¿Por qué leer los clásicos? (31 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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En aquel momento fue desde luego una sugestión poética y política al mismo tiempo, un confuso arranque antifascista de la pura inteligencia lo que nos impulsó hacia Hemingway. Más aún, en cierto momento, para ser sinceros, la constelación Hemingway-Malraux fue la que nos atrajo, la que simbolizaba el antifascismo internacional, el frente de la guerra de España. Por suerte los italianos habíamos tenido a D’Annunzio para vacunarnos contra ciertas inclinaciones «heroicas», y pronto se descubrió el fondo estetizante de Malraux. (En Francia, para algunos como Roger Vailland, que es sin embargo un tipo simpático, un poco superficial pero auténtico, el binomio Hemingway-Malraux fue un hecho fundamental.) También para Hemingway se utilizó, y en algún caso no era un desatino, la definición de dannunziano. Pero Hemingway escribe seco, no se babea nunca, no se hincha, tiene los pies en el suelo (casi siempre; para que nos entendamos: no puedo soportar el «lirismo» de Hemingway:
Las nieves del Kilimanjaro
es lo peor que ha escrito), se atiene a las cosas, características todas que se dan de puntapiés con el dannunzianismo. Y, además, vayamos despacio con estas definiciones: si basta que a uno le gusten la vida activa y las mujeres bonitas para ser considerado dannunziano, entonces vivan los dannunzianos. Pero el problema no se plantea en estos términos: el mito activista de Hemingway se sitúa en otro plano de la historia contemporánea, mucho más actual y todavía problemático.

El héroe de Hemingway quiere identificarse con las acciones que realiza, estar él mismo en la suma de sus gestos, en la adhesión a una técnica manual o de algún modo práctica, trata de no tener otro problema, otro compromiso que el de saber hacer algo bien: pescar bien, cazar, hacer saltar un puente, mirar una corrida como debe mirarse, y también hacer bien el amor. Pero alrededor siempre hay algo de lo cual quiere escapar, un sentimiento de la vanidad de todo, de desesperación, de derrota, de muerte. Se concentra en la precisa observancia de su código, de esas reglas deportivas que, dondequiera que sea, él siente la necesidad de imponerse con el compromiso de reglas morales, ya tenga que luchar con un escualo, o se encuentre en una posición sitiada por los falangistas. Se agarra a eso porque fuera de eso está el vacío, la muerte. (Aunque no se mencione, porque su primera regla es el
understatement.)
De sus 45 cuentos, uno de los mejores,
The big two-hearted river [El río del corazón doble]
, no es sino el relato de todo lo que hace un hombre que sale a pescar solo, remonta el río, busca el buen lugar para instalar su tienda, se prepara la comida, entra en el río, arma el anzuelo, pesca unas truchas pequeñas, las arroja de vuelta al agua, pesca otra más grande, y así sucesivamente. Nada más que una desnuda lista de gestos, rápidas y límpidas imágenes de paso, y alguna notación genérica, poco convincente, de estado de ánimo como «Era realmente feliz». Es un cuento tristísimo, con una sensación de opresión, de angustia indeterminada que lo acosa cuanto más serena es la naturaleza y más empeñada está la atención en las operaciones de la pesca. Ahora bien, el cuento en el que «no sucede nada» no es algo nuevo. Pero tomemos un ejemplo reciente y cercano a nosotros:
Il taglio del bosco
de Cassola (que con Hemingway sólo tiene en común el amor por Tolstói) donde se describen las operaciones de un leñador, con el dolor implícito y siempre presente de la muerte de su mujer. En Cassola los términos del cuento son el trabajo por una parte y por la otra un sentimiento bien preciso: la muerte de una persona querida, una situación que podría ser de siempre y de todos. En Hemingway el esquema es análogo, pero el contenido completamente diferente: por una parte un empeño deportivo que no tiene otro sentido fuera de su ejecución formal, y por la otra algo desconocido, la nada. Estamos en una situación límite que se ubica en una sociedad bien precisa, en un momento bien preciso de la crisis del pensamiento burgués.

Con la filosofía, es sabido, Hemingway no se mete. Pero con la filosofía norteamericana, tan directamente ligada a una «estructura», a un ambiente de actividad y de concepciones prácticas, su poética tiene coincidencias todo menos casuales. Al neopositivismo que propone las reglas del pensar en un sistema cerrado, sin otra validez que la que tiene en sí mismo, corresponde la fidelidad al código ético deportivo de los héroes de Hemingway, única realidad segura en un universo incognoscible. Al
behaviourism
que identifica la realidad del hombre con los paradigmas de su comportamiento, corresponde el estilo de Hemingway que en la lista de los gestos, en las réplicas de una conversación sumaria, quema la realidad inalcanzable de los sentimientos y los pensamientos. (Sobre el
code of behaviour
hemingwaiano, sobre la conversación «inarticulada» de sus personajes, hay algunas observaciones inteligentes en Marcus Cunliffe,
The literature of the U.S.
, Penguin Books, 1954, pág. 271 y ss.)

