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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (47 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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Había uno de aspecto particularmente feroz, muy parecido al verdugo de algunos cuadros del Renacimiento, donde se representan suplicios, que se adelantó hacia él con aspecto implacable para coger su abrigo y su sombrero. Pero la dureza de su mirada de acero se compensaba con la suavidad de sus guantes de piel, de tal modo, que al acercarse a Swann parecía que despreciaba a la persona y que guardaba todas sus consideraciones para el sombrero. Lo cogió con un cuidado minucioso, por lo justo de su guante, y delicado por el aparato de su fuerza. Y se lo dio a uno de sus ayudantes, novel y tímido, que expresaba el susto que lo embargaba paseando miradas furiosas en todas direcciones con la agitación de una fiera cautiva en las primeras horas de su domesticidad.

Unos pasos más allá, un mozarrón de librea soñaba, inmóvil, estatuario, inútil, como ese guerrero puramente decorativo que en los cuadros más tumultuosos de Mantegna está meditando, apoyado en su escudo, mientras que a su lado se desarrollan escenas de carnicería; apartado del grupo que atendía a Swann, parecía terminantemente decidido a no interesarse en aquella escena, que iba siguiendo vagamente con la mirada, como si fuera la Degollación de los Inocentes o el Martirio de Santiago. Se daba mucho aire a los individuos de esa raza desaparecida —o que acaso nunca existió más que en el retablo de San Zenón o en los frescos de los Eremitani, donde Swann se encontró con ella, y donde sigue entregada aún a sus sueños— que parece salida de la cópula de una estatua antigua con un modelo paduano del maestro, o con un sajón de Alberto Durero. Los mechones de su pelo rojizo que la naturaleza rizó, pero que la brillantina alisaba, estaban tratados muy ampliamente, como en la escultura griega, que estudiaba sin cesar el maestro de Mantua y que, aunque no toma de la creación otro modelo que el hombre, sabe sacar de sus simples formas riquezas variadas, cogidas a toda la naturaleza viva, de modo que una cabellera con sus bucles lisos y puntiagudos, o con la superposición de su triple diadema floreciente, parece, al mismo tiempo, un montón de algas, una nidada de palomas, una guirnalda de jacintos y una franja de serpientes.

