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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (32 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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Sucedía muchas veces que Swann se entretenía demasiado con la obrerita antes de ir a casa de los Verdurin, y cuando llegaba, apenas el pianista tocaba la frase suya, se daba cuenta de que ya pronto llegaría la hora de marcharse. Acompañaba a Odette hasta la puerta de su hotelito de la calle de La Perousse, detrás del Arco de Triunfo. Y quizá por eso, para no pedirle todos los favores de una vez, sacrificaba el placer, para él menos necesario, de verla un poco antes y llegar cuando ella a casa de los Verdurin, al ejercicio de este derecho que ella le reconocía a marcharse juntos, y que Swann estimaba más, porque, gracias a él, se hacía la ilusión de que ya nadie la veía ni se interponía entre ellos, de que ya nadie era obstáculo para que Odette siguiera con él, aun después de haberse separado.

Así, que volvían en el coche de Swann; una noche, cuando Odette acababa de bajar y estaba diciéndole adiós, cogió precipitadamente del jardincillo que precedía a la casa uno de los últimos crisantemos del año, y se lo dio a Swann, que se iba. Durante todo el camino, de vuelta a casa, lo tuvo apretado contra sus labios, y cuando, al cabo de unos días; se marchitó la flor, la guardó cuidadosamente en su secreter.

Pero nunca entraba en su casa. Sólo dos veces fue por la tarde a participar en aquella operación, para ella capital, de «tomar el té». Lo retirado y solitario de aquellas callecitas cortas (formadas casi todas por hotelitos contiguos, cuya monotonía se rompía de pronto con una casucha siniestra, testimonio histórico, sórdida ruina de una época en que esos barrios aun tenían mala fama), la nieve que todavía quedaba en el jardín y en los árboles, el desaliño con que se presenta el invierno y la cercanía del campo, aun daban mayor misterio al calor y las flores que al entrar en la casa le salían a uno al paso.

