Por el camino de Swann (35 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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No iba a casa de Odette más que por la noche, y nada sabía de lo que hacía en todo el día, como nada sabía de su pasado, y hasta le faltaba ese insignificante dato inicial que nos permite imaginarnos lo que no sabemos y nos entra en ganas de saberlo. Así, que no se preguntaba lo que hacía ni lo que fuera su vida pasada. Tan sólo algunas veces se sonreía al pensar que unos años antes, cuando aún no la conocía, le habían hablado de una mujer que, si no recordaba mal, era la misma, como de una ramera, como de una entretenida, una de esas mujeres a las que todavía atribuía Swann, porque entonces aun tenía poco mundo, el carácter completa y fundamentalmente perverso con que las revistió la mucha fantasía de ciertos novelistas. Y se decía que muy a menudo basta con volver del revés las reputaciones que forma la gente para juzgar exactamente a una persona; porque a aquel carácter que la gente atribuía a Odette oponía él una Odette buena, ingenua, enamorada del ideal, y casi tan incapaz de mentir, que, como una noche le rogara, con objeto de poder cenar solos, que escribiera a los Verdurin diciendo que estaba mala, al otro día la vio ruborizarse y balbucear cuando la señora de Verdurin le preguntó si estaba mejor, y reflejar, a pesar suyo, en la cara, la pena y el suplicio que le costaba mentir; y mientras que en su respuesta iba multiplicando los detalles imaginarios de su falsa enfermedad del día antes, por lo desolado de la voz y lo suplicante de la mirada, parecía que pedía perdón de su embuste.

Algunas aunque pocas tardes Odette iba a casa de Swann a interrumpirlo en sus ensueños o en aquel estudio sobre Ver Meer, en el que trabajaba ahora de nuevo. Le decían que la señora de Crécy estaba esperando en la sala. Swann iba en seguida a recibirla, y en cuanto abría la puerta, aparecía en el rostro de Odette un sonrisa que transformaba la forma de su boca, el modo de mirar y el modelado de las mejillas. Swann luego, a solas, volvía a ver esa sonrisa, o la del día antes, o aquella con que lo acogió en tal ocasión, o la que sirvió de respuesta la noche que Swann le preguntó si le permitía que arreglara las catleyas del escote; y así como no conocía otra cosa de la vida de Odette, su existencia se le aparecía en innumerables sonrisas sobre un fondo neutro y sin color, igual que una de esas hojas de estudio de Watteau, sembradas de bocas que sonríen, dibujadas con lápices de tres colores en papel agamuzado. Pero muchas veces, en un rincón de esa vida que Swann veía tan vacía, aunque su razón le indicaba que en realidad no era así, porque no podía imaginársela de otro modo; algún amigo que sospechaba sus relaciones, y que por eso no se arriesgaba a decirle de Odette más que una cosa insignificante, le contaba que vio a Odette aquella mañana subiendo a pie la calle Abatucci, con una manteleta guarnecida de pieles de
skunks
[27]
, un sombrero a lo Rembrandt y un ramo de violetas prendido en el pecho. Aquella sencilla descripción trastornaba a Swann, porque le revelaba de pronto que la vida de Odette no era enteramente suya; ansiaba saber a quién quería agradar Odette con aquella
toilette
[28]
que él no conocía; y se prometió preguntarle adónde iba cuando la vio aquel amigo, como si en toda la vida incolora —casi inexistente, porque para él era invisible— de su querida, no hubiera más que dos cosas: las sonrisas que a él le dedicaba y aquella visión de Odette, con su sombrero a lo Rembrandt y su ramo de violetas en el pecho.

Excepto cuando le pedía la frase de Vinteuil en vez del
Vals de las Rosas,
Swann nunca le hacía tocar las cosas que le gustaban a él, y ni en música ni en literatura intentaba corregir su mal gusto. Se daba perfecta cuenta de que no era inteligente. Cuando le decía que a ella le gustaba mucho que le hablaran de los grandes poetas, es porque se imaginaba que inmediatamente iba a oír coplas heroicas y románticas del género de las del vizconde Borelli, pero más emocionantes aún. Le preguntó si Ver Meer de Delft había sufrido por amor a una mujer, y si era una mujer la que le había inspirado sus obras; y cuando Swann le confesó que no se lo podía decir, Odette ya perdió todo interés por aquel pintor. Solía decir: «Sí, la poesía, ya lo creo; nada sería más hermoso si fuera de verdad, y si los poetas creyeran en todo lo que dicen. Pero algunas veces son más interesados que nadie. Que me lo digan a mí. Tenía yo una amiga que estuvo en relación con un poetilla. En sus versos, todo se volvía hablar del amor, del cielo y de las estrellas. Pero buen chasco le dio. Se le comió más de trescientos mil francos». Si Swann entonces intentaba enseñarle lo que era la belleza artística, y cómo había que admirar los versos o los cuadros, ella, al cabo de un momento, dejaba de atender y decía: «Sí… pues yo no me lo figuraba así». Y Swann notaba en ella tal decepción, que prefería mentir, decirle que todo aquello no era nada, fruslerías nada más, que no tenía tiempo para abordar lo fundamental, que todavía había otra cosa. Y entonces ella lo interrumpía: «¿Otra cosa? ¿El qué…? Entonces, dímelo»; pero él se guardaba de decirlo porque ya sabía que lo que dijera le había de parecer insignificante y distinto de lo que se esperaba, mucho menos sensacional y conmovedor, y temía Swann que, al perder la ilusión del arte, no perdiera Odette, al mismo tiempo, la ilusión del amor.

