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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (44 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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Pero esa apariencia odiosa no duraba mucho, al cabo de unos días, el mirar brillante y falso iba perdiendo lustre y doblez, y la execrada imagen de una Odette que decía a Forcheville: «¡Qué rabioso está!», palidecía y se iba borrando. Entonces reaparecía, iba elevándose progresivamente, con suave brillar, el rostro de la otra Odette, de la que sonreía también a Forcheville, sí, pero con sonrisa cargada de cariño a Swann, mientras decía: «No esté usted mucho rato, porque a este señor no le gustan mucho las visitas cuando tiene ganas de estar conmigo. ¡Ah, si usted conociera a este hombre como yo lo conozco…»; la misma sonrisa que tomaba para dar a Swann las gracias por algún rasgo de delicadeza muy apreciado por ella, o por algún consejo que le había pedido en una de aquellas circunstancias graves que sólo a él confiaba.

Y entonces se preguntaba cómo había podido escribir a esa Odette una carta insultante, que hasta aquel día no debió Odette creerlo capaz de firmar, y que, indudablemente, lo destronaría del lugar elevado y único que su bondad y su lealtad le habían ganado en la estima de Odette. Lo iba a querer menos, porque lo quería precisamente a causa de esas cualidades que no encontraba ni en Forcheville ni en ningún otro hombre. Y por esas prendas mostrábale Odette, a veces, bondades que se le olvidaban cuando estaba celoso, porque no eran señal de deseo y denotaban más bien afecto que amor, pero que Swann juzgaba de nuevo muy importantes, a medida que el espontáneo desvanecerse de sus sospechas, acentuado muchas veces por la distracción que le proporcionaba una lectura sobre arte o la conversación con un amigo, hacía a su amor menos exigente en punto a reciprocidades.

Ahora, cuando, después de aquella oscilación, había vuelto Odette al sitio de donde la apartaran momentáneamente los celos de Swann, al sector donde se le aparecía llena de seducción, Swann la veía llena de cariño, con una mirada de consentimiento, tan bonita, que no podía por menos de tender los labios hacia ella, como si estuviera allí y pudiera besarla; y le guardaba tanta gratitud por aquella mirada de bondad y de encanto, como si Odette lo hubiera mirado realmente así, como si aquella sonrisa no fuera pintura de su imaginación para dar gusto a su deseo.

¡Qué disgusto debía de haberle causado! Claro que encontraba razones válidas para aquel resentimiento hacia Odette; pero no le habrían inspirado resentimiento esas razones a no haberla querido tanto. También había tenido quejas graves de otras mujeres, a las que, sin embargo, hoy haría un favor, porque, como ya no las quería, no le inspiraban cólera. Si llegaba un día en que se encontrara con respecto a Odette en el mismo estado de indiferencia, comprendería entonces que sólo sus celos revistieron con aquel carácter de cosa imperdonable y atroz aquel deseo, tan natural en el fondo, de origen tan pueril, y en cierto modo de espiritual delicadeza, de poder corresponder cuando la ocasión se presentaba a las finezas de los Verdurin y jugar al ama de casa.

Volvía a ese punto de vista —opuesto al de su amor y de sus celos, y en que se colocaba por una a modo de equidad intelectual y para dar lo suyo a todas las probabilidades—, y desde allí probaba a juzgar a Odette, como si no la quisiera, como si fuera para él una mujer como otra cualquiera, como si la vida de Odette, en cuanto él no estaba delante, no se tramara y no se urdiera, ocultamente, en contra suya.

¿Para qué creer que allí, iba a gozar con Forcheville, o con otro hombre, placeres embriagadores que con él no sentía, y que eran únicamente invento de sus celos? Y tanto en Bayreuth como en París, cuando Forcheville pensara en él, no tendría más remedio que considerarlo como persona a quien tenía que ceder su puesto cuando los dos se encontraban en casa de ella. Si Forcheville y ella miraban como un triunfo el estar allá en Bayreuth en contra de su voluntad, él lo habría querido, oponiéndose inútilmente al viaje, mientras que si aprobaba el proyecto, que era defendible, parecería que Odette iba allí por consejo suyo, se sentiría enviada, alojada por él, y el placer que recibiera en dar albergue a unos amigos, a quienes tantos favores debía, tendría que agradecérselo a Swann.

Mientras que así, iba a marcharse enfadada con él, sin volver a verlo; en cambio, si Swann le mandaba aquellos dineros, la animaba al viaje y procuraba hacérselo agradable, Odette correría hacia su amante, reconocida y satisfecha, y él tendría esa gran alegría de verla; alegría de la que estaba privado hacía casi una semana y que no admitía sustitución por otro placer alguno. Porque en cuanto Swann podía representarse a Odette sin horror leyendo la bondad de su sonrisa y sin que los celos superpusieran a su amor el deseo de quitársela a otro, ese amor tomaba preferentemente la forma de deleite ante las sensaciones que le daba la persona de Odette, y ante el placer de admirar como un espectáculo, o interrogar como un fenómeno, su modo de alzar los ojos, el formarse de una sonrisa suya o la emisión de una entonación de su voz. Y ese placer, distinto a cualquier otro, acabó por crear en él una necesidad que sólo ella podía saciar con su presencia o con sus cartas; necesidad casi tan desinteresada, tan artística, tan perversa, como esa otra que caracterizaba el período nuevo de la vida de Swann, en que, a la sequedad y depresión de años anteriores, sucedió una especie de superabundancia espiritual, sin que él supiera el porqué —como no sabe un enfermo por qué de pronto empieza a fortificarse y a engordar, camino de una total curación—; esa otra necesidad, que se desarrollaba también, aparte del mundo real: la de oír música y conocer música.

