¿Por qué leer los clásicos? (35 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
4.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Más allá de la polémica contingente contra el surrealismo, Queneau explícita aquí algunas constantes de su estética y de su moral: rechazo de la «inspiración», del lirismo romántico, del culto del azar y del automatismo (ídolos de los surrealistas) y en cambio valoración de la obra construida, acabada y concluida (anteriormente la había tomado con la poética de lo inconcluso, del fragmento, del esbozo). Más aún: el artista debe tener plena conciencia de las reglas formales a las que responde su obra, de su significado particular y universal, de su función e influencia. Si se piensa en el modo de escribir de Queneau, que parece seguir solamente el estro de la improvisación y de la broma, su «clasicismo» teórico puede sorprender; y sin embargo el texto del que estamos hablando («¿Qué es el arte?», junto con el otro que lo completa, «Lo más y lo menos», ambos de 1938) tiene el valor de una profesión de fe que (dejando de lado el tono todavía juvenil de entusiasmo y exhortación que desaparecerá en el Queneau más tardío) podemos decir que nunca fue desmentida.

Con mayor motivo puede sorprender que la polémica antisurrealista lleve a Queneau a tomárselas —¡justamente él!— con el humorismo. Una de las primeras contribuciones aparecidas en
Volontés
es una invectiva contra el
humour
, vinculada desde luego a ocasiones del momento, e incluso a costumbres (en realidad la toma con los presupuestos reductivos y defensivos del humorismo), pero lo que cuenta también aquí es la
pars construens
: la exaltación de la comicidad plena, la línea de Rabelais y de Jarry. (Sobre el tema del
humour noir
de Breton, Queneau volverá inmediatamente después de la segunda guerra mundial, para ver cuánto había resistido frente a la experiencia del horror; y aun después, en una nota posterior, tendrá en cuenta las precisiones de Breton sobre las implicaciones morales de la cuestión.)

Otro blanco recurrente en las colaboraciones de
Volontés
(y aquí las cuentas han de ajustarse con el futuro enciclopedista): la masa interminable de conocimientos que le caen encima al hombre contemporáneo sin que pasen a formar parte de su persona, sin identificarse con una necesidad esencial. («Identidad entre lo que se es y lo que se sabe verdaderamente, realmente [...] diferencia entre lo que se es y lo que se cree saber y en realidad no se sabe.») Podemos decir pues que las direcciones principales de la polémica de Queneau en los años treinta son dos: contra la poesía como inspiración y contra el «falso saber».

La figura de Queneau «enciclopedista», «matemático», «cosmólogo», ha de definirse entonces con atención. El «saber» de Queneau se caracteriza por una exigencia de globalidad y al mismo tiempo por un sentido del límite, por la desconfianza hacia todo tipo de filosofía absoluta. En el plan de la circularidad de la ciencia que esboza en un escrito fechable entre 1944 y 1948 (desde las ciencias de la naturaleza hasta la química y la física, y desde éstas hasta la matemática y la lógica), la tendencia general la matematización da un vuelco hacia una transformación de la matemática en contacto con los problemas que plantean las ciencias de la naturaleza. Se trata pues de una línea que se puede recorrer en los dos sentidos y que puede unirse en un círculo, allí donde la lógica se propone como modelo de funcionamiento de la inteligencia humana, si es cierto que, como dice Piaget, «la logística es la axiomatización del pensamiento mismo».

Y aquí Queneau añade: «Pero la lógica es también un arte, y la axiomatización un juego. El ideal que se han fabricado los científicos en el curso de todo este comienzo de siglo ha sido una presentación de la ciencia no como conocimiento sino como regla y método. Se dan nociones (indefinibles) de los axiomas y de las instrucciones de uso, en una palabra un sistema de convenciones. Pero ¿no será éste un juego en nada diferente del ajedrez o del bridge? Antes de proseguir el examen de este aspecto de la ciencia, debemos detenemos en este punto: ¿es la ciencia un conocimiento, sirve para conocer? Y dado que se trata (en este artículo) de matemática, ¿qué es lo que se conoce en matemática? Precisamente: nada.

Y no hay nada que conocer. No conocemos el punto, el número, el grupo, el conjunto, la función, más de lo que conocemos el electrón, la vida, el comportamiento humano. No conocemos el mundo de las funciones y de las ecuaciones diferenciales más de lo que “conocemos” la Realidad Concreta Terrestre y Cotidiana. Todo lo que conocemos es un método aceptado (consentido) como verdadero por la comunidad de los científicos, método que tiene también la ventaja de conectarse con las técnicas de fabricación. Pero este método es también un juego, más exactamente lo que se llama un
jeu d’esprit
. Por lo tanto toda la ciencia, en su forma más acabada, se presenta como técnica y como juego. Es decir, como se presenta, ni más ni menos, la
otra
actividad humana: el Arte».