Aún había otros lacayos, colosales también, a los lados de la monumental escalera, que, gracias a su decorativa presencia y a su inmovilidad marmórea, habría podido recibir el nombre de «Escalera de los Gigantes», como la del palacio de los Dux; por allí subió Swann, triste, al pensar que Odette nunca había pisado aquellos escalones. En cambio, ¡con qué gusto hubiera trepado por los escalones negros, malolientes y escurridizos de la modistilla retirada, con qué gusto habría pagado más caro que un proscenio abonado el derecho de pasar en aquel quinto piso los ratos que Odette iba allí, y aun los ratos en que no iba, para poder hablar de ella, vivir con personas que ella trataba, sin que Swann las conociera, y que precisamente por eso le parecía que guardaban una parte real, inaccesible y misteriosa de la vida de su amante! Mientras que en aquella pestilente y deseada escalera de la modista, por no haber en la casa otra escalera de servicio, se veían todas las noches, a la puerta de cada cuarto, encima del felpudo, sendas botellas sucias y vacías para el lechero, en la escalera magnífica y desdeñada que Swann iba subiendo había a uno y a otro lado, a distintas alturas, ante la anfractuosidad que formaba en el muro la ventana del portero o la puerta de una habitación, representando el servicio interior a ellos encomendado, y rindiendo pleitesía a los invitados, un portero, un mayordomo, un tesorero (buenos hombres, que vivían todo el resto de la semana muy independientes, cada uno en sus habitaciones propias, comiendo allí y todo, como tenderos modestos, y que quizá pasarían el día de mañana a servir a un médico o a un industrial), muy atentos a las instrucciones que les habían dado antes de endosarse la librea, que rara vez se ponían, y que no les venía muy ancha; manteníanse tiesos, cada uno bajo el arco de una puerta o ventana, con una brillante pompa, entibiada por la simplicidad popular, como santos en sus hornacinas; y un enorme pertiguero, como los de las iglesias, golpeaba las losas con su bastón al paso de cada invitado. Al llegar al final de la escalera, por donde lo había ido siguiendo un criado de rostro descolorido, con una corta coleta recogida en una redecilla, igual que un sacristán de Goya o un escribano, Swann pasó por delante de un pupitre, donde había unos criados sentados, como notarios delante de grandes registros, que se levantaron e inscribieron su nombre. Atravesó entonces una pequeña antecámara que —al igual de esas habitaciones famosas de rebuscada desnudez, destinadas a albergar una sola obra de arte magistral, y en las que no hay nada más que la obra maestra— exhibía a la entrada, al modo de preciosa efigie de Benvenuto Cellini, representando una atalaya, un lacayo mozo, con el cuerpo levemente inclinado hacia adelante, alzando por encima de su altísimo cuello encarnado una cara más encarnada aún, de la que escapaban torrentes de fuego de timidez y de solicitud; el cual atravesaba con su mirada impetuosa, vigilante y frenética, los tapices de Aubusson, que pendían a la puerta del salón, donde ya se oía la música y parecía espiar, con impasibilidad militar o fe sobrenatural, un ángel o vigía desde la torre de un castillo o de una catedral, la aparición del enemigo o el advenimiento de la hora del juicio, encarnación de la vigilante espera, monumento del alerta, alegoría de la alarma. Y a Swann ya no le quedaba más que entrar en la sala del concierto, cuyas puertas le abría un ujier de cámara, cargado de collares, inclinándose como para entregarle las llaves de una ciudad. Pero Swann iba pensando en aquella casa donde él podría estar ahora, si Odette lo hubiera dejado, y el entrevisto recuerdo de una botella de leche vacía, encima de un felpudo, le oprimió el corazón.

Swann volvió a encontrarse de nuevo con el sentimiento de la fealdad masculina, cuando pasada la cortina de tapices, sucedió al espectáculo de la servidumbre el espectáculo de los invitados. Pero aquella fealdad de las caras, aunque muy bien conocidas por él, se le aparecía como cosa nueva, porque los rasgos fisonómicos —en lugar de servirle de signos para identificar a tal persona, que hasta entonces se le representaba como un haz de seducciones que perseguir, de aburrimientos que evitar o de cortesías que rendir— vivían ahora en perfecta autonomía de líneas, sin más coordinación que la de sus relaciones estéticas. Y hasta los monóculos que llevaban muchos de aquellos hombres entre los cuales estaba Swann encerrado (y que en otra ocasión, lo más que hubieran sugerido a Swann, es la idea de que llevaban monóculo), ahora, desligados de significar una costumbre, idéntica para todos, se le aparecían cada uno con su individualidad. Quizá por no mirar al general de Froberville y al marqués de Bréauté, que estaban charlando a la entrada, más que como a dos personajes de un cuadro, mientras que por mucho tiempo fueron para él útiles amigos, que lo presentaron en el Jockey Club y le sirvieron de testigos en duelos, se explicaba que el monóculo del general, incrustado entre sus párpados como un casco de granada en aquel rostro ordinario, lleno de cicatrices y de triunfo, ojo único de un cíclope en medio de la frente, pareciera a Swann herida monstruosa que cargaba de gloria al herido, pero que no se debía enseriar; mientras que el monóculo que el marqués de Bréauté añadía —en serial de fiesta, a los guantes gris perla, a la corbata blanca y a la «
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», reemplazando con él sus lentes, cuando iba a fiestas aristocráticas, lo mismo que hacía Swann— tenía pegado al otro lado del cristal, como una preparación de historia natural en un microscopio, una mirada infinitesimal, llena de amabilidad, que sonreía incesantemente por todo, por lo alto de los techos, lo magnífico de la fiesta, lo interesante del programa y la excelente calidad de los refrescos.