En efecto; Swann le parecía intelectualmente inferior a lo que ella se había imaginado. «Nunca pierdes la sangre fría, no puedo definirte.» Y lo que más la maravillaba era la indiferencia con que miraba al dinero, su amabilidad para todo el mundo y su delicadeza. Ocurre muchas veces, en efecto; y con personas de más valía que Swann, con un sabio, con un artista, cuando su familia y sus amigos saben estimar lo que vale, que el sentimiento que demuestra que la superioridad de su inteligencia se impuso a ellos, no es un sentimiento de admiración por sus ideas, porque no las entienden, sino de respeto a su bondad. A Odette le inspiraba también respeto la posición que ocupaba Swann en la sociedad aristocrática, pero nunca deseó que su amante probara a introducirla en aquel ambiente. Pensaba que además, tenía miedo de que sólo con hablar de ella provocara revelaciones temibles. Ello es que le había arrancado la promesa de no pronunciar nunca su nombre. Le dijo que el motivo que tenía para no hacer vida de saciedad era que, hace muchos años, regañó con una amiga; la cual, para vengarse, había ido hablando mal de ella. Swann objetaba: «Pero tu amiga no conoce a todo el mundo». «Sí, esas cosas se corren como una mancha de aceite y la gente es tan mala…». Por un lado, Swann no entendió bien esta historia; pero, por otro, sabía que esas proposiciones: «La gente es tan mala» y «La calumnia se extiende como una mancha de aceite», se consideran generalmente como verdaderas; así, pues, debía de haber casos en que se aplicaran concretamente. ¿Era el de Odette uno de ellos? Y esta pregunta le preocupaba, pero no por mucho tiempo, por que padecía también Swann de aquella pesadez de espíritu que aquejaba a su padre cuando se planteaba un problema difícil. Además, aquella sociedad que daba tanto miedo a Odette no le inspiraba grandes deseos, porque estaba demasiado lejos de la que ella conocía, para que se la pudiera representar bien. Sin embargo, a pesar de que en algunas cosas conservaba hábitos de verdadera sencillez —seguía su amistad con una modista retirada del oficio, y subía casi a diario la escalera pina, oscura y fétida de la casa donde vivía su amiga—, se moría por lo
chic
, aunque su concepto de lo
chic
era muy distinto del de las gentes verdaderamente aristocráticas. Para éstas, el
chic
es una emanación de unas cuantas personas que lo proyectan en un radio bastante amplio —y con mayor o menor fuerza, según lo que se diste de su intimidad— sobre el grupo de sus amigos o de los amigos de sus amigos, cuyos nombres forman una especie de repertorio. Este repertorio lo guardan en la memoria las gentes del gran mundo, y tienen respecto a estas materias una erudición de la que sacan un modo de gusto y de tacto especiales; así que Swann, sin necesidad de apelar a su ciencia del mundo, al leer en un periódico los nombres de los invitados a una comida, podía decir inmediatamente hasta qué punto había sido
chic
, lo mismo que un hombre culto aprecia por la simple lectura de una frase la calidad literaria de su autor. Pero Odette era de esas personas —muy numerosas, aunque las gentes de la alta sociedad no lo crean, y que se dan en todas las clases sociales que como no poseen esas nociones, se imaginan lo
chic
de modo enteramente distinto, revestido de diversos aspectos, según el medio a que pertenezcan, pero teniendo por carácter determinante— ya fuera el
chic
con que soñaba Odette, ya fuera el
chic
ante el cual se inclinaba respetuosamente la señora de Cottarde— de ser directamente accesible a cualquiera. El otro, el de las gentes de la alta sociedad, también lo era, pero a fuerza de tiempo. Odette decía hablando de una persona:

—No va más que a los sitios
chic
.

Y cuando Swann le preguntaba qué es lo que quería decir con eso, ella respondía con cierto desdén:

—Pues, caramba, los sitios
chic
. Si a tus años voy a tener que enseñarte lo que son los sitios chic… ¡Qué sé yo! Por ejemplo, los domingos por la mañana, la avenida de la Emperatriz; el paseo de coches del Lago, a las cinco; los jueves, el teatro Edén; los viernes, el Hipódromo, los bailes.

—¿Pero qué bailes?

