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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (46 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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Cuando no podía saber adónde iba su querida, habríale bastado para calmar la angustia que sentía al quedarse solo, y contra la cual no había más específico que la presencia de Odette, la felicidad de estar con ella (específico que, a la larga, agravaba el mal como muchas medicinas, pero que por el momento calmaba el dolor); habríale bastado que ella lo dejara estarse en su casa, esperarla hasta la hora de la vuelta, porque en el sosiego de aquella hora se habrían fundido aquellas otras que consideraba él distintas de las demás, como maléficas y encantadas. Pero Odette no quería; Swann se volvía a casa, por el camino iba forjando proyectos y casi no pensaba en Odette; llegaba, y mientras se estaba desnudando seguía con ideas alegres y contento porque al día siguiente iba a ver alguna obra de arte admirable, se metía en la cama y apagaba la luz; pero en cuanto se disponía a dormir y dejaba de ejercer sobre su ánimo aquella violencia, inconsciente por lo habitual que era, volvía a sobrecogerlo un escalofrío terrible, y empezaba a sollozar. No quería preguntarse el porqué; secábase los ojos, y decía riendo: «Bonita cosa, me estoy volviendo neurótico». Y le cansaba, muchísimo el pensar que al otro día habría que averiguar de nuevo lo que Odette había hecho, buscar influencias para poder verla. Tan cruel le era aquella necesidad de una actividad sin tregua, sin variedad, sin resultados, que un día, al verse un bulto en el vientre, sintió una gran alegría, pensando que quizá era un tumor mortal, y que ya no tendría que ocuparse en nada, porque la enfermedad lo gobernaría, lo tomaría por juguete hasta que llegara el próximo final de todo. Y, en efecto, si en aquella época se le ocurrió muchas veces desear la muerte, más que por huir de sus penas, era por escapar a la monotonía de sus esfuerzos.

Sin embargo, le habría gustado vivir hasta la época en que ya no la quisiera, cuando Odette ya no tuviera necesidad de decirle mentiras, cuando lograra por fin enterarse de si aquella tarde que fue a visitarla estaba o no acostada con Forcheville. A veces, llegaban unos cuantos días en que la sospecha de que Odette quería a otro hombre, le quitaba de la cabeza aquella pregunta referente a Forcheville, la despojaba de todo interés, como esas formas nuevas de un mismo estado morboso que se nos figura que nos libran de las precedentes. Hasta había días que no lo atormentaba sospecha alguna. Se creía que ya estaba curado. Pero al otro día, al despertarse, sentía el mismo dolor en el mismo sitio, aquel dolor cuya sensación diluyó el día antes en un torrente de impresiones distintas, pero que no había cambiado de sitio. Y precisamente, la fuerza del dolor es lo que había despertado a Swann.