Todo alrededor, el
horror vacui
de la nada existencialista. «Nada y pues nada y nada y pues nada»
[15]
, piensa el camarero de «Un lugar limpio, bien iluminado». Y «El jugador, la monja y la radio» concluye con la comprobación de que todo es «opio del pueblo», es decir ilusoria protección de un mal general. En estos dos cuentos (ambos de 1933) se pueden ver los textos del «existencialismo» aproximativo de Hemingway. Pero no podemos dar crédito a estas declaraciones más explícitamente «filosóficas», sino a su modo general de representar lo negativo, lo insensato, lo desesperado de la vida contemporánea, desde la época de
Fiesta
(1926) con sus eternos turistas, erotómanos y borrachínes. La vacuidad del diálogo pausado y divagante, cuyo antecedente más visible debe verse en ese «hablar de otra cosa» al borde de la desesperación, de los personajes de Chéjov, se colorea con toda la problemática del irracionalismo de nuestro siglo. Los pequeños burgueses de Chéjov, derrotados en todo pero no en su conciencia de la dignidad humana, resisten obstinados al ciclón y conservan la esperanza de un mundo mejor. Los norteamericanos desarraigados de Hemingway están dentro del ciclón en cuerpo y alma, y todo lo que saben oponerle es tratar de esquiar bien, de disparar bien a los leones, de plantear bien las relaciones entre hombre y mujer, entre hombre y hombre, técnicas y virtudes que desde luego valdrán todavía en aquel mundo mejor, pero en las cuales ellos no creen. Entre Chéjov y Hemingway ha pasado la primera guerra mundial: la realidad se configura como una gran masacre. Hemingway se niega a ponerse del lado de la masacre, su antifascismo es una de las netas, seguras «reglas del juego» en las que se basa su concepción de la vida, pero acepta la masacre como escenario natural del hombre contemporáneo. El noviciado de Nick Adams —el personaje autobiográfico de sus cuentos primeros y más poéticos— es un entrenamiento para soportar la brutalidad del mundo. Empieza en el «campo indio» donde el padre médico opera a una parturienta india con una navaja de pesca, mientras el marido, que no soporta la vista del dolor, silenciosamente se degüella. Cuando el héroe de Hemingway busque un ritual simbólico que le represente esta concepción del mundo no encontrará nada mejor que la corrida, abriendo paso a las sugestiones de lo primitivo y lo bárbaro, en el camino de D.H. Lawrence y de cierta etnología.

En este accidentado panorama cultural se sitúa Hemingway, y aquí como término de comparación podemos recurrir a otro nombre que muchas veces se cita a su respecto: el de Stendhal, nombre que no es arbitrario, sino que nos ha sido indicado por su declarada predilección y que justifica cierta analogía en la programática sobriedad de estilo —aunque tanto más consciente, «flaubertiana» en el escritor moderno— y en cierto paralelismo de vicisitudes biográficas y a veces de lugares (la Italia «milanesa»). El héroe stendhaliano está en el límite entre la lucidez racionalista del siglo XVIII y el
Sturm und Drang
romántico, entre la pedagogía iluminista de los sentimientos y la romántica exaltación del individualismo amoral. El héroe de Hemingway se encuentra en la misma encrucijada cien años después, cuando el pensamiento burgués ha perdido lo mejor de sí mismo —transmitido en herencia a la nueva clase— y sin embargo se sigue desarrollando, entre callejones sin salida y soluciones parciales y contradictorias: el viejo tronco del iluminismo se ramifica en las filosofías tecnicistas americanas y el tronco romántico da sus últimos frutos en el nihilismo existencialista. El héroe de Stendhal, a pesar de ser hijo de la Revolución, aceptaba el mundo de la Santa Alianza y se sometía a las reglas del juego de su hipocresía para librar su propia batalla individual. El héroe de Hemingway, a pesar de haber visto abrirse la gran alternativa de Octubre, acepta el mundo del imperialismo y se mueve entre sus masacres, librando él también con lucidez y distancia una batalla que sabe perdida desde el comienzo porque es solitaria.