—¡Caramba, ya era hora! Hacía siglos que no le echábamos a usted la vista encima —dijo el general; y al observar sus cansadas facciones, creyó que lo que lo alejaba de los salones era una enfermedad grave, y añadió—: ¡Pues tiene usted buena cara, sabe!, —mientras el marqués preguntaba: «¿Qué hace usted por aquí, amigo mío?», a un novelista mundano que acababa de calarse el monóculo, su único órgano de investigación psicológica y de implacable análisis, que respondió con aire importante y misterioso arrastrando la
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: «Estoy observando…»

El monóculo del marqués de Forestelle era minúsculo, no tenía reborde y obligaba al ojo en que iba incrustado a una crispación dolorosa y constante, como un cartílago superfluo de inexorable presencia y rebuscada materia, con la cual el rostro del marqués tomaba una expresión de melancólica delicadeza que hacía creer a las mujeres que el marqués era capaz de sufrir mucho por ellas. Pero el del señor de Saint-Candé, ceñido, como Saturno, por un enorme anillo, era el centro de gravedad de un rostro que se gobernaba por la pauta del monóculo y la nariz roja y temblona, y los labios abultados y sarcásticos aspiraban con sus gestos a ponerse a la altura del brillante fuego graneado que lanzaba el disco de cristal, fuego preferido a las miradas más bonitas del mundo, por jovencitas
snobs
y depravadas, en las que despertaba ideas de artificiales delicias y de refinamientos de voluptuosidad; entre tanto, detrás de su monóculo correspondiente, el señor de Palancy, que paseaba lentamente por todas la fiestas su cabezota de carpa, con ojos redondos, y que, de cuando en cuando, alargaba las mandíbulas como para buscar su orientación, parecía que llevaba consigo tan sólo un fragmento accidental y acaso puramente simbólico del cristal de su pecera, fragmento destinado a representar el todo, y que recordé a Swann gran admirador de los Vicios y Virtudes, del Giotto en Padua, aquella Injusticia junto a la cual se ve un ramo frondoso que evoca las selvas donde tiene su guarida.

Swann se adelantó, a ruegos de la marquesa de Saint-Euverte, para oír un aria de Orfeo que tocaba un flautista, y se colocó en un rincón donde, por desgracia, no disfrutaba otra perspectiva que la de dos damas, ya de edad madura, sentadas una al lado de otra, la marquesa de Cambremer y la vizcondesa de Franquetot, que, como eran primas, se pasaban el tiempo en todas las reuniones, con sus bolsos en la mano y con sus hijas detrás, buscándose como si estuvieran perdidas en una estación y sin tranquilidad hasta que encontraban dos sillas juntas y las marcaban con su abanico o con su pañuelo; como la señora de Cambremer tenía muy pocas relaciones, se alegraba mucho de tener por compañera a la vizcondesa de Franquetot, que, por el contrario, estaba muy bien relacionada, y le parecía de muy buen y tono muy original mostrar a todas sus encumbradas amistades prefería a su compañía la de una dama poco brillante que le traía recuerdos de su juventud. Swann, lleno de irónica melancolía, estaba viendo cómo escuchaban el intermedio de piano («San Francisco hablando a los pájaros», de Liszt), que vino después del aria de flauta, y como iban siguiendo el vertiginoso estilo del pianista, la vizcondesa de Franquetot, con ansia, con ojos espantados, como si las teclas por donde el virtuoso iba corriendo ágilmente fueran una serie de trapecios a ochenta metros de altura, de los cuales podía caer a tierra, lanzando al mismo tiempo a su compañera miradas de asombro y de denegación que significaban: «Es increíble, nunca creí que un mortal pudiera hacer eso»; y la marquesa de Cambremer, como mujer que recibió sólida educación musical, llevando el compás con la cabeza, transformada en volante de metrónomo, con oscilaciones tan rápidas y amplias de hombro a hombro, que (con esa especie de extravío y abandono en la mirada propia de los dolores imposibles de retener y dominar, y que dicen: «¡Qué le vamos a hacer!»), a cada momento enganchaba con sus solitarios las tiras de su corpiño, y tenía que enderezar el negro racimo que llevaba en el pelo, sin dejar por eso de acelerar el movimiento. Al otro lado de la vizcondesa de Franquetot, un poco más adelante, estaba la marquesa de Gallardos, preocupada con su idea favorita, su parentesco con los Guermantes, del que sacaba para sí y para la gente mucha gloria y algo de vergüenza, porque las figuras preeminentes de la familia la tenían un poco de lado, quizá porque era muy pesada, porque era mala, o porque venía de una rama inferior, o quién sabe sin razón alguna. Cuando estaba al lado de una persona desconocida, como en ese momento era la vizcondesa de Franquetot, padecía porque la conciencia que ella tenía de su parentesco con los Guermantes no pudiera manifestarse externamente en caracteres visibles, como esos que en los mosaicos de las iglesias bizantinas están colocados unos juntos a otros y representan en una columna vertical, junto a un Santo Personaje, las palabras cuya pronunciación se le atribuye. Estaba pensando que en los seis años que llevaba, de casada su joven prima, la princesa de los Laumes, no la había invitado ni había ido a verla una sola vez. Esa idea la llenaba de cólera y al mismo tiempo de orgullo, porque a fuerza de decir a la gente que se extrañaba por no verla en casa de la princesa de los Laumes, que no iba allí para no encontrarse con la princesa Matilde —cosa que su ultralegitimista familia no le habría perdonado nunca—, acabó por creerse que ése era, en efecto, el motivo que le impedía ir a casa de su prima.

