a su muñeca y colocarla junto a él bajo el saco, cuando se puso a dormir; estaba tan cansado —le dolían los hombros y la espalda, le dolían las piernas, y los músculos se le habían quedado tan entumecidos que el suelo se le antojó blando—, que el mero estirarse bajo el saco, y el roce con el forro de lanilla le había producido una especie de voluptuosidad, esa voluptuosidad que sólo proporciona la fatiga. Al despertar se preguntó dónde estaba; recordó y buscó la pistola que había quedado debajo de su cuerpo y se estiró placenteramente, dispuesto a dormir de nuevo, con una mano apoyada en el lío de ropas enrolladas en torno de sus alpargatas que le servía de almohada, y el otro rodeando la improvisada almohada.
Entonces sintió que algo se apoyaba en su hombro y se volvió rápidamente, con la mano derecha crispada sobre la pistola dentro del saco de noche.
—¡Ah!, ¿eres tú? —dijo, y, soltando el arma, tendió los brazos hacia ella y la atrajo hacia sí. Al estrecharla entre sus brazos sintió que temblaba—. Métete dentro —dijo dulcemente—; fuera hace frío.
—No, no debo.
—Ven —dijo él—; luego lo discutiremos.
La muchacha temblaba. Él la tenía sujeta por la muñeca, sosteniéndola dulcemente con el otro brazo. Ella había vuelto la cabeza para no encontrarse con él.
—Vamos, conejito —dijo Robert Jordan, y la besó en la nuca.
—Tengo miedo...
—No tengas miedo. Métete.
—¿Cómo?
—Deslízate en el interior. Hay mucho sitio; ¿quieres que te ayude?
—No —dijo ella y se metió en el saco y un momento después, él, manteniéndola bien sujeta, trataba de besarla en los labios y ella le esquivaba apoyando la cara en el lío de ropas que hacía de almohada; pero había tendido un brazo alrededor del cuello de él y lo mantenía en esa postura. Luego sintió que sus brazos se aflojaban y al tratar de atraerla vio que volvía a temblar.
—No —dijo, echándose a reír—; no te asustes. Es la pistola.
Cogió el arma y la puso detrás de él.
—Me da vergüenza —dijo ella, con la cara siempre alejada de la suya.
—No tienes por qué. Vamos, vamos.
—No, no debo hacerlo. Me da vergüenza y estoy asustada.
—No, conejito, por favor.
—No debería hacerlo; quizá tú no me quieras.
—Te quiero.
—Yo te quiero también. Sí, te quiero. Ponme la mano en la cabeza —dijo ella, con la cara siempre hundida en la almohada. Jordan le puso la mano en la cabeza y la acarició, y de repente ella apartó el rostro de la almohada y se encontró en sus brazos, apretada estrechamente contra él, mejilla contra mejilla, y rompió a llorar.
Él la mantenía inmóvil contra sí, sintiendo toda la esbeltez de su cuerpo joven, le acariciaba la cabeza y besaba la sal húmeda de sus ojos, y mientras ella lloraba, sus redondos senos de recios botoncitos le rozaban a través de la camisa que llevaba puesta.
—No sé besar —dijo ella—; no sé cómo se hace.
—No hay necesidad de besarse.
—Sí, tengo que besarte. Tengo que hacerlo todo.
—No hay necesidad de hacer nada. Estamos muy bien así; pero llevas demasiada ropa.
—¿Qué tengo que hacer?
—Yo te ayudaré.
—¿Está mejor ahora?
—Sí, mucho mejor. ¿No te encuentras mejor?
—Sí, claro que sí. ¿Y podré irme contigo, como ha dicho Pilar?
—Sí.
—Pero no a un asilo. Contigo.
—Conmigo; no a un asilo.
—Contigo, contigo, contigo. Contigo, y seré tu mujer.
Seguían en la misma posición, pero todo lo que antes estaba cubierto había quedado ahora descubierto. En donde había estado la rugosidad de las bastas telas era ahora todo suavidad, dulzura, suave presión de un bulto suave, firme y redondo, sensación continuada de delicada frescura y un mantenerse unidos sin fin y una especie de dolor en el pecho, y una tristeza terrible y profunda que quitaba la respiración. Robert Jordan no pudo aguantar más, y preguntó:
—¿Has querido a otros?
—No, nunca.
Pero de repente quedó como desmayada entre sus brazos.
—Pero me han hecho cosas.
—¿Quiénes?
—Varios.
Se había quedado inmóvil, como si su cuerpo estuviera muerto; apartó la cabeza de él.
—Ahora no me querrás.
—Te quiero —dijo Jordan.
Pero algo había sucedido y ella se dio cuenta.
—No —dijo ella, y su voz salía como apagada; no tenía color—. No me vas a querer y quizá me lleves al asilo. Y yo iré al asilo y no seré la mujer de nadie.
—Te quiero, María.
—No, no es verdad —dijo ella. Luego, como si pidiera perdón, con un poco de esperanza en la voz—: Pero no he besado nunca a ningún hombre.
