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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (29 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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Odette de Crécy volvió a ver a Swann, y menudeó sus visitas; a cada una de ellas se renovaba para Swann la decepción que sufría al ver de nuevo aquel rostro, cuyas particularidades se le habían olvidado un poco desde la última vez, y que en el recuerdo no era ni tan expresivo, ni tan ajado, a pesar de su juventud; y mientras estaba hablando con ella, lamentaba que su gran hermosura no fuera de aquellas que a él le gustaban espontáneamente. También es verdad que el rostro de Odette parecía más saliente y enjuto, porque esa superficie unida y llana que forman la frente y la parte superior de las mejillas estaba cubierta por una masa de pelo, como se llevaba entonces, prolongada y realzada con rizados que se extendían en mechones sueltos junto a las orejas, y su cuerpo, que era admirable, no podía admirarse en toda su continuidad (a causa de las modas de la época, y aunque era una de las mujeres que mejor vestían en París) porque el corpiño avanzaba en saliente, como por encima de un vientre imaginario, y acababa en punta, mientras que por debajo comenzaba la inflazón de la doble falda, y así la mujer parecía que estaba hecha de piezas diferentes y mal encajadas unas en otras; y los plegados, los volantes, el justillo seguían con toda independencia y según el capricho del dibujo o la consistencia de la tela la línea que los llevaba a los lazos, a los afollados de encaje, a los flecos de azabache, o que los encaminaba a lo largo de la ballena central del cuerpo, pero sin adaptarse nunca al ser vivo, que parecía como envarado o como nadando en ellos, según que la arquitectura de esos adornos se acercara más o menos a la de su cuerpo.

Pero luego Swann se sonreía, cuando ya se había ido Odette, al pensar en lo que ella le había dicho, de lo largo que le iba a parecer el tiempo hasta que Swann la dejara volver; y se acordaba del semblante inquieto y tímido que puso para rogarle que no tardara mucho, y de sus miradas de aquel instante, clavadas en él con temerosa súplica, y que le llenaban de ternura el rostro, a la sombra del ramo de pensamientos artificiales colocado en la parte anterior del sombrero redondo, de paja blanca, con brillo de terciopelo negro que llevaba Odette. «¿Y usted no va a venir nunca a casa a tomar el té?» Alegó trabajos que tenía entre manos, un estudio —en realidad abandonado hacía años— sobre Ver Meer de Delft. «Claro que yo no soy nada, infeliz de mí, junto a los sabios como usted —contestó ella—. La rana ante el areópago. Y, sin embargo, me gustaría mucho ilustrarme, saber cosas, estar iniciada. ¡Qué divertido debe ser andar entre libros, meter las narices en papeles viejos! —añadió con ese aire de satisfecha de sí misma que adopta una mujer elegante cuando asegura que su gozo sería entregarse sin miedo a mancharse, a un trabajo puerco, como guisar, «poniendo las manos en la masa»—. No se ría usted de mí porque le pregunte quién es ese pintor que no lo deja a usted ir a mi casa (se refería a Ver Meer); nunca he oído hablar de él. ¿Vive? ¿Pueden verse obras suyas en París? Porque me gustaría representarme los gustos de usted, y adivinar algo de lo que encierra esa frente que tanto trabaja y esa cabeza que se ve que está reflexionando siempre; así podría decirme: ¡Ah!, en eso es en lo que está pensando. ¡Qué alegría poder participar de su trabajo!». Swann se excusó con su miedo a las amistades nuevas, a lo que llamaba, por galantería, su miedo a perder la felicidad. «¿Ah! ¿Con que le da a usted miedo encariñarse con alguien? ¡Qué raro! Yo es lo único que busco, y daría mi vida por encontrar un cariño —dijo con voz tan natural y convencida, que conmovió a Swann—. Ha debido usted de sufrir mucho por una mujer, y se cree que todas son iguales. No lo entendió a usted. Y es que es usted un ser excepcional. Es lo que me ha atraído hacia usted; en seguida vi que usted no era como todo el mundo.» «Además —dijo él—, usted también tendrá que hacer; yo sé lo que son las mujeres; dispondrá usted de poco tiempo.» «Yo nunca tengo nada que hacer. Siempre estoy libre; y para usted lo estaré siempre. A cualquier hora del día o de la noche que le sea cómoda para verme, búsqueme, y yo contentísima. ¿Lo hará usted? Lo que estaría muy bien es que le presentaran a usted a la señora de Verdurin, porque yo voy a su casa todas las noches. ¡Figúrese usted si nos encontráramos por allí, y me pudiera yo imaginar que usted iba a esa casa un poquito por estar yo allí!».