Así, con aquella alquimia de su enfermedad, una vez que había hecho celos con su amor, se ponía a fabricar cariño y compasión hacia Odette. Ya era otra vez Odette la buena, la amable Odette. Tenía remordimientos de haberla tratado con dureza. Deseaba que se acercara a él; pero antes quería darle algún gusto, para ver cómo la gratitud se pintaba en su cara y modelaba su sonrisa.

Y por eso, Odette, segura de que Swann volvería al cabo de unos días tan cariñoso y sumiso como antes, a pedirle que hicieran las paces, se acostumbró a no tener ya miedo a desagradarlo, hasta irritarlo, y cuando le parecía bien le negaba los favores que más en estima tenía él.

Quizá no se daba cuenta Odette de lo sincero que Swann era con ella cuando regañaban, y cuando le dijo que no le mandaría más dinero y que procuraría hacerle daño. Quizá tampoco sabía cuán sincero era, si no con Odette, por lo menos consigo mismo, en otros casos en que, mirando por el porvenir de sus relaciones, para mostrar a Odette que podía pasarse sin ella y que siempre era posible la ruptura, decidía quedarse algún tiempo sin ir por su casa.

Muchas veces hacía eso Swann, tras unos días en los que Odette no le había dado ningún disgusto nuevo; y como sabía que de las visitas próximas que le hiciera no habría de sacar ninguna gran alegría, sino más probablemente alguna pena que acabaría con la calma actual, le escribía que estaba muy ocupado y que no iba a poder verla en ninguno de los días convenidos. Y precisamente, una carta de ella se cruzaba con la suya: Odette le suplicaba que aplazaran una cita. Se preguntaba Swann el motivo; volvían la pena y las sospechas. En aquel nuevo estado de agitación que lo dominaba, no podía cumplir el compromiso que él mismo se había impuesto en un estado anterior de calma relativa, y corría a su casa para exigir que se vieran todos los días. Y aunque ella no le escribiera la primera, sólo con que contestara, eso bastaba para que no pudiera pasarse más sin verla. Porque, al contrario de lo que Swann calculaba, el consentimiento de Odette lo trastornaba todo en su alma. Como hacen todos los que están en posesión de una cosa, para saber lo que ocurriría si se quedaran sin ella por un momento, se quitaba esa cosa del espíritu, dejando todo lo demás en el mismo estado que cuando la cosa estaba allí. Y la falta de una cosa no sólo consiste en que no la tengamos, no es un defecto parcial, sino un trastorno de todo, un estado nuevo, que nunca pudo preverse en el estado anterior.

Pero otras veces, por el contrario —cuando Odette estaba a punto de hacer un viaje—, Swann escogía un pretexto para una ligera disputa, y se resolvía, después de ella, a no escribirle y a no verla hasta que volviera, dando así las apariencias y las ventajas de una riña seria, que quizá creyera Odette definitiva, a una separación que en su mayor parte era consecuencia inevitable del viaje y que Swann no hacía más que anticipar un poco. Y se figuraba a Odette preocupada, afligida por no recibir ni visita ni carta suya, y esa imagen calmaba sus celos y le hacía más fácil el perder la costumbre de verla. Indudablemente, allá en el fondo, acariciaba con gusto la idea de volver a ver a Odette; pero esa idea estaba en las profundidades de su alma, arrinconada por su resolución y por toda la interpuesta longitud de las tres semanas de separación aceptada, y con tan poca impaciencia, que ya empezaba a preguntarse si no duplicaría voluntariamente la duración de una abstinencia tan fácil. Y esa abstinencia no tenía más que tres días de vida, menos tiempo del que a veces se le pasaba sin ver a Odette, y sin haberlo premeditado como ahora. Pero, de pronto, una ligera contrariedad o un malestar físico —induciéndole a considerar el momento presente como excepcional y fuera de toda regla, como momento en que hasta la misma prudencia aceptaría el sosiego que trae consigo un placer; y licenciaría hasta el retorno útil del esfuerzo, a la voluntad— suspendía la acción de esa facultad que dejaba ya de ejercer su comprensión; o aún menos que eso, si se le ponía en la cabeza una cosa que se le olvidó preguntar a Odette; por ejemplo, si había decidido de qué color quería que le pintaran el coche, o cuando se trataba de unos valores bursátiles, si quería acciones ordinarias o privilegiadas (porque era muy bonito hacerle ver que podía pasarse sin ella; pero si después había que volver a pintar el coche o las acciones no daban dividendo, no habría adelantado nada), entonces, como una goma estirada que se suelta, o como el aire que se escapa de una máquina neumática entreabierta, la idea de volver a verla, de las lejanas tierras donde ella se hallaba, tornaba de un salto al campo del presente y de las posibilidades inmediatas.