—Entonces, bésame a mí.
—Quisiera besarte —dijo ella—; pero no sé cómo. Cuando me hicieron cosas luché hasta que me quedé sin ver. Luché hasta que uno se sentó sobre mi cabeza y yo le mordí, y entonces me amordazaron y me tuvieron sujetos los brazos detrás de la cabeza, y otros me hicieron cosas.
—Te quiero, María —dijo él—; y nadie te ha hecho nada. Nadie puede tocarte a ti. Nadie te ha tocado, conejito mío.
—¿Crees lo que te digo?
—Lo creo.
—¿Y podrías quererme? —preguntó, apretándose cálidamente contra él.
—Te quiero todavía más.
—Procuraré besarte como pueda.
—Bésame ahora.
—No sé cómo besarte.
—Bésame; no hace falta más.
María le besó en la mejilla.
—No, así, no.
—¿Qué se hace con la nariz? Siempre me he preguntado qué se hacía con la nariz.
—Muy fácil; vuelve la cabeza —dijo él, y sus bocas se unieron y ella se mantuvo apretada contra él, y su boca se abrió un poco y él, manteniéndola apretada contra sí se sintió de repente más feliz que lo había sido nunca, más ligero, con una felicidad exultante, íntima, impensable. Y sintió que todo su cansancio y toda su preocupación se desvanecían y sólo sintió un gran deleite y dijo—: Conejito mío, cariño mío, amor mío; hace mucho tiempo que yo te quiero.
—¿Qué es lo que dices? —preguntó ella, como si hablara desde algún sitio muy lejano.
—Amor mío —dijo él.
Estaban abrazados y él sintió que el corazón de ella latía contra el suyo, y con la punta del pie, acarició ligeramente sus pies.
—Has venido descalza —dijo.
—Sí.
—Entonces, sabías que ibas a acostarte conmigo.
—Sí.
—Y no has tenido miedo.
—Sí, mucho miedo. Pero me daba vergüenza no saber cómo tendría que quitarme los zapatos.
—¿Qué hora es ahora? ¿Lo sabes?
—No, ¿tienes tu reloj?
—Sí, pero lo tengo detrás de ti.
—Entonces, sácalo de ahí.
—No.
—Pues mira por encima de mi hombro.
Era la una de la madrugada. La esfera del reloj brillaba en la oscuridad creada por la manta.
—Me pinchas con tu barba en el hombro.
—Perdóname, no tengo nada con que afeitarme.
—No importa; me gusta. ¿Tienes la barba rubia?
—Sí.
—¿Y vas a dejártela crecer?
—No crecerá mucho; antes tenemos que terminar el asunto del puente. María, escúchame: ¿estás dispuesta?
—¿Dispuesta a qué?
—¿Quieres que lo hagamos?
—Sí, quiero. Quiero lo que tú quieras. Quiero hacerlo todo, y si lo hacemos todo, quizá sea como si lo otro no hubiese ocurrido.
—¿Cómo se te ha ocurrido eso? ¿Lo has pensado sola?
—No. Lo había pensado sola, pero fue Pilar la que me lo dijo.
—Es muy lista esa mujer.
—Y otra cosa —dijo María suavemente—; Pilar me ha mandado que te diga que no estoy enferma. Ella sabe estas cosas y me dijo que te lo dijese.
—¿Te dijo ella que me lo dijeras?
—Sí. Hablé con ella y le dije que te quería. Te quise en cuanto te vi llegar y te había querido siempre, antes de verte, y se lo dije a Pilar, y Pilar dijo que si alguna vez te contaba lo que me había pasado, que te dijera que no estaba enferma. Lo otro me lo dijo hace mucho tiempo; poco después de lo del tren.
—¿Qué fue lo que te dijo?
—Me dijo que a una no le hacen nada si una no lo consiente y que si yo quería a alguien de veras, todo eso desaparecería. Quería morirme, ¿sabes?
—Pilar te dijo la verdad.
—Y ahora soy feliz por no haberme muerto. Me siento tan dichosa de no haber muerto... ¿Crees que podrás quererme?
—Claro, ya te quiero.
—¿Y podría ser tu mujer?
—No puedo tener mujer mientras haga este trabajo. Pero tú eres mi mujer desde ahora.
—Si algún día lo soy, lo seré para siempre. ¿Soy tu mujer ahora?
—Sí, María. Sí, conejito mío.
Ella se apretó más contra él y él buscó sus labios, los encontró y se besaron, y él la sintió fresca, nueva, suave, joven y adorable, con aquella frescura cálida, devoradora e increíble; porque era increíble encontrársela allí, en su saco de noche, que era tan familiar para él como sus propias ropas, sus zapatos o su trabajo, y, por último, ella dijo, asustada:
—Y ahora hagamos en seguida todo lo que tenemos que hacer, para que desaparezca todo lo demás.
—¿Lo deseas de verdad?
—Sí —dijo ella casi con fiereza—. Sí. Sí. Sí.