En el piso bajo, de nivel superior al de la calle, se dejaba a la izquierda la alcoba de Odette, que daba a una callecita paralela de la parte de atrás, y una escalera recta, con paredes pintadas en tono sombrío, adornadas con telas orientales, hilos de rosarios turcos y un gran farol japonés pendiente de un cordoncito de seda (pero que para no privar a los visitantes de las comodidades más recientes de la civilización occidental, ocultaba un mechero de gas), llevaba a la sala y a la salita. Precedía a estas habitaciones un estrecho recibimiento, con la pared cuadriculada por un enrejado de jardín, pero dorado, y que tenía por todo alrededor unos cajones rectangulares, donde aun florecían, lo mismo que en un invernadero, filas de esos grandes crisantemos, en aquella época muy notables, pero que no llegaban, ni con mucho, a los que más adelante lograrían obtener los horticultores. A Swann le molestaba que estuvieran de moda aquellas flores desde el año antes; pero esta vez le agradó ver la penumbra de la habitación de rosa, de naranja y de blanco, rayada cual piel de cebra, por los fragrantes resplandores de esos astros efímeros que se encienden en los días grises. Odette lo recibió vestida con una bata color rosa, con el cuello y los brazos al aire. Lo invitó a sentarse a su lado; en uno de los muchos misteriosos retiros dispuestos en los huecos y rincones del salón, protegidos por grandes palmeras, colocadas en maceteras chinas, o por biombos, adornados con retratos, lazos y abanicos. Le dijo: «Así no está usted bien; yo lo acomodaré»; y con una risita vanidosa, como si se le hubiera ocurrido una invención notable, colocó tras la cabeza de Swann, y a sus pies, almohadones de seda japonesa, apretujándolos con la mano, como prodigando aquellas riquezas e indiferente a su valor. Pero cuando el ayuda de cámara fue trayendo sucesivamente numerosas lámparas que, contenidas casi todas en cacharros de China, ardían sueltas o por parejas en distintos muebles, como en otros tantos altares, y que en el crepúsculo, ya casi noche, de aquella tarde de invierno, reavivaron una puesta de sol más rosada, duradera y humana que la otra —y quizá en la calle hacían pararse a algún enamorado soñando en el misterio que delataban y celaban a la vez las encendidas vidrieras—, Odette no dejó de mirar al criado con el rabillo del ojo, para ver si las colocaba exactamente en su sitio consagrado. Se imaginaba que poniendo una lámpara en el lugar que no le correspondía, el efecto de conjunto de su salón se habría deshecho; su retrato, colocado en un caballete oblicuo y encuadrado con peluche, no tendría buena luz. Siguió febrilmente con la mirada las idas y venidas de aquel hombre ordinario, y lo regañó ásperamente por pasar muy cerca de dos jardineras que no tocaba nadie más que ella, por miedo a que se las rompieran; jardineras que fue a examinar en seguida, para ver si el criado les había hecho algo. Todas las formas de sus cacharritos chinos le parecían «graciosas», y lo mismo las orquídeas y las catleyas, que eran con los crisantemos sus flores favoritas, porque tenían el raro mérito de no parecer flores, sino cosa de seda e satén. «Esta parece que está hecha del forro de mi abrigo», dijo a Swann, enseñándole una orquídea, y con una inflexión de cariño hacia esa flor tan
chic
, hacia esa hermana elegante e imprevista que la naturaleza le daba, tan lejos de ella en la escala de los seres y, sin embargo, tan refinada y mucho más digna que tantas mujeres de tener un sitio en su salón. Le fue enseñando quimeras con lenguas de fuego, pintadas en un cacharro o bordadas en una pantalla de chimenea; las corolas de un ramo de orquídeas; un dromedario de plata nielada, con los ojos incrustados de rubíes, que en la chimenea era vecino de un sapo de jade; y afectaba, ya temor a la maldad de los monstruos o risa por su fealdad, ya rubor por la indecencia de las flores, ya irresistible deseo de besar al dromedario y al sapo, a los que llamaba «ricos». Contrastaban esos fingimientos con lo sincero de algunas devociones suyas, especialmente la que tenía a Nuestra Señora del Laghet, que hacía mucho tiempo, cuando ella vivía en Niza, la salvó de una enfermedad mortal; y llevaba siempre encima una medalla de oro con la imagen de esa virgen, a la que atribuía un poder sin límites. Odette hizo a Swann «su» té, y le preguntó: «¿Con limón, o con leche?»; y cuando él contestó que con leche, ella replicó: «Una nube, ¿eh?». Swann dijo que el té estaba muy bueno, y ella entonces: «¿Ve usted cómo yo sé lo que le gusta.» En efecto, aquel té le pareció a Swann, lo mismo que a ella, una cosa exquisita, y tal es la necesidad que el amor tiene de encontrar justificación y garantía de duración en placeres, que, por el contrario, sin él no lo serían y que terminan donde él acaba, que cuando Swann se marchó a su casa, a las siete, para vestirse, durante todo el camino que recorrió el coche no pudo contener la alegría que había recibido aquella tarde, e iba repitiéndose: «¡Qué agradable debe de ser tener una persona así, que le pueda dar a uno en su casa esa cosa tan rara que es un buen té!» Una hora más tarde recibió una esquela de Odette; conoció en seguida aquella letra grande, que, con su afectación de rigidez británica, imponía una apariencia de disciplina a caracteres informes, donde unos ojos menos apasionados quizá hubieran visto desorden de ideas, insuficiencia de educación y falta de franqueza y de carácter. Swann se había dejado la pitillera en casa de Odette. «¡Ah! ¡Si se hubiera usted dejado el corazón! Entonces no se lo habría devuelto.»