Aquí está todo Queneau: su práctica se sitúa constantemente en las dos dimensiones contemporáneas del arte (en cuanto técnica) y del juego, sobre el fondo de su radical pesimismo gnoseológico. Es un paradigma que para él se adapta igualmente a la ciencia y a la literatura: de ahí la desenvoltura que demuestra en su desplazarse de un terreno a otro, y en abarcarlos en un único discurso.

Sin embargo no debemos olvidar que el escrito de 1938 ya citado «¿Qué es el arte?», empezaba denunciando la mala influencia en la literatura de cualquier pretensión «científica», ni olvidar que Queneau ocupó una posición de honor («Trascendant Satrape») en el Collège de Pataphysique, la asociación de los fieles de Alfred Jarry que, según el espíritu del maestro, remedan el lenguaje científico caricaturizándolo. (La patafísica es definida como la «ciencia de las soluciones imaginarias».) En una palabra, de Queneau se puede decir lo que él dice de Flaubert a propósito de
Bouvard y Pécuchet
: «Flaubert está por la ciencia en la medida en que ésta es escéptica, reservada, metódica, prudente, humana. Le horrorizan los dogmáticos, los metafísicos, los filósofos».

En el ensayo-prefacio escrito para
Bouvard y Pécuchet
(1947), fruto de una larga dedicación a esta novela-enciclopedia, Queneau expresa su simpatía por los dos patéticos autodidactas en busca del absoluto en el saber, y esclarece las oscilaciones de la actitud de Flaubert hacia su libro y sus héroes. Sin la perentoriedad de la juventud, con ese tono de discreción y posibilismo que será característico de su madurez, Queneau se identifica con el último Flaubert y parece reconocer en ese libro la propia odisea a través del «falso saber», a través del «no concluir», en busca de una circularidad del saber, guiado por la brújula metodológica de su escepticismo. (Aquí es donde Queneau enuncia su idea sobre la
Odisea
y la
Ilíada
como las dos alternativas de la literatura: «toda gran obra es o una
Ilíada
o una
Odisea»)

Entre Homero, «padre de toda literatura y de todo escepticismo», y Flaubert, que ha entendido que escepticismo y ciencia (y literatura) se identifican, Queneau pone en el lugar de honor de su Parnaso antes que a todos a Petronio, a quien considera como un contemporáneo y un hermano, después a Rabelais, «que a pesar de la apariencia caótica de su obra, sabe adónde va y dirige a sus gigantes hacia el
trinc
final sin dejarse aplastar por él», y finalmente a Boileau. Que el padre del clasicismo francés figure en esta lista, que el
Art poétique
sea considerado por Queneau «una de las mayores obras maestras de la literatura francesa», no debe sorprender si se piensa por una parte en el ideal de la literatura clásica como conciencia de las reglas que se han de seguir y por otra en la modernidad temática y lingüística. El
Lutrin
«acaba con la epopeya, completa el
Don Quijote
, inaugura la novela en Francia y anuncia al mismo tiempo
Cándido
y
Bouvard y Pécuchet» (Les écrivains célèbres
, vol. II)
[20]
.

En este Parnaso queneauiano figuran, entre los modernos, Proust y Joyce. Del primero le interesa sobre todo la «arquitectura» de la
Recherche
, desde la época en que se batía por la obra «construida» (cfr.
Volontés
, 1938, n.° 12). El segundo es considerado como un «autor clásico» en el que «todo está determinado, tanto el conjunto como los episodios, y en nada se observa una constricción».

Pronto a reconocer su deuda con los clásicos, Queneau no escatimaba por cierto su interés por los oscuros y los dejados de lado. El primer trabajo de erudición que intentó en su juventud fue una búsqueda de los
fous littéraires
, los autores «heteróclitos», considerados locos por la cultura oficial: creadores de sistemas filosóficos ajenos a toda escuela, de modelos cosmológicos ajenos a toda lógica y de universos poéticos ajenos a toda clasificación estilística. Mediante una selección de esos textos Queneau quería compilar una
Enciclopedia de las ciencias inexactas
, pero ningún editor quiso examinar el proyecto y el autor terminó por utilizarlo en una de sus novelas,
Les enfants du limón
.

Considérese cuánto escribió Queneau sobre las tentativas (y las decepciones) de esa búsqueda, presentando lo que fue tal vez el único «descubrimiento» en este campo que posteriormente sostuvo: el precursor de la ciencia ficción, Defontenay. Pero conservó siempre su pasión por los «heteróclitos», fuesen el gramático del siglo VI Virgilio de Tolosa o el autor de epopeyas anticipatorias del siglo XVII J.B. Brainville, o bien Edouard Chanal, lewiscarroliano sin saberlo.