Indudablemente, al recordar de ese modo sus conversaciones cuando estaba solo y se ponía a pensar en ella, no hacía más que mover su imagen entre otras muchas imágenes femeninas, en románticos torbellinos; pero si gracias a una circunstancia cualquiera (o sin ella, porque muchas veces la circunstancia que se presenta en el momento en que un estado, hasta entonces latente, se declara; puede no tener influencia alguna en él), la imagen de Odette de Crécy llegaba a absorber todos sus ensueños, y éstos eran ya inseparables de su recuerdo, entonces la imperfección de su cuerpo ya no tenía ninguna importancia, ni el que fuera más o menos que otro cuerpo cualquiera del gusto de Swann, porque convertido en la forma corporal de la mujer querida, de allí en adelante sería el único capaz de inspirarle gozos y tormentos.

Mi abuelo conoció, precisamente, cosa que no podía decirse de ninguno de sus amigos actuales, a la familia de esos Verdurin. Pero había dejado de tratarse con el que llamaba el «Verdurin joven», y lo juzgaba, sin gran fundamento, caído entre bohemia y gentuza, aunque tuviera aún muchos millones. Un día recibió una carta de Swann preguntándole si podría ponerlo en relación con los Verdurin. «¡Ojo, ojo! —exclamó mi abuelo—, no me extraña nada: por ahí tenía que acabar Swann. Buena gente. Y además no puedo acceder a lo que me pide, porque yo ya no conozco a ese caballero. Además, detrás de eso debe haber una historia de faldas, y yo no me quiero meter en esas cosas. ¡Ah!, va a ser divertido si a Swann le da ahora por los Verdurin.»

Ante la contestación negativa de mi abuelo, la misma Odette llevó a Swann a casa de los Verdurin.

El día que Swann hizo su presentación, estaban invitados a cenar el doctor Cottard y su señora, el pianista joven y su tía y el pintor por entonces favorito de los Verdurin; después de la cena acudieron algunos otros fieles.

El doctor Cottard nunca sabía de modo exacto en qué tono tenía que contestarle a uno, y si su interlocutor hablaba en broma o en serio. Y por si acaso, añadía a todos sus gestos la oferta de una sonrisa condicional y previsora, cuya expectante agudeza le serviría de disculpa en caso de que la frase que le dirigían fuera chistosa y se le pudiera tachar de cándido. Pero como tenía que afrontar la hipótesis opuesta, no dejaba que la sonrisa se afirmara claramente en su cara, por la que flotaba perpetuamente una incertidumbre donde podía leerse la pregunta que él no se atrevía a formular: «¿Lo dice usted en serio?» Y lo mismo que no sabía exactamente la actitud que había que adoptar en una reunión, tampoco estaba muy seguro del comportamiento adecuado en la calle y en la vida en general; de modo que oponía a los transeúntes, a los coches, a los acontecimientos, una maliciosa sonrisa, que por anticipado quitaba a su actitud toda la tacha de importunidad, porque con ella probaba si no convenía al caso, que lo sabía muy bien y que sonreía por broma.

Sin embargo, en todos aquellos casos en que una pregunta franca le parecía justificada, el doctor no dejaba de esforzarse por achicar el campo de sus dudas y completar su instrucción.

Así, siguiendo el consejo que su previsora madre le dio al salir él de su provincia natal, no dejaba pasar una locución o un nombre propio que no conociera sin intentar documentarse respecto a esas palabras.