Como Odette no le daba ningún detalle de aquellas ocupaciones tan importantes de cada día (aunque él había vivido ya lo bastante para saber que no hay otras ocupaciones que los placeres), no tenía Swann bastante base para poder imaginárselas, y su cerebro funcionaba en el vacío; entonces se pasaba los dedos por los cansados párpados, como si limpiara los cristales de sus lentes, y no pensaba en nada. Sin embargo, en aquella vaguedad sobrenadaban algunos quehaceres de Odette que asomaban de vez en cuando, y que ella refería a obligaciones con parientes lejanos o con amigos de antaño, los cuales quehaceres, por ser los únicos que Odette citaba expresamente como obstáculo a sus citas, formaban para Swann el marco fijo y necesario de la vida de Odette. De cuando en cuando, Odette le decía en un tono de voz especial: «Hoy voy con mi amiga al Hipódromo»; y si Swann se sentía un día un poco malo y pensaba que quizá Odette quisiera ir a verlo, de pronto se acordaba de que aquel día era cabalmente el de la amiga, y se decía: «No, no vale la pena molestarse en pedirle que venga; se me debía haber ocurrido que hoy es el día que va al Hipódromo con su amiga. Hay que reservarse para las cosas posibles, y no perder el tiempo en pedir lo que ya sabemos que nos van a negar». Y no sólo le parecía ineludible aquel deber que a Odette incumbía, y ante el cual se inclinaba Swann, de ir al Hipódromo, sino que ese carácter de necesidad que lo distinguía y legitimaba, hacía plausible todo lo que con el tal deber se refiriera de cerca o de lejos. Si por la calle se encontraba con un hombre que saludaba a Odette, despertando así los celos de Swann, Odette no tenía más que responder a las preguntas de su querido, relacionando la existencia del desconocido con una de las dos o tres grandes obligaciones conocidas de Swann, diciendo, por ejemplo: «Es un caballero que estaba en el palco de mi amiga el otro día en el Hipódromo», explicación que calmaba las sospechas de Swann, porque, en efecto, no se podía evitar que la amiga invitara a su palco a otras personas además de Odette, personas que Swann nunca intentaba o lograba imaginarse. ¡Cuánto se habría alegrado de conocer a aquella amiga, de que lo invitara a ir con ellas al Hipódromo! Hubiera cambiado todas sus amistades por la de cualquier persona que tuviera costumbre de ver a Odette, aunque fuera una manicura o la dependienta de una tienda. Las habría obsequiado como a reinas. Porque le habrían dado el mejor calmante para sus penas al ofrecerle aquello en que ellas participaban de la vida de Odette. ¡Qué alegremente habría corrido a pasar el día en casa de aquellas gentes humildes, que Odette seguía tratando, ya fuera por interés, ya por sencilla naturalidad! De buena gana se iría a vivir para siempre a un quinto piso de una casa sórdida, donde Odette no lo llevaba nunca; pasaría por amante de la modistilla, y viviría con ella, con tal de recibir casi a diario la visita de Odette. Y habría aceptado una vida modesta, abyecta, pero dulcísima, preñada de calma y de felicidad, en uno de esos barrios.

Sucedía a veces que, estando con Odette, se acercaba a ella algún hombre que Swann no conocía, y entonces podía observarse en el rostro de Odette la misma tristeza que aquel día que fue a verla su querido cuando Forcheville estaba en su casa. Pero era cosa rara; porque los días que, a pesar de sus quehaceres y del temor de lo que pensara la gente, accedía a ver a Swann, lo que dominaba en su porte era una gran seguridad; contraste, acaso revancha inconsciente o reacción natural, de la emoción miedosa que en los primeros tiempos sentía a su lado, cuando empezaba una carta, diciendo: «Amigo mío: me tiembla tanto la mano que apenas si puedo escribir» (por lo menos, ella sostenía que la sentía, y alguna verdad debía de haber en aquella emoción para que a Odette le entraran ganas de exagerarla). Entonces le gustaba Swann. Y nunca temblamos más que por nosotros mismos o por los seres amados. Cuando muestra felicidad ya no está en sus manos, nos sentimos a su lado muy a gusto, tranquilos y sin miedo. Al hablarle y al escribirle, ya no empleaba aquellas palabras que antes servían a Odette para hacerse la ilusión de que Swann era suyo, buscando las ocasiones de decir
mi
y mío al nombrar a su querido: «Es usted mi tesoro, yo guardo el perfume de nuestra amistad», y ya no hablaba del porvenir, de la muerte, como de una cosa que compartirían. En aquel tiempo, ella contestaba admirada a todo lo que decía Swann: «Usted nunca será como los demás»; y miraba aquella cabeza de su querido, alargada, un tanto calva (la cabeza que hacía decir a los amigos, enterados de los éxitos de Swann; «No es lo que se dice guapo; pero con su tupé, su monóculo y su sonrisa, es muy
chic
), quizá con más curiosidad de saber cómo era Swann que deseo de llegar a ser su querida, y diciendo:

—¡Ojalá pudiera yo ver lo que hay detrás de esa frente!