Y a la misma familia pertenece sin duda Charles Fourier, el utopista, por quien Queneau se interesó en varias oportunidades. En uno de esos ensayos estudia los extraños cálculos de las «series» que son la base de los proyectos sociales de la Armonía fourieriana; Queneau intenta demostrar que cuando Engels ponía el «poema matemático» de Fourier en el mismo plano que el «poema dialéctico» de Hegel, pensaba en el utopista y no en su contemporáneo Joseph Fourier, matemático famoso. Después de haber acumulado pruebas en apoyo de esta tesis, concluyó que quizá su demostración no resistía y que Engels hablaba efectivamente de Joseph. Este es un gesto típico de Queneau, a quien lo que le interesa no es el triunfo de su tesis, sino reconocer una lógica y una coherencia en la construcción más paradójica. Y nos resulta natural pensar que también Engels (a quien dedica otro ensayo) es visto por Queneau como un ingenio del mismo tipo que Fourier:
bricoleur
enciclopédico, temerario inventor de sistemas universales armados de todos los materiales culturales disponibles. ¿Y Hegel, entonces? ¿Qué es lo que en Hegel atrae a Queneau hasta el punto de pasarse años siguiendo y cuidando la edición de los cursos de Kojève? Es significativo el hecho de que en los mismos años Queneau siguiera también en la École des Hautes Études los cursos de H. C. Puech sobre la gnosis y el maniqueísmo. (Y por lo demás, Bataille, en la época de su asociación con Queneau, ¿no veía tal vez el hegelismo como una nueva versión de las cosmogonías dualistas de los gnósticos?)

En todas estas experiencias la actitud de Queneau es la del explorador de universos imaginarios, atento a percibir los detalles más paradójicos con ojo divertido y «patafísico», pero que no por ello excluye una disponibilidad a adivinar en ellos un vislumbre de verdadera poesía o de verdadero saber. Con el mismo espíritu incita al descubrimiento de los «locos literarios» y a la frecuentación de la gnosis y de la filosofía hegeliana a través de la amistad-discipularidad con dos ilustres maestros de la cultura académica parisiense.

No es un azar que el punto de partida de los intereses hegelianos de Queneau (así como de Bataille) haya sido la
Filosofía de la naturaleza
(con particular atención, en Queneau, a las posibles formalizaciones matemáticas): en una palabra, el antes de la historia; y si lo que más le importaba a Bataille era siempre el papel de lo negativo imposible de suprimir, Queneau apuntará decididamente a un punto de llegada declarado: la superación de la historia, el después. Esto ya basta para recordarnos cuán alejada está la imagen de Hegel según sus comentadores franceses y Kojève en particular, de la imagen de Hegel que ha circulado en Italia durante más de un siglo en sus encarnaciones tanto idealistas como marxistas, y también de la imagen acreditada por aquella parte de la cultura alemana que más ha circulado y circula en Italia. Si para nosotros Hegel será siempre el filósofo del espíritu de la historia, lo que busca el Queneau alumno de Kojève es el camino hacia el fin de la historia, hasta alcanzar la sabiduría. Esto es lo que Kojève cotejará en la obra narrativa de Queneau proponiendo una lectura filosófica de sus tres novelas:
Pierrot mon ami, Loin de Rueil, Le dimanche de la vie (Critique
, n.° 60, mayo de 1952).

Las tres «novelas de la sabiduría» fueron escritas durante la segunda guerra mundial, en los años lúgubres de la ocupación alemana de Francia. (Que esos años vividos como entre paréntesis hayan sido también para la cultura francesa años de una extraordinaria riqueza creativa es un fenómeno que a mi juicio todavía no ha sido estudiado como se debe.) En una época como aquélla, salir de la historia parece el único punto de llegada que se pueda fijar, dado que «la historia es la ciencia de la infelicidad de los hombres». Esa definición la enuncia Queneau al comienzo de un curioso y breve tratado escrito también en aquellos años (pero publicado sólo en 1966):
Une histoire modèle
, propuesta de «cientización» de la historia, aplicando a ella un mecanismo elemental de causas y efectos. En la medida en que se trata de «modelos matemáticos de mundos simples», podemos decir que esta tentativa funciona, y de hecho se detiene en la prehistoria; pero «es difícil hacer entrar en ese diagrama fenómenos históricos referentes a sociedades más complejas», observa Ruggiero Romano en su introducción a la edición italiana.

Volvemos siempre a la tentativa principal de Queneau: la de introducir un poco de orden, un poco de lógica en un universo que es todo lo contrario. ¿Cómo conseguirlo sino «saliendo de la historia»? Será el tema de la penúltima novela publicada por Queneau:
Flores azules
(1965), que se inicia con la pesarosa exclamación de uno de sus personajes prisionero de la historia: «“Toda esta historia”, dijo el Duque de Auge al Duque de Auge, “toda esta historia por algunos juegos de palabras, por algunos anacronismos: una miseria. ¿No se encontrará nunca un camino de salida?”».

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
4.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Lifeforce by Colin Wilson
Moonseed by Stephen Baxter
Lady and the Wolf by Elizabeth Rose
Dry: A Memoir by Augusten Burroughs
Above the Law by J. F. Freedman
Wolf Dream by M.R. Polish