Sin embargo, recordaba, pero de un modo confuso, haber preguntado más de una vez a la princesa de los Laumes cómo podrían arreglarse para verse; pero a ese recuerdo humillante lo neutralizaba, y con mucho, murmurando: «A mí no me toca dar los primeros pasos, porque tengo veinte años más que ella». Gracias a la virtud de estas palabras interiores echaba altivamente atrás los hombros, despegándolos del busto; y como tenía la cabeza inclinada hacia a un lado, casi horizontal, recordaba la cabeza «añadida» de un faisán orgulloso que se sirve a la mesa con todo su plumaje. Era, por naturaleza, pequeña, hombruna y regordeta; pero los desaires le habían dado tiesura, como esos árboles que, nacidos en mala postura al borde de un precipicio, no tienen más remedio que crecer hacia atrás para guardar el equilibrio. Y obligada, para consolarse así de no ser tanto como los demás de Guermantes, a decirse siempre que si los trataba poco era por intransigencia de principios y por orgullo, aquella idea llegó a modelar su cuerpo, prestándole una especie de majestuoso porte que, para las gentes de clase media, parecía un signo de su alta estirpe, y que, de cuando en cuando, encendía, con fugitivo deseo, el apagado mirar de los calaveras de casino. Si se hubiera sometido la conversación de la marquesa de Gallardon a esos análisis, que, buscando la frecuencia mayor o menor con que se repite una palabra, nos llevan a descubrir la clave de un lenguaje cifrado, se habría visto que ninguna frase, ni siquiera la más usual, se daba tanto en sus labios como «en casa de mis primos los de Guermantes», «en casa de mi tía la de Guermantes», «la salud de Elzear de Guermantes», «el baño de mi prima la de Guermantes». Cuando le hablaban de un personaje famoso, respondía que, aunque no lo conocía personalmente, lo había visto muchas veces en casa de su tía la duquesa de Guermantes, pero con tono tan glacial y voz tan sorda, que se veía muy claro que no lo conocía personalmente, porque se lo impedían los principios arraigados y firmísimos que le empujaban los hombros hacia atrás, dándole, semejanza con uno de esos aparatos que hay en los gimnasios para desarrollar el tórax.

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