Ahora, a todas las palabras de Swann respondía Odette, ya con tono de irritación, ya de indulgencia:

—No, lo que es tú siempre serás al revés de los demás.

Y decía, mirando aquella cabeza un poco aviejada por la pena (que ahora hacía pensar a todo el mundo, en virtud de esa aptitud que permite adivinar las intenciones de un poema sinfónico, cuando se lee su explicación en el programa, y la cara de un niño cuando se conoce a sus padres: «No es lo que se dice feo; pero con esa sonrisa, ese tupé y ese monóculo, es ridículo», trazando en la sugestionada imaginación la demarcación inmaterial que separa, a unos meses de distancia, la cabeza de un hombre querido de verdad y la cabeza de un cornudo):

—¡Ah, si pudiera yo cambiar lo que hay en esa cabeza, darle un poco de juicio!

Y Swann, siempre dispuesto a creer en la verdad de lo que deseaba, en cuanto la conducta de Odette permitía la más leve duda, se lanzaba ávidamente sobre esa frase:

—Si quieres, vaya si puedes —le decía.

Y hacía por demostrarle que la tarea de calmar su ánimo, de dirigirlo, de hacerlo trabajar, era una labor nobilísima, que estaban deseando tomar en sus manos otras mujeres, si bien esa que él llamaba noble labor, de haber caído en otras manos que en las de Odette, le había parecido una indiscreta e insoportable usurpación de su libertad. «Si no me quisiera un poco, no le entrarían ganas de verme cambiado. Y para hacerme cambiar tendrá que verme más a menudo.» Y el reproche de Odette venía a parecerle una prueba de interés y quizá de amor; y, en efecto, tan escasas eran las que ahora le daba, que no tenía más remedio que tomar como tales las prohibiciones que ella le ponía a esto o a aquello. Un día le dijo que no le gustaba el cochero de Swann, que debía de hablarle mal de ella, y que de todos modos no se portaba con la exactitud y deferencia debidas a su amo. Odette se daba cuenta de que Swann estaba deseando que le dijera: «No lo traigas cuando vengas a casa», lo mismo que habría deseado un beso. Y aquel día estaba de buen humor, y se lo dijo, con gran enternecimiento de Swann. Por la noche; charlando con el barón de Charlus, como con él podía entregarse al placer de hablar abiertamente de Odette (porque todas sus palabras, aun dirigidas a personas que no la conocían, se referían en cierto modo a ella), le dijo:

—A mí me parece que me quiere, es muy buena conmigo, y se interesa mucho por lo que hago».

Y si al ir a casa de Odette algún amigo, que iba a dejar por el camino, le decía al subir al coche: «Hombre, ese cochero no es Loredán», Swann le contestaba con melancólica alegría:

—¡Quita, hombre, quita! Te diré que no puedo llevar a Loredán cuando voy a la calle de la Pérousse, porque no le gusta a Odette. Se le figura que no está lo bastante bien para mí. Ya sabes lo que son las mujeres, y como eso la disgustaría… Ya lo creo, si lo llego a llevar, tenemos una buena!

Swann padecía con esos modales nuevos de Odette, tan distraídos, indiferentes e irritables, pero no se daba cuenta de que sufría con ellos; como Odette se había ido poniendo fría con él progresivamente, día a día, sólo comparando lo que era hoy con lo que había sido al principio habría podido Swann medir la profundidad de la mudanza. Y como esa mudanza era su herida secreta y honda, la que le dolía día y noche, en cuanto sentía que sus ideas se acercaban mucho a ella, se apresuraba a encaminarlas hacia otro lado para no sufrir aún más. Y se decía de un modo abstracto: «En un tiempo, Odette me quería más»; pero nunca se representaba el tiempo aquel. Y así, como en su gabinete había una cómoda que él hacía por no mirar, dando un rodeo al entrar y al salir para evitarla, porque, en uno de sus cajones, estaban guardados el crisantemo que le dio la primera noche que la había acompañado y las cartas donde le decía: «Si se hubiera usted dejado el corazón, no se lo habría devuelto», o «A cualquier hora del día o de la noche, no tiene más que llamarme y disponer de mi vida», así había dentro de él un lugar al que nunca dejaba acercarse a su alma, obligándola, si era menester, a dar el rodeo de una larga argumentación para no pasar por delante: el lugar donde latía el recuerdo de días felices.