Tornaba sin encontrar resistencia, y tan irresistible, que a Swann le dolía menos sentir cómo iban pasando uno a uno los quince días que tenía que estar separado de Odette, que los diez minutos que esperaba mientras su cochero enganchaba el coche que lo llevaría a casa de Odette; y le daban arrebatos de impaciencia y de alegría, y acariciaba mil veces con pródigo cariño esa idea de ver a Odette, que con un brusco giro se había plantado de nuevo a su lado, en su más próxima conciencia, cuando él creía que estaba allá, muy lejos. Y es que había desaparecido ese obstáculo del deseo de intentar resistir inmediatamente, porque Swann se había demostrado a sí mismo que era muy capa de resistir y pasarse sin verla, y ya no veía inconveniente en aplazar un ensayo de separación que podría poner en práctica en cuanto quisiera. Además, ocurría que esa idea de verla retornaba con una seducción y novedad, con una virulencia que, embotadas un poco por la costumbre, cobraron nuevo temple con aquella privación no de tres días, sino de quince (porque lo que dura la renuncia a un placer, debe calcularse por anticipado, con arreglo al plazo fijado), privación que transformaba un placer esperado, que se sacrifica fácilmente, en una felicidad inesperada, a la que no podemos resistirnos. Y a más de eso, tornaba esa idea embellecida por la ignorancia en que estaba Swann de lo que pudo pensar, y quizá hacer Odette, al ver que su amante no daba señales de vida, así que iba a encontrarse con la arrebatadora revelación de una Odette casi desconocida.

Pero Odette, que consideraba únicamente como una finta su negativa a dar dinero, tampoco consideraba más que como un pretexto ese detalle que Swann le iba a preguntar, del color del coche o de la clase de acciones. Porque Odette no sabía reconstituir las diversas fases de las crisis que atravesaba su amante, y en la idea que de ellas se formaba se le olvidaba incluir su mecanismo, y no creía más que en el final, ya conocido de antemano, necesario, infalible y siempre idéntico. Idea incompleta —y quizá aún más profunda— si se la miraba desde el punto de vista de Swann, a quien debía de parecerle que Odette no lo entendía, como un morfinómano o un tuberculoso convencido, el primero de que un acontecimiento externo vino a detenerlo en el preciso momento en que iba ya a libertarse de su vicio inveterado, el segundo de que una indisposición accidental le impidió su restablecimiento o cuando ya estaba a punto de curarse, y que se sienten incomprendidos por el médico, el cual no concede la misma importancia que ellos a esas llamadas continencias, que no son en opinión del facultativo más que disfraces que reviste, para presentarse más sensiblemente a los enfermos, el vicio y el estado mórbido que no han dejado de pesar, incurablemente, sobre ellos hasta en ese momento en que acariciaban sueños de curación y de buena conducta. Y, en realidad, el amor de Swann había llegado ya a ese punto en que el médico, y en ciertas enfermedades hasta el más atrevido cirujano, dudan de si es posible y conveniente privar a un enfermo de su vicio n quitarle su enfermedad.

Claro que Swann no tenía conciencia directa de lo grande de ese amor. Cuando quería medirlo le parecía a veces empequeñecido, casi reducido a la nada; por ejemplo, lo poco que le atraían, casi la repulsión que le inspiraban, los rasgos fisonómicos de Odette antes de que se enamorara de ella, y que volvía a sentir algunos días. «Verdaderamente, voy progresando —decía—; ayer no sacaba ningún gusto de estar en su cama, es curioso; y hasta me parecía fea.» Y era sincero, sí; pero su amor iba bastante más allá de las regiones del deseo físico. Y no entraba en él, por mucho, la persona de Odette. Cuando sus miradas tropezaban con la fotografía de Odette que tenía encima de la mesa, o cuando la propia Odette iba a verlo, le costaba trabajo identificar la figura de carne o de cartulina con la preocupación dolorosa y constante que en su seno sentía. Exclamaba con asombro: «¡Es ella!»; como si de repente nos mostraran exteriorizada, ahí delante de nosotros, una enfermedad que padecemos, y no la encontráramos parecida a la nuestra. «¡Ella!» Swann se preguntaba qué era eso de «¡ella!»; porque guarda mucha mayor semejanza con el amor y con la muerte que esas cosas que tanto se repiten, el interrogar, cada vez más, por miedo a que se nos escape, el misterio de la personalidad. Y aquella enfermedad amorosa de Swann se había multiplicado tanto, se enlazó tan íntimamente a todas las costumbres de Swann, a sus actos, a su pensamiento, a su salud, a su sueño, a su vida, a lo que deseaba para después de la muerte, que ya no formaba más que un todo con él, que no era posible arrancársela sin destruirlo a él, o, para decirlo en términos de cirugía, su amor ya no era operable.

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