Nunca se saciaba de datos relativos a las locuciones, porque como les atribuía a veces un sentido más preciso del que tienen, le hubiera gustado saber lo que significaban exactamente muchas de las que oía usar más a menudo: «guapo como un diablo», «sangre azul», «vida de perros», «el cuarto de hora de Rabelais», «ser un príncipe de elegancia», «dar carta blanca»; «quedarse chafado», etc., como asimismo en qué determinados casos podría él encajarlas en sus frases. Y a falta de locuciones, decía los chistes que le enseñaban. En cuanto a los apellidos nuevos que pronunciaban delante de él, se contentaba con repetirlos en tono de interrogación, lo cual consideraba suficiente para merecer explicaciones sin que pareciera que las pedía.

Como carecía del sentido crítico que él creía aplicar a todo, ese refinamiento de cortesía que consiste en afirmar a una persona a la que hacemos un favor, que los favorecidos somos nosotros, pero sin aspirar a que se lo crean, era con él trabajo perdido, porque todo lo tomaba al pie de la letra. A pesar de la ceguera que por él tenía la señora de Verdurin, acabó por molestarle, aunque el doctor seguía pareciéndole muy fino, el que cuando lo invitaba a un palco proscenio para ver a Sarah Bernhardt, y le decía en colmo de atención: «Doctor, le agradezco mucho que haya venido, y más porque aquí estamos muy cerca del escenario, y usted ya debe de haber visto muchas veces a Sara Bernhardt», el doctor Cottard, el cual había entrado en el palco con una sonrisa que para precisarse o desaparecer aguardaba a que alguien autorizado le informara del valor del espectáculo, le respondiera: «Es verdad, estamos demasiado cerca, y además ya empieza uno a cansarse de Sara Bernhardt. Pero usted me dijo que le gustaría verme por aquí, y sus deseos son órdenes. Estoy encantado de hacerle a usted ese favor. Por una persona tan buena, ¡qué no haría uno!» y añadía: «Sara Bernhardt es la que llaman Voz de Oro, ¿no? Muchas veces he leído que cuando trabaja arden las tablas. Es rara la frase, ¿eh?»; y esperaba un comentario que no llegaba.

—¿Sabes? —dijo la señora de Verdurin a su marido—. Me parece que es un error el dar poca importancia, por modestia, a los regalos que hacemos al doctor. Es un sabio que vive aparte del mando práctico, sin conocer el valor de las cosas, y las juzga por lo que le decimos.

—Yo no me había atrevido a decírtelo, pero ya lo había notado —contestó el marido. Y para el Año Nuevo siguiente, en vez de mandarle al doctor Cottard un rubí de 3.000 francos, diciéndole que no valía nada, le enviaron fina piedra reconstituida dándole a entender que no lo había mejor.

Cuando la señora de Verdurin anunció que aquella noche iría Swann, el doctor exclamó: «¿Swann?», con sorpresa rayana en la brutalidad, porque la novedad más insignificante cogía siempre más desprevenido que a nadie a aquel hombre, que se figuraba estar perpetuamente preparado a todo. Y al ver que no le contestaban, vociferó: «Swann, ¿qué es eso de Swann?», en un colmo de ansiedad que se extinguió de pronto cuando le dijo la señora de Verdurin: «Es ese amigo de que nos ha hablado Odette». «¡Ah, ya, ya!, está bien», contestó el doctor, ya tranquilo. El pintor se alegró de la presentación de Swann, porque lo suponía enamorado de Odette y a él le gustaba mucho favorecer relaciones. «No hay nada que me distraiga tanto como casar a la gente —confió al doctor Cottard, al oído—; ya he logrado muchos éxitos, hasta entre mujeres.»