Pero toda la previsora providencia se vio burlada una noche que asistió a una reunión aristocrática.

Era en casa de la marquesa de Saint-Euverte, en la última de aquellas reuniones donde la marquesa daba a conocer a los artistas que luego le servían para sus conciertos de beneficencia. Swann, que había hecho intención de ir a todas las precedentes, sin decidirse a última hora, recibió, cuando se estaba vistiendo para ir a aquélla, la visita del barón de Charlus, que se brindó a ir con él a casa de la marquesa, si su compañía le hacía la noche menos aburrida y triste. Pero Swann le contestó:

—Ya sabe usted el placer tan grande que tengo siempre en que estemos juntos. Pero el favor mayor que usted puede hacerme es ir a ver a Odette. Ya sabe usted que Odette le hace mucho caso. Esta noche me parece que no saldrá más que para ir a casa de su ex modista, y aun entonces se alegrará mucho de que la acompañe usted. Distráigala y procure traerla al buen camino. A ver si podemos arreglar para mañana alguna cosa que sea de su agrado, y a la que podamos ir los tres. Y a ver si lanza usted algo para el verano que viene, si ella tiene gana de alguna cosa, quizá de un viaje por mar, que podríamos hacer los tres juntos; en fin, cualquier cosa. Esta noche ya no cuento con verla; pero claro que si ella lo quisiera, o usted encontrara ocasión de lograrlo, no tiene más que mandarme un recado a casa de la marquesa, hasta las doce, y después a mi casa. Y muchas gracias por todo lo que está usted haciendo por mí; ya sabe usted que lo quiero de verdad.

El barón le prometió ir a hacer la visita que Swann deseaba, y lo acompañó hasta la puerta del palacio de la marquesa, donde Swann llegó muy tranquilo, porque sabía que Charlus pasaría aquellas horas en casa de Odette; pero en un estado de melancólica indiferencia hacia todas las cosas que no tocaban a su querida, y en particular, hacia las cosas del mundo elegante, que se le aparecían con el encanto que tienen por sí mismas, cuando ya no son un fin para nuestra voluntad. En cuanto bajó del coche, en aquel primer plano del ficticio resumen de su vida doméstica, que a las amas de casa les gusta ofrecer a sus invitados los días de ceremonia, aspirando a respetar la propiedad de los trajes y del decorado, Swann vio con agrado a los herederos de los «tigres» de Balzac, a los
grooms
[38]
encargados de seguir a sus amos en el paseo, y que con sus sombreros y sus grandes botas permanecían fuera del palacio, en la avenida central o en la puerta de las cuadras, como jardineros colocados a la entrada de sus
parterres
. Esa predisposición que siempre tuvo Swann a encontrar analogías entre los seres vivos y los retratos de los museos, seguía activa, y aun más general y constante que nunca, porque ahora que se había despegado de la vida del mundo elegante, toda ella se le representaba como una serie de cuadros. Al entrar en el vestíbulo donde antes, cuando era hombre de mundo asiduo, penetraba envuelto en su abrigo, para salir de frac, pero sin saber lo que allí pasaba, porque en los pocos minutos que transcurrían allí estaba con el pensamiento o en la fiesta donde iba a entrar, o en la fiesta de la que acababa de salir, notó por primera vez, al verla despertar ante la inopinada llegada de un invitado, la ociosa y magnífica jauría de lacayos que dormían acá y allá en banquetas y en arcas, y que, irguiendo sus nobles y agudos perfiles de lebreles, se alzaron y se formaron en círculo a su alrededor.

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