Todavía fue más importante una segunda visita que Swann hizo a Odette. Al ir aquel día a su casa, se la iba representando con la imaginación, como acostumbraba hacer siempre que tenía que verla; y aquella necesidad en que se veía para que su cara le pudiera parecer bonita, de limitarla a los pómulos frescos y rosados, a las mejillas, que a menudo tenía amarillentas y cansadas, y que salpicaban unas manchitas encarnadas, lo afligía como prueba de lo inasequible del ideal y lo mediocre de la felicidad. Aquel día lo llevaba un grabado que Odette quería ver. Estaba un poco indispuesta y lo recibió en bata de crespón de China color malva; y con una rica tela bordada que le cubría el pecho a modo de abrigo. De pie, junto a él, dejando resbalar por sus mejillas el pelo que llevaba suelto, con una pierna doblada en actitud levemente danzarina, para poder inclinarse sin molestia hacia el grabado que estaba mirando; la cabeza inclinada, con sus grandes ojos tan cansados y ásperos si no les prestaba su brillo la animación, chocó a Swann por el parecido que ofrecía con la figura de Céfora, hija de Jetro, que hay en un fresco de la Sixtina. Swann siempre tuvo afición a buscar en los cuadros de los grandes pintores, no sólo los caracteres generales de la realidad que nos rodea, sino aquello que, por el contrario, parece menos susceptible de generalidad, es decir, los rasgos fisonómicos individuales de personas conocidas nuestras; y así, reconocía en la materia de un busto del dux Loredano, de Antonio Rizzo, los pómulos salientes, las cejas oblicuas de su cochero Rémi, con asombroso parecido; veía la nariz del señor de Palancy con colores de Ghirlandaio; y en un retrato del Tintoreto, el carrillo invadido por los primeros pelos de las patillas, la desviación de la nariz, el mirar penetrante y los párpados congestionados del doctor du Boulbon le saltaban a los ojos. Quizá, como tuvo siempre remordimientos de haber limitado su vida a las relaciones mundanas y a la conversación, veía como una especie de indulgente perdón que le concedían los grandes artistas en el hecho de que también ellos contemplaron con gusto e introdujeron en sus cuadros esas caras que prestan a su obra tan singular testimonio de realidad y de vida, un sabor moderno; o quizá era que estaba tan dominado por la frivolidad mundana, que sentía la necesidad de buscar en una obra antigua esas alusiones anticipadas, rejuvenecedoras, a nombres propios de hoy. O, por el contrario, acaso tenía bastante temperamento de artista para que aquellas características individuales le agradaran por adquirir más amplia significación, en cuanto las contemplaba libres y sueltas, en el parecido de un retrato antiguo con un original que no aspiraba a representar. Sea como fuere, y quizá porque la plenitud de impresiones que desde algún tiempo gozaba, aunque le llegó por amor de la música, acreció también su afición a la pintura, encontró un placer profundísimo y llamado a tener en su vida duradera influencia, en el parecido de Odette con la Céfora de ese Sandro di Mariano, que ya no nos gusta llamar con su popular apodo de Botticelli, desde que este nombre evoca, en lugar de la verdadera obra del artista, la idea falsa y superficial que el vulgo tiene de él. Ya no estimó la cara de Odette por la mejor o peor cualidad de sus mejillas, y por la suavidad puramente carnosa que creía Swann que iba a encontrar en ellas al tocarlas con sus labios, si alguna vez se atrevía a besarla, sino que la consideró como un ovillo de sutiles y hermosas líneas que él devanaba con la mirada, siguiendo las curvas en que se arrollaban, enlazando la cadencia de la nuca con la efusión del pelo y la flexión de los párpados, como lo haría en un retrato de ella, en que su tipo se hiciera inteligible y claro.