—Pues los bailes que se dan en París; vamos, los bailes
chic
quiero decir. Ahí tienes ese Herbinger, ese que está con un bolsista, sí, debes conocerlo, es uno de los hombres que más se ven en París, un muchacho rubio, muy
snob
, que lleva siempre una flor en el ojal y una raya atrás, y que gasta abrigos claros; sí, está liado con esa vieja pintada que lleva a todos los estrenos. Bueno, pues ése dio un baile la otra noche, donde fue toda la gente
chic
de París. ¡Cuánto me hubiera gustado ir! Pero había que presentar la invitación a la puerta, y no pude lograr ninguna. Bueno; en el fondo, lo mismo me da porque la gente creo que se mataba de tanta que había. Y todo para poder decir que estaban en casa de Herbinger. Y a mí esas cosas, sabes, no me dicen nada. Además, puedes asegurar que de cada cien de las que digan que estaban, la mitad de ellas mienten. Pero me extraña que tú, tan
pschutt
[29]
, no estuvieras.

Swann nunca intentaba hacerle modificar su concepto del
chic
; pensaba que el suyo no valía mucho más y era tan tonto y tan insignificante como el otro: así que ningún interés tenía en enseñárselo a su querida; tanto, que cuando ya llevaban meses de relaciones, ella sólo se interesaba por las amistades de Swann, en cuanto que podían servirle para tener tarjetas de entrada al pesaje de las carreras, a los concursos hípicos, o billetes para los estrenos. Le gustaba que cultivara amistades tan útiles, pero se inclinaba a considerarlas como
chic
, desde que un día vio por la calle a la marquesa de Villeparisis, con un traje de lana negro y una capota con bridas.

—Pero sí parece una acomodadora, una portera vieja,
darling
[30]
. ¡Y es marquesa! Yo no soy marquesa, pero me tendrían que dar mucho dinero para salir disfrazada de ese modo.

No comprendía por qué vivía Swann en la casona del muelle de Orleáns, que le parecía indigna de él.

Tenía la pretensión de que le gustaban las antigüedades, y tomaba una expresión de finura y arrobo cuando decía que le agradaba pasarse todo un día «revolviendo cacharros», buscando «baratillos» y cosas «antiguas». Aunque se empeñaba, como haciéndolo cuestión de honor (y como si obedeciera a un precepto de familia), en no contestar nunca cuando Swann le preguntaba lo que había hecho, y en no «dar cuentas» de cómo gastaba el tiempo, una vez habló a Swann de una amiga suya que la había invitado y que tenía una casa amueblada toda con muebles de «época». Swann no pudo averiguar qué época era aquélla. Después de pensarlo un poco, dijo Odette que era «allá de la Edad Media». Con eso quería decir que las paredes tenían entabladuras. Poco después volvió a hablarle de su amiga, y añadió con el tono vacilante y de estar enterado con que se citan palabras de una persona que estuvo cenando con uno la noche antes y cuyo nombre era desconocido, pero al que los anfitriones consideraban como persona tan célebre que se da por supuesto que el interlocutor sabe perfectamente de quién se trata: «Tiene un comedor del… del dieciocho». Comedor que por lo demás le parecía horroroso, pobre como si la casa no estuviese acabada que sentaba muy mal a las mujeres, y que nunca se pondría de moda. Y volvió a hablar por tercera vez de aquel comedor, mostrando a Swann las señas del artista que lo hilo, diciéndole que de buena gana lo llamaría, cuando tuviera dinero, para ver si podía hacerle, no uno como aquel de su amiga, sino el que ella soñaba, y que por desgracia no casaba con las proporciones de su hotelito, con altos aparadores, muebles Renacimiento y chimeneas como las del castillo de Blois. Aquel día se le escapó delante de Swann lo que opinaba de su casa del muelle de Orleáns; como Swann criticara que a la amiga de Odette le diera, no por el estilo Luis XVI, porque ese estilo, aunque se ve poco, puede ser delicioso, sino por la falsificación de lo antiguo, ella le dijo: «Pero no querrás que viva como tú, entre muebles rotos y alfombras viejas», porque en Odette aun no podía más la aburguesada respetabilidad que el diletantismo de la
cocotte
.

Consideraba como una minoría superior al resto de la humanidad a los seres que tenían afición a los cacharros, figurillas artísticas y a versos, que despreciaban los cálculos mezquinos y soñaban con cosas de amores y de pundonor. No le importaba que en realidad tuvieran o no esos gustos, con tal de que los pregonaran, y volvía diciendo de un hombre que le contó que le gustaba vagar, ensuciarse las manos en tiendas viejas, y que creía que nunca sabría apreciarle este siglo de comerciantes, porque no le preocupaban sus intereses y era un hombre de otra época: «Es un espíritu adorable. ¡Qué sensibilidad! Pues nunca lo sospeché»; y sentía hacia aquel hombre una amistad enorme y súbita. Pero, por el contrario, las personas que, como Swann, tenían de verdad esos gustos, pero sin hablar de ellos, no le decían nada. Claro que no tenía más remedio que confesar que Swann no era interesado; pero luego añadía con aire burlón: «En él no es lo mismo»; y en efecto, lo que seducía a la imaginación de Odette no era la práctica del desinterés, sino su vocabulario.

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