Al decir a los Verdurin que Swann era muy
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, Odette les hizo temer que fuera un pelma. Pero, al contrario, produjo una excelente impresión, que tenía sin duda como la de sus causas indirectas, y sin que lo notaran ellos, la costumbre de Swann de pisar casas elegantes. Porque Swann tenía, en efecto sobre los hombres que no habían frecuentado la alta sociedad, por inteligentes que fueran, esa superioridad que da el conocer el mundo, y que estriba en no transfigurarlo con el horror o la atracción que nos inspira, sino en no darle importancia alguna. Su amabilidad, exenta de todo snobismo y del temor de aparecer demasiado amable, era desahogada, y tenía la soltura y la gracia de movimientos de esas personas ágiles cuyos ejercitados miembros ejecutan precisamente lo que quieren, sin torpe ni indiscreta participación del resto del cuerpo. La sencilla gimnasia elemental del hombre de mundo, que tiende la mano amablemente cuando le presentan a un jovenzuelo desconocido, y que, en cambio, se inclina con reserva cuando le presentan a un embajador, había acabado por infiltrarse, sin que él lo advirtiera, en toda la actitud social de Swann, que con gentes de medio inferior al suyo, como los Verdurin y sus amigos, instintivamente tuvo tales atenciones y se mostró tan solícito, que, según los Verdurin indicaban, no era un «pelma». Sólo estuvo frío un momento con el doctor Cottard; al ver que le hacía un guiño y que le sonreía con aire ambiguo, antes de que llegaran a hablarse (mímica que Cottard llamaba «dejar llegar»), Swann, creyó que quizá el doctor lo conocía por haber estado juntos en cualquier sitio alegre, aunque él no solía frecuentarlos, porque no le gustaba el ambiente de juerga. La alusión le pareció de mal gusto, sobre todo estando delante Odette, que podría formarse un mal concepto de él, y adoptó una actitud glacial. Pero cuando le dijeron que una dama que estaba muy cerca era la señora del doctor, pensó que un marido tan joven no habría intentado aludir, estando presente su mujer, a ese género de diversiones, y ya no atribuyó a aquel aspecto de estar en el secreto, propio del doctor, la significación que temía. El pintor invitó en seguida a Swann a que fuera con Odette a su estudio; a Swann le pareció agradable. «Quizá a usted le favorezca más que a mí —dijo la señora de Verdurin, con tono de fingido enojo—, y le enseñen el retrato de Cottard (el pintor lo hacía por encargo de ella). No se le escape a usted, «señor» Biche —dijo al pintor, al que por broma consagrada llamaban afectadamente «señor»—, la mirada, el rinconcito fino y regocijado de la mirada. Lo que quiero tener es, ante todo, su sonrisa, y lo que le pido a usted es un retrato de su sonrisa.» Como esta frase le pareció muy notable, la repitió muy alto para seguridad de que la habían oído otros invitados, y hasta hizo que se acercaran unos cuantos con cualquier pretexto. Swann manifestó deseos de que le presentaran a todo el mundo, hasta a un viejo amigo de los Verdurin, llamado Saniette, que por su timidez, sus sencillos modales y su bondad, había perdido la consideración que merecía por su mucho saber de archivero, su gran fortuna y la buena familia a que pertenecía. Al hablar parecía que tenía sopas en la boca; cosa adorable, porque delataba, mucho más que un defecto del habla, una cualidad de su ánimo, como un resto de la inocencia de la edad primera, que nunca había perdido. Y todas las consonantes que no podía pronunciar eran como otras tantas crueldades que no se decidía a cometer. Cuando pidió que le presentaran al señor Saniette, le pareció a la señora de Verdurin que Swann no guardaba las distancias (tanto, que dijo insistiendo en la diferencia: «Señor Swann, ¿tiene usted la bondad de permitirme que le presente a nuestro amigo Saniette?»); Swann inspiró a Saniette una viva simpatía, que los Verdurin no revelaron nunca a Swann, porque Saniette les molestaba un poco y no querían proporcionarle amigos. Pero en cambio, Swann les llegó al alma cuando luego pidió que le presentaran a la tía del pianista. La cual estaba de negro, como siempre, porque creía que de negro siempre se está bien, y que esto es lo más distinguido, y tenía la cara muy encarnada, como siempre le pasaba al acabar de comer. Hizo a Swann un saludo, que empezó con respeto y acabó con majestad. Como era muy ignorante y tenía miedo de no hablar bien, pronunciaba a propósito de una manera confusa, creyendo que así si soltaba alguna palabra mal pronunciada, iría difuminada en tal vaguedad, que no se distinguiría claramente; de modo que su conversación no pasaba de un indistinto gargajeo, de donde surgían de vez en cuando las pocas palabras en que tenía confianza. Swann creyó que no había inconveniente en burlarse un poco de ella al hablar con el señor Verdurin, que se picó.

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