L
A NOCHE ESTABA FRÍA
. Robert Jordan dormía profundamente. Se despertó una vez y, al estirarse, notó la presencia de la muchacha, acurrucada, dentro del saco, respirando ligera y regularmente. El cielo estaba duro, esmaltado de estrellas, el aire frío le empapaba las narices; metió la cabeza en la tibieza del saco y besó la suave espalda de la muchacha. La chica no se despertó y Jordan se volvió de lado, despegándose suavemente y, sacando otra vez la cabeza del saco, se quedó en vela un instante, paladeando la voluptuosidad que le originaba su fatiga; luego, el deleite suave, táctil, de los dos cuerpos rozándose; por último, estiró las piernas hasta el fondo del saco y se dejó caer a plomo en el más profundo sueño.
Se despertó al rayar el día. La muchacha se había marchado. Lo supo al despertarse, extender el brazo y notar el saco todavía tibio en el lugar donde ella había reposado. Miró hacia la entrada de la cueva, donde se hallaba la manta, bordeada de escarcha, y vio una débil columna gris de humo, que se escapaba de una hendidura entre las rocas, cosa que quería decir que el fuego de la cocina había sido encendido.
Un hombre salió de entre los árboles con una manta sobre la cabeza a la manera de poncho; era Pablo. Iba fumando un cigarrillo. «Ha debido de ir a llevar los caballos al cercado», pensó.
Pablo levantó la manta y entró en la cueva sin mirar hacia donde se hallaba Jordan.
Robert Jordan palpó con la mano la ligera escarcha que se había depositado sobre la seda, delgada, ajada y manchada, de la funda que, desde hacía cinco años, le servía para guardar su saco de noche; luego volvió a deslizarse dentro. «Bueno —dijo, sintiendo la caricia familiar del forro de franela sobre sus piernas extendidas; las encogió y se volvió de lado, de forma que su cabeza no quedara en la dirección de donde él sabía que saldría el sol—. ¿Qué más da? Puedo dormir todavía un rato.»
Y durmió hasta que un ruido de motores de aviones le despertó.
Tumbado boca arriba, vio los aviones que pasaban, una patrulla enemiga de tres «Fiat», minúsculos y brillantes, moviéndose rápidamente a través del alto cielo de la sierra, volando en la dirección por donde Anselmo y él habían llegado la víspera. No habían hecho más que desaparecer cuando, tras ellos, pasaron nueve más volando a más altura, en formaciones precisas de tres en tres.
Pablo y el gitano estaban parados a la entrada de la cueva en la sombra, mirando al cielo, mientras Robert Jordan seguía tumbado sin moverse. El cielo se había llenado del mugido martilleante de los motores. Hubo un nuevo zumbido y tres nuevos aviones aparecieron, esta vez a menos de trescientos metros por encima de la pradera. Eran «Heinkel 111», bimotores de bombardeo.
Robert Jordan, con la cabeza a la sombra de las rocas, sabía que no le veían y que, aunque le viesen, no tenía tampoco mucha importancia. Sabía que podrían ver los caballos en el cercado si iban a la busca de alguna señal en aquellas montañas; pero, aunque los vieran, a menos de estar advertidos, los tomarían seguramente por caballería propia. Luego se oyó un zumbido más fuerte. Tres «Heinkel 111» aparecieron, se acercaron rápidamente volando todavía más bajo, en formación rígida con el sonoro zumbido aumentando, hasta hacerse algo ensordecedor y luego decreciendo, a medida que dejaban atrás la pradera.
Robert Jordan deshizo el lío de ropas que le servía de almohada y sacó su camisa; y estaba pasándosela ya por la cabeza cuando oyó llegar los aviones siguientes. Se puso el pantalón sin salir del saco y se tumbó, quedándose inmóvil al tiempo que aparecían tres nuevos bombarderos bimotores «Heinkel». Antes de que hubieran podido desaparecer tras la cresta de las montañas, Jordan se había ajustado la pistola, había enrollado el saco, disponiéndolo al pie de un muro, y estaba sentado en el suelo, atándose las alpargatas, cuando el zumbido de los aviones se convirtió en un estruendo más fuerte que nunca, y nueve bombarderos ligeros «Heinkel» llegaron en oleadas rasgando el cielo con su vibración.
Robert Jordan se deslizó a lo largo de las rocas hasta la entrada de la cueva, donde uno de los hermanos, Pablo, el gitano, Anselmo, Agustín y la mujer, estaban parados mirando a lo alto.
—¿Han pasado otras veces aviones como éstos? —preguntó Jordan.
—Nunca —dijo Pablo—; entra, van a verte.
El sol no alumbraba aún la entrada de la cueva. Solamente iluminaba la pradera cercana al torrente. Jordan sabía que los aviones no podían verle en la oscuridad de la sombra matinal de la arboleda y que la sombra espesa proyectada por las rocas le ocultaba también. Sin embargo, entró en la cueva para no inquietar a sus compañeros.
—Son muchos —dijo la mujer.
—Y serán más —dijo Jordan.