La miraba; en su rostro, en su cuerpo, se aparecía un fragmento del fresco de Botticelli, y ya siempre iba a buscarlo allí, ora estuviera con Odette, ora pensara en ella, y aunque no le gustaba evidentemente el fresco florentino más que por parecerse a Odette, sin embargo, este parecido la revestía a ella de mayor y más valiosa belleza. A Swann le remordió el haber desconocido por un momento el valor de un ser que el gran Sandro habría adorado, y se felicitó de que el placer que sentía al ver a Odette tuviera justificación en su propia cultura estética. Se dijo que al asociar la idea de Odette a sus ilusiones de dicha, no se resignaba por falta de otra mejor a una cosa tan imperfecta como hasta entonces creyera, puesto que en ella encerraba su más refinado gusto artístico. Olvidábase de que no por eso era Odette mujer más conforme a su deseo, porque precisamente su deseo siempre estuvo orientado en dirección opuesta a sus aficiones estéticas. Aquellas dos palabras, «obra florentina», hicieron a Swann un gran favor. Ellas abrieron para Odette, como un título nobiliario, las puertas de un mundo de sueños, que hasta entonces le estaba cerrado, y donde se revistió de nobleza. Y mientras que la visión puramente camal que hasta entonces tuviera de aquella mujer, al renovar perpetuamente sus dudas sobre la calidad de su rostro y de su cuerpo, de su total belleza, debilitaban su amor a ella, se disiparon esas dudas y se afirmó aquel amor cuando tuvo por base los datos de una estética concreta, sin contar con que el beso y la Posesión, que parecían cosas naturales y mediocres, si eran don de una carne marchita, cuando eran corona que remataba la contemplación de una obra de museo, debían ser placer sobrenatural y delicioso.

Y cuando se inclinaba a lamentar que hacía meses no tenía más ocupación que ver a Odette, decíase que era cosa lógica dedicar mucho tiempo a una inestimable obra maestra, fundida por esta vez en material distinto, y particularmente sabroso, en un rarísimo ejemplar que él contemplaba ya con humildad, espiritualismo y desinterés de artista, ya con orgullo, egoísmo y sensualidad de coleccionista.

Colocó, encima de su mesa de trabajo, una reproducción de la Céfora, como si fuera una fotografía de Odette. Admiraba los ojos grandes, el rostro delicado, donde se adivinaba la imperfección del cutis, los maravillosos bucles en que caía el pelo por las cansadas mejillas, y adaptando lo que hasta entonces le parecía hermoso de modo estético a la idea de una mujer de verdad, lo transformaba en méritos físicos que se felicitaba de encontrar todos juntos en un ser que podía ser suyo. Esa vaga simpatía que nos atrae hacia la obra maestra que estamos mirando, ahora que él conocía el original de carne de la Céfora, se convertía en deseo, que suplía al que no supo inspirarle al principio el cuerpo de Odette. Cuando se estaba mucho rato mirando al Botticelli, pensaba luego en el Botticelli suyo, que le parecía aún más hermoso, y al apretar contra el pecho la fotografía de Céfora, se le figuraba que abrazaba a Odette.

Y no sólo era el posible cansancio de Odette el que Swann se ingeniaba en prevenir, sino el propio cansancio suyo; sentía que desde que Odette podía verlo con toda clase de facilidades, ya no tenía tantas cosas que decirle como antes, y tenía miedo de que sus modales, un tanto insignificantes y monótonos, sin movilidad ya, que ahora adoptaba Odette cuando estaban juntos, no acabaran por matar en él esa esperanza romántica de un día en que ella le declarara su pasión, esperanza que era el motivo y la razón de existencia de su amar. Y para renovar algo el aspecto moral, harto parado, de Odette, y que tenía miedo que lo cansara, de pronto le escribía una carta llena de fingidas desilusiones y de cóleras simuladas, y se la mandaba antes de la cena. Sabía Swann que Odette se asustaría, que iba a contestar, y esperaba que de aquella, contracción que sufriría el alma de Odette, por miedo a perderlo, brotarían palabras que nunca le había dicho; y, en efecto, así es como logró las cartas más cariñosas de Odette, una de ellas, aquella que le mandó Odette desde la «Maison Dorée» (precisamente el día de la fiesta París-Murcia, a beneficio de los damnificados por las inundaciones de Murcia), y que empezaba por estas palabras: «Amigo, me tiembla tanto la mano, que apenas si puedo escribir», carta que guardó Swann en el mismo cajón que el crisantemo seco. Y si no había tenido tiempo de escribirle al llegar aquella noche a casa de los Verdurin, le saldría al encuentro en seguida, para decirle: «Tenemos que hablar»; y mientras, él contemplaría ávidamente en su rostro y en sus palabras algo no visto hasta entonces, un escondrijo de su corazón que hasta entonces le había ocultado.

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