Haber sentido la guerra como la imagen más verídica, como la realidad
normal
del mundo burgués en la era imperialista, fue la intuición fundamental de Hemingway. A los dieciocho años, aun antes de la intervención norteamericana, sólo por el gusto de ver como era la guerra, consigue llegar al frente italiano, primero como chófer de ambulancia; después, como director de una «cantina», hace la carrera en bicicleta entre las trincheras del Piave (como nos dice el nuevo libro
The apprenticeship of Ernest Hemingway
, de Charles A. Fenton, Farrar and Straus, 1954). (Y cuánto entendió de Italia, y cómo ya en la Italia de 1917 supo ver la cara «fascista» y la cara popular contrapuestas, y las representó en 1929 en la mejor de sus novelas,
Adiós a las armas
, y cuánto entendió de la Italia de 1949 y representó en la menos feliz de sus novelas pero en muchos sentidos interesante,
Al otro lado del río y entre los árboles
, y en cambio cuánto no entendió nunca, por no poder salir de su corteza de turista, podría ser tema de un largo ensayo.) Su primer libro (1924 y después, 1925), al que daban su tono los recuerdos de la Gran Guerra y los de las masacres en Grecia a las que asistió como periodista, se titula
In Our Time
, título que en sí no dice mucho, pero que se carga de una cruda ironía si es cierto que con él quería recordar un versículo del
Book of common prayer: Give peace in our time O Lord
. El sabor de la guerra transmitido en los breves capítulos de
In our time
fue decisivo para Hemingway, como para Tolstói, las impresiones descritas en los
Cuentos de Sebastopol
. Y no sé si fue su admiración por Tolstói lo que le incitó a buscar la experiencia de la guerra, o si ésta fue el origen de aquélla. Ciertamente, el modo de estar en guerra descrito por Hemingway ya no es el de Tolstói, ni el de otro autor que le era caro, el pequeño clásico norteamericano Stephen Crane. Esta es una guerra en países lejanos, vista con la distancia del extranjero: Hemingway prefigura lo que será el espíritu del soldado norteamericano en Europa.

Si el cantor del imperialismo inglés, Kipling, aún tenía un vínculo preciso con un país, si para él su India llega a ser también una patria, en Hemingway (que a diferencia de Kipling no quería «cantar» nada sino sólo transmitir hechos y cosas), es el espíritu de América el que se lanza por el mundo sin un claro por qué, siguiendo el impulso de su economía en expansión.

Pero lo que más le interesa a Hemingway no es este testimonio de la realidad de la guerra, esta denuncia de la masacre. Así como todo poeta no se identifica totalmente con las ideas que encarna, así Hemingway no está por entero en la crisis de la cultura que es el telón de fondo. Más allá de los límites del
behaviourism
, ese reconocer al hombre en sus acciones, en su estar o no a la altura de las tareas que se le proponen, es sin embargo un modo verdadero y justo de concebir la existencia, que puede ser adoptado por una humanidad más concreta que la de los héroes hemingwayanos, cuyas acciones no son casi nunca un trabajo —salvo un trabajo «de excepción», como el pescador de escualos—, o una obligación precisa de lucha. De sus corridas, con toda su técnica, poco nos importa; pero la seriedad neta y precisa con que sus personajes saben encender un fuego al aire libre, arrojar un anzuelo, instalar una metralleta, eso nos interesa y nos sirve. Por esos momentos de perfecta integración del hombre en el mundo, en las cosas que hace, por esos momentos en que el hombre se encuentra en paz con la naturaleza aun en el fragor de la batalla, podemos dejar caer todo lo más vistoso y celebrado de Hemingway. Si alguien consigue un día escribir poéticamente sobre la relación del obrero con su máquina, con las operaciones precisas de su trabajo, tendrá que remitirse a esos momentos hemingwayanos, separándolos del marco de futilidad artística, de brutalidad o de aburrimiento, restituyéndolos al contexto orgánico del mundo productivo moderno donde Hemingway los ha recogido y aislado. Hemingway ha entendido algo acerca de cómo estar en el mundo con los ojos abiertos y secos, sin ilusiones ni misticismo, cómo estar solos sin angustias y cómo estar en compañía mejor que solos, y sobre todo, ha elaborado un estilo que expresa acabadamente su concepción de la vida, y si a veces acusa sus límites y sus defectos, en sus mejores logros (como en los cuentos de Nick) puede ser considerado el lenguaje más seco e inmediato, el más limpio de escorias e hinchazones, el más límpidamente realista de la prosa moderna. (Un crítico soviético, J. Kashkin, en un excelente ensayo aparecido en un número de
International Literature
de 1935, en actas de simposio al cuidado de John K.M. Mc Caffery,
Ernest Hemingway: The man and his work
, The World Publishing Company, 1950, compara el estilo de esos cuentos con el de Pushkin narrador.)

En realidad, nada más alejado de Hemingway que el simbolismo humoso, el esoterismo con fondo religioso a que quiere reducirlo Carlos Baker en
Hemingway, the writer as artist
(Princeton University Press, 1952). Volumen muy abundante en noticias, en citas de correspondencia inédita de Hemingway con el propio Baker, con Fitzgerald y otros, enriquecido con preciosas listas bibliográficas y que contiene también determinadas puntualizaciones útiles, como la relación polémica —y no la adhesión— de Hemingway con la
lost generation
en
Fiesta
, pero que se basa en esquemas críticos funambulescos, como la contraposición entre «casa» y «no casa», entre «montaña» y «llanura», y habla de «simbología cristiana» a propósito de
El viejo